—¿Por qué siempre dices cosas como esas? No lo
entiendo. Lo único que trato es de corregirte, pero tú no lo
permites. A cada paso que doy al frente, tú retrocedes y, últimamente,
incluso hasta empujas tú misma para que no me
entrometa. —Sonreí de forma siniestra.
—¿Eso piensas? No sueles ocuparte o preocuparte mucho
por mí. Creo que me he acostumbrado a ello y por eso,
cada vez que te entrometes en mi vida, no puedo evitar sentirme
atacada o, lo que es peor, siento que lo haces más para quedar
en paz contigo mismo y no porque realmente te preocupes
por lo que hago. —Esta vez creo que realmente me había excedido,
nunca había llegado tan lejos cuando discutíamos.
—Estoy cansado de que siempre digas lo mismo. Hago
todo lo que puedo para ser un buen padre, pero no lo permites.
No sé qué más quieres que haga. —Sus palabras cortaron profundo.
Con el tono y la intención con la que habló, parecía que
él era la víctima.
¿Por qué solo yo tenía que tener la culpa de
todo siempre? ¿Acaso él no es humano también? ¿Él no comete
equivocaciones? Perdí el poco control que aún quedaba en mí.
—¿Por qué no me envías un memorando papá? Quizás
de esa forma podríamos concertar una cita en la que solo tengas
que atenderme a mí, podríamos hablar de padre a hija y
podrías llevar a cabo tu sueño de poder jugar a la familia feliz.
Jamás había visto el rostro de mi padre tan rojo, incluso
las venas de sus sienes se marcaban. Me miró con furia en los
ojos y, en lugar de disculparme, lo encaré como si se tratara de
mi peor enemigo. Vi su mano tomar impulso y su palma se estampó
en mi rostro. Me abofeteó con todas sus fuerzas y sentí
la sangre de mi nariz correr hasta mis labios; el inferior me
lo había partido. Charles, que había permanecido en silencio
todo el tiempo, gritó y detuvo el auto en seco.
—¡Señor! —Me limpié con el dorso de la mano la sangre
de mi rostro, que comenzaba a mezclarse con mis lágrimas.
—¿Quieres saber qué más quiero que hagas? ¿Realmente
te apetece saberlo, padre? Nada, no puedes hacer nada. ¿Y
quieres saber por qué? Porque no eres mamá, y, mientras no
lo seas, yo seguiré siendo de esta forma. Mientras no puedas
hacer que ella vuelva, yo seguiré tratándote de esta forma. ¿Y
quieres saber por qué? Porque tú la mataste. La mataste y jamás
te perdonaré. ¡Te odio! Tanto o más que me odio yo por
haber hecho que esa noche salieran tan tarde. —Abrí la portezuela
y me bajé del auto.
—¡Fleur! —gritó mi padre.
Pero no me detuve a mirar hacia atrás, solo corrí lo más
rápido que mis piernas me permitieron, supongo que podría
llamarse estupidez adolescente. Después de correr hasta que
las piernas me dolieron, encontré un pequeño parque, en el
cual la fría brisa provocaba que los columpios se movieran y
emitieran un chirrido espeluznante. Entré en el parque y me
senté en uno de los columpios. Miré hacia varias direcciones
en un intento por reconocer aquel sitio, pero estaba perdida.
El frío provocaba que los dientes me castañetearan y aún me
dolía el rostro. Por fortuna, había cogido el pequeño bolso de
mano que traía conmigo en el auto antes de emprender mi dramática
huida. Saqué de él un espejo y me miré. Tal y como
sospechaba tenía el pómulo inflamado, el labio inferior roto y
mi nariz tenía sangre seca a su alrededor. Me había golpeado
con mucha fuerza y no podía culparlo por ello. Lo merecía.
Había ido demasiado lejos. Pensaba en la razón. ¿Sería acaso
que no soñé con él? Siempre que tenía algún problema, me recostaba a dormir y él aparecía para darme ánimos. Recuerdo
una ocasión en que una niña del colegio se burló de mi peinado;
ese día la nana no tuvo tiempo de peinarme, así que lo
hizo mi padre; una coleta estaba más alta que la otra, además
de no mantener sujeto todo el cabello; a pesar de eso, estaba
feliz porque mi padre me había peinado; le dije a la niña que
no me molestara y ella dijo algo sobre la muerte de mi mamá;
no pude evitar saltar sobre ella para rasguñarla y mi padre se
enojó muchísimo conmigo por eso. «Eres la hija del embajador.
No puedes andar por ahí golpeando niñas porque te dicen
tonterías sobre tu madre».
La discusión fue parecida a la de esta noche. Recuerdo
que me fui a dormir, me puse a llorar sobre la almohada y me
quedé dormida. Fue él quien me consoló. Y abogó por mi padre,
para que lo perdonara.
El sonido de un celular me sacó de mis recuerdos. Al
voltearme para mirar de dónde provenía, vi una sombra recostada
en un árbol.
—¿Quién está ahí? —pregunté titubeante.
—Esto sí que es una sorpresa —dijo la voz de un chico,
que caminó hacia la luz.
—¿Yori?
—Hola de nuevo —dijo sonriendo—. ¿Qué haces aquí
sola y tan tarde?
—Discutí con mi padre —respondí de inmediato.
—¿Por el incidente de hoy?
—No, por algo más antiguo. ¿Y tú qué haces aquí? —
pregunté.
—Huyo de mi abuela.
—Creo que todos tenemos problemas. —Me senté de
nuevo en el columpio.
—¿Qué te ocurrió en el rostro?
—¿Esto? Creo que la discusión con mi padre se salió un
poco de control —respondí mientras cubría el pómulo inflamado
con mi cabello.
De uno de los bolsillos de su pantalón sacó un pañuelo
color azul y me lo ofreció. No pude evitar sonreír y tomé aquel
pañuelo para enjugar mis lágrimas. Él regresó mi sonrisa. Fue
entonces cuando lo contemplé con detenimiento. Era más alto
que yo, por lo menos una cabeza. A pesar de ser de complexión
delgada, la proporción de su cuerpo era muy masculina,
tenía una espalda ancha, de hombros cuadrados, que hacía que
aquella chamarra luciera muy bien. Su cabello era de un negro
intenso y, a pesar de que lucía semilargo, caía en pequeños rizos,
dándole una apariencia salvaje y sexy. Sus ojos me mantenían
hipnotizada, eran de un color marrón casi tan claro como
la miel. Debió notar que lo observaba porque sonrió, provocando
que mi corazón saltara. La intensidad de su mirada al
observarme y la dulzura en su voz cuando se dirigió hacia mí
provocaron que me sintiera inquieta, emocionada y aterrada,
todo al mismo tiempo. Era una sensación extraña, asfixiante.
—Bien. Sé que eres la hija de un diplomático, que eres
francesa y que sueles meterte en problemas con facilidad. Pero
no sé tu nombre y tampoco nos hemos presentado como es
debido. —Sonreí por sus palabras. ¿Cómo era posible que alguien
a quien acababa de conocer supiera exactamente cómo
cambiar de tema para ayudarme a olvidar?
—Una presentación adecuada. Bueno, mi nombre es
Fleur, Fleur Lefebvre.
—¿Qué edad tienes? —En el mundo corren rumores
respecto a las mujeres y su respuesta cuando les preguntan
su edad. Me llevé los dedos a la barbilla en pose de reflexión.
Quería ver qué reacción tenía si me comportaba esquiva al
responder su pregunta. Él lucía un poco mayor.
—¿Cuántos años crees que tengo? —respondí con una
sonrisa de suficiencia en mi rostro.
—¿No sabes que responder una pregunta con otra es signo
de inmadurez?
—Más bien creo que eres tú quien no lo sabe. —Mi respuesta
provocó que se quedara pensativo por un momento.
—Creo que hice lo mismo —dijo riendo.
—Tengo diecisiete años. —Había muchas cosas que
quería preguntarle. Sentía una necesidad increíble por averiguar
sobre él, quería poder saberlo todo, pero ¿cómo preguntar
sin dejarle ver mi interés desmedido en su persona? Era
un conflicto que mantenía mi mente ocupada, tanto que ni siquiera
noté la expresión en su rostro cuando le dije mi edad—.
¿Por qué me miras de ese modo?
—Aparentas más edad —dijo intentando que la dulzura
de su voz amortiguara el significado de sus palabras. Sonreí
por su comentario.
—¿Pues qué edad tienes tú?
—Veintiuno —respondió casi enseguida. No era una
gran diferencia. ¿Por qué su sorpresa? Ese chico comenzaba
a convertirse en todo un misterio digno de resolver. Miré mis
pies durante unos segundos, mientras reunía valor para continuar
con aquel interrogatorio.
—あなたは日本人でしょう? (Eres japonés, ¿cierto?)
—pregunté. Sus ojos se abrieron como platos al escucharme
decir eso.
—¿日本語しゃべれる? (¿Hablas japonés?).
—Un poco —respondí.
—Me impresionas. ¿Cómo lo dedujiste? —dijo mientras
recogía el mechón de cabello con el que me había cubierto
la mejilla que mi padre abofeteó. Su contacto me pareció de
lo más normal, como si tuviera toda la vida de conocerlo y no
solo unas cuentas horas.
—Mi padre es embajador. Después de la muerte de mi
madre no volvió a aceptar trabajar en ningún país de Europa,
así que, desde entonces, solo he vivido en países de Oriente,
como Corea. Allí asistí a una escuela internacional. Casi todos
tenemos un acento extraño cuando hablamos una lengua
extranjera, por eso me di cuenta. A pesar de que hablas muy
bien en inglés, de pronto usas una entonación graciosa. Pasado
mañana viajaremos a Japón. Después de su gestión allí, mi
padre va a retirarse. —Lo miré con desconfianza. ¿Por qué me
inspiraba lo suficiente como para hablarle de forma sincera
sobre temas tan privados?
—Tienes buen oído. Mi abuela es la dueña de una cadena
de hoteles y está obsesionada con que tome las riendas
del negocio familiar, así que, literalmente, fui arrastrado hasta
aquí. Pero mañana regreso a Japón con ella.
—Vaya, al menos
parecía que no era la única con frenesí verbal. Él también parecía
sentir confianza hacia mí.
—Parece que es común en estos días que las personas
quieran que seas o hagas cosas que tú no quieres, ¿cierto? —
Clavó la mirada en el suelo por mi comentario.
—Eso parece. Para mí no tiene mayor importancia, simplemente
se niega a escuchar lo que tengo que decir, por eso
trato de no estar con ella durante mucho tiempo.
El frío de la noche comenzaba a ser insoportable. De
vez en cuando frotaba mis brazos con las manos pero, de alguna forma, cada vez que comenzábamos a conversar de nuevo
carecía de importancia. Algo en mí gritaba que podría permanecer
de esa forma durante mucho tiempo. El hilo de mis
pensamientos fue interrumpido por el timbre de mi celular.
—Deberías responder —dijo él en tono grave.
—Sí, disculpa. ¿Diga? —Supongo que el salto que di
fue el que provocó que él se acercara demasiado a mí—. En
algún parque, no estoy muy segura. Está bien, voy para allá.
—Cerré la tapa del celular.
—¿Estás bien?
—No —respondí—. Lo siento, creo que será mejor que
me vaya. Mi padre va a mandar al chófer a recogerme y no sé
cómo reaccionaría si se entera de que he estado con un chico
durante todo este tiempo. De cualquier forma, estaré castigada
por el resto de mi vida, así que no creo que deba tentar más a
mi suerte. —Yori sonrió.
—¿Por qué no me das tu número? Cuando llegues a Japón
podríamos ir a algún sitio, estoy seguro de que debe ser
difícil mudarte tan a menudo y dejar atrás tu vida para iniciar
una nueva. —Me sorprendió la forma en que sus palabras me
hicieron sentir comprendida. Nadie entendía mi renuencia a
mudarnos cuando mi padre era asignado a otro país.
«Deberías estar feliz por tener la oportunidad de conocer
tantos sitios y a tantas personas», me decían con frecuencia.
Yo no quería conocer más sitios, ni más personas, solo quería
una vida cotidiana, en la que al tener amigos no tuviera que
decirles adiós cada dos o tres años.
—Me encantaría. —Tomó el teléfono que aún se encontraba
entre mis manos y al hacerlo sus dedos rozaron con losmíos. Aquel roce fue tan cálido que me quedé divagando por un
segundo, hasta que el captó de nuevo mi atención con un carraspeo.
Centré mi atención en el aparato, que ya había sido devuelto
a mis manos, y miré la pantalla—. Nakanishi Yori —leí en voz
alta. No supe por qué, pero comencé a divagar de nuevo. Nuestros
nombres sonaban armoniosos juntos. Yori y Fleur. Fleur y
Yori. El interpelado carraspeó para captar mi atención, de nuevo.
—Fleur, ¿no vas a darme tu número? —Lo miré con vergüenza
y tomé el teléfono que él me ofrecía. Estaba nerviosa,
así que cada vez que terminaba de escribir el número notaba
que me había equivocado. Incluso cometí un error al escribir
mi nombre—. ¿Vas a terminar de escribir hoy o necesitaré comenzar
a buscar refugio?
—Muy gracioso. —Después de su comentario pude
concentrarme lo necesario para escribir correctamente y le regresé
el aparato.
—¿Dónde va a recogerte el chófer? —preguntó mientras
soplaba en sus manos.
—En la avenida —respondí. Mis dientes castañetearon
de forma ruidosa, provocando que él me mirara con cierta insistencia.
Bajó el cierre de la chamarra que traía puesta y la
colocó sobre mis hombros.
—Toma, hace un poco de frío —dijo mientras frotaba
mis hombros sobre la tela de la chamarra.
—Gracias —respondí sonrojada.
—Te acompañaré hasta la avenida.
—No es necesario. Es tarde e imagino que tú también
tienes frío y debes regresar a tu hotel. —Colocó su dedo frío
sobre la punta de mi nariz. El roce me hizo cosquillas.
—No podría dejar que caminaras tú sola por las calles.
Somos amigos, ¿cierto? —Sonreí por la entonación de su voz
al pronunciar la palabra «amigos».