Algunas veces deseo que el pasado cambie. Quisiera recuperar lo que perdí, pero después pienso que, de no haber sido de esa forma, jamás podría haberle conocido y entonces ese deseo desaparece. Comprendo que es gracias a la soledad que siento que él está conmigo y entonces aquel dolor ya no importa. Si esto es solo un sueño, no quisiera despertar, prefiero permanecer dormida y así poder soñar con él siempre.
Existe un viejo dicho que asegura que la vida nunca nos da nada con lo que no podamos lidiar y lo que no logra matarnos nos fortalece. Parece una ironía que, tras perder a alguien importante, la vida decidiera otorgarme a otra persona. Aunque esta se presentara ante mí de una forma tan misteriosa.
Yo tenía seis años cuando todo comenzó. Mi padre es uno de los embajadores más respetados de Francia. Después de permanecer durante algún tiempo en París por la enfermedad de mi abuelo materno, le habían solicitado viajar a España y retomar en ese país sus actividades diplomáticas.
A pesar de no estar feliz por tener que abandonar a mi abuela en París, viajar de nuevo por el mundo parecía hacer que mi madre recuperara su sonrisa. Por lo tanto, yo estaba tan feliz como ella. Mi madre era una mujer hermosa y cariñosa, sus amigas solían decirle que había nacido con el alma de una madre por la forma en que me trataba, me llenaba de amor y mimos. Yo estaba muy apegada a ella, amaba a mi madre con todo mi corazón, no solo por el hecho de que era mi madre: amaba su forma de pensar, sus ideas, ella era la única que entendía y escuchaba mis locas ocurrencias, ese tipo de ensoñaciones que solo podrían nacer en la mente de una niña de mi edad. Ponía atención a mis comentarios, a mi opinión, al amor que sentía por la música y a mi sueño de seguir sus pasos como cantante. Cuando mi padre la conoció, ella era famosa no solo en Francia, en toda Europa se sabía de ella. Poseía una voz privilegiada y un carisma que muchos artistas envidiaban. Solíamos discutir sobre ello mientras mi padre estaba fuera debido a su trabajo. «Ser diplomático es una labor difícil», solía decirme con mucha frecuencia.
Algunos días después de instalarnos en la nueva casa, llegó una invitación de la familia real para que mis padres fueran presentados como los nuevos embajadores de Francia. Recuerdo cada palabra de aquel horrendo papel.
Estimado embajador Lefebvre:
Por medio de esta atenta invitación, le extendemos a usted y a su apreciable familia el deseo de la Corona de presentarlo ante la realeza española, con una recepción en honor a su llegada que tendrá lugar el próximo fin de semana.
Para mí era una fiesta más a la que tendríamos que asistir, otra estupenda celebración en la que dirían un discurso o dos y alabarían las habilidades de mi padre en la política, y tal vez, si la velada lo permitía, mi madre cantaría una canción. Pero lo desastroso de esa noche volvería aquel evento un horrible recuerdo.
El clima de Madrid no me había sentado bien. Enfermé ese mismo fin de semana. Mis padres estaban realmente preocupados, tenía una fiebre muy alta y la hora de la recepción se acercaba.
Normalmente me hubieran dejado con la nana, pero ella había regresado a París unos días antes, pues su tía también había enfermado y ella era su único familiar. Por lo tanto, no había quien me cuidara. Mi madre le suplicó a mi padre que asistiera solo a la recepción para que ella pudiera quedarse conmigo, pero ambas sabíamos que eso era imposible.
Finalmente, cuando faltaba solo media hora para que el evento comenzara, mi madre pudo controlar mi fiebre y salieron los dos corriendo hacia el auto, esperando lograr llegar a tiempo. Me quedé recostada en mi cama frente al televisor, cambiando de un canal a otro buscando algún programa que me interesara. Recuerdo que me quedé profundamente dormida y comencé a soñar. Fue en aquel sueño donde lo conocí. En una habitación oscura, donde solo un leve destello de luz se distinguía al fondo, había un niño que lloraba de una forma tan inconsolable que no pude resistirme. Me agaché a su lado, coloqué mi mano en su espalda y palmeé con suavidad.
—No llores. ¿Te duele algo? —Mi voz captó su atención y el niño levantó su rostro. Unos ojos marrones, tan claros como el tono de la miel, me miraron.
—Mi papá —susurró.
—¿Le ocurrió algo malo? —El niño volvió a esconder el rostro entre sus manos.
—Murió —dijo entre sollozos. Intenté pensar con rapidez qué debía decirle. Su llanto y su dolor parecían volverse míos. Era como si yo pudiera sentir en carne propia su desesperación y tristeza.
—No te preocupes, mi mami dice que las personas buenas se van al cielo y se convierten en estrellas que nos cuidan. Eso me dijo cuando el abuelito murió, ella estaba muy triste. —El niño levantó su rostro de nuevo y me dedicó una dulce sonrisa. Le sonreí también.
Se puso de pie y limpió con el dorso de su mano las lágrimas que aún recorrían sus mejillas, para después extenderla y ofrecérmela.
—Hola, me llamo Yo...
La última parte fue interrumpida por un sonido que me aturdió y terminó por despertarme. Era el sonido del teléfono del pasillo. Me levanté corriendo aún somnolienta y caminé descalza por el piso de mármol, hasta llegar a la mesa donde estaba el teléfono.
—Diga —contesté en castellano lo mejor que pude.
—¿Es la residencia del embajador Lefebvre? —preguntó la voz masculina que provenía del auricular.
—Oui —respondí.
—Cariño, necesito hablar con un adulto. ¿Podrías llamar a alguna persona del servicio? —Permanecí en silencio por un momento, intentando traducir la petición de aquel hombre.
—Me encuentro sola, mis padres no han contratado todavía a nadie —respondí.
—¿Eres la hija del embajador?
—Oui.
—Enviaré a una oficial de policía a la residencia y tendrás que acompañarla. ¿De acuerdo? —Varias preguntas perturbaron mi mente. ¿Por qué tenía que venir alguien a recogerme? ¿Dónde estaban mis padres?
—Oui. —Fue lo único que pude responder.
—Estará contigo en breve —finalizó.
Tras colocar de nuevo el auricular en su sitio, caminé de nuevo hacia mi habitación para vestirme. Saqué el vestido que mi madre había escogido para que usara en aquella recepción. En el mismo gancho se encontraba también el abrigo que hacía juego. Me vestí tan rápido como pude y bajé las escaleras corriendo. Me senté en el sofá grande de la sala a esperar, hasta que las luces de la patrulla comenzaron a verse a través de las cortinas de seda color durazno. El auto se detuvo y rápidamente alguien se acercó a la puerta y tocó el timbre.
—¿Fleur Lefebvre? —preguntó la mujer al observarme.
—Oui.
—Cariño, tu papá me envió a por ti. —Distinguí cierto pesar en su mirada, pero no quise hacer demasiado caso y terminé malinterpretando las cosas. Creí que mis padres estaban preocupados por mí, por estar sola en casa y al no tener un chófer disponible habían pedido a los oficiales que me llevaran a la fiesta. —De acuerdo —respondí a la oficial.
Tomé las llaves que comúnmente colgaban de un pequeño llavero junto a la puerta, me enredé una bufanda en el cuello y salí corriendo hacia la patrulla. Recuerdo que, durante el trayecto, la oficial miraba cada cierto tiempo por el espejo retrovisor para poder ver mi rostro.
—Qué lindo vestido —dijo mientras el auto daba vuelta en una curva. Era invierno y la carretera se encontraba cubierta de nieve blanca.
—Merci. Mamá lo escogió para mí, debería haberlo usado durante la fiesta de hoy —respondí mientras jugaba con los holanes que colgaban de la falda color rosa.
—¿Por qué no fuiste con tus padres? —preguntó.
—Me enfermé.
—Los resfriados son comunes en esta temporada.
Realmente me sorprendí cuando me percaté de que el lugar al que habíamos llegado era un hospital. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
—¿Por qué estamos aquí? —pregunté con la voz temblorosa.
—Tu padre te lo explicará. —Aquella oficial me levantó en sus brazos y me cargó todo el trayecto hasta donde estaba mi padre. Salté de sus brazos cuando vi los rasguños y el yeso en su brazo.
—¡Papi! —grité mientras corría hacia él.
—¡Fleur! —Se puso de rodillas para recibir mi abrazo. Escondí mi rostro en su hombro mientras lloraba. Él me tomó por los hombros para que lo mirara a los ojos—. Fleur, tu mamá... —dijo mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. A pesar de lo que cualquier persona pueda creer, sabía qué iba a decirme, lo presentía—. Tu mamá murió, cariño —dijo susurrando en mi oído.
Todos los recuerdos de mi madre se abarrotaron en mi memoria: su sonrisa, la forma en que acariciaba mis mejillas, cómo cepillaba mi cabello, aquella canción de cuna que me cantaba antes de dormir. Entendí que no la volvería a ver, comprendí que no podría ver una vez más a mi mamá y eso me abrumó. Retrocedí intentando alejarme de mi padre
—¡Menteur! (mentiroso) —grité con todas mis fuerzas.
—Fleur.
—¿Por qué tenías que llevártela?
Comprendía que solo había sido un accidente, que mi padre era lo único que me quedaba, que él también estaba sufriendo, pero necesitaba desahogarme. A pesar de no decir nada en voz alta, podía distinguir la misma acusación proveniente de mi padre: de no haber enfermado no hubieran salido con tanta premura.
Era culpa mía que mi madre ya no estuviera con nosotros.
—Cariño, fue un accidente —dijo la oficial, que se puso de pie detrás de mí para evitar que saliera corriendo.
Solo tenía seis años y mi padre había sido muy directo con la noticia sobre mi mamá. Un niño no debería escuchar un argumento como «ella murió». Supuse que salir corriendo hubiera sido una reacción bastante lógica. Me senté en el suelo frío de aquel hospital a llorar.
—¡Mamá! ¡Mamá! —grité con todas mis fuerzas.
Esperaba que ella apareciera tras escucharme, pero no ocurrió. Lo que sucedió después lo borré de mi memoria. Solo tengo vagos recuerdos del entierro de mi madre, entre ellos que mi padre ni siquiera ese día pudo dejar de trabajar.
Once años después de aquello, al recordarlo aún tengo deseos de llorar, pero he aprendido a lidiar con la ausencia de mi madre. Mi relación con mi padre fue empeorando con el paso de los años, encontró en el trabajo la forma perfecta de olvidar su propio dolor, así que fui reemplazada por juntas y deberes.
Después del accidente ya no quiso trabajar en ningún país europeo y tampoco soportaba estar mucho tiempo en París. Habíamos viajado siempre a países de Latinoamérica, a algunos de Oriente y nos preparábamos para viajar a Japón, donde pasaríamos los últimos años de servicio político de mi padre. Los países donde ha fungido como embajador siempre estrecharon sus relaciones con Francia, es un político muy respetado.
Pero él ya está decidido: Japón será el último país en el que trabajará como embajador.
Ahora nos encontrábamos en la Embajada de Nueva York. Pronto llegaría el fin de curso de mi colegio y mi padre quería aprovechar eso para salir sin que afectara a mis estudios. Tenía deseos de ir de compras. Por lo general, mi padre solo me deja salir en compañía del chófer o el guardaespaldas, con lo cual no soy para nada feliz. A pesar de ser muy amables conmigo, terminan hartándose de mi forma quisquillosa de escoger y me dejan sola. Siempre ha sido mi deseo que mi padre salga conmigo y, tras no obtenerlo, simplemente decidí que era mejor ir sola. Salí sin avisar y mi padre llamó por teléfono. Estaba molesto por mi huida.
—Ya no eres una niña. Sabes que no puedes deambular sola por las calles. Dime dónde estás para que envíe a Charles a por ti. Es peligroso.
—Tú nunca me acompañas a ningún sitio. ¿Cómo podría saber alguien que soy la hija de un embajador? Solo quiero ir a comprar unos zapatos y es muy incómodo tener que pedir la opinión de ellos al elegir. —Era un chantaje muy bueno—. Si no quieres ir tú conmigo, entonces déjame ir sola. —Estoy segura de que debió arrugar la frente como siempre que algo le preocupa, pero terminó aceptando y mi pequeña huida fue perdonada de algún modo.
Caminé por las calles. Aunque no era muy tarde, el cielo se veía plomizo, parecía que iba a comenzar a llover. Miraba escaparates cuando las primeras gotas de lluvia cayeron sobre mi rostro. Corría en dirección a uno de los locales para protegerme de la lluvia que comenzaba a arreciar, cuando vi algo que captó mi atención. En un callejón que se encontraba en la calle de enfrente había un niño pequeño, quizá de no más de cinco años, que buscaba algo con insistencia entre los cubos de basura. Una mujer que vestía de forma elegante se detuvo a preguntarle algo cuando, de pronto, varios hombres tiraron de ella para que entrara en el callejón. Sabía que era una locura que intentara ir en su auxilio, la única defensa con la que contaba eran los poderosos rasguños que podía provocar con mis uñas largas. Pero, sin pensar en ello, crucé la calle y llegué al callejón.
—¡Déjenla tranquila! —grité con todas mis fuerzas.
Capté su atención enseguida. Cuando fijé la vista, me vi rodeada por siete extraños que tenían muy mal aspecto.
—Supongo que te gustaría tomar su lugar —dijo uno de ellos que, inmediatamente, tomó un mechón de mi cabello entre sus dedos.
—Solo déjennos ir. Si lo que quieren es dinero, podemos darles todo el que quieran, pero no nos hagan daño. —La mirada que esos hombres me dedicaban me helaba la sangre. Ya ninguno de ellos prestaba atención a aquella mujer. Sus miradas se centraban en mí y en lo corta que era mi falda.
—Creo que podemos divertirnos más contigo. Mírenla, es toda una belleza. —El más joven de ellos empujó a la señora—. ¡Largo! —gritó.
Creí que aquella mujer tendría el mismo gesto que yo había tenido con ella, pero me equivoqué. En cuanto ese chico mencionó aquellas palabras, la mujer corrió con todas sus fuerzas.
—¡Espere! ¡No me deje! —La mujer no se detuvo, ni siquiera miró hacia atrás.
—Muy bien, señorita. Por el acento creo que tenemos mercancía francesa —se burló el hombre que aún acariciaba mi cabello.
Me arrojó contra la pared e intentó besarme. Yo giré mi cabeza para evitarlo, pero colocó su mano en mi mentón para que lo mirara directamente a los ojos. Al sentir que acariciaba mis piernas con la otra mano, como pude le di un rodillazo y salí corriendo. Sin embargo, la salida del callejón estaba cerrada por los otros tipos, así que no me quedó más remedio que
correr callejón adentro.
—¡Auxilio! —grité al ver que me seguían los pasos de cerca. Me quité los zapatos de tacón para poder correr más rápido. Los charcos que la lluvia había dejado en el suelo me empaparon los pies. Tenía mucho frío y creí que las piernas se me romperían, pero no me detuve. Por fin, logré salir a la calle. Miré por el rabillo del ojo y aún me seguían. Al cruzar una de las avenidas tropecé con algo y caí al suelo. Toda mi ropa se empapó. Un chico que se encontraba de pie esperando
el cambio del semáforo se inclinó y me ofreció su mano para ayudarme a levantarme. Coloqué mi mano justo encima de la suya y de un solo movimiento estaba de pie.
—¿Te encuentras bien? —preguntó. El extraño acento de su voz llamó mi atención. Levanté la vista para responder a su pregunta, pero estaba tan cansada que no fui capaz de enfocar su rostro. El mundo comenzó a moverse lento y a tornarse negro, solo me perdí en el dulce sonido de su voz que gritaba:
—¡Una ambulancia!
Cuando el cansancio, por fin, dobló mis piernas e iba a caer al suelo, fui sostenida por sus brazos. La forma en que mi corazón latió cuando susurró en mi oído «todo va a estar bien», me dejó sin aliento.