Chapter 2 - Mente Rota: Parte 2

Había algo en Regina que ni ella misma comprendía del todo. Era como si una sombra invisible estuviera enredándose en su mente, un peso que cargaba todos los días sin descanso. Mientras tanto, Gerardo la seguía tratando igual: amable, atento, como siempre. Pero su calidez era un arma de doble filo. Cada gesto afectuoso, cada sonrisa, alimentaba una ilusión que Regina no podía dejar de perseguir, aunque le costara más de lo que podía soportar.

—¿Te pasa algo, Regina? —le preguntó Gerardo una tarde, mientras caminaban de regreso a casa.

Regina lo miró por unos segundos, sin saber cómo responder. Su corazón dolía, y esa sensación familiar de vacío volvía a instalarse en su pecho.

—No… nada. Estoy bien —mintió, forzando una sonrisa.

Gerardo aceptó la respuesta sin cuestionarla, como siempre lo hacía. Pensaba que no debía presionarla, que lo mejor era dejar que hablara cuando estuviera lista. Sin embargo, esa pasividad solo profundizaba las heridas de Regina. "¿Por qué no insiste?", pensaba. "¿Por qué no ve cuánto estoy sufriendo?".

Las noches eran lo peor. Acostada en su cama, Regina se encontraba sola con sus pensamientos, un lugar peligroso para alguien como ella. Al principio, solo eran sus propias preocupaciones: reproches, dudas, culpas. Luego, esas voces internas comenzaron a tomar forma.

—No eres suficiente. Nunca lo serás.

El primer murmullo la sobresaltó, pero lo ignoró. Pensó que era el cansancio o el estrés. Pero cada noche, esas voces se volvían más claras, más insistentes.

—¿Por qué sigues luchando? Nadie te quiere realmente.

Regina se cubría los oídos, aunque sabía que no servía de nada. Las voces estaban dentro de su cabeza.

—¡Cállense! —susurró con desesperación una noche.

El eco de su propio grito rebotó en las paredes de su cuarto, mientras las lágrimas caían sin control. Era como un mosquito persistente al principio, un zumbido lejano que podía ignorar. Pero, con el tiempo, esos murmullos se transformaron en gritos desgarradores.

Una noche, el caos en su mente alcanzó su punto más alto. Regina, agotada y con los ojos enrojecidos, intentó cubrirse con las mantas, como si eso pudiera protegerla de las palabras hirientes que resonaban dentro de ella. De pronto, todo se detuvo.

Silencio.

El alivio fue tan repentino que casi se sintió extraño. Regina tomó aire, temblorosa, preguntándose si finalmente había encontrado un respiro. Pero entonces, una nueva voz apareció. No era un grito. No era un susurro. Era tranquila, casi reconfortante.

—¿Por qué sigues permitiendo esto? —la voz resonó, suave, femenina.

Regina se incorporó en la cama, mirando a su alrededor con los ojos desorbitados. No había nadie allí.

—¿Quién… quién eres? —preguntó con voz temblorosa.

—Soy tú, Regina —respondió la voz con dulzura—. Soy la única que entiende lo que sientes. Nadie más lo hace, ¿verdad?

Regina no respondió. Algo en esas palabras era verdad. Era la verdad que ella había querido escuchar desde siempre, aunque viniera de una fuente desconocida.

—Ellos no te aman. No les importa. No lo harán, no importa cuánto lo intentes. ¿Por qué sigues aguantando?

—No sé qué hacer… —susurró Regina, apretando las manos contra su pecho.

—Déjate llevar. Pierde el control. Haz que sientan el dolor que tú has sentido. Solo entonces podrás encontrar la paz.

Las palabras eran dulces, como miel envenenada, pero Regina no lo veía. En su estado, sonaban como la única solución. Cerró los ojos, dejando que aquella voz la envolviera.

Durante el siguiente año, su apariencia reflejaba el caos interno que estaba devorándola. Las ojeras profundas, el cabello descuidado, la mirada perdida… Sus padres, negligentes como siempre, no vieron más allá de lo superficial.

—Regina, ¿por qué eres tan floja? —le recriminaba su madre un día, al verla tirada en la cama.

—Si te esforzaras un poco más, podrías arreglarte. ¿Es tan difícil? —añadió su padre.

Esas palabras eran como clavos que perforaban aún más su mente fracturada. Pero ella ya no respondía. Había dejado de intentarlo.

Una noche, mientras todo estaba en silencio, la voz regresó. Pero esta vez no era reconfortante. Esta vez era una orden.

—Hazlo. Haz que paguen.

Regina se levantó de la cama lentamente, sintiendo cómo la oscuridad dentro de ella crecía, cómo la envolvía completamente. Esa noche, dio el primer paso hacia el pozo más profundo en el que jamás había estado. Y en ese abismo, no había vuelta atrás.