Regina había cruzado una línea que nunca imaginó. La oscuridad dentro de ella ya no era una sombra que la acompañaba; ahora era un torrente que la arrastraba. En algún punto de su descenso, algo se quebró por completo. No había lágrimas, no había arrepentimientos. Sólo un objetivo frío y calculado: acabar con todo lo que la había hecho sufrir.
Pasó semanas observando a las personas a su alrededor. Desde su ventana o escondida en las sombras de las calles, veía las rutinas de quienes cruzaban su camino. Era torpe al principio, como si en el fondo aún buscara una excusa para detenerse. Pero esa voz, suave y persuasiva, nunca la dejaba sola.
—No te detengas ahora —le susurraba, como una vieja amiga—. ¿Acaso no quieres que todo esto termine?
Finalmente, Regina dejó de dudar. Las primeras noches fueron las más difíciles. Había un temblor en sus manos, un nudo en su garganta, mientras seguía a sus víctimas. Pero después del primer asesinato, la culpa desapareció, o tal vez quedó enterrada bajo capas de odio y desesperación.
En cuestión de días, Regina se convirtió en una sombra letal. La crueldad con la que actuaba no era de alguien que buscara placer en la violencia; era de alguien que había perdido todo rastro de humanidad. Las noticias comenzaron a hablar de los asesinatos. Nadie sabía quién estaba detrás, pero el miedo se esparcía.
Y entonces, llegó el turno de sus padres.
Aquella noche, Regina entró a su casa con la misma frialdad que había perfeccionado. Encontró a su madre en la sala, mirando televisión. El sonido del programa fue la última cosa que escuchó antes de que la sombra de Regina la envolviera. Su padre, al oír el ruido, bajó corriendo las escaleras, sólo para encontrar a su hija cubierta de sangre.
—¿Qué… qué has hecho? —balbuceó él, retrocediendo hasta chocar contra la pared.
Regina no respondió. No había lágrimas en sus ojos, ni rastro de la niña que alguna vez habían conocido. Con pasos lentos y firmes, se acercó a él.
—Siempre dijiste que me esforzara más… —murmuró con una sonrisa vacía—. ¿Esto es suficiente para ti?
La habitación se llenó de un grito que nadie escuchó, seguido de un silencio sepulcral.
Regina dejó a Gerardo para el final. Él era diferente. Era especial.
Sabía que esa noche estaría solo en casa. Había planeado todo cuidadosamente, como si el destino la estuviera guiando. Cuando llegó, esperó en la puerta trasera, esperando escuchar el sonido familiar de sus pasos.
—Vamos, Gerardo… —susurró para sí misma, sosteniendo un cuchillo en la mano.
Cuando finalmente entró, lo hizo de forma torpe, deliberada. Derribó un jarrón en el pasillo, creando un estruendo que resonó por toda la casa.
—¿Qué fue eso? —murmuró Gerardo desde la sala.
Regina sonrió. Era tan predecible.
Gerardo se levantó, caminando hacia el sonido con la misma despreocupación que siempre lo caracterizaba. Cuando giró la esquina, apenas tuvo tiempo de procesar lo que sucedía. Regina se abalanzó sobre él, golpeándolo con fuerza en la cabeza. Todo se volvió negro para él.
Cuando despertó, estaba atado a una silla en el sótano. La luz de una bombilla colgante oscilaba suavemente, lanzando sombras distorsionadas por toda la habitación. Frente a él estaba Regina, con el cabello desordenado, el rostro manchado de sangre seca y una expresión de calma perturbadora.
—¿Qué está pasando? —preguntó Gerardo, su voz temblorosa.
Regina no respondió de inmediato. Caminaba en círculos, murmurando cosas que Gerardo no podía entender. Finalmente, se detuvo frente a él, inclinándose para mirarlo a los ojos.
—¿Sabes cuánto te amo, Gerardo? —le dijo con una sonrisa que parecía rota.
—¿Qué…? Regina, esto no tiene sentido. Por favor, suéltame. Podemos hablar.
—Hablar… —repitió ella, riendo suavemente—. Siempre hablamos, ¿no? Yo hablaba, tú escuchabas. Pero nunca entendías.
—Regina, no entiendo. ¿Qué quieres decir? —preguntó Gerardo, ahora desesperado.
—¡Exacto! —gritó ella, golpeando la silla—. ¡Nunca entiendes! Nunca me entendiste. Dices que me escuchas, pero no lo haces. Solo me toleras.
—¡Eso no es cierto! —replicó Gerardo, con lágrimas en los ojos—. Eres mi amiga. Siempre he querido ayudarte.
La palabra "amiga" fue un detonante. Regina se congeló, y algo en su rostro cambió. Su expresión de calma se transformó en una mezcla de rabia y dolor.
—Amiga… —repitió, con una voz cargada de desprecio—. Eso es todo lo que soy para ti, ¿verdad? Una carga. Una molestia.
—No, Regina. ¡Por favor, escúchame! —suplicó Gerardo—. Podemos arreglar esto. Solo necesitas ayuda.
Regina negó con la cabeza lentamente.
—Es demasiado tarde para eso, Gerardo. La única ayuda que necesito… es silencio.
Antes de que él pudiera decir algo más, Regina levantó el cuchillo. Gerardo gritó, pero no hubo nadie para escucharlo.
Cuando todo terminó, Regina se quedó en el sótano, mirando el cuerpo inmóvil de Gerardo. El silencio en su cabeza era abrumador. Por primera vez en mucho tiempo, no había voces, ni susurros, ni gritos. Pero tampoco había alivio.
—¿Eso es todo? —susurró para sí misma, mirando sus manos ensangrentadas—. ¿Por esto he llegado tan lejos?
De pronto, un sonido rompió la quietud. Sirenas en la distancia. La policía estaba en camino.
Regina sabía que no tenía escapatoria. Pero tampoco iba a permitir que nadie la volviera a encerrar en su propia oscuridad. Con manos temblorosas, levantó el cuchillo una última vez.
—Al menos… ahora habrá paz —murmuró.
El filo brilló bajo la tenue luz antes de que todo terminara en un último suspiro.