La luna colgaba en un cielo teñido de ceniza, su luz pálida apenas atravesaba la neblina que cubría el suelo roto de aquel mundo marchito. Quin avanzaba con pasos inseguros por el sendero de piedras, cargando una espada rota que parecía tan vieja como la tierra misma. La maleza susurraba a su alrededor, voces inhumanas que prometían tanto destrucción como salvación.

Era un errante, uno más entre tantos otros que habían intentado redimir esta tierra condenada. Había olvidado su rostro, su nombre y hasta el calor del sol. Solo el eco de una voz lo mantenía en pie:

"Recupera la Luz o pierde tu alma."

El eco se repetía en su mente, cada palabra una punzada que lo empujaba hacia adelante. Sus pasos lo guiaron a un santuario en ruinas, donde una figura encapuchada lo aguardaba. Bajo el manto de sombras, el rostro de la figura parecía cambiar constantemente, como si miles de almas lucharan por ocupar un único cuerpo.

—Tu misión, errante, es limpiar esta tierra de su corrupción —dijo la figura, su voz un cántico hueco—. Pero cuidado… la oscuridad no perdona, y siempre cobra su precio.

Con un gesto, la figura señaló cinco caminos que se extendían desde el santuario como ramas de un árbol muerto. Cada uno conducía a una fortaleza donde aguardaba un guardián de la Oscuridad. Quin sabía que debía enfrentarlos para restaurar el equilibrio, pero el primer paso siempre era el más difícil.

—¿Cuál es tu elección, portador del filo quebrado? —preguntó la figura.

Quin observó los caminos. Su instinto lo guió hacia el sendero cubierto de espinas negras, donde un viento frío cargado de cenizas anunciaba su primer enfrentamiento.