La segunda fortaleza estaba oculta en un bosque de árboles muertos, sus ramas entrelazadas formando una cúpula impenetrable. Quin caminó bajo la penumbra, donde los susurros de los vientos parecían nombres olvidados. El aire era pesado, y pronto llegó a una mansión en ruinas, sus ventanas reflejando el vacío de la noche.
Dentro, el silencio era opresivo. Cada paso que daba resonaba como un trueno en las habitaciones vacías. Fue entonces cuando las figuras comenzaron a moverse. Muñecos grotescos, con ojos vacíos y bocas cosidas, emergieron de las sombras, avanzando hacia él con movimientos espasmódicos.
Quin desenvainó su espada quebrada y los enfrentó. Aunque eran débiles individualmente, su número era abrumador. Los muñecos se movían como si tuvieran un propósito siniestro, y cada vez que destruía uno, otro más tomaba su lugar.
—Hermosas, ¿no crees? —dijo una voz melódica que resonaba en las paredes—. Cada una tiene su historia, su alma atrapada en esta danza interminable.
Desde lo alto de una escalera en espiral apareció la Marionetista del Vacío. Una figura alta y etérea, con hilos negros que fluían de sus dedos como serpientes. Sus ojos brillaban con una luz antinatural.
La batalla fue un juego de estrategia. Cada vez que Quin intentaba acercarse, la Marionetista movía sus hilos, controlando a las marionetas para que lo detuvieran. Sus golpes eran certeros pero insuficientes. Finalmente, Quin se dio cuenta de que los hilos eran la clave.
Esquivando a los muñecos, lanzó su espada rota hacia la Marionetista. La hoja cortó varios hilos negros, y un grito desgarrador llenó el aire. La Marionetista cayó al suelo, y las marionetas, ahora sin control, colapsaron como títeres sin vida.