El primer camino lo llevó a una torre derruida que se alzaba como un dedo acusador contra el cielo. Las puertas estaban hechas de hierro corroído, y el aire olía a muerte y desesperación. Al cruzar el umbral, la atmósfera se volvió pesada, y un crujido metálico resonó en el vacío.
Un gigantesco ser emergió de las sombras, encadenado a las paredes de la torre. Su piel era gris como la ceniza, y sus ojos ardían con un fuego apagado. Era El Carcelero de Cenizas, una bestia maldita encargada de vigilar las almas perdidas.
—¿Eres otro que busca su final aquí? —gruñó la criatura, sus cadenas resonando como campanas fúnebres.
Quin no respondió. Sujetó su espada quebrada con ambas manos y corrió hacia el monstruo. Pero el Carcelero era rápido a pesar de su tamaño. Un latigazo de sus cadenas lo lanzó contra la pared, y Quin sintió cómo sus costillas crujían bajo el impacto.
La batalla fue brutal. Cada golpe de Quin parecía apenas rozar la piel endurecida del Carcelero. Sin embargo, un destello en el techo de la torre llamó su atención: un rayo de luz que iluminaba un cristal negro incrustado en el pecho de la bestia.
Quin supo lo que debía hacer. Esquivó un golpe que habría sido mortal y escaló las cadenas del monstruo, usando su espada rota como ancla. Con un grito desesperado, clavó el filo en el cristal. El Carcelero rugió, y un estallido de luz llenó la torre, haciendo que las sombras se disiparan.
El cuerpo del Carcelero cayó inerte, y Quin se levantó con dificultad, sintiendo que una chispa de energía nueva corría por sus venas. La primera prueba había terminado, pero aún quedaban cuatro más.