Una cosa era leer sobre algo y otra totalmente diferente era estar ahí mismo viviendo la situación. Para Elizabeth, que nunca había tenido más familia que su madre, esta reunión era de por sí un misterio. Lo más parecido en lo que podía pensar era en una reunión con su jefe. La última vez que tuvo una de esas, la despidieron. Se preguntaba si podían despedirla de la familia. ¿Sería el equivalente a ser desterrada? Tal vez no era tan malo, así no tenía que sufrir las diferentes humillaciones que le tocaría recibir en el papel de villana.
Suspiró profundo, se alisó un poco el vestido y tocó a la puerta. Unos segundos más tarde le abrió un joven de ordenado cabello castaño y ojos del mismo color que el suyo. Era Caspian, su hermano del medio.
— Veo que has venido a excusarte — afirmó sin rodeos —. Sería bueno que tengas una buena historia preparada para este desaire — continuó mirándola de arriba a abajo, sin soltar la puerta. Elizabeth le sostuvo la mirada, a pesar de los nervios. Luego de un tenso momento que se sintió eterno, Caspian por fin dio un paso al costado y la dejó entrar —. Estoy seguro de que nuestros padres te enseñaron mejor que esto.
Elizabeth tragó saliva. No se sentía nada cómoda, pero no estaba dispuesta a mostrarlo. Recibiría su castigo dignamente y se preocuparía de dejar a Clarisa fuera de toda culpa. Luego pensaría en cómo librarse de los peligros futuros. Caminó hacia el frente a paso decidido. El estudio era amplio y bien iluminado. Tenía una exquisita alfombra persa en el medio y sendos libreros atiborrados de toda serie de documentos y polvorientos tomos adornaban los muros. En el fondo, junto a un lujoso escritorio de roble labrado con remates dorados, se encontraba el conde Cecil, su padre, mirando cada uno de sus movimientos. Henry Cecil era un hombre alto, de cabello negro y ondulado y ojos verdes como las esmeraldas. Tenía una barba abundante y algo canosa y unos lentes cuadrados de marcos dorados. El parecido con su primigenio y ella misma era indudable, pensó Elizabeth.
El conde aún tenía la pluma en la mano y, por lo que pudo entender Elizabeth viendo el tipo de documentos en la mesa, debió haber estado discutiendo negocios con Caspian. Por lo que podía leer, algo relacionado con la compra de caballos. Luego de unos momentos observando y sin decir una sola palabra, fue su padre quien abrió la conversación.
— Ejem, veo que no tienes excusas esta vez, Elizabeth. — dijo Henry arqueando las cejas —. ¿Debo entender que estás lista para aceptar tu castigo sin buscar mi perdón?
— Por supuesto, padre. Comprendo que, aun cuando las circunstancias me impidieran recibir a la nueva miembro de la familia, es mi responsabilidad presentarme a toda ocasión social como parte de la casa de Cecil — señaló Elizabeth como quien comenta el clima —. Si me permite la osadía — agregó cambiando un poco el tono y tratando de sonar lo más humilde que podía —, solo quisiera pedirle que excuse de toda responsabilidad a Clarisa, mi dama de honor. Ella realmente hizo todo lo que estaba a su alcance y fue completa y absolutamente culpa mía el no haber podido llegar al desayuno como se había planificado —. Elizabeth hizo una profunda reverencia. Se sentía bastante extraña mirándose la punta de los zapatos, pero no se le ocurría otra forma de evitar que la responsabilidad recayera en su dama de honor. Ella ya lo había vivido en carne propia, y sabía que el hilo siempre se corta por lo más delgado. Haría todo lo que estuviera en su mano para evitarlo.
— Hmm — dijo el conde dubitativo. No sólo era una sorpresa que su hija entrara sin hacer un escándalo, sino que, además, en lugar de pedir salvación para sí misma, estaba abogando por otros. Tal vez la chica caprichosa estaba por fin aprendiendo de sus errores. ¿Habrá tenido algo que ver la adopción de Aurelia? —. No había considerado la opción de perdonar a tu dama de honor en tu lugar — dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras y observando fijamente la reacción de su hija. Elizabeth podía sentir la mirada del conde en su nuca, pero no estaba dispuesta a levantarse hasta estar segura de que Clarisa estaba fuera de todo peligro —. Tal vez sería bueno para tu educación que sufrieras únicamente tú por las consecuencias de tus actos.
Las piernas de Elizabeth comenzaron a temblar ligeramente, no sabía si por sostener la postura tanto tiempo en ese vestido incómodo o sencillamente de los nervios. Aun así, no cedió ni se movió un centímetro.
— Está bien — dijo finalmente el conde —, dejaré a Clarisa sin castigo esta vez. Pero que te quede claro que si hay alguna otra situación en el futuro, les castigaré a las dos con el doble de fuerza.
— ¿De verdad? — Elizabeth se levantó de golpe, con el rostro iluminado como el de un niño en navidad.
— S-sí, por supuesto — respondió el conde, asombrado de ver a su hija con esa expresión —. Ahora bien, en los últimos meses has estado escapando de tus estudios, por lo que durante toda esta semana deberás atender a 2 clases en vez de una por día. Hablaré con Tom para que organice tus sesiones esta semana — agregó, pensando que realmente no quería castigarla por algo tan pequeño, pero tampoco quería perder la oportunidad de empujarla a tomar sus estudios en serio. Hace tiempo que la veía atascada y, como padre, quería poder ayudarla a salir de ahí de algún modo —. Dependiendo de tus resultados, podría considerar medidas más severas.
Elizabeth estaba tan feliz que ni siquiera se preocupó de mantener la postura propia de una dama. Tampoco notó la severidad del tono con la que el conde pronunció la última frase. Simplemente, estaba emocionada de poder comenzar a aprender cosas de este mundo. ¿Qué tipo de clases tendría? ¿Le enseñarían magia? ¿O serían cosas de señorita como organizar fiestas de té o bailar vals?
— Si eso es todo, padre, me retiraré a mi cuarto para prepararme — dijo con un tono definitivamente mucho más feliz que el adecuado para la situación—. Con su permiso — agregó, y con una nueva reverencia salió del estudio, tarareando una canción en voz baja. Por suerte, su cuerpo parecía conocer los recovecos del castillo de memoria, por lo que le bastaba con pensar dónde quería ir y sus pasos la llevaban sin dudar. La biblioteca sonaba como un buen lugar para pasar el rato antes de volver a su cuarto. Podría investigar si había libros de conocimiento general, política actual, magia e incluso temas propios de una señorita como organización de fiestas y etiqueta. No sabía hasta qué punto la Elizabeth del libro era capaz de manejarse con soltura en situaciones sociales y no quería quedar en evidencia cometiendo errores innecesarios.
Mientras caminaba por los amplios pasillos de grandes ventanales del segundo piso, donde se encontraba el estudio de su padre, aprovechó de contemplar el amplio patio interior. Por el tipo de vegetación y organización, podía asumir que se encontraba en un lugar de clima templado, posiblemente cerca del mar. Estaba segura de haber visto esas flores rosas con bordes blancos en abundancia aquella vez que fue con su madre a la playa. De pronto algo llamó su atención. Era Aurelia, con sus dorados cabellos al viento, caminando en dirección a una de las sirvientas que llevaba una canasta. La joven sirvienta, de cabello y ojos castaños y numerosas pecas, se veía incómoda al escuchar lo que sea que Aurelia le mencionó. Luego hizo un par de reverencias a modo de disculpa y siguió su camino de forma apresurada, mirando hacia atrás en dirección a Aurelia un par de veces. Elizabeth no podía ver la expresión de Aurelia, pero la sirvienta se veía claramente asustada. ¿Qué podría haberle dicho en tan poco tiempo para provocar esa reacción en la muchacha? No ganaba nada con darle vueltas por sí sola, así que siguió caminando en dirección a la biblioteca, en el primer piso, mientras sus pensamientos se movieron hacia qué podía encontrar entre los libros que poseía la familia Cecil.
Ya al pie de la escalera, Elizabeth pudo apreciar por primera vez la majestuosidad del palacio. Había bajado por la escalera principal, apoyada en un exquisito pasamanos de madera de forma curva, con detalles tallados a mano que emulaban una bonita enredadera. Frente a ella podía ver una puerta de fierro forjado flanqueada por una ventana a cada lado. El suelo, de madera pulida, brillaba con el sol de la mañana. A su derecha e izquierda se extendían sendos pasillos, ambas entradas adornadas con delgados pilares blancos de piedra. Si mal no recordaba, la biblioteca estaba en el ala izquierda, casi al comienzo del pasillo. Mientras se acercaba, pudo notar que las puertas estaban abiertas de par en par. Una figura familiar de cabellos castaños perfectamente ordenados le daban la espalda. Caspian debe haber estado muy absorto en su lectura porque ni siquiera se movió cuando pasó por su lado. Ya con la mente en su próxima lectura, recorrió ansiosa con la mirada las hileras de altos estantes, esperando encontrar algo que la ayudara a guiarse. Por fin se decidió por una fila y caminó lentamente, recorriendo con los ojos los lomos de los antiguos tomos. No lo había notado en el estudio de su padre, pero podía leer sin problema alguno, aun cuando ni las letras ni las palabras se le hacían conocidas conscientemente. Por fin encontró uno relacionado con las bases del control de maná y magia en la tercera fila de arriba hacia abajo. Como estaba un poco alto, Elizabeth pisó el primer nivel de la estantería para alzarse y levantó la mano para alcanzar a penas a rozar el libro. En ese momento, su pie se resbaló hacia el costado y perdió el balance. Elizabeth cayó de espalda, esperando chocar con la dura estantería de atrás o bien con el piso, pero en vez de eso, sintió el torso de una persona, al tiempo que unas manos la tomaban de los hombros. Se giró rápidamente para ver quién le había salvado y para su sorpresa, ¡se trataba de su hermano del medio!