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Palacio de Ángeles

AlanLR
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Synopsis
Palacio de Ángeles es una historia con multiples protagonistas, sus historias y destinos irán entrelazandose, descubrirán juntos, o por separado el "por qué?" de muchas cosas que ni siquiera ellos pensaban descubrir. Acompañalos en sus aventuras! Espero que lo disfrutes.
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Chapter 1 - Palacio de Ángeles #1

Capitulo 1

Soko observaba la reunión con seriedad pero poca atención. A sus 19 años, ya era el guardia personal de la reina, un honor y una carga que llevaba con disciplina. Las voces y la charla de la sala eran ruido blanco para él; su enfoque estaba en los detalles, asegurándose de que no hubiera ni la más mínima posibilidad de ataque contra la jerarca.

—¿Oíste a Malika? —preguntó el rey Gerald de pronto.

La pregunta desconcertó a Soko, rompiendo su modo de vigilancia. Se tomó unos segundos para responder con firmeza.

—Sí, su majestad. Seré su escolta.

El rey estalló en carcajadas.

—¡JAAAA! ¡Ja, ja, ja! —reía mientras se cubría el rostro con una mano y negaba con la cabeza—. Este muchacho solo tiene dos funciones: ser guardia y entrenar. ¿Por qué gastamos tantos recursos en él?

Malika, la reina, intervino con calma:

—Porque Soko tiene condiciones excepcionales. Su conocimiento, combinado con su fluidez en casi seis idiomas, lo hacen ideal para esta tarea. Será un excelente comienzo para él.

Soko, atónito, asintió con vergüenza. Había estado presente en la sala, pero no había comprendido la discusión que giraba en torno a él.

La reina continuó, relajándose en su asiento mientras tomaba un sorbo de agua.

—Queremos mantener nuestra imagen. Que vayas solo muestra al pueblo que no gastamos de más en asuntos ordinarios. Además, demostraremos que incluso nuestro general más joven es tan capaz como cualquier funcionario de otro reino o nación.

El rey Gerald asintió con aprobación y añadió:

—Ahora comprendes. Serás quien se reúna con el comité del Torneo Mundial de Combate.

Los ojos de Soko se agrandaron. Separó los labios, dejando entrever su emoción, pero rápidamente reprimió cualquier signo de entusiasmo.

—¿Podré participar esta vez? —preguntó, tratando de contener la emoción que crecía en su pecho—. Juro que venceré...

El rey lo interrumpió con un tono tajante:

—No presentaremos participantes. Solo serás un espectador.

El joven guardia sintió cómo la esperanza se le escurría entre los dedos.

—Tienes un gran nombre en el torneo como subcampeón, Soko. No olvides que perdiste ante el hombre de la genética perfecta. Ahora serás nuestro delegado ante la comisión mundial.

Malika lo miró con ojos penetrantes, notando el rencor que ardía detrás de su calma aparente.

—Está bien... Me pondré en marcha cuando lo dispongan, mis señores. —Soko reverenció con respeto.

—Puedes irte —ordenó el rey Gerald.

Soko salió de la sala del consejo con pasos firmes, aunque su mente era un torbellino de emociones. Caminó por los pasillos de piedra del castillo, descendiendo por las escaleras que llevaban a los niveles inferiores. Cada paso resonaba en el vacío, acompañando sus pensamientos: "No es justo. He entrenado más duro que nunca. No soy el mismo chico que perdió contra ese hombre."

El aire se sentía más fresco a medida que bajaba. Las antorchas parpadeaban, arrojando sombras en las paredes. Cerca de su habitación, una voz lo sacó de su ensimismamiento.

—¡Soko! —gritó Saki, la princesa, apareciendo desde uno de los pasillos laterales.

El joven general apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la chica se plantara frente a él, con los puños en las caderas y una expresión segura.

—¿Ya te dijeron? ¿Vas a elegirme? Estoy lista para representar a los quiriseanos ante el mundo —declaró con entusiasmo, inclinándose hacia él como si esperara una respuesta inmediata.

Soko suspiró, tratando de mantener la compostura.

—No llevaremos representantes. Yo seré el único en la delegación, y no voy a participar.

La emoción de la princesa se evaporó en un instante.

—¡¿Aaaaghhh?! Entonces, ¿todos estos años de entrenamiento fueron en vano? —protestó mientras estiraba sus mejillas, siguiéndolo como una sombra.

—Saki, debo estudiar. Si no te molesta, ¿podrías dejarme solo?

—¿Qué harás, golpearme? —lo provocó con una sonrisa traviesa.

—Sí, te dejaré otra cicatriz en la mejilla.

—No eres gracioso, hermano. —Saki le dio un suave golpe en el hombro antes de señalar la vieja cicatriz en su rostro. Luego, giró sobre sus talones y se alejó, murmurando algo ininteligible.

Soko empujó la puerta con firmeza, entrando en su habitación. Al cruzar el umbral, sus pensamientos lo invadieron de nuevo: "No es justo... No es justo." Cerró la puerta tras de sí, y por un instante, el sonido de madera chocando resonó en el silencio de otro lugar.

Lejos de allí, en un reino completamente distinto, una puerta se abrió con suavidad. La luz atravesó el interior de la habitación, dibujando la figura de un joven que meditaba en el centro, rodeado de cortinas blancas y telas largas que se movían al compás de una brisa sutil.

El aire en Draxelia era distinto, tan puro como la vida misma. Sus habitantes vivían con sencillez: ropas sueltas, frescas, alimentaciones sanas, cuerpos que reflejaban el equilibrio entre lo físico y lo espiritual. En medio de esta calma estaba él: Stak, sentado con las piernas cruzadas, su respiración rítmica marcando el tempo de la quietud.

—Campeón Stak —interrumpió una voz desde la entrada. Un soldado vestido con ropajes austeros pero elegantes inclinó la cabeza con respeto—. Los tres ancianos y el maestro Koi lo solicitan.

El joven abrió los ojos lentamente, como si el llamado lo hubiera despertado de un sueño profundo. Con un movimiento tan sutil como la brisa, Stak se levantó, poniéndose de pie en sus puntas, casi flotando. La luz del exterior parecía intensificarse alrededor de él, como si irradiara algo más que simple humanidad.

—De inmediato... —respondió con voz baja pero firme.

Stak avanzó hacia el soldado, quien apartó la mirada por un momento al sentir la calidez de una mano en su hombro. No hubo más palabras. Stak cruzó el umbral y comenzó a caminar por los pasillos que lo llevaban al salón de los ancianos.

Las personas que encontraba en su trayecto lo saludaban con sonrisas y gestos de admiración. Algunas inclinaban la cabeza en señal de respeto; otras simplemente se detenían para observarlo pasar. Aunque verlo era una escena habitual, cada aparición suya seguía pareciendo única, un recordatorio viviente del equilibrio que representaba.

Stak inclinaba ligeramente la cabeza como respuesta, pero no devolvía palabras ni gestos elaborados. Su rostro permanecía inmutable, sereno, como si cada paso lo llevara no solo hacia los ancianos, sino también hacia un propósito mayor que nadie más podía comprender.

Tras recorrer el camino necesario, Stak llegó al templo, un lugar que parecía un santuario para el alma. Las columnas de piedra estaban cubiertas por enredaderas, y las telas que colgaban del techo se movían al compás de una brisa fresca. El espacio estaba abierto, pero pocos se atrevían a entrar sin un propósito claro; el respeto hacia los ancianos que habitaban allí era absoluto.

En el centro del templo, los tres ancianos estaban sentados sobre almohadones, sosteniendo en sus manos rústicas tazas de cerámica. A su lado, el maestro Koi permanecía inmóvil, como si el tiempo no lo afectara. Cuando notaron la llegada de Stak, Zariel levantó la mirada con una sonrisa serena y lo invitó a acercarse.

—Por favor, joven Stak, comparte un poco de té con nosotros.

Stak asintió con un gesto respetuoso y se acomodó junto a ellos sobre una tela que descansaba en el suelo.

—Siempre es un honor estar en su compañía. ¿Qué consejo tienen para mí hoy?

Extendió una mano hacia la mesa, donde una taza vacía esperaba por él. Zariel, con la calma que lo caracterizaba, comenzó a llenarla mientras el aroma del té llenaba el aire.

Kaelor, quien mantenía un porte más serio, fue el primero en hablar.

—Han pasado ya varios años desde tu consagración en el Torneo Mundial de Combate. Creemos que es el momento adecuado para que regreses a la escena mundial, no como participante, sino como embajador de nuestra nación. Acompañarás al maestro Koi como parte de la delegación.

Hizo un gesto hacia Koi, que permanecía en su característico silencio, observando con una mirada tranquila.

—Yo quería que participaras —interrumpió Therion, dejando escapar una leve carcajada orgullosa—, pero sería una desventaja para el resto.

El comentario arrancó sonrisas contenidas entre los presentes. Therion, siempre apasionado por el combate, no podía evitar expresar su admiración.

—Has criado al mejor guerrero de la historia, Koi.

El maestro asintió con un gesto apenas perceptible.

Stak tomó la taza entre sus manos y, con su habitual serenidad, respondió:

—Preferiría gastar mi tiempo regando el jardín. El torneo ya no tiene nada interesante para mí.

Kaelor sonrió ligeramente, como si hubiera esperado esa respuesta. Dio un sorbo a su té antes de añadir, con un tono calculador:

—El general Soko será parte de la delegación de Quirisia.

La mención del nombre hizo que Stak alzara una ceja, aunque su expresión permaneció inmutable. Zariel, siempre el pacifista, observaba con la esperanza de que la conversación tomara un rumbo conciliador.

Aceptando la petición de los ancianos, Stak inclinó la cabeza en señal de respeto y continuó compartiendo la velada con ellos. El sol descendía lentamente, tiñendo el horizonte de colores cálidos mientras el aire fresco anunciaba la llegada de la noche.

Aquella noche, cenó junto a los ancianos y su padre, el maestro Koi. Luego, regresó a su habitación. La calma habitual lo envolvió al cruzar el umbral. Se sentó a meditar, cerrando los ojos mientras se sumergía en la oscuridad de su mente.

Un vacío absoluto lo rodeaba, silencioso, eterno. Las voces comenzaron a surgir, susurrantes, desordenadas, como fragmentos de pensamientos que no lograban tomar forma.

Las voces susurrantes en la mente de Stak comenzaron a desvanecerse, como un eco que se pierde en la distancia. En ese silencio, otra voz surgió, esta vez más caótica, desgarradora, como un grito que no encontraba salida.

La habitación era sombría, casi claustrofóbica. Las paredes blancas, iluminadas apenas por la tenue luz que se filtraba por una grieta, estaban marcadas por zarpazos, golpes y quemaduras. Un sonido metálico rompía el silencio: el roce de cadenas contra el suelo.

En el centro de la habitación, encadenado y visiblemente deteriorado, joven murmuraba palabras incoherentes.

—Volar... Luz... Cucaracha...

Sus labios apenas se movían, pero su mente parecía habitar en otro lugar. De pronto, una chispa apareció en la palma de su mano. Al principio, débil, como si dudara en existir, pero rápidamente se transformó en una pequeña llama que iluminó la habitación.

La luz reveló a muchacho con mayor claridad: su figura delgada, sus ojos hundidos y las marcas de años de maltrato en su cuerpo. Observó las paredes, esas mismas que había visto desde su nacimiento, esas que le recordaban cada día que no era más que un prisionero, un experimento.

La llama en su mano crepitaba suavemente, un recordatorio de que, incluso en la oscuridad, había algo dentro de él que no podía ser apagado.

La puerta frente a él comenzó a abrirse con un chirrido metálico. Engranajes y cadenas resonaban en la atmósfera, un sonido pesado y mecánico que rompía el silencio opresivo. El fuego que brillaba en sus dedos se desvaneció ante el viento frío que invadió el lugar. Por primera vez en lo que parecía una eternidad, TE-510 respiró aire fresco; el oxígeno puro purgó sus pulmones del pesado CO2 de aquella habitación hermética. Sin embargo, la luz blanca que inundó la estancia lo cegó momentáneamente, haciéndolo entrecerrar los ojos.

Una voz gruesa rompió su soledad.

—¡Arriba, sabandija! El doctor tiene algo en mente. Quizá te ganes algo de alimento si no opones resistencia.

Un soldado, con un control remoto en la mano, presionó un botón. Una descarga eléctrica recorrió el collar que aprisionaba el cuello de TE-510 haciéndolo caer al suelo con un quejido seco. El hombre se acercó, tomando con fuerza el brazo huesudo del joven para levantarlo. No estaba solo; otros tres guardias se unieron, escoltando al pelinegro a través de pasillos blancos que, aunque relucientes, parecían estar llenos de sombras.

Avanzaron empujándolo, dándole golpes secos que resonaban como ecos huecos en los muros. El muchacho, habituado a su trato, reprimía cualquier reacción. Sabía que no valía la pena rebelarse. No por él, ni por los otros.

Finalmente, llegaron a la sala del doctor. La habitación era amplia, revestida de blanco, pero desordenada. Las esquinas estaban marcadas con manchas de sangre seca, herramientas mecánicas y químicas se apilaban en mesas metálicas junto a dispositivos médicos. Había varias sillas de contención, diseñadas para mantener sujetos a los "pacientes". Para cualquiera, aquel lugar sería una pesadilla. Pero para TE-510, no era más que su realidad diaria.

Lo que no esperaba era encontrar a alguien más allí. En la silla que solía ser suya, estaba una chica. Sus muñecas estaban sujetas, pero su mirada destilaba furia mientras seguía cada movimiento del doctor Atreo. Antes de que él pudiera decir algo, la joven comenzó a gritar.

Su voz era un rugido ensordecedor, un sonido tan intenso que reverberaba por toda la habitación. TE-510 y los soldados cayeron al suelo, llevándose las manos a los oídos en un intento inútil de mitigar el dolor. Solo el doctor permaneció erguido, protegido por un equipo que le cubría los oídos. Frente a la chica, una viga de metal de dos metros comenzó a retorcerse, comprimiéndose hasta convertirse en una bola sólida con solo la fuerza de su mirada.

El anciano científico no pudo ocultar su euforia. Dio un pequeño salto de felicidad, aplaudiendo como un niño que acaba de recibir un regalo.

—¡Sí, sí! ¡Es perfecto! —exclamó, fascinado por los resultados de su experimento.

Uno de los soldados, todavía recuperándose, se levantó con dificultad y señaló al "paciente" favorito del científico.

—Doctor Atreo... Aquí está el sujeto TE-510.

El anciano lo miró con severidad, levantando un dedo como si estuviera reprendiendo a un niño.

—¡TE-510 es su nombre serial! Es más sencillo decirle Tesio.

El joven, débil y agotado, levantó la vista al escuchar su nombre. Había algo extraño en la manera en que el doctor lo miraba, una mezcla de orgullo y posesividad. Con una voz débil, apenas un susurro, Tesio habló:

—Doctor Eiffelblood... ¿Tiene una alita de pollo para mí?

Una sonrisa cruzó el rostro del científico.

—Siempre tienes hambre, ¿verdad, chico? Sí, tendrás tu recompensa.

Atreo lo tomó del hombro y lo acercó a la silla donde estaba la chica.

—Te presento a "540-MI". Aunque puedes llamarla Saomi. —Hizo una pausa, mirando con cierta nostalgia la escena—. Nunca fui bueno para elegir nombres. Los números funcionan mejor.

Tesio observó a la chica con cautela. Sus ojos, aunque llenos de enojo, mostraban algo más. Era como mirarse a un espejo, ambos marcados por el mismo destino, atrapados en un ciclo que ninguno había elegido.