Habían transcurrido apenas unos días desde que Soko fue informado de su nuevo rol como representante del reino de Quirisia fuera de la arena de combate. El joven general, aunque frustrado por la noticia, decidió no permitir que su descontento afectara su dedicación como fiel servidor de la corona. Durante esos días, se había sumergido en el estudio de tratados, repasado idiomas y leído extensamente sobre el comportamiento protocolar frente a funcionarios de otras naciones y reinos.
Una mañana, recibió una carta cuyo remitente, aunque extraño, le resultaba familiar. Soko suspiró al reconocerlo y, por primera vez en días, esbozó una leve sonrisa que parecía reflejar una motivación real en medio de su nueva situación.
—Así que también te seleccionaron para esto, Stak… —murmuró, lo suficientemente bajo para que fuera casi imperceptible.
Sin embargo, esas palabras fueron claramente audibles para la princesa Saki, quien se acercaba sigilosamente por el pasillo. Al ver la carta desde detrás del hombro de Soko, su curiosidad se encendió.
—¿Stak también irá? ¡Es imposible que no vaya yo también! —exclamó con entusiasmo. Y, sin dudarlo, añadió—: Hablaré con mis padres. Vamos, Soko, ambos sabemos que van a enfrentarse, ya sea en la arena o fuera de ella.
Los ojos de Saki brillaban con emoción mientras juntaba las manos y miraba al joven general con un aire suplicante. Soko, apenas soportando su efusividad, suspiró profundamente. Con un gesto sencillo, apoyó dos dedos en la frente de la princesa y la empujó suavemente fuera de su espacio personal.
—No, Saki. Seré un funcionario y representaré a nuestro reino como se debe —respondió con firmeza, mirándola con paciencia agotada. Tras un breve silencio, añadió—: Si hay oportunidad, podría invitarlo a una exhibición, pero eso tendrá que planearse con tus padres… y no será pronto.
Las palabras de Soko lograron calmar a la princesa, aunque no del todo. Ambos jóvenes, de aproximadamente la misma edad, intercambiaron una sonrisa cargada de complicidad. En ese instante, recordaron lo que los unía más allá de sus roles como general y princesa: la pasión compartida por los duelos y el orgullo por su reino.
Las risas eran un sonido poco habitual para Stak, un eco distante que quizás añoraba de su niñez. Aquel hombre de genética perfecta también padecía problemas, errores y excesos. Últimamente, las meditaciones que lo mantenían sereno habían comenzado a traicionarlo: voces, lamentos y susurros extraños anidaban en su mente como parásitos invisibles. Quería entender, encontrar la fuente, pero la calma de su habitación fue rota por un golpe seco en la puerta.
—Stak—la voz firme del Maestro Koi llenó el aire—. Prepara tus cosas. Partiremos a Noctisárida al amanecer.
El hombre exhaló con resignación, observando las sombras proyectadas por la luz tenue de las velas. Recordó, sin quererlo, que al menos alguien interesante lo esperaba allí, alguien que quizás podría entretenerlo en combate. Más tarde, al despuntar el alba, Stak se calzó un kurta-pajama negro, con delicados hilos dorados que parecían absorber la luz. Caminó por el pasillo hacia la salida, donde un vehículo esperaba con el motor ronroneando, como una bestia de metal ansiosa por moverse.
Subió a él en silencio, mientras las ruedas trituraban el polvo del camino. A lo lejos, Noctisárida despertaba, la ciudad donde el torneo mundial se celebraba. Allí, donde los hombres de Draxelia, fuertes como montañas y pobres como mendigos, demostraban año tras año que la arcilla de la que estaban hechos era distinta. Pero, en algún lugar muy lejano, el eco de ese motor se perdía entre las paredes de una habitación blanca.
Una explosión metálica resonó como una campana rota, el brazo de Tesio golpeando la mesa de hierro mientras los huesos expuestos temblaban bajo la luz fría del módulo. El doctor Atreo sonrió, complacido.
—¡Excelente! ¡Eres realmente un muñeco de pruebas admirable!
—Mgh… Agh… —gruñó el joven, su mandíbula tensa por el dolor.
Atreo continuó, sus palabras teñidas de falso afecto.
—Una vez más. Vamos, muchacho, luego te daré algo de comer.
Desde el rincón opuesto, Saomi seguía atada a la silla. Los shocks eléctricos seguían recorriendo su cuerpo mientras lágrimas y sangre manchaban su rostro. La voz apenas le salió, rota por el cansancio:
—Por favor… Deténgase… Va a perder el brazo…
Pero Atreo no escuchaba. Con una sonrisa casi infantil, volvió a obligar a Saomi a liberar su ataque psíquico. TE-510 se estremeció cuando su brazo quedó casi desprendido. La carne abierta y los huesos rotos no le impedían mirar fijamente al doctor.
El silencio se rompió con un sonido más profundo: un crujido. La mano izquierda de Tesio se apoyó sobre la mesa de metal y la superficie comenzó a desintegrarse, como absorbida por un poder desconocido. Frente a los ojos incrédulos del doctor, su brazo herido empezó a regenerarse. Nuevo, limpio, fuerte. Tesio murmuró bajo, casi sin darse cuenta:
—Cucaracha… cucaracha… cucaracha…
Atreo, asombrado, se inclinó sobre él, acariciándole la espalda.
—Sí, muchacho… eres toda una cucaracha.
Le arrojó comida, que el joven devoró sin dudar. Al otro lado de la sala, Saomi cerró los ojos y dejó que su conciencia hurgara en la mente de Tesio, un terreno hostil y desmoronado donde las voces reinaban. Cuando abrió la grieta mental, el chico se detuvo a mitad de un bocado.
—¿Por qué escucho a la chica si no está moviendo la boca? —susurró Tesio, sus ojos oscuros clavados en la nada.
Desde dentro, las voces se alzaron como un enjambre:
—Estás loco, TE-510.
—Calla, déjala quedarse.
—¡MATEMOS AL VIEJO! Estoy harto de esto. Déjame darte el fuego.
Tesio apretó los dientes. La voz de Saomi volvió, calmada, como un susurro en medio del caos:
—Tesio… debemos salir de aquí. Prometo darte todo el pollo frito que quieras. Kilos y kilos.
El estómago del joven rugió, y las voces rugieron con él, un solo clamor infantil y hambriento:
—¡UUUUHHHH!
Tesio sonrió, débilmente. Las personalidades en su mente se alinearon, solo por un instante, para tomar una decisión.
El doctor Atreo, que escribía entusiasmado en su cuaderno, notó una luz en el rabillo del ojo. Se giró lentamente. Demasiado tarde. La silueta de Tesio se materializó a su lado, y el calor abrasador de su brazo envuelto en llamas le quemó la espalda.
El doctor quiso hablar, pero lo único que emergió de su boca fue sangre. Tesio lo miró con la misma expresión fría que Atreo le dedicaba día tras día. Sostuvo su corazón entre los dedos y lo observó, inexpresivo. Luego lo dejó caer, como si no fuera más que otro experimento fallido.
La puerta se abrió con un chirrido, rompiendo la atmósfera densa del lugar. Tesio se acercó a Saomi y rompió sus ataduras. Ella lo miró, temblando, antes de lanzarse a abrazarlo con toda la fuerza que le quedaba.
—¿Nos vamos? —preguntó, con una débil sonrisa.
Tesio asintió, como un niño al que acaban de prometer una recompensa.
—Claro. Siempre quise una hermana.
Ella lo tomó del brazo, sin saber cómo reaccionar, pero riendo por lo absurdo del momento.
—Vamos. Debes conocer el mundo. Pero tendrás que protegerme… porque si no, ¿quién más te lo va a mostrar?
El joven huesudo sonrió, ubicándose frente a ella como un escudo.
—Tienes razón.
Las luces rojas comenzaron a parpadear en el módulo, mientras las alarmas chillaban por todo el recinto. Al otro lado de las paredes, oficiales y guardias corrían para preparar el protocolo de contingencia. Pero dentro de aquella sala teñida de sangre y esperanza, Saomi y Tesio ya no eran prisioneros. Eran una fuerza indetenible.
El sonido de los pasos retumbó por los pasillos fríos, pero para ellos, el ruido solo era el eco distante de una batalla que no les pertenecía.
Soko descendió del automóvil con una elegancia que reflejaba su preparación meticulosa para este momento. Había dedicado días a perfeccionar su atuendo, consciente de la importancia de causar una impresión memorable en la reunión con la comisión mundial del torneo de combate.
Lucía un conjunto gótico de corte victoriano: un traje negro de terciopelo que caía con gracia sobre su figura, adornado con intrincados detalles en plata y acero que capturaban la luz de manera sutil. Cada bordado y cada costura hablaban de la destreza de los artesanos de Quirisia, su reino natal, reconocido por su riqueza y tradición en la confección de vestimentas de alta calidad.
La ciudad de Noctisárida, capital de la nación dictatorial, se extendía ante él con sus calles iluminadas por faroles de gas que proyectaban sombras danzantes sobre los adoquines. El aire frío de la noche se mezclaba con el bullicio de la ciudad, creando una atmósfera vibrante y llena de energía.
A lo lejos, una explosión iluminó el horizonte, seguida de una columna de humo que se elevaba hacia el cielo estrellado. Los ojos azules de Soko brillaron con intensidad, reflejando la emoción de la acción cercana. Frente a su vehículo, se detuvo quien transportaba al maestro Koi y a Stak, quienes descendieron rápidamente al percatarse de la explosión.
Ambos jóvenes, Soko y el monje Stak, se miraron después de años sin verse. Sin intercambiar palabras, Stak dio un salto impresionante en dirección a la explosión, pareciendo volar.
—¡STAK! —gritó Koi en vano, observando a su hijo alejarse hacia el fuego.
Detrás de él, Soko imitó al joven monje, saltando de techo en techo con agilidad, alcanzándolo rápidamente.
Mientras tanto, Saomi, abrazada a Tesio, gritaba e intentaba amortiguar la caída con éxito. Él, más enérgico y feliz que nunca, se levantó, sonriendo al ver por primera vez el exterior: casas, vehículos, estrellas y la luna. Todo era nuevo para él; no pudo evitar derramar una lágrima.
—Basta, mi tonto corazón —se dijo, limpiándose la lágrima y sonriendo ampliamente.
Saomi tomó la mano de Tesio y le dijo:
—Este lugar es horrible, hermano. ¡Ya verás! Hay lugares mejores.
Soldados llegaron rápidamente. El joven de cabello negro se separó de su nueva hermana y no dudó en protegerla. Llamas surgieron desde sus pies, ascendiendo hasta sus tobillos, luego hasta sus manos, hasta el codo. Estaba listo para proteger a su familia.
Entre soldados que caían calcinados por las llamas de TE-510, apareció alguien vestido de manera distinta: un hombre calvo, que no parecía un soldado ni un guerrero.
—¡Muévete o muere! ¡Déjanos en paz! —exigió el joven huesudo, mientras hacía crecer las llamas en sus puños amenazantes.
El monje, que no solía mostrar emociones, esbozó una risa juguetona. Que alguien ajeno intentara darle órdenes le resultó divertido. Con su calma habitual, se acercó para intentar noquear al "chico fuego", pero se llevó una grata sorpresa al conocer la felicidad y la fuerza de este.
Parecía tan endeble, tan ordinario, pero ahí estaba. Tesio logró conectarle un golpe con su puño derecho sin que Stak lo notara. Eso lo hizo rabiar y se preparó para atacarlo.
—¿Quién te crees que eres? —exclamó Stak.
—Seré quien te destruya si no nos dejas ir —replicó Tesio.
Ambos se abalanzaron, pero en medio, como una brisa ligera, apareció Soko, quien, tomando los puños de ambos, aprovechó el impulso de sus cuerpos para hacer que no se golpearan y ambos terminaran en dirección opuesta a donde iban.
Los ojos de Saomi se iluminaron y sus labios se entreabrieron al ver al joven general: alto, apuesto, con ese traje negro y los guantes. Todo salía bien para ella; escapaba y veía lo que hasta el momento era lo más cercano a un ángel. Gritó:
—¡TESIO, DETENTE! —
El joven huesudo se detuvo y se levantó lentamente del suelo. Stak limpiaba sus manos, pues logró evitar la caída que sufrió Tesio con una pirueta. Estaba genuina y gratamente sorprendido. Pensó para sí:
—Soko y el chico fuego... Me lo esperaba del general, pero de este flacucho...? Ni siquiera sé de dónde salió.
Soko suspiró y cerró los ojos. Procedió a explicarle a Stak:
—No puedes atacar a un civil. Eres demasiado fuerte y, además... Ni siquiera estás en tu reino. También... Sospecho que no son simples civiles.
Soko se acercó a Tesio, quien aún yacía entre los escombros, y lo tomó por la desgastada y rota ropa.
—Vas a calmarte y expli— comenzó a decir, pero fue interrumpido por el grito de Saomi exigiendo que soltaran a su hermano.
Una roca de buen tamaño voló hacia ellos. Stak la rompió con un puñetazo, permitiendo que Tesio aprovechara la distracción para liberarse del agarre de Soko.
El monje se preparó para pelear, sorprendido por la variedad de guerreros que lo rodeaban.
—¿Qué sabes?— preguntó a Soko.
—Los ves bien? Están vestidos como pacientes, tienen un número impreso en sus ropas... Probablemente sean de algún plan nacional secreto que se salió de control... Ya sabes cómo es Noctisárida.— Soko se preparó para pelear también.
Saomi, preocupada, susurró a Tesio:
—Cuando te diga, vas a dar otro de esos saltos grandes a otra dirección donde no estén ellos, yo te ayudo, ¿sí?
El joven asintió y, al oír el grito de Saomi, dio otro de sus saltos, similar al de Stak, alejándose de la escena con su hermana montada en su espalda.
Soko suspiró al verlos irse, acomodó su traje y se preocupó por no haberlo ensuciado.
—No es nuestro problema, Noctis debe encargarse, nosotros... debemos ir a la asamblea...— dijo, dando algunos pasos antes de irse saltando entre techos como antes.
Stak, resignado, le dio la razón al quirisiano y se fue con él, dejando escapar a Tesio y Saomi.