Glenn permaneció inmóvil por un instante, permitiendo que la brisa cálida y húmeda de la jungla le envolviera. Los sonidos del bosque eran un espectáculo en sí mismos: el zumbido rítmico de insectos colosales, el crujir de hojas de tamaño descomunal, y el canto lejano de criaturas desconocidas que tejían una sinfonía inquietante pero cautivadora. El aire olía a tierra húmeda, a la resina dulce que rezumaba de los árboles y a algo metálico, una señal sutil de la presencia de vida y muerte en ese vasto e inexplorado paraje.
El tronco del árbol sobre el que se apoyaba era áspero al tacto, su superficie rugosa le recordaba la corteza de jade en bruto, como si la naturaleza misma hubiera infundido en él la esencia de una joya. Las raíces se retorcían en la colina, abrazándola con la fuerza de una garra milenaria, mientras que el brillo etéreo que emanaban parecía pulsar en armonía con los latidos de Glenn.
"Esto no es mi mundo", susurró, y la certeza de sus palabras le provocó un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. La afirmación se expandía en su mente como una onda, cada repetición le traía una nueva capa de significado, una mezcla de incredulidad, miedo y una inesperada emoción de descubrimiento.
Con la respiración todavía agitada, cerró los ojos un momento y dejó que su mente divagara.
Las memorias de su vida pasada en la tierra parecían un sueño distante, difuso y bañado en la luz mortecina de una ciudad siempre en movimiento. Allí, los rascacielos de Shanghái se erguían como torres de vigilancia, y las luces de neón parpadeaban con indiferencia. La monotonía del trabajo, el zumbido constante de la tecnología y la opresión de la rutina lo ahogaban lentamente. Ahora, esa realidad se sentía tan lejana que casi parecía pertenecer a otra persona.
Un sabor salado y terroso se deslizó por su lengua cuando bebió nuevamente del charco a sus pies. El líquido, aunque apenas potable, le devolvía una chispa de vitalidad que su cuerpo famélico agradecía. Sus ojos se posaron en su reflejo, distorsionado por las ondulaciones del agua. La imagen que vio fue casi un desconocido: un joven de piel pálida, ojos grandes y rasgados, con una melena castaño rojiza que caía descuidadamente sobre sus hombros. La delgadez extrema de su cuerpo y las marcas de grilletes en sus muñecas y tobillos hablaban de una historia de sufrimiento que no le pertenecía, pero que ahora debía asumir.
—Diablos, esto es increíble... —dijo, esta vez en un murmullo emocionado, con la mirada perdida en el horizonte. La risa que siguió fue un sonido quebrado, como si su mente y su corazón no supieran si reír o llorar. Era la primera vez que sentía algo parecido a la libertad, aunque viniera envuelta en incertidumbre y peligro. La ironía de todo lo que le habían enseñado, desde las misas dominicales hasta las lecciones de ciencia, le resultó casi hilarante. ¿Realmente estábamos solos en el universo? No, la respuesta estaba allí, en cada hoja gigante, en cada destello de luz que jugaba entre las ramas.
Glenn tomó aire profundamente y se permitió sentir la maravilla. Sus pupilas, reducidas al mínimo por la intensa luminosidad de la vegetación, reflejaban un brillo resuelto. La sensación de lo desconocido ya no era solo una amenaza; era una promesa. Una promesa de que, por primera vez en su vida, todo podía ser diferente.
La humedad recorría su piel mientras el agua goteaba lentamente de sus labios y se deslizaba por su pecho, un recordatorio tangible de su fragilidad y de lo cerca que había estado de morir de sed. Colocó la mano sobre su pecho, sintiendo el tamborileo irregular de su corazón. No podía permitir volver a enfrentar un dolor tan desgarrador como aquel. Sin embargo, la idea de un nuevo comienzo, aunque llena de espinas y dudas, también brillaba con un tinte de esperanza.
Con un último vistazo al imponente bosque que se extendía ante él, Glenn supo que el desafío apenas comenzaba. Pero por primera vez en mucho tiempo, tenía algo que perder. Y algo que ganar.
La vastedad del bosque que rodeaba a Hitomi Glenn lo hacía sentirse pequeño e indefenso. Los árboles, de proporciones inimaginables, con alturas que rivalizaban con los edificios más altos de la Tierra, le recordaban lo insignificante que era en este mundo nuevo. El más "pequeño" de estos titanes tenía al menos 70 metros de altura y troncos tan anchos que se necesitaría una docena de hombres tomados de la mano para rodearlos. La conclusión a la que llegó Glenn fue inmediata y perturbadora: si la vegetación era de un tamaño descomunal, los animales que la habitaban podrían ser igual de impresionantes, o incluso más.
Un frío y desagradable escalofrío recorrió su espina dorsal. En su mente, empezó a imaginar cómo sería encontrarse con un depredador similar a un guepardo africano, pero adaptado a este entorno extremo. Pensó en un felino gigantesco, de tres metros de altura, con músculos tan desarrollados que parecían capaces de destrozar todo a su paso. Sus fauces podrían albergar colmillos tan largos como un antebrazo humano, y sus patas, llenas de una potencia feroz, le permitirían correr a una velocidad vertiginosa, tal vez superando los 200 km/h. Y el peso de semejante criatura, Glenn se atrevía a suponer, podría llegar fácilmente a los 1,000 kg, haciéndolo una máquina imparable de músculo y muerte.
—No, no debo seguir pensando en eso —murmuró, sacudiendo la cabeza con fuerza. La idea de aquellos depredadores imaginarios le hacía palpitar el corazón a un ritmo que le dejaba sin aliento y lo empujaba a un estado de paranoia incontrolable.
Con un gesto nervioso, se rascó la cabeza. La incertidumbre lo invadía, y no era para menos. Ignoraba por completo los peligros reales de este lugar. No conocer las amenazas de su entorno significaba exponerse a un riesgo constante, y la falta de información lo dejaba vulnerable, atrapado en un estado perpetuo de alerta. Pero lo que más le inquietaba era el ocaso. Cuando la luz se desvanecía, la noche traía consigo un espectáculo aterrador y hermoso: tres lunas dominaban el cielo, cada una con un brillo y un tamaño diferente. La más grande era majestuosa, acompañada por dos lunas medianas que orbitaban a su alrededor como guardianas. Juntas, formaban un cuadro que iluminaba las noches de manera hipnótica y que, paradójicamente, hacía que las horas de oscuridad parecieran eternas.
La peculiaridad de estas noches era su duración, mucho más extensa que la del día, y la bajada brusca de la temperatura. Las noches anteriores, Glenn había tenido que recolectar hojas enormes para cubrirse, formando una improvisada y gruesa capa que apenas le ayudaba a resistir el frío inclemente. —Noches interminables y heladas... esto es un verdadero infierno —murmuró, recordando la sensación de casi congelarse hasta los huesos mientras se esforzaba por mantener su cuerpo caliente.
Sin embargo, las tres lunas tenían su utilidad, especialmente dependiendo de dónde se encontrara. Si permanecía en las profundidades del bosque, el denso follaje bloqueaba casi toda la luz, sumiéndolo en una oscuridad tan espesa que apenas podía ver sus propias manos. Esto le obligaba a esperar pacientemente hasta el amanecer para aventurarse a explorar. Por más que quisiera aprovechar la larga noche para moverse y buscar recursos, la oscuridad era su mayor enemigo en esas horas.
En medio de ese inmenso y desolado entorno, Glenn entendió que su supervivencia dependía de su habilidad para adaptarse y aprender rápidamente. No solo debía enfrentar el desafío físico de buscar alimento y abrigo, sino también el terror psicológico de no saber qué acechaba más allá de lo que sus ojos podían ver. Y mientras el cielo comenzaba a teñirse con los primeros tonos de azul, prometiéndose que superaría cualquier prueba, Glenn se preparó para lo que vendría en el siguiente amanecer, sabiendo que cada día podría ser el último, pero también el más valioso.
La luz áurea del sol se filtró a través del follaje, iluminando su piel maltrecha y provocándole un momentáneo ardor. Parpadeó con fuerza para adaptarse al brillo repentino, y sus ojos azul celeste, más intensos que nunca, se entrecerraron.
"Siento que estoy en un sueño", murmuró, con el corazón todavía agitado por la incertidumbre. Sin más rumbo que el dictado por sus pies, comenzó a caminar por el espeso bosque.
Después de un par de minutos, su atención quedó cautivada por un claro en el que se erguía un árbol majestuoso y antiguo. A diferencia de los colosos que lo rodeaban, este árbol tenía un aura especial, como si la propia naturaleza lo venerara. Parecía un bonsái, pero robusto y frondoso, con ramas que caían como cascadas y hojas doradas y translúcidas que brillaban como cristales. Alrededor del árbol flotaban pequeñas luces, similares a luciérnagas del tamaño de un puño, que dotaban al lugar de un encanto mágico.
"Es... es tan hermoso", susurró, la voz impregnada de asombro. No podía apartar la vista de aquel árbol sagrado, grabando en su memoria cada detalle de su esplendor. Caminando alrededor de su base, notó una pequeña caverna en el tronco y, en su interior, un fruto rojo carmesí que se asemejaba a un durazno.
Atraído por la necesidad de descanso, Glenn se recostó junto al tronco del árbol, el cansancio pesando sobre él como una losa. Los días de caminatas interminables y las noches gélidas sin refugio le habían pasado factura. Apoyó la cabeza contra el tronco, buscando un mínimo de consuelo mientras la nostalgia lo embargaba. Las lágrimas rodaron cálidamente por sus mejillas al recordar a sus padres y su infancia en Japón, en la que había contemplado exposiciones de bonsáis. "Hitomi Glenn", susurró, y una ola de orgullo y tristeza lo recorrió. Era lo único que le quedaba de su pasado.
Cerrando los ojos, se dejó arrastrar por el peso del cansancio y el remolino de recuerdos. Entonces, un dolor lacerante, como fuego líquido, le atravesó el plexo solar. "¡Aahhhhhhg, ahora qué!", gritó, la voz rota y temblorosa. Sus dedos se clavaron en la tierra, y la sensación abrasadora lo inmovilizó. El dolor no venía de su cuerpo; era algo más profundo, una conexión desconocida que lo destrozaba desde dentro. La conciencia se le escapó poco a poco, hasta que finalmente quedó inconsciente.
Despertó de golpe, jadeando, sus músculos tensos y temblando. El dolor se había ido, pero el sudor frío aún perlaba su frente. "¿Qué acaba de pasar?", se preguntó, aún sin aliento. Poco a poco, una serie de palabras desconocidas empezaron a grabarse en su mente, como si siempre hubieran estado allí:
"Zhou Xintian". Ese nombre resonaba en cada fibra de su ser, marcando su cuerpo y su alma. Un recuerdo emergió de las profundidades de su conciencia: en este mundo, los cielos bautizaban el cuerpo y el alma de un individuo al nacer, y no usar ese nombre traía un castigo severo. La idea se asentó en su mente como una verdad inamovible.
A partir de ese momento, ya no era Hitomi Glenn. "Mi nuevo nombre... Zhou Xintian", pensó, mientras un torrente de información se deslizaba entre la niebla de su conciencia: conocimientos sobre política, artes marciales, alquimia y más, provenientes de almas que una vez habitaron este mundo, bloqueados por un misterioso sello.