—No querían mala suerte, no nos empleaban, ni nos vendían, ni nos daban nada. A pesar de que les hablábamos sobre nuestra hija, nos miraban con ojos compasivos, pero cerraban sus puertas y ventanas, como si pudiésemos contagiarlos de nuestra mala suerte si nos entretenían más tiempo.
Ella sollozó, su rostro un desastre ardiente.
Luego, alcanzó el dobladillo de su vestido y sopló con fuerza en él, despejando sus fosas nasales para así poder respirar.
Cuando habló de nuevo, su voz era realmente baja.
—No teníamos a dónde más recurrir, solo ir directos al Castillo que todos temían por el Rey que vivía allí y su bestia monstruosa. Estábamos listos para morir si era necesario, cualquier cosa para salvar a nuestra hija. No encontramos al Rey. ¿Quiénes éramos nosotros para hacer tal solicitud? Simplemente nos arrodillamos frente a la puerta del Castillo y gritamos pidiendo misericordia.
Belladonna podía imaginarlo, podía imaginar su dolor y desesperación, podía sentirlo.