La aldea de Caelsentia vivía inmersa en una atmósfera de perpetua calma, rota solo por el murmullo del viento entre las copas de los árboles y el incesante eco de susurros, voces tan suaves que parecían formar parte de la misma bruma. Sus habitantes eran pocos y reservados, gente que prefería el abrigo de las paredes de piedra y las chimeneas chispeantes antes que aventurarse al bosque que rodeaba su pequeña comunidad. Las leyendas hablaban de un abismo escondido en el corazón del bosque, un sitio que emergía bajo la tenue luz de la luna, envolviendo a quien se acercara en una niebla densa y helada.
Pocos eran los que osaban adentrarse allí, y quienes lo hacían rara vez regresaban. Y cuando lo lograban, volvían con los ojos vacíos, como si algo les hubiese arrancado el alma. Pero esa noche, una figura avanzaba en dirección al bosque, apenas visible en la penumbra. Vestía una capa larga y gris, que ondeaba con la brisa, y su rostro era una máscara de hermosura y serenidad inusuales en un lugar tan olvidado.
Ilyas, como se hacía llamar, había llegado al pueblo solo unos días atrás, atraído por el misterio de aquel bosque y la leyenda de su abismo. Su porte era elegante, su rostro poseía una delicadeza casi etérea: ojos de un verde profundo que brillaban como esmeraldas ocultas, y una cabellera castaña que caía en suaves ondas sobre sus hombros. Se decía que Ilyas provenía de una tierra lejana, que sus conocimientos de lo oculto le habían otorgado una reputación de alguien que entendía el lenguaje del viento y las sombras.
Mientras caminaba por el sendero de tierra que llevaba a las profundidades del bosque, Ilyas sintió el peso de las miradas furtivas de los aldeanos, que le observaban tras las ventanas empañadas, temerosos y, al mismo tiempo, fascinados. Los rumores decían que nadie regresaba indemne de ese lugar; el bosque, con su abismo oculto, tomaba a quien deseaba y dejaba a su paso ecos de lo que algún día fueron sus almas.
Avanzó hasta que la noche fue absoluta. El aire se tornó gélido y espeso, y una neblina comenzó a cubrir el suelo, envolviendo cada raíz, cada piedra, como si el mismo bosque exhalara su aliento denso y pesado. Ilyas continuó, dejando que sus sentidos se ajustaran a la penumbra. Y entonces lo oyó. El sonido era sutil, apenas un susurro entre las ramas, pero claro como el toque de una campana distante.
—Vuelve… No sigas adelante…
El eco de la voz parecía provenir de todas partes, envolviéndolo en una trampa de palabras espectrales. Ilyas se detuvo y miró alrededor. No había nadie. Solo el bosque, denso y oscuro, extendiéndose hacia donde sus ojos no podían llegar. Apretó los labios, desafiando la advertencia, y siguió adelante, decidido a conocer el origen de aquel susurro, de ese enigma que lo había arrastrado hasta Caelsentia.
A medida que avanzaba, las sombras comenzaron a tomar forma, danzando a su alrededor en un espectáculo de luces y oscuridad que parecía cobrar vida propia. De repente, sintió una presencia tras él. Volvió la vista rápidamente y divisó una figura entre la bruma, difusa, pero inconfundible. Era una mujer, de porte esbelto y belleza espectral, de cabellos pálidos como el rocío y ojos tan negros que parecían pozos sin fondo. La figura se mantuvo a distancia, observándolo con una intensidad que helaba hasta los huesos.
Ilyas la miró, fascinado y cauteloso. Sentía que esa aparición era parte de la leyenda, un fragmento del enigma que rodeaba al abismo. La mujer levantó la mano lentamente, como si quisiera invitarlo a seguirla, y sin pensarlo, él la siguió. Su paso era suave, casi flotante, y cada vez que avanzaba, la niebla parecía despejarse, revelando un camino secreto entre los árboles.
Así caminaron juntos, en silencio, sin prisa, como si el tiempo se desvaneciera alrededor de ellos. La figura etérea lo conducía hacia el centro del bosque, donde los árboles se tornaban más altos y antiguos, sus ramas retorcidas y cubiertas de musgo. Finalmente, llegaron a un claro, y allí, en el centro, Ilyas vio lo que buscaba: el abismo.
Era una grieta en la tierra, profunda y oscura, envuelta en una neblina iridiscente que ondulaba suavemente, como si respirara. El aire era denso, cargado de una energía que parecía querer absorber cada sonido, cada pensamiento. La mujer se detuvo al borde del abismo y lo miró con una sonrisa enigmática, sus labios apenas curvados en una expresión que no revelaba nada, y a la vez, lo decía todo.
—Este es el lugar —dijo ella con una voz que resonó como un eco antiguo—. Aquí, los susurros encuentran su final… y su principio.
Ilyas sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no se apartó. La atracción que sentía hacia el abismo y hacia aquella mujer era tan poderosa como el temor que lo invadía. Sabía que estaba al borde de algo mucho más profundo que cualquier misterio que hubiese intentado desvelar en su vida.
La mujer extendió su mano hacia él, invitándolo a dar el último paso, a cruzar el umbral entre el mundo de los vivos y el reino de las sombras. Y en ese instante, el viento se detuvo. La bruma que rodeaba el abismo se hizo más densa, cubriéndolo todo con su presencia inquietante.