La bruma lo rodeaba, acariciándole la piel con su fría y pegajosa presencia, envolviéndolo en una oscuridad que parecía viva. Ilyas sentía su respiración hacerse lenta y pesada, como si cada bocanada de aire estuviera impregnada de la esencia misma del abismo. Frente a él, la figura de la mujer continuaba en el borde de la grieta, sus ojos oscuros, insondables, observándolo con una intensidad sobrenatural.
No había palabras, solo el susurro sutil que emergía del abismo, llamándolo. En lo profundo, un leve resplandor pulsaba, un latido de luz tenue, como si el corazón del bosque latiera en sincronía con aquella grieta. Ilyas miró al abismo, hipnotizado, y un impulso irracional comenzó a crecer en su interior, empujándolo a descender, a conocer los secretos que yacían más allá de los límites del mundo que él conocía.
Pero un susurro nuevo, diferente al eco constante del abismo, lo hizo detenerse. La mujer de los ojos oscuros levantó una mano, impidiéndole avanzar más.
—Aún no, extranjero —su voz era suave, pero firme, como un hilo de acero envuelto en seda—. Para atravesar este umbral, debes conocer lo que aquí habita.
La voz de ella resonaba como si viniera desde un lugar lejano y profundo, una voz antigua, cargada de un conocimiento que escapaba a la comprensión humana. Ilyas asintió, fascinado y cauteloso. Cada palabra de aquella extraña resonaba en su mente como un eco interminable, dejándole una sensación de vértigo.
Ella retrocedió, llevándolo consigo, alejándolo de la orilla del abismo. El resplandor comenzó a desvanecerse, y la niebla, como obedeciendo una orden silenciosa, se disipó lentamente. A su alrededor, el bosque volvía a emerger, oscuro y frondoso, pero con una presencia más tangible, como si cada árbol, cada raíz y cada hoja escondiera secretos ocultos.
—Hay cosas que solo quienes han entregado parte de sí pueden comprender —murmuró la mujer, mientras caminaban juntos bajo el amparo de los árboles—. No todos pueden soportar el peso de la verdad que el abismo revela. Si deseas conocer lo que yace en su interior, primero debes probar tu fortaleza.
Ilyas observó a la mujer detenidamente. Era una criatura de belleza hipnótica y etérea, sus ojos profundos y sus labios firmes emanaban un aura que iba más allá de lo humano. En su presencia, la realidad parecía desdibujarse, como si él estuviera caminando en el filo de dos mundos diferentes.
—¿Quién eres? —preguntó él finalmente, rompiendo el silencio con una voz apenas audible.
La mujer lo miró con una sonrisa enigmática, como si la pregunta le resultara trivial. Habló con una voz baja, un murmullo que se mezclaba con el susurro del viento.
—Soy la guardiana de este lugar —respondió, su tono un reflejo de lo desconocido—. Aquella que protege a quienes aquí reposan y asegura que los vivos no se acerquen más de lo debido. Mi nombre, si aún tiene relevancia, es Althea.
El sonido de su nombre, Althea, evocaba imágenes de lo antiguo, de tiempos en que la vida y la muerte se entrelazaban en una danza perpetua. Ilyas sintió que aquel nombre contenía ecos de secretos que ni mil vidas podrían desentrañar. Sin embargo, no podía ignorar la creciente atracción hacia el abismo y hacia aquella mujer que parecía entrelazada con él.
—¿Por qué he sido llamado aquí? —preguntó él, sin saber si la pregunta estaba destinada a Althea o al mismo bosque.
Althea lo miró en silencio por un largo instante, sus ojos oscuros llenos de una tristeza insondable. Después, dio un paso hacia él y colocó una mano sobre su pecho, justo sobre el corazón. La frialdad de su toque atravesó su ropa y lo estremeció profundamente.
—El abismo llama a aquellos que buscan respuestas más allá de lo visible, a los que están dispuestos a renunciar a la paz para conocer lo prohibido. Y tú… has llegado hasta aquí, Ilyas. Tu alma alberga la misma oscuridad que esta tierra.
El eco de su nombre en los labios de Althea reverberó en su interior como un llamado que le ataba a ese lugar de manera irrefutable. Sentía que, de alguna manera, ya no podía escapar de esa influencia; el abismo había despertado algo en él, y ahora esa conexión era imposible de romper.
El bosque, alrededor de ellos, parecía tornarse más oscuro con cada palabra, como si la misma naturaleza se replegara en un intento de encerrar el secreto que ambos compartían. Ilyas sintió el peso de esa revelación, de la relación entre él y aquel lugar, y una especie de determinación fría comenzó a germinar en su interior.
—Llévame al abismo de nuevo, Althea. Muéstrame lo que debo conocer.
La guardiana asintió, sin dejar de mirarlo con sus ojos insondables. Esta vez, su mirada revelaba algo más, un vestigio de compasión. Sin una palabra más, lo guió de vuelta hacia la grieta. Pero esta vez, al borde del abismo, Althea no se detuvo. Dio un paso hacia adelante y, sin vacilación, se adentró en la bruma, desapareciendo en la oscuridad.
Ilyas no dudó. Sintiendo que el latido del abismo se hacía más fuerte en su pecho, la siguió, cruzando el umbral entre el bosque y el vacío. La niebla lo envolvió por completo, y todo rastro de luz se extinguió, dejándolo en una penumbra que parecía devorar su misma esencia.
A medida que avanzaba, la niebla cedía, y una claridad tenue emergía. Ilyas se encontró en una especie de vasto espacio subterráneo, con paredes cubiertas de raíces y musgo, donde pequeñas luces danzaban en el aire, como luciérnagas atrapadas en el flujo del tiempo. El lugar tenía una serenidad extraña, y a la vez, una densidad que lo hacía sentir como si estuviera caminando en el interior de un sueño.
Frente a él, Althea se encontraba de pie, su figura destacándose en el centro de aquel extraño paisaje. Sin esperar más, ella se acercó y habló, su voz un eco lejano.
—Bienvenido al corazón del abismo, Ilyas. Aquí residen las almas que fueron atrapadas, aquellas que ofrecieron sus vidas para conocer la verdad. Pero ten cuidado, pues el precio por ver lo oculto es alto, y las sombras nunca regresan lo que toman.
Ilyas miró a su alrededor, percibiendo figuras espectrales en los bordes de su visión, almas que se movían lentamente, como sombras condenadas a vagar eternamente. Sintió el peso de sus miradas, los recuerdos y los anhelos que alguna vez fueron, atrapados en la penumbra. Comprendió, en ese momento, la profundidad de la oscuridad en la que había entrado.
Althea observaba su reacción, su rostro impasible. Ilyas entendió que había sido marcado, que la oscuridad del abismo ahora formaba parte de él. La voz de Althea lo sacó de sus pensamientos.
—Escoge sabiamente, Ilyas. Aquí, o aceptas el destino que el abismo te ofrece, o te conviertes en uno de ellos.
Y así, en ese instante, la decisión pesaba como una sombra sobre su pecho.