Ilyas despertó de nuevo, pero esta vez no en la oscuridad del abismo. La neblina que había sentido se había disipado, y la quietud del aire le parecía algo ajeno. Había algo profundamente extraño en el lugar en el que se encontraba, como si no perteneciera a este mundo, o como si fuera una sombra de algo mucho más grande. Los contornos de las rocas a su alrededor parecían temblar, como si el mundo entero estuviera suspendido en un sueño profundo.
Estaba en una especie de templo antiguo, sus paredes adornadas con símbolos que no podía comprender, pero que de alguna manera lo reconocía en lo más profundo de su ser. Los arcos de piedra se alzaban hacia un cielo que no era ni completamente claro ni completamente oscuro. La luz se filtraba de una manera extraña, como si fuera la misma esencia del abismo la que se infiltraba por entre los resquicios de esa morada olvidada.
En el centro de la sala, un altar se erguía, cubierto por una tela gris que parecía moverse con vida propia. En él, descansaba algo que brillaba con un resplandor dorado: un pequeño cristal, tan fino y translúcido que casi se desvanecía a la vista. Ilyas sintió una atracción inmediata hacia él, como si todo lo que había experimentado lo hubiera conducido hasta ese momento, hasta esa cosa, esa chispa de lo que estaba a punto de ser revelado.
Pero antes de que pudiera dar un paso más, una figura apareció en la entrada del templo. Era alta, delgada, su rostro oculto por la sombra de un capucho. Pero algo en la postura de la figura lo hizo detenerse. Había una presencia inquebrantable en ella, como si el tiempo mismo se hubiera inclinado ante su existencia. Y, al mismo tiempo, algo familiar en sus movimientos.
La figura levantó la cabeza lentamente, revelando unos ojos que reflejaban la misma intensidad que el abismo. Ojos oscuros, profundos, que no pertenecían a este mundo. Ilyas sintió un estremecimiento recorrer su espalda al mirarlos, como si toda la verdad que había estado buscando estuviera escrita en ellos, esperando ser descifrada.
La figura dio un paso al frente, su voz resonando como un eco a través de la sala vacía.
—No es tu momento, Ilyas —dijo, y aunque su voz era suave, contenía una fuerza primordial, como si hablara en nombre de algo mucho más grande que él.
Ilyas se quedó inmóvil, las palabras de la figura envolviéndolo como una niebla pesada.
—¿Quién eres? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta. Era una de las entidades que había tocado el umbral del abismo. Lo sentía en sus huesos.
La figura levantó un brazo, y las sombras parecieron ceder ante su voluntad. Con un suave movimiento de su mano, las piedras del templo comenzaron a temblar, como si el mismo espacio estuviera siendo remodelado bajo su control. Los símbolos en las paredes cobraron vida, las líneas de la piedra comenzaron a brillar con una luz dorada, y la atmósfera se llenó de una presión palpable.
—Soy quien guarda las llaves de la eternidad —respondió la figura. Sus ojos brillaron con una intensidad aún mayor, como si se estuviera despojando de todo disfraz para revelarse tal como era—. Y te he estado observando desde el primer paso que diste en este lugar.
Ilyas sintió un nudo en el estómago, como si una verdad insostenible estuviera a punto de revelarse. Pero no podía apartar la mirada. No podía huir. Era como si su destino estuviera inexorablemente entrelazado con el de esta figura, con este ser que parecía ser mucho más que una simple presencia.
La figura se acercó un paso más. La oscuridad a su alrededor parecía seguirla, como si fuera parte de su ser. Ilyas, aunque tembloroso, no podía apartarse.
—Lo que has tocado, lo que has buscado, está más allá de ti. Y sin embargo, es tuyo para reclamar —dijo, su voz ahora imbuida de una dulzura fría que parecía acariciar el alma de Ilyas, invitándolo a comprender—. Pero cada elección tiene su precio, Ilyas. Y ya has hecho la tuya.
Ilyas tragó saliva. Sabía que algo estaba a punto de suceder, algo que cambiaría todo lo que había entendido hasta ese momento.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó, la desesperación ahora abriéndose paso en su pecho. No era la verdad lo que temía, sino la idea de que él no pudiera controlarla, de que todo lo que había vivido estuviera predestinado desde el principio.
La figura levantó la cabeza, y por un momento Ilyas pudo ver un destello de tristeza en sus ojos, como si de alguna manera lamentara lo inevitable.
—No hay vuelta atrás. El abismo ha marcado tu alma, y con ello, has tocado el borde de la eternidad. Pero esa eternidad, Ilyas, no es la que buscas. Es una eternidad de vacío, de sombras que devoran cada recuerdo, cada deseo, hasta que nada queda, excepto el eco de lo que fue.
Ilyas sintió que el suelo temblaba bajo sus pies, y un escalofrío recorrió su columna. La figura levantó una mano, y en su palma apareció una imagen que pareció flotar en el aire, como una visión traída de otra realidad.
Era él, pero no era él. Una versión distorsionada de sí mismo, un ser envuelto en sombras, que caminaba entre la oscuridad sin un propósito. La imagen lo miraba fijamente, sus ojos vacíos, despojados de todo sentimiento, todo pensamiento. Ilyas sintió que su alma se estremecía ante esa visión. Era lo que podría ser, lo que sería si no tomaba la decisión correcta.
—Esto es lo que te espera, Ilyas. Si sigues este camino, serás parte del abismo, una sombra que vaga sin fin.
La visión desapareció, y la figura dio un paso atrás.
—Ahora, la decisión es tuya. El cristal que deseas posee el poder para deshacer lo que has hecho, para romper el lazo que te une a este lugar. Pero en ese acto, perderás algo que no puedes recuperar.
Ilyas miró el cristal en el altar, sintiendo la atracción de su resplandor. Pero también sintió el peso de la advertencia en sus palabras. El precio era más alto de lo que había imaginado.
La figura desapareció tan repentinamente como había llegado, dejándolo solo, de nuevo frente al altar, la luz dorada del cristal llamándolo hacia su destino. Sin embargo, Ilyas sabía que ya no había marcha atrás. Cada segundo que pasaba era una eternidad.
Con el corazón palpitante y el alma marcada por la decisión que debía tomar, extendió la mano hacia el cristal.