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Chapter 44 - 044. Cenizas de inocencia.

El tiempo pasaba con una lentitud exasperante, como si cada segundo decidiera alargarse para convertir la espera en un tormento sin fin. Alfonso, Jorge e Inmaculada permanecían en silencio, sus cuerpos inmóviles, pero sus mentes ardiendo con una mezcla de impotencia y rabia contenida. La información de Lucy era clara: las tres muchachas estaban sufriendo. Cada grito que el espíritu había percibido, cada detalle vago que había compartido, se clavaba en sus pensamientos como dagas.

Alfonso caminaba de un lado a otro entre los olivos, sus pasos pisoteando la hierba seca bajo sus botas. El ruido de las pisadas no hacía nada por acallar el caos en su mente. Cada minuto que pasaba sin intervenir era otro minuto en el que Amelia, Rosa y Marina podrían estar acercándose a un final irreparable. Miró su reloj por enésima vez, pero las agujas apenas se habían movido desde la última vez que lo consultó. No había forma de apresurar la caída de la noche, y ese pensamiento lo hacía apretar los puños hasta que las uñas se hundían en su piel.

—Esto no está funcionando. —Su voz, aunque baja, estaba cargada de frustración. —Cada segundo que pasa... —Se detuvo, tragándose las palabras que realmente quería decir: que cada segundo podía ser el último para ellas.

Jorge permanecía apoyado contra un árbol cercano, aparentemente impasible. Pero sus ojos, fijos en el granero apenas visible a lo lejos, brillaban con una intensidad fría. Dentro de él, una furia contenida latía con fuerza. Sabía que Marina era suya. Nadie tenía derecho a tocarla, mucho menos a humillarla o dañarla. La idea de que estuviera siendo torturada lo carcomía por dentro. Cerró los ojos un momento, intentando calmarse, pero las imágenes que su mente conjuraba no ayudaban. Si algo le ocurría a Marina, haría pagar a cada uno de los responsables con un precio tan alto que nadie volvería a atreverse a desafiarlo.

Inmaculada, a unos metros de distancia, mantenía una fachada de calma que apenas ocultaba su ansiedad. Estaba de pie, los brazos cruzados, sus uñas clavándose ligeramente en su propia piel mientras miraba hacia el cielo. La oscuridad se acercaba, pero no lo suficiente. Cada minuto de luz que quedaba era un obstáculo para su intervención. El dolor de saber que Amelia, Rosa y Marina estaban sufriendo, combinado con la impotencia de no poder actuar sin arriesgar sus vidas, la estaba desgastando. Pensó en Sombra, que seguía vigilando desde su posición, incapaz de entrar al almacén por las barreras mágicas. Incluso esa ventaja parecía inútil en este momento.

—No sabemos qué les están haciendo. —La voz de Alfonso tembló un poco, rompiendo el silencio. —Pero Lucy escuchó gritos. Sabemos que... que están sufriendo. —Se frotó el rostro con ambas manos, tratando de mantener la compostura.

—Lo sabemos. —La respuesta de Jorge fue seca, cortante. No necesitaba que se lo recordaran. Cada segundo que pasaba era como una brasa ardiendo en su interior.

Inmaculada finalmente giró la cabeza hacia ellos, sus ojos reflejando una mezcla de determinación y angustia. —No podemos cometer un error. Si entramos antes de tiempo, las matarán. Sabemos que tienen órdenes de mantenerlas con vida, pero no sabemos hasta qué punto las están... dañando. —Su voz se quebró al final, aunque trató de disimularlo.

El silencio volvió a caer sobre ellos, pesado y opresivo. Era como si el mismo aire conspirara contra ellos, haciendo que cada respiración fuera un esfuerzo. Desde su posición, el granero parecía un monstruo dormido, escondiendo los horrores que ocurrían en su interior. Y sin embargo, los tres sabían que pronto tendrían que entrar en la guarida de la bestia. El problema era que quizás, cuando lo hicieran, ya sería demasiado tarde.

Alfonso sacó su smartphone con manos temblorosas, sintiendo que cada segundo que pasaba era una sentencia para las tres muchachas. No podía perder más tiempo.

—Necesito la autorización del Círculo Interior. Han secuestrado a Amelia y hay algún hechicero implicado.

La respuesta fue inmediata. No hubo señales ni advertencias previas. Como si el propio espacio se rompiera, José Ramón apareció de la nada, materializándose en medio del grupo con una energía tan densa que el aire se volvió pesado. A su espalda, como sombras obedientes, surgieron Mónica, Eva y Luis, los miembros más poderosos del Círculo Interior, arrastrados a la escena sin previo aviso.

La atmósfera cambió de inmediato. La temperatura pareció descender varios grados, y una opresión casi insoportable se instaló en el pecho de todos los presentes.

—¿Qué ocurre con mi gatita? —preguntó José Ramón, con voz tan fría y afilada como un cuchillo.

Nadie se atrevió a responder de inmediato. No había rastros de la usual indiferencia del arcanista supremo. Su mirada vacía irradiaba un terror primigenio, algo tan abrumador que ni siquiera los otros hechiceros de élite se atrevieron a emitir queja alguna por haber sido convocados tan abruptamente.

Incluso Alfonso sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Quizás… quizás debería haber ocultado que Amelia era la secuestrada.

—Amelia, Rosa y Marina han sido secuestradas por un no iniciado —logró decir con un tono contenido. —Cuentan con la ayuda de un hechicero. Han colocado una barrera mágica alrededor del granero. No sabemos qué ocurre dentro… pero hemos escuchado sus gritos.

José Ramón no parpadeó. No reaccionó de inmediato. Pero en el momento en que las palabras "gritos" y "Amelia" se unieron en la misma frase, su aura cambió por completo.

Fue como si algo insondable despertara dentro de él.

El aire se tensó hasta ser irrespirable. El tiempo pareció ralentizarse cuando sus ojos se oscurecieron de manera antinatural, absorbiendo la luz a su alrededor. Incluso los más poderosos de los hechiceros sintieron un deseo irracional de dar un paso atrás, de huir. La sensación de peligro era absoluta.

En un instante, sin pronunciar una sola palabra, el Oráculo del Velo actuó, protegiendo a los no iniciados antes de que fueran víctimas de la tormenta que estaba a punto de desatarse. Los durmió de inmediato, asegurándose de que no fueran testigos de lo que venía.

José Ramón comenzó a caminar hacia el granero. Con cada paso, la tierra bajo sus pies vibraba con energía contenida. Su voz resonó como un trueno en la noche, invocando fuerzas que pocos podrían siquiera comprender.

O magne Vulcane, deus fornacis, protege me armatura impenetrabili.

El aire crepitó alrededor de su cuerpo cuando una armadura de fuego líquido lo envolvió, como si su piel misma se hubiera convertido en metal candente.

O pater deorum magnus Iuppiter, da mihi potentiam fulminis ut poenas sumam inimicis meis.

Los cielos rugieron en respuesta. Relámpagos danzaron entre sus dedos, manifestándose en torrentes de pura destrucción. Uno a uno, los destellos fulminaron a los secuestradores que custodiaban el granero, transformando sus cuerpos en meros cascarones carbonizados antes de que sus gritos pudieran siquiera completarse.

El resto de los hechiceros se unió al avance. Alfonso, Jorge, Elías e Inmaculada avanzaron detrás de José Ramón, cada uno desplegando su propia forma de magia. La noche se iluminó con llamas y relámpagos. Una lluvia de fuego cayó sobre los enemigos, mientras Jorge arrancaba sus almas y las arrojaba al Lago Estigia sin piedad. Cada muerte era rápida, despiadada.

Los disparos que los secuestradores intentaron lanzar se desvanecieron contra la barrera invisible que rodeaba a José Ramón. No tenían oportunidad.

La barrera mágica que protegía el granero fue su siguiente objetivo. José Ramón levantó una mano, y con un simple chasquido, señaló los puntos de ruptura.

Los hechiceros lanzaron un aluvión de rayos contra las runas grabadas en el suelo. Una tras otra, las inscripciones se desmoronaron bajo el impacto. En el momento en que el último de los vértices se disipó, la barrera cayó con un estruendo ensordecedor.

José Ramón no esperó.

Vulcanus, o ignis deus. Da mihi potestatem tuam oro. Adjuva me, ut lucem et calorem tenebris afferas.

Con un rugido infernal, una gigantesca bola de fuego se formó entre sus manos y salió disparada hacia la puerta del granero, reduciéndola a cenizas con una explosión devastadora.

La escena que encontraron al entrar heló la sangre incluso de los más curtidos.

No hubo gritos de rabia. No hubo explosiones de furia inmediata.

Solo un silencio abrumador.

El aire pareció volverse denso, irrespirable.

Alfonso sintió que su pecho se comprimía, como si una garra invisible le apretara el corazón hasta dejarlo sin aliento. Inmaculada se llevó una mano a los labios, sus pupilas completamente dilatadas, como si su cerebro se negara a procesar lo que estaba viendo. Jorge, siempre tan implacable, quedó petrificado en el umbral. Su mandíbula se tensó hasta que un crujido sordo marcó el momento exacto en que apretó los dientes con demasiada fuerza.

Eva y Mónica retrocedieron instintivamente. Un sudor frío recorrió sus espaldas, la certeza de estar presenciando algo irreparable hundiéndose en sus huesos. Luis apartó la mirada por un instante, como si temiera que, si contemplaba aquello un segundo más, la imagen se le grabaría en la memoria para siempre.

José Ramón no se movió.

Su rostro permaneció inexpresivo, como una estatua esculpida en hielo, pero el fuego en sus ojos ardía con una intensidad monstruosa.

Era un fuego que no quemaba. Era un fuego que devoraba.

En sus pupilas, una tormenta de magia comenzaba a girar, lenta, contenida… peligrosa. Sus dedos se flexionaron de manera apenas perceptible, un tic minúsculo que solo los más atentos podrían notar. Era la única señal visible de que algo dentro de él estaba rompiéndose.

Las tres colgaban de una gruesa viga de madera por el cuello, sus cuerpos reducidos a meros despojos humanos.

Se balanceaban levemente.

Pero no estaban muertas.

Y eso era lo peor.

El sonido de la cuerda crujiendo con cada débil vaivén perforó la mente de los hechiceros como una melodía macabra.

Era un espectáculo grotesco de crueldad y sadismo.

Amelia era la más castigada. Su piel estaba surcada de cortes profundos, palabras obscenas e insultos escritos con sangre seca. Varias dagas estaban aún clavadas en su carne, ninguna en puntos vitales, pero suficientes para hacer de cada respiración una tortura. Su vestido no era más que jirones pegados a su piel ensangrentada.

Marina no podía cerrar la boca. Su mandíbula estaba dislocada, su lengua cortada en varios puntos, haciendo que cada intento de respirar resultara en una agonía indescriptible. Las marcas de golpes en su abdomen eran tan profundas que su piel parecía haber sido golpeada con mazas. Su torso estaba cubierto de hematomas y fracturas visibles.

Rosa…

Rosa ya no lloraba.

Porque ya no podía.

Un grueso palo sobresalía de su trasero, su sangre empapando el suelo bajo ella. Su piel estaba marcada con quemaduras de cigarro y heridas abiertas. Su cabeza caía hacia un lado, su cabello anaranjado pegado a su rostro por el sudor y la sangre. Su pecho subía y bajaba de manera errática, como si cada inhalación fuera un esfuerzo titánico.

Pero fue su mirada lo que destrozó a los hechiceros.

Sus ojos ya no reflejaban miedo.

Solo resignación.

Era la mirada de alguien que sabía que no iba a ser salvada.

Que había dejado de esperar.

Un tic involuntario recorrió la ceja de José Ramón. El sonido del crujir de sus nudillos resonó en el granero, como un presagio de la tormenta que estaba por desatarse.

Un único pensamiento cruzó la mente de todos los presentes:

"No hay redención para quienes hicieron esto."

José Ramón habló.

Su voz fue un eco del mismo infierno.

—Quemadlos a todos, pero capturad al del traje.

El aire pareció temblar con la sentencia. Sin más preámbulos, las llamas se desataron. Un rugido voraz se alzó cuando el fuego envolvió el granero, iluminando los rostros fríos de los hechiceros mientras avanzaban hacia los cuerpos de las chicas. No habría misericordia.

Luis Burgos, el Oráculo del Velo, se encargó de Jaime. Un golpe certero lo dejó inconsciente antes de que pudiera comprender su destino. Le interrogarían. Y si no hablaba… serviría para aliviar la furia de los presentes. Luis no veía a José Ramón tan alterado desde hacía años. Y la última vez, la logia tuvo que encubrir el exterminio de una comunidad religiosa entera. No se salvó ni un solo bebé.

El fuego rugía, lamiendo las paredes de madera como un depredador hambriento. La estructura comenzaba a ceder, el calor asfixiante deformaba el aire. No había tiempo. Con rapidez y desesperación contenida, los hechiceros descolgaron a las tres jóvenes.

Alfonso tomó a Amelia con el mismo cuidado con el que sujetaría un cristal a punto de romperse. Su hermana. Su Amelia. La piel pálida, la respiración irregular, las marcas de tortura que le habían infligido… el miedo se clavó en su pecho como un puñal. Pero no podía permitirse quebrarse. No aquí. No ahora.

Elías sostuvo a Rosa, sus manos firmes pero temblorosas. El peso de su cuerpo era liviano, pero el de sus heridas era insoportable. La sangre aún manaba de la perforación en su abdomen, empapando su ropa y sus manos. Su mirada se deslizó al palo que sobresalía de su cuerpo, y un escalofrío lo recorrió. Si no la sanaban rápido, la perderían.

Jorge, en completo silencio, cargó a Marina en sus brazos. Su mirada nunca abandonó su rostro. No había burla. No había arrogancia. Solo un abismo de ira y horror. Marina, la mujer que había osado desafiarlo, la que nunca se doblegaba, ahora yacía en sus brazos, sin fuerzas ni para gemir. Los pocos restos de su vestido rasgado, su piel cubierta de sangre seca y nuevas cicatrices… su pecho apenas subía y bajaba.

Luis arrastró a Jaime fuera del granero mientras las llamas consumían lo que quedaba de los perpetradores. El hedor de carne quemada impregnó el aire, un recordatorio macabro de que la venganza ya había comenzado.

José Ramón levantó una mano y, con un simple gesto, convocó a la Sanadora del Ánima. No iba a cometer el error de sanar a Amelia y sus amigas él mismo. Sabía que podría salvarlas, pero no podría borrar la crueldad grabada en sus cuerpos. No permitiría que Amelia pasara el resto de su vida con la palabra "PUTA" marcada en la frente.

Ana Belén González apareció de golpe, su cuerpo aún desorientado por la súbita invocación. Parpadeó, observando su entorno con una mezcla de confusión y alarma. Y luego lo vio.

El granero ardiendo. Los cadáveres esparcidos por el suelo. Los rostros de ocho hechiceros, todos figuras poderosas de la logia, deformados por la ira y el dolor. Y en sus brazos, tres jóvenes destrozadas, moribundas.

El horror le subió por la garganta como bilis. Y entonces escuchó algo que jamás creyó posible.

—Sálvalas. —La voz del Arcanista Supremo, usualmente implacable, sonó quebrada. —Salva a mi gatita y a sus amigas, te lo ruego.

Ana Belén se quedó de piedra. Nunca lo había oído rogar. Jamás. Ni siquiera en los momentos más oscuros de la logia. Algo terrible debió haber sucedido para quebrarlo de esta manera.

Desvió la vista hacia las tres jóvenes. Su instinto de sanadora la obligó a analizarlas de inmediato. Marina estaba destrozada, Amelia gravemente herida… pero la peor era Rosa. Por fuera no era la más mutilada, pero su cuerpo estaba al borde del colapso.

El palo seguía allí, sobresaliendo de su abdomen. Su intestino, su hígado y su pulmón habían sido perforados. Cada respiración era una batalla perdida.

—Por favor, que no queden marcas en sus rostros. —José Ramón habló de nuevo, su tono apenas un susurro. Y cuando sus ojos se posaron en la frente de Amelia, donde la palabra "PUTA" estaba marcada a cuchillo, las lágrimas acudieron a sus ojos.

Ana Belén asintió.

No hubo advertencia. Tomó el palo con ambas manos y lo arrancó de Rosa.

Un alarido ahogado emergió de la garganta de la muchacha inconsciente mientras un torrente de sangre negra y espesa brotaba a borbotones.

Elías soltó una maldición y apretó los dientes con tanta fuerza que la mandíbula se le tensó. Sostenía la cabeza de Rosa entre sus manos, murmurándole palabras dulces, como si su voz pudiera anclarla a la vida.

—Ponedlas en el suelo. —ordenó Ana Belén, sin apartar la vista del desastre frente a ella.

José Ramón no dijo nada. Solo observó cómo los hechiceros depositaban a las chicas sobre la hierba, con una delicadeza incongruente en un escenario teñido de sangre y cenizas.

Entonces, Ana Belén inició su trabajo.

Sus manos comenzaron a brillar con un resplandor tenue mientras recitaba conjuros en un murmullo frenético. El flujo de sangre se detuvo poco a poco, la piel empezó a cerrarse, los órganos desgarrados comenzaron a regenerarse.

Pero el daño era demasiado extenso.

Se movía de una a otra, sanando lo urgente en cada una antes de volver a la más grave. Marina tenía cortes profundos en las piernas y el torso, Amelia aún tenía marcas de cuchillos y moretones extendiéndose por su piel. Pero Rosa…

Rosa estaba muriendo.

Cada conjuro que lanzaba sobre ella parecía apenas detener la hemorragia interna, como si su cuerpo se resistiera a regresar del umbral. Ana Belén maldijo entre dientes y redobló sus esfuerzos.

Elías no se apartó ni un segundo. Le sostenía la mano, acariciándole el cabello, hablándole con voz rota.

—Vas a estar bien, mi amor… No te vayas, Rosa, por favor…

Su tono se quebraba con cada palabra, como si la posibilidad de perderla le desgarrara la carne.

Mónica y Inmaculada se quedaron de pie, observando la escena con los labios apretados, las manos crispadas. No era solo el dolor de ver a tres jóvenes destrozadas lo que las perturbaba… era Jorge.

Jorge, el mismo hombre que siempre había despreciado a las hechiceras, que nunca las había visto como más que vientres para dar descendencia, estaba de rodillas junto a Marina.

Sus dedos apartaban con ternura los mechones ensangrentados de su rostro.

Sus labios se movían, pero no salía sonido. Era como si el miedo le hubiera robado la voz.

Inmaculada sintió un escalofrío. Nunca lo había visto así.

Mónica tragó saliva. Tampoco ella.

—¿Esa es Marina? —Luis rompió el silencio con un tono bajo, mirando fijamente a la muchacha inconsciente.

Mónica apenas pudo asentir.

Luis suspiró, su mirada se deslizó hacia Jorge, quien aún no apartaba los ojos de la joven en sus brazos. Algo cambió en su expresión, algo que ni siquiera el Susurrador de Espíritus pudo ocultar.

—Jorge, no te preocupes. —Luis habló con suavidad, pero con firmeza—. La enseñaré. La convertiré en la mejor hechicera de la logia.

El susurrador no respondió, pero sus nudillos estaban blancos de la presión con la que sujetaba la mano de Marina.

Inmaculada y Mónica se miraron con asombro. No podían creerlo.

Jorge realmente estaba sufriendo.

Después de dos horas interminables, Ana Belén se dejó caer sobre sus talones, su respiración agitada. Había terminado.

Amelia, Rosa y Marina habían sido sanadas.

José Ramón conjuró tres conjuntos para ellas, idénticos al uniforme que había entregado a su discípula. Pero ninguna de ellas volvió a ser la misma al vestirse con ellos.

José Ramón Vera contempló a las tres jóvenes con el rostro impasible, pero sus ojos oscuros ardían con una ira fría, contenida solo por la necesidad de justicia.

—Los secuaces han sido castigados. El responsable no iniciado pagará. Y en cuanto le saquemos el nombre del hechicero o los hechiceros responsables, también lo harán.

Su voz era un juicio, una promesa de represalia. No había posibilidad de redención para quienes habían orquestado aquel infierno.

El silencio era pesado.

Habían sobrevivido. Habían sido sanadas. Pero ninguna de las tres lo sentía como una victoria.

Amelia, Rosa y Marina seguían en el suelo, cubiertas con los nuevos uniformes de la logia, con las heridas cerradas, pero con el alma aún destrozada. No hablaban. No se miraban.

Parecían cascarones vacíos.

Entonces, José Ramón alzó la mirada y se dirigió a Elías.

—Tejedor, ¿puedes hacerles olvidar todo?

El impacto fue inmediato.

Amelia levantó la cabeza, aún con los ojos vidriosos. Rosa, que no había pronunciado una sola palabra desde su sanación, pareció recuperar el foco de la realidad por un segundo.

Pero fue Marina quien reaccionó primero.

—No.

Fue abrupto. Determinado. Su voz no tembló.

Todos se giraron hacia ella.

José Ramón frunció el ceño, sin comprender de inmediato por qué se negaba. Alfonso, que había estado sosteniendo a Amelia con una ternura protectora, pareció dudar. Inmaculada ladeó la cabeza, desconfiada.

—Marina… —intentó hablar Amelia, pero Marina la interrumpió.

—No quiero olvidar. —Su tono era seco. Duro.

Y estaba rota.

Las palabras apenas habían salido de sus labios cuando todo su cuerpo comenzó a temblar. Marina bajó la cabeza, sus manos apretándose en los bordes del uniforme como si fueran lo único que la mantenía unida a la realidad.

Amelia sintió un nudo en el estómago. Nunca había visto a Marina temblar.

—Mis amigas me van a perdonar… —susurró, su voz apenas audible— pero necesito recordar esto.

El silencio fue absoluto.

—Yo nunca fui tan brutal. —continuó, y sus dedos se crisparon en la tela de su pantalón— Pero he hecho daño. Mucho daño.

Por primera vez en su vida, Marina bajó la cabeza ante Amelia y Rosa.

No porque estuviera débil.

Sino porque no se consideraba digna de mirarlas a los ojos.

—Hice lo que me hicieron. Usé drogas en mujeres. Dejé que quedaran inmóviles, que no pudieran resistirse… Que no pudieran hacer nada. —Su voz se rompió. Apretó los dientes con fuerza, conteniéndose.

—Siempre lo supe. Pero no lo entendí hasta ahora.

Sus manos se cerraron en puños.

—Ahora lo entiendo.

Levantó la cabeza. Y en sus ojos, por primera vez, había verdadero arrepentimiento.

—Quiero preservar estos recuerdos como castigo.

—Por lo que les hice a mis amigas…

—Y por lo que les hice a tantas otras mujeres.

Amelia sintió que le costaba respirar.

Marina estaba llorando.

No un llanto silencioso. No lágrimas contenidas.

Estaba temblando.

Estaba desmoronándose.

Y lo peor era que nadie podía decirle que estaba equivocada.

Nadie podía perdonarla en su lugar.

Había cometido el mismo crimen.

Había sido igual que Jaime, que sus secuestradores, que los hombres que la vejaron.

Y ahora, viviría con ello.

Por siempre.

Elías bajó la mirada. Sus nudillos se pusieron blancos al apretar los puños. Él la odiaba. La había odiado por tanto tiempo…

Pero ahora la miraba y sentía otra cosa.

Lástima.

Porque sabía que el olvido habría sido un regalo.

Y Marina había decidido condenarse.

Por voluntad propia.

Amelia y Rosa no dudaron. Las dos se lanzaron sobre ella y la abrazaron.

Marina sollozó. No intentó resistirse. Simplemente se dejó caer entre los brazos de sus amigas.

—Perdónenme. —susurró, con la voz rota— Por favor… perdónenme.

Amelia y Rosa no dijeron nada.

Porque el perdón era algo que no podía darse en un solo instante.

Porque el dolor no desaparecía con palabras.

Pero porque, en el fondo, sabían que la Marina de ahora no era el Diego de antes.

Y porque, aunque todavía dolía, aunque todavía tenían heridas, las tres habían sobrevivido juntas.

Elías suspiró. Miró a José Ramón.

—No borraré nada.

José Ramón asintió lentamente. Observó a Marina.

Y por primera vez en toda la noche, sus ojos se suavizaron.

No la perdonaba.

Pero la entendía.

Afuera, las llamas del granero aún ardían.

Pero dentro de Marina, dentro de Amelia, dentro de Rosa…

El fuego nunca se extinguiría.