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Chapter 48 - 048. Un castigo eterno

Carlos Antonio Montilla, el Portador de la Espada, había sido arrastrado al centro de la Sala de la Asamblea Arcana como un condenado al cadalso. Los demonios que lo habían capturado lo sujetaban con garras firmes, pero no lo trataban con la misma rudeza que a Jaime Villanueva. Había una diferencia importante entre ambos: Jaime era un juguete desechable, pero Carlos Antonio era un miembro de la logia. O al menos lo había sido hasta ahora.

El fuego de las antorchas proyectaba sombras grotescas en las paredes, y el aire parecía más pesado con cada segundo que pasaba.

José Ramón permanecía en su trono, inmóvil como una estatua, pero sus ojos seguían al Portador con un brillo frío e implacable. Amelia, todavía descansando su cabeza en el regazo de su maestro, sintió cómo la tensión en el cuerpo de su maestro se acumulaba, como un volcán a punto de estallar.

Carlos Antonio intentó mantener la dignidad, pero la sangre que goteaba de su rostro y el temblor en sus piernas lo delataban. Sabía que no tenía escapatoria.

—Ponedlo de pie, —ordenó José Ramón, su voz cortante como el filo de una cuchilla.

Los demonios obedecieron, levantándolo con una facilidad que resultaba humillante. El Portador no pudo evitar jadear cuando las garras se clavaron un poco más en su piel al alzarlo.

José Ramón tamborileó los dedos sobre el apoyabrazos de su trono antes de inclinarse ligeramente hacia adelante.

—Habla, Carlos Antonio. —Su tono era suave, pero llevaba consigo una amenaza latente que resonó en toda la sala—. Quiero oír tus excusas. Dime cómo planeas justificar lo injustificable.

Carlos Antonio tragó saliva. Su mente trabajaba a toda velocidad, buscando palabras que pudieran salvarlo, aunque supiera que era una tarea imposible. Levantó la mirada hacia José Ramón, sintiendo el peso de todas las miradas sobre él.

—Arcanista Supremo… jamás fue mi intención que las aprendices… —Se interrumpió al notar un leve movimiento de la mano de José Ramón, quien alzó un dedo, exigiendo silencio.

—No quiero excusas vagas, —interrumpió José Ramón, su voz un susurro cargado de veneno—. Quiero hechos. Explícame por qué no deberían despellejarte aquí mismo.

El silencio en la sala era sofocante.

Carlos Antonio respiró hondo, tratando de recuperar el control.

—Yo… di instrucciones específicas. —Su voz temblaba, pero intentaba mantener la compostura—. No debían causarles daños graves. Esto… esto fue un error. Una interpretación excesiva de mis órdenes. Yo…

—¿Un error? —intervino Eva Guerrero, la Maestra de los Ritos, quien se había adelantado unos pasos. Su expresión era gélida—. ¿Un error es marcar "PUTA" en sus frentes? ¿Un error es empalar a una mujer viva? ¿Qué clase de monstruo contratas para cometer "errores" de esa magnitud?

Carlos Antonio dio un paso atrás, encadenado por la presión que ejercía sobre él cada palabra.

—¡No sabía que harían eso! —gritó desesperado, su voz quebrándose—. ¡Lo juro! Ellos… ellos se salieron de control. Yo solo quería que las secuestraran, que… que las usaran como moneda de cambio. Nada más.

—¿Nada más? —Luis Burgos, el Oráculo del Velo, dio un paso adelante, su mirada fija en Carlos Antonio como si pudiera ver directamente dentro de su alma—. Carlos, tus manos están tan manchadas como las de esos animales que contrataste. No nos hagas perder más tiempo con tus excusas patéticas.

José Ramón levantó una mano, y el silencio regresó de inmediato.

—Carlos Antonio… —su tono era casi paternal, lo que lo hacía aún más aterrador—. Tal vez creas que puedes ganar algo confesando a medias. Pero aquí todos sabemos la verdad. —Sus ojos se estrecharon—. Tú sabías lo que estabas haciendo. Tal vez no planeaste cada detalle, pero les diste libertad suficiente para actuar como bestias.

El Portador abrió la boca para responder, pero José Ramón no le dio oportunidad.

—¿Sabes lo que más me enfurece? —continuó José Ramón, su tono subiendo apenas un grado, lo suficiente para helar la sangre del culpable—. No fue solo tu traición a la logia. No fue solo tu desprecio hacia la vida de tres aprendices. Fue tu estupidez. Tu incapacidad para controlar las herramientas que escogiste. Eso… eso es imperdonable.

Las palabras de José Ramón dejaron al Portador sin aliento.

Mónica Pérez, la Guardiana del Umbral, se adelantó un paso.

—Si me permite, Arcanista Supremo, sugiero que este juicio se someta a votación. El Círculo Interior y Exterior decidirán su destino.

José Ramón mantuvo su mirada fija en Carlos Antonio por un largo instante antes de asentir.

—Muy bien. Pero antes de la votación, hay algo que debemos dejar claro. —Sus ojos recorrieron a los presentes, deteniéndose en cada rostro como si estuviera grabando sus reacciones—. Si alguien aquí está ocultando algo… si alguien más tuvo conocimiento de este acto y no lo denunció… le aseguro que lo encontraré.

El silencio que siguió fue aún más opresivo que antes.

Carlos Antonio, ahora temblando visiblemente, sabía que el voto no lo salvaría.

Y en lo profundo de su ser, comprendió que ni siquiera había empezado a pagar por lo que había hecho.

¿Quieres que continúe o que ajuste algo más?

El silencio seguía siendo una losa opresiva en la Sala de la Asamblea Arcana. Los demonios mantenían su vigilancia sobre Carlos Antonio, quien, con las manos temblorosas y la cabeza agachada, parecía más un cadáver andante que un hombre a punto de enfrentarse a su destino.

José Ramón tamborileó los dedos en el apoyabrazos de su trono. Su gesto, lento y metódico, mantenía la atención fija en él. Finalmente, alzó la vista hacia los miembros del Círculo Interior.

—Antes de proceder con la votación, hay una cuestión que no se puede debatir. —Su voz resonó con una autoridad absoluta—. Este hombre no volverá a portar magia.

Un murmullo recorrió la sala, aunque no hubo protestas. Ni una sola voz se alzó en defensa del Portador de la Espada. Los rostros de los presentes oscilaban entre la indignación contenida y una aceptación sombría. Incluso aquellos que solían defender las segundas oportunidades no podían ignorar las imágenes que habían presenciado.

Eva Guerrero fue la primera en hablar. Dio un paso adelante, cruzando las manos frente a ella.

—Arcanista Supremo, estoy de acuerdo en que Carlos Antonio no merece conservar su magia. Si sus manos han cometido estos actos, sería un insulto a nuestra logia permitir que conserve el poder que alguna vez le fue otorgado. Pero… ¿qué haremos con él una vez le hayamos arrancado todo? ¿Lo dejaremos vivir como un simple mortal? —Hizo una pausa antes de añadir, con un tono más frío—. ¿Acaso merece vivir?

Luis Burgos, el Oráculo del Velo, asintió lentamente.

—Eliminar su poder es un hecho indiscutible. Pero la cuestión es si esa es la única forma de justicia que podemos ofrecer a quienes han sufrido. —Sus ojos se movieron brevemente hacia Rosa, Marina y Amelia, antes de volver al centro de la sala—. La magia puede ser eliminada, pero su conciencia, su memoria… eso es algo que aún puede enfrentar.

—¿Memoria? —intervino Mónica Pérez, la Guardiana del Umbral, con las cejas alzadas—. ¿Quieres decir que hagamos que experimente lo mismo que nuestras aprendices? ¿Que sienta el dolor que infligió?

Luis la miró fijamente, su rostro imperturbable.

—No propongo algo tan directo como revivir las experiencias de las víctimas sin más. Pero creo que este hombre debe comprender el peso de sus acciones en su esencia más pura. Tal vez compartir un fragmento de ese dolor sea el primer paso para hacerlo realmente consciente… pero no debería ser el último.

Los murmullos en la sala aumentaron. Algunos miembros del Círculo Exterior parecían incómodos con la dirección que estaba tomando el debate, pero nadie se atrevió a interrumpir.

Fue entonces cuando Alfonso Contreras, el Archivista Eterno, alzó la voz.

—Arrancarle su magia es un castigo justo, pero no es suficiente. No olvidemos que su traición puso en peligro a todos nosotros, no solo a las tres jóvenes. Este acto no puede quedar impune. —Su mirada se endureció—. Propongo que no solo se le arrebate su magia, sino que también quede atado a la logia como un esclavo. Que sirva a quienes dañó, sin posibilidad de escape, hasta el final de sus días.

El comentario de Alfonso provocó una mezcla de asentimientos y expresiones de duda. Algunos miraron a José Ramón, esperando su respuesta.

El Arcanista Supremo se inclinó ligeramente hacia adelante.

—No habrá escapatoria para Carlos Antonio. Eso lo garantizo. Pero me pregunto… —Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras se asentara—. ¿Merece la paz del olvido, o debemos asegurarnos de que cada día de su existencia sea un recordatorio del monstruo en el que se convirtió?

Marina, quien hasta ahora había permanecido en silencio detrás de Luis, finalmente alzó la voz.

—Hagan lo que quieran con él. —Su tono era bajo, pero cargado de veneno—. Solo asegúrense de que su vida sea un infierno. Eso es lo que nos dio a nosotras, ¿no? Es lo mínimo que merece.

Su declaración provocó una oleada de reacciones en la sala. Rosa apartó la mirada, incómoda, mientras Amelia cerraba los ojos, sus labios tensos en una línea recta.

José Ramón giró la cabeza ligeramente hacia su aprendiz, evaluándola en silencio antes de regresar su atención al Portador.

—Carlos Antonio, este es tu momento de hablar. —Su voz era un filo que cortaba el aire—. Pero te advierto, no será para justificarte. Si hay algo que puedas decir para aligerar tu sentencia, hazlo ahora. De lo contrario, te haré callar para siempre.

El Portador levantó la cabeza lentamente, sus ojos oscuros llenos de desesperación. Sabía que estaba perdido, pero aún tenía algo que decir.

—Arcanista Supremo… pido… pido misericordia. —Su voz era apenas un susurro—. Lo que hice fue… fue un error. No quería que ellas sufrieran. Solo… solo quería cambiar el equilibrio de poder. —Tragó saliva, sus manos temblando—. Me equivoqué. Pero no soy un monstruo. Por favor…

José Ramón levantó una mano para silenciarlo.

—No eres un monstruo, dices. —Sus palabras goteaban sarcasmo—. Entonces, explícame. ¿Qué clase de hombre permite que otros graben con un cuchillo "PUTA" en la frente de unas jóvenes? ¿Qué clase de hombre da la orden de empalar a una mujer y la llama "moneda de cambio"? —El Arcanista Supremo se inclinó hacia adelante, su mirada perforándolo como una lanza—. No eres un monstruo. Eres algo peor. Un cobarde.

La palabra resonó en la sala como un trueno.

José Ramón se reclinó en su trono, dejando que el silencio se asentara una vez más.

—Que el Círculo decida. —Finalmente, habló con frialdad—. ¿Arrancamos su magia y lo condenamos al olvido, o le hacemos enfrentar cada uno de sus pecados?

La Sala de la Asamblea Arcana permanecía en silencio cuando José Ramón desvió su mirada hacia las tres jóvenes.

—Es vuestro turno. Hablad. —Su voz era calmada, pero llevaba el peso de una orden que nadie se atrevería a desobedecer.

Rosa fue la primera en hablar. Su voz era temblorosa, rota por el peso del miedo y el dolor.

—No sé cómo describirlo...—dijo con los ojos húmedos mientras abrazaba sus propios brazos—. Pensé que iba a morir. Pero no rápido, no sin sufrimiento. Cada golpe, cada cuchillada... el dolor físico era insoportable. Pero lo peor no fue eso. Fue sentirme un objeto. Algo sin valor. Algo que ellos podían destruir a su antojo.

Algunos hechiceros apartaron la mirada, incapaces de soportar lo que Rosa estaba diciendo. Otros apretaron los puños con furia contenida.

—Cada vez que me golpeaban —continuó, con un nudo en la garganta—, miraba a Marina y Amelia. Y... sus ojos... pensé que no volveríamos a salir de allí con vida. Sentí como si mi humanidad estuviera desapareciendo. Como si solo fuera un trozo de carne más que ellos podían destrozar.

Rosa no pudo continuar y bajó la cabeza. Mónica Pérez, la Guardiana del Umbral, apretó los dientes, pero no dijo nada.

Amelia levantó la cabeza con los ojos fijos en el Portador de la Espada. Había rabia en su mirada, pero también una frialdad que congelaba.

—Yo también creí que moriría. Pero lo peor... lo peor fue cuando me di cuenta de que no me importaba. —Su voz estaba cargada de una amargura helada—. Pensé que, si moría, al menos terminaría el dolor. El dolor físico... y la humillación.

Carlos Antonio apartó la mirada, pero Amelia no dejó de mirarlo.

—Cuando grabaron esa palabra en mi frente, algo dentro de mí se rompió. Me hicieron sentir que no era nada. Que no valía nada. Que mi existencia no tenía ningún propósito salvo ser su entretenimiento.

El silencio era sepulcral. Incluso José Ramón, normalmente imperturbable, mantenía su mirada fija en Amelia, escuchándola con una intensidad casi aterradora.

Entonces fue Marina quien rompió el silencio. Su voz no temblaba. Era firme, cortante como una hoja de acero.

—No tengo palabras para describir lo que nos hicieron. No las necesito. Todos lo habéis visto. Todos habéis sentido lo que sentimos.

Hizo una pausa, su mirada ardiente clavada en Carlos Antonio y Jaime.

—No merecen piedad. Ninguna.

Marina dio un paso adelante, mirando directamente a José Ramón.

—Quiero que vivan lo que vivimos. Quiero que sientan el miedo, el dolor, la humillación... una y otra vez. Cada vez que cierren los ojos.

Hubo un murmullo entre los presentes. Alfonso apretó los labios, claramente incómodo con la crudeza del castigo. Elías, en cambio, observaba a los condenados con una expresión fría, como si analizara cada detalle de su destino. Jorge asintió con una intensidad casi imperceptible, como si ya hubiera aceptado que la brutalidad era necesaria.

—Es justicia —continuó Marina—. No les estoy pidiendo algo imposible. Solo que vean con sus propios ojos lo que permitieron que ocurriera.

Fue Eva Guerrero quien intervino, su voz clara y profesional.

—Hay un hechizo que puede hacerlo. Se llama "Ciclo del Martirio". Implanta los recuerdos en la mente del condenado, haciéndolos revivir cada momento como si fuera real cada vez que duerman. No hay forma de escapar. No pueden despertar hasta que el recuerdo termine.

José Ramón asintió lentamente, mirando a Eva.

—¿Puede aplicarse de forma permanente?

—Puede ser renovado —respondió Eva—. Cada mes, cada año. O hasta que decidamos qué hacer con ellos.

El Arcanista Supremo se reclinó en su trono, sus dedos tamborileando sobre el apoyabrazos. Finalmente, su voz resonó en la sala.

—Entonces esa será su condena. Sus vidas ya no les pertenecen. Sus días estarán llenos de vacío, y sus noches, de sufrimiento.

Hubo un asentimiento general, aunque algunos miraban a los condenados con expresiones que oscilaban entre la repulsión y la lástima.

José Ramón se inclinó hacia los demonios que custodiaban a los culpables.

—Llevadlos a las mazmorras. Que sus pesadillas comiencen esta misma noche.

Los demonios asintieron, sus garras arrastrando a los condenados fuera de la sala. Carlos Antonio no se resistió, pero Jaime dejó escapar un sollozo ahogado, como si finalmente comprendiera que no habría fin para su sufrimiento.

En el eco de los gritos que se desvanecían en los pasillos, algunos hechiceros apartaron la mirada, mientras otros mantenían su postura rígida. Era justicia. Brutal, pero necesaria.

Los demonios asintieron y arrastraron a Jaime y Carlos Antonio fuera de la sala, sus gritos resonando en los pasillos.

El silencio volvió a apoderarse de la sala, pero no era el mismo. Había un peso en el aire, una mezcla de justicia y brutalidad que nadie se atrevía a cuestionar.

Finalmente, José Ramón habló por última vez:

—Que esto sea una lección. No hay piedad para quienes cruzan esta línea.

Amelia, Rosa y Marina se miraron entre sí. Sus expresiones eran una mezcla de alivio y agotamiento, pero en sus ojos había algo más. Una chispa de resolución. De fuerza.

Habían sobrevivido al infierno.

Y ahora, el infierno esperaba a sus verdugos.