El sonido de garras raspando la piedra resonó en la Sala de la Asamblea Arcana cuando Eva Guerrero, la Maestra de los Ritos, cruzó el umbral.
Pero nadie miró a Eva. Todos sus ojos estaban fijos en las figuras que la seguían.
Jaime Villanueva no entró por su propio pie. Dos demonios lo arrastraban como si no fuera más que un despojo.
Criaturas de piel grisácea, musculatura tensa y cuernos curvados como guadañas. Sus ojos brillaban con un fulgor amarillo enfermizo, y sus mandíbulas estaban entreabiertas, dejando ver colmillos largos y afilados. Vestían túnicas negras con inscripciones en una lengua antigua, pero lo más inquietante no era su aspecto.
Era la forma en la que sujetaban a Jaime.
Sus garras se clavaban en su carne con la facilidad de quien está acostumbrado a destrozar cuerpos. Lo sostenían por los brazos, obligándolo a caminar a la fuerza, pero con el suficiente control como para hacerle sentir que aún no lo habían destruido simplemente porque nadie había dado la orden.
Jaime intentó mantener la compostura, pero la presión de las garras le arrancó un jadeo ahogado. El miedo lo asfixiaba.
El ambiente en la sala se volvió opresivo.
Las víctimas reaccionaron instintivamente.
Rosa bajó la mirada, abrazándose a sí misma como si intentara protegerse de un frío que no era físico. Los demonios eran demasiado parecidos a los monstruos que la torturaron. Su piel palideció, y por un momento pareció a punto de derrumbarse.
Amelia mantuvo el rostro impasible, pero sus puños estaban tan apretados que sus uñas se clavaban en su propia carne. Su respiración era contenida, pesada, cada músculo de su cuerpo tenso.
Marina no bajó la mirada.
No parpadeó.
Solo miraba con un odio que quemaba más que el fuego del infierno.
Si los demonios soltaran a Jaime en ese instante, quizás no sería José Ramón quien dictara sentencia.
Entre los miembros de la logia, las emociones eran una tormenta contenida.
Alfonso Contreras entrelazó los dedos, sus nudillos pálidos por la presión. Sus ojos destellaban con la frialdad de un hombre acostumbrado a ejecutar su venganza sin titubeos.
Elías Moreno observaba a Jaime con una mezcla de desprecio y evaluación calculada. Su mente tejía posibilidades, estrategias. ¿Cuánto dolor podían infligirle antes de que hablara?
Jorge de la Torre respiraba con dificultad, cada músculo de su cuerpo tenso. Sus nudillos estaban blancos por la presión, su mandíbula apretada con tal fuerza que parecía a punto de crujir. No era solo ira. Había algo más profundo, algo visceral, que lo empujaba a saltar sobre Jaime y despedazarlo con sus propias manos.
Pero la reacción más gélida fue la de José Ramón Vera.
El Arcanista Supremo permanecía en su trono, con Amelia recostada contra su regazo. Sus dedos acariciaban su cabello con parsimonia, como si la presencia de Jaime fuera irrelevante.
Pero sus ojos...
Eran los de un verdugo que ya ha dictado sentencia.
El resto del Círculo Exterior y algunos miembros del Interior intercambiaron miradas, algunos con curiosidad, otros con una aprensión apenas disimulada. El rostro de Jaime estaba hinchado por los golpes, su ropa manchada de sangre y suciedad. Intentó alzar la cabeza con arrogancia, pero el peso de todas las miradas lo aplastó.
Uno de los demonios chasqueó la lengua, como si el miedo de Jaime le divirtiera. Su otra mano, libre, se cerró con fuerza y su puño crujió con el sonido de una fractura ósea.
Jaime tragó saliva.
No sabía si su peor destino sería la muerte… o lo que vendría antes de ella.
—Así que este es el hombre que se atrevió a desafiar a la logia —murmuró Mónica Pérez, la Guardiana del Umbral, su voz gélida y despectiva.
Y entonces, los demonios lo soltaron.
Jaime cayó de rodillas ante el trono del Arcanista Supremo.
El silencio se hizo aún más pesado cuando José Ramón se incorporó ligeramente en su trono.
Los demonios se quedaron a los lados de Jaime, como bestias guardianas esperando la orden de despedazarlo. El fuego de las antorchas proyectaba sus sombras alargadas sobre las paredes de piedra, dándole a la escena un aire de tribunal infernal.
Jaime permanecía en el suelo, temblando pero sin atreverse a moverse. Cada respiro era un recordatorio de que ya no tenía control sobre su destino.
Fue entonces cuando José Ramón habló.
—Así que te atreviste a tocar a mi gatita y sus amigas.
Su voz fue un rugido contenido, un trueno seco que sacudió la sala.
Jaime se estremeció.
Los miembros del Círculo Exterior no se atrevieron a intervenir. Era la primera vez que el Arcanista Supremo hablaba desde que Jaime había sido traído, y su voz llevaba el peso de una sentencia irrevocable.
José Ramón deslizó los dedos por los mechones de Amelia, aún apoyada en su regazo, con una suavidad inquietante. La imagen contrastaba brutalmente con la amenaza en sus palabras.
—Me siento magnánimo. —El veneno en su voz hizo que el aire pareciera más frío—. Porque mi gatita fue curada gracias a la gran labor de nuestra sanadora.
La sanadora, Ana Belén, se mantuvo en su lugar sin decir nada. No se sentía cómoda con este juicio, pero tampoco iba a oponerse.
—Porque Rosa no quiere ensuciarse las manos con tu muerte.
Al escuchar su nombre, Rosa bajó la cabeza ligeramente. No podía negar que no quería verlo muerto por su propia mano… pero eso no significaba que no quisiera verlo sufrir.
—Y porque necesitamos respuestas.
José Ramón dejó que el peso de esas palabras se asentara antes de inclinarse levemente hacia adelante.
Sus ojos se clavaron en Jaime como un depredador que observa a una presa demasiado débil para siquiera intentar huir.
—¿Cómo se llama tu cómplice?
Jaime tartamudeó, pero no logró emitir sonido alguno.
El demonio de su derecha exhaló un gruñido gutural y cerró su garra alrededor del brazo de Jaime, obligándolo a soltar un quejido de dolor.
José Ramón sonrió.
Una sonrisa cruel.
—Vamos, Jaime. No nos hagas perder el tiempo. Danos el nombre del hechicero que te ayudó desde dentro de la logia.
Los murmullos se extendieron entre los hechiceros. Ahora no había dudas: alguien más dentro de la logia estaba involucrado.
Jaime tragó saliva.
Sabía que hablar significaba la muerte.
Pero no hablar significaba algo peor.
El silencio era una losa cuando José Ramón se inclinó hacia adelante, sus ojos fríos como cuchillas afiladas.
Los demonios que sujetaban a Jaime tensaron sus garras, hundiéndolas un poco más en su piel. No lo lastimaban todavía, pero el mensaje era claro: una respuesta equivocada podría costarle algo más que dolor.
Jaime jadeó, sintiendo el sudor frío pegajoso en su espalda. Su mirada se movió entre los rostros de la logia, buscando un atisbo de piedad. No encontró nada.
José Ramón lo observó con una paciencia calculada, sus dedos deslizándose por el cabello de Amelia con una lentitud inquietante. El gesto parecía tranquilizador, pero en ese momento era más un recordatorio de su dominio absoluto.
—Vamos, Jaime. No nos hagas perder el tiempo. Danos el nombre del hechicero que te ayudó desde dentro de la logia.
Jaime abrió la boca, pero no encontró palabras.
El aire en la sala se volvió más espeso. No podía decirles lo que querían porque… no lo sabía.
Elías lo observaba con ojos entrecerrados. No había compasión en su mirada, pero sí análisis. Lo estaba midiendo. Estaba esperando una mentira.
Mónica Pérez, la Guardiana del Umbral, frunció el ceño con impaciencia. Ya había visto a muchos hombres tartamudear en esa misma posición. La mayoría intentaba ganar tiempo.
Pero Jaime no intentaba ganar tiempo.
Jaime intentaba recordar.
Y no podía.
—Y-yo… no sé su nombre.
Las palabras salieron en un susurro torpe, pero fueron como un latigazo en la sala.
José Ramón no reaccionó de inmediato. Su expresión seguía imperturbable, pero su mano, que hasta entonces había acariciado distraídamente el cabello de Amelia, se detuvo.
Amelia sintió el cambio y se tensó ligeramente. No necesitaba verlo para saber que algo dentro de su maestro se había endurecido.
—¿No sabes su nombre? —repitió José Ramón con una suavidad peligrosa.
Jaime sacudió la cabeza frenéticamente.
—No… No lo sé. Fueron dos hombres… en la gala de empresarios. Me… me hablaron después de que Amelia me humillara. Me ofrecieron venganza.
Las palabras flotaron en el aire, encajando una pieza más en el rompecabezas.
José Ramón apoyó su codo en el brazo del trono y descansó su mentón sobre los nudillos. Su mirada era perezosa, como si estuviera evaluando la respuesta y decidiendo si merecía la pena seguir escuchando.
—¿Y tú simplemente aceptaste la ayuda de dos desconocidos?
Jaime tragó saliva.
—Me aseguraron que sabían lo que hacían. Dijeron que… que solo me estaban ofreciendo justicia.
—Justicia. —La palabra rodó en la lengua de José Ramón con algo parecido a la burla.
—N-no pregunté sus nombres… Estaba borracho, juro que no…
José Ramón chasqueó los dedos.
El demonio de la derecha apretó su garra sobre el hombro de Jaime, hundiendo sus uñas negras en la carne. Jaime gritó.
—¡Yo no lo planeé! —gritó, su voz quebrándose—. Ellos lo hicieron todo. Yo solo… yo solo…
Se desplomó en el suelo, temblando.
El Arcanista Supremo exhaló como si estuviera tratando con un niño que había cometido una travesura particularmente repulsiva.
—¿Sabes lo que más odio, Jaime?
Jaime no respondió.
—La cobardía.
El sonido de su voz era casi un susurro, pero heló el aire de la sala.
—No saber sus nombres no te exime de tu culpa. No preguntarlos te hace aún más estúpido.
La sala se sumió en un silencio sepulcral.
José Ramón no tenía el nombre que buscaba.
Pero tenía algo mejor.
Un nuevo objetivo.
Los dos hombres en la gala.
Y si ellos estaban involucrados… alguien en la logia lo conocía.
Y alguien en la logia pagaría.
El silencio en la sala se volvió aún más opresivo.
José Ramón tamborileó los dedos en el apoyabrazos de su trono. Sabía que Jaime no tenía el intelecto suficiente para mentirle con éxito. Lo que decía era la verdad.
Pero la verdad no era suficiente.
Jaime trató de recordar.
—Eran dos hombres. Uno de ellos… era como ustedes. Parecía un hombre de dinero. Hablaba con mucha seguridad.
Los murmullos en la sala se intensificaron. No ayudaba demasiado.
—¿Y el otro? —preguntó Luis Burgos, su tono tranquilo pero con un filo cortante.
Jaime frunció el ceño.
—El otro… era diferente.
La frase quedó suspendida en el aire.
José Ramón se inclinó apenas un poco hacia adelante.
—Define diferente.
Jaime tragó saliva. Su instinto le gritaba que había algo mal en ese hombre, pero no sabía por qué.
—Sus ojos. —Su voz fue apenas un susurro.
Todos los murmullos cesaron.
—¿Qué pasa con sus ojos? —preguntó Mónica Pérez, su mirada afilada como un cuchillo.
Jaime apretó los párpados con fuerza. Era un recuerdo tan insignificante en su momento… pero ahora no podía sacárselo de la cabeza.
—Eran rojos.
El impacto fue inmediato.
José Ramón entreabrió los labios, no por sorpresa, sino por interés.
Alfonso se cruzó de brazos, evaluando la información.
No era imposible.
No era extraño.
Muchos hechiceros trabajaban con demonios.
Él mismo lo hacía. Su familiar era una entidad aterradora que mantenía oculta la mayor parte del tiempo.
Inmaculada tenía su pequeña diablilla del tamaño de una muñeca.
Los familiares demoníacos eran comunes en la logia, pero pocos los mostraban de forma abierta.
Y eso reducía la lista de sospechosos.
No todos en la logia trabajaban con demonios.
Y, de los que lo hacían, solo unos pocos permitían que sus familiares se manifestaran en una forma visible para los humanos.
José Ramón sonrió, un movimiento apenas perceptible en sus labios.
—Interesante.
Sus ojos recorrieron la sala.
—Ahora estamos más cerca.
El silencio, denso como una niebla venenosa, se rompió con una voz que emergió desde el Círculo Exterior.
—¿Por qué no terminamos con esta pérdida de tiempo? —dijo Salvador Gallego, su tono cargado de una impaciencia forzada, como si la tensión le incomodara más de lo que estaba dispuesto a admitir. Cada palabra que pronunciaba lo hacía parecer más culpable.
Pero no lo estaba.
No esta vez.
Solo quería terminar cuanto antes, cerrar esa herida abierta en la logia.
José Ramón, reclinado en su trono, deslizó sus dedos por el cabello de Amelia con la misma calma con la que se condenan vidas.
—Por supuesto. —Concedió con una sonrisa tenue, como si hubiera estado esperando esa sugerencia.
Eva Guerrero dio un paso adelante, activando el hechizo de Memoria Compartida. Las runas en el suelo brillaron con un resplandor azul pálido, y los recuerdos de Jaime Villanueva comenzaron a materializarse en el centro de la sala.
La imagen fue tan nítida que no hubo espacio para la duda.
Todos miraron hacia el Portador de la Espada.
Su rostro estaba allí.
Clavado en la memoria de Jaime.
Inevitable. Innegable.
Carlos Antonio Montilla apretó la mandíbula, como si morderse la lengua fuera su último escudo. No había excusas. No había mentiras que pudieran salvarlo. Solo quedaba enfrentar su destino.
Pero Jorge de la Torre no le dio esa oportunidad. Se lanzó sobre él con una furia desatada, su puño estrellándose contra el rostro del Portador una y otra vez.
Nadie intentó detenerlo.
El sonido de los golpes resonó en la Sala de la Asamblea Arcana como un tambor de guerra, cada impacto un eco del dolor que Marina había sufrido.
Carlos Antonio no se defendió. Estaba paralizado, atrapado entre el miedo, la vergüenza y la certeza de que su vida ya no le pertenecía.
Jorge descargó golpe tras golpe, su rabia desbordándose con cada impacto. No pensaba, no razonaba. Solo sentía el calor de la furia consumiéndolo por dentro. Entonces, una mano firme se cerró sobre su hombro.
Se giró con el ceño fruncido, aún respirando con dificultad. Elías y Alfonso estaban allí, en silencio, observándolo con una mezcla de comprensión y advertencia. No dijeron nada. No hacía falta. Jorge se obligó a soltar un resuello tembloroso. No solo había golpeado a Carlos Antonio. Había destrozado su propia fachada. Quiso recuperar el control. Su orgullo herido más que sus nudillos ensangrentados.
Jorge respiró con dificultad, su pecho subiendo y bajando con cada latido furioso. Quería recuperar el control. Quería volver a ser el hombre frío e imperturbable que todos conocían. —Marina… es mi propiedad —murmuró, la voz áspera, forzada, como si las palabras fueran piedras en su garganta—. Y este hombre le ha hecho perder valor. Pero la mentira se quebró en el eco de sus propios labios.
No era solo furia. Era miedo. Miedo de lo que Marina le hacía sentir. Se había repetido que era suya, un objeto en su colección, pero en el fondo sabía que eso era una mentira. Ella se le escapaba de las manos, no como posesión, sino como algo peor: alguien capaz de hacerle sentir. Y eso lo aterraba más que la idea de perder poder.
No ante Elías. No ante Alfonso. Ellos habían visto más allá. Por alguna razón que Jorge no entendía del todo, Marina le había llegado al corazón. En un solo día. Tal vez porque, en el fondo, reconocía en ella un alma gemela. Igual de despreciable. Igual de rota.
Marina escuchó sus palabras, pero también vio la mentira detrás de ellas. Sabía que, si no le importara, no habría reaccionado así. No habría querido matar a golpes a su agresor. Se suponía que ella había perdido valor, pero en ese instante, para Jorge, valía más que nunca.
Un pensamiento la golpeó como un puñetazo en el estómago. No hubo precaución. No hubo control. Sus pupilas se dilataron con un pánico que iba más allá del miedo físico. ¿Y si ellas… estaban embarazadas? El terror no era solo revivir la violencia sufrida, sino el horror de saber que sus cuerpos podían haber sido marcados por sus verdugos de la manera más irreversible posible.
Mientras tanto, Salvador Gallego se acercó al Portador de la Espada, mirándolo con un desprecio que ni siquiera se molestó en disimular.
Sin decir una palabra, lo agarró por el cuello de la túnica y lo arrastró fuera del círculo, arrojándolo contra uno de los demonios guardianes.
La criatura no dudó en sujetarlo con una garra que parecía ansiosa por destrozarlo.
Salvador lo miró una última vez. No por compasión. Solo por asco. Una cosa era hacer trucos políticos, conspirar, manipular para obtener poder. Pero esto… Esto era otra cosa. Esto era salvajismo. Y aunque Salvador habría hecho cualquier cosa por obtener el apoyo de Alfonso, incluso manipular o chantajear, en última instancia, nunca habría dejado morir a Amelia. Porque el poder se gana con favores. Con deudas. No con cadáveres.
El resto de la logia ardía en rabia contenida. No habían visto la tortura de las muchachas, pero habían visto los resultados. Y eso bastaba. Ni siquiera los demonios eran tan crueles. Pero lo más aterrador no era el crimen cometido. Era el hecho de que alguien dentro de la logia lo había permitido. Que un hechicero, alguien a quien consideraban un igual, había dejado que ocurriera. Y que, quizá, aún no habían encontrado a todos los traidores.