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Chapter 43 - 043. ¿El fin?

Apenas pusieron un pie fuera del restaurante, varios hombres cayeron sobre ellas con una precisión escalofriante. Todo ocurrió en cuestión de segundos. Amelia sintió unos brazos férreos rodear su cuello en un estrangulamiento brutal: un mataleón ejecutado con precisión. El aire abandonó sus pulmones en un instante mientras la arrastraban hacia una furgoneta blanca con la puerta lateral abierta. Pataleó, trató de aferrarse a algo, pero su fuerza se desvanecía con cada segundo que pasaba sin oxígeno. Su visión se nubló justo cuando la empujaban al interior.

Marina logró zafarse por un instante, su instinto de supervivencia encendido, pero un brutal golpe contra el marco de la furgoneta la dejó aturdida. Su mejilla ardió con un dolor punzante, y antes de que pudiera reaccionar, la forzaron a entrar, sus manos aferradas con una fuerza que no pudo resistir.

Rosa gritó, pataleó con desesperación mientras unos brazos la atrapaban por la cintura, levantándola del suelo como si no pesara nada. La impotencia se mezcló con la incredulidad. Era pleno día, en la puerta de un restaurante, al lado del paseo marítimo, pero la maniobra fue tan rápida y precisa que nadie hizo nada. Ni siquiera tuvieron tiempo de reaccionar.

Dentro de la furgoneta, el vehículo ya en movimiento, Marina y Rosa intentaron forcejear, la adrenalina aún bombeando en sus cuerpos. Sin embargo, los golpes no tardaron en llegar. Puñetazos secos, impactos calculados para doblegarlas sin matarlas. Marina recibió un rodillazo en el estómago que la dejó sin aliento, mientras Rosa gritaba cuando un puño le impactó en la mejilla con la fuerza suficiente para hacerle ver destellos blancos. La resistencia duró poco. Una vez reducidas, sus muñecas y tobillos fueron asegurados con esposas metálicas.

Amelia yacía inconsciente en el suelo del vehículo, su respiración superficial, los labios entreabiertos en un esfuerzo por recuperar el aire que le habían arrebatado. Marina y Rosa, con los cuerpos doloridos y los ojos ardiendo de rabia y terror, comprendieron que estaban atrapadas. Y que lo peor aún estaba por venir.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de nosotras? —exigió Marina, su tono cargado de desafío. Su mirada centelleaba con una furia que intentaba ocultar su miedo. —¿Sabéis en qué lío os habéis metido? Secuestrarnos a nosotras es firmar vuestra sentencia de muerte. Jorge no lo permitirá, ¿entendéis? Sois cadáveres andantes, ¡cadáveres! —Su voz resonaba en el interior de la furgoneta, sus palabras teñidas de un desprecio que bordeaba lo temerario. Marina se negaba a mostrarse débil; su orgullo era lo único que aún mantenía intacto, y no se lo iban a arrebatar tan fácilmente.

Una de las secuestradoras, una mujer de rostro duro y expresión impasible, se levantó de un salto, harta de los gritos de Marina. Sus ojos se estrecharon, llenos de una fría determinación.

—¿Quieres que te enseñe lo que le pasa a las bocazas? —dijo, avanzando hacia Marina con una calma que presagiaba violencia.

Marina abrió la boca para responder, pero no le dio tiempo. La patada llegó como un relámpago, directa al estómago, haciendo que Marina se doblara sobre sí misma con un grito ahogado. Un dolor agudo la atravesó como si un hierro candente le quemara las entrañas. El impacto la dejó sin aire, un espasmo la recorrió desde la cabeza hasta los pies, y durante unos instantes, todo su mundo se redujo a un tormento abrasador que le nubló la vista y le arrancó un gemido de dolor.

—¡Cállate! —la voz de la secuestradora era un silbido venenoso mientras miraba con desprecio a Marina, que yacía retorciéndose en el suelo de la furgoneta, luchando por recuperar el aliento. —Sigue incordiando y la próxima irá a la cabeza, ¿me oyes?

—Contrólate —advirtió uno de los hombres que acompañaba a la secuestradora, con una frialdad que indicaba que no era la primera vez que hacían esto. —No podemos dañarlas demasiado hasta que lleguemos. El cliente las quiere enteras. —Sin embargo, una sombra de diversión se asomó en sus ojos al mirar a Marina, que seguía jadeando de dolor. —Aunque por sus palabras, seguro que luego tendrás tiempo de sobra para darles una buena paliza a las tres.

La furgoneta comenzó a traquetear mientras abandonaba la carretera asfaltada y entraba en un camino de tierra. Las tres chicas, atadas y sin ninguna posibilidad de estabilizarse, se sacudieron violentamente con cada bache, golpeándose contra las paredes metálicas del vehículo. Marina intentaba contener las lágrimas, su estómago aún ardiendo del golpe recibido, mientras sentía cómo cada movimiento brusco de la furgoneta le enviaba olas de dolor por todo el cuerpo. Rosa se esforzaba por mantenerse en silencio, aunque sus ojos reflejaban un terror cada vez más evidente.

El vehículo se detuvo de repente, sacudiéndose con violencia antes de quedar en un silencio sepulcral. Un chirrido metálico resonó en el aire cuando una puerta pesada se abrió, dejando entrar una bocanada de aire viciado y polvo. Desde el interior de la furgoneta, el mundo exterior era un misterio, pero una cosa estaba clara: habían llegado a su destino.

Las puertas traseras se abrieron de golpe, dejando entrar un resquicio de luz. La silueta de varios hombres y mujeres se dibujó contra el umbral, sus rostros ocultos por sombras que hacían imposible distinguir si llevaban expresión de burla o de simple indiferencia.

—Bajadlas.

Marina fue la primera en ser arrastrada fuera, agarrada brutalmente por los brazos. Apenas puso un pie en el borde de la furgoneta cuando sintió un impacto feroz en su espalda. La patada la hizo caer con fuerza sobre la tierra dura, golpeándose la cara y el hombro contra el suelo polvoriento. Un dolor ardiente le recorrió el cuerpo, y por un instante, su visión se nubló. Escupió saliva mezclada con sangre, sintiendo el sabor metálico impregnar su lengua.

La carcajada de la mujer que la había golpeado resonó en el almacén.

—Vaya, parece que a la princesa se le ha caído la corona. —Su tono estaba cargado de burla, mientras la miraba con una sonrisa cruel.

—Hija de… —Marina apretó los dientes, levantando la mirada con odio, pero antes de que pudiera terminar la frase, un pie le pisó con fuerza la espalda, obligándola a quedarse en el suelo.

—Dilo. Vamos, di lo que ibas a decir. —La secuestradora presionó aún más, haciéndola gemir de dolor. —Eres más entretenida cuando te pones desafiante.

Rosa bajó de la furgoneta de un salto, aunque con las esposas en los tobillos apenas pudo aterrizar con equilibrio. Sus piernas temblaban y su rostro estaba pálido, con los labios entreabiertos por la agitación. Sus ojos recorrieron rápidamente la escena, la mirada llena de un terror contenido.

—¿Y esta? ¿Va a llorar? —Uno de los hombres se acercó a Rosa y le agarró el mentón con brusquedad, obligándola a mirarlo. —Espero que no, porque los clientes no pagan por niñas asustadas.

Rosa apartó la mirada con los ojos empañados, pero no dijo nada.

En cuanto a Amelia, seguía inconsciente. Dos hombres la sujetaron por los brazos y la bajaron como si fuera un simple saco de carne. Su cabeza se ladeó al ser arrastrada, su cabello cayendo sobre su rostro pálido.

—¿No la habrás matado? —preguntó uno de los secuestradores, observándola con una ligera preocupación.

La secuestradora que había golpeado a Marina se encogió de hombros.

—Está en mejor estado que esta bocazas, eso seguro.

El almacén era un lugar lúgubre y desgastado por el tiempo. A pesar de haber sido un granero en su día, ahora se veía más como un lugar de tortura improvisado. En el lado izquierdo del recinto, una serie de viejas celdas para caballos aún permanecían en pie, aunque ahora solo eran jaulas de madera podrida y barrotes oxidados. El resto del espacio era un amplio salón vacío, salvo por unas cuantas herramientas desparramadas y el conjunto de cadenas que colgaban del techo, esperando su propósito.

—¿No había unas más largas? —preguntó uno de los hombres, observando las cadenas con una mueca.

—¿Qué más da? —respondió otro con una sonrisa siniestra. —Si al cliente no le gusta, siempre podemos meterlas en una de las celdas hasta que se ablande.

Marina, a pesar del dolor, volvió a alzar la cabeza. Su orgullo no le permitía quedarse callada.

—Panda de cobardes. Veinte personas para controlar a tres mujeres. ¿No os da vergüenza?

La secuestradora se giró lentamente hacia ella, su expresión endureciéndose.

—¿Tú no aprendes, verdad?

Marina vio la patada venir, pero no pudo hacer nada para evitarla. Esta vez, el impacto la alcanzó directo en la cara. Un estallido de dolor recorrió su mandíbula, su cabeza se sacudió hacia atrás y un sabor metálico invadió su boca. La sangre brotó de su labio partido y goteó sobre el suelo polvoriento.

—¡Basta ya! —gruñó uno de los hombres, con impaciencia. —Y tú, deja de provocar si no quieres que te parta todos los dientes de una vez.

Marina respiró hondo, el dolor palpitando en su rostro. Pero aunque su cuerpo sufría, su mirada seguía ardiendo con el mismo desafío.

Sin más demora, las tres fueron arrastradas sin ceremonias hasta el centro del almacén. Marina y Rosa apenas podían mantenerse en pie, y Amelia continuaba sin dar señales de recuperar la consciencia. Las esposas de sus muñecas fueron aseguradas a las cadenas colgantes, y en cuestión de segundos, quedaron suspendidas, sus cuerpos apenas tocando el suelo.

Rosa gimió, sintiendo el peso de su propio cuerpo tensionar sus brazos al ser levantada. Marina apretó los dientes, sin querer darles la satisfacción de escucharla quejarse, pero su respiración era pesada, y la sangre aún goteaba de su labio.

Amelia seguía inmóvil.

—Espero que aguante lo suficiente para ver lo que vamos a hacer con ellas. —Uno de los hombres sonrió, dando un paso atrás para admirar su trabajo.

El rechinar de la puerta del almacén anunció la llegada de alguien más. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Rosa cuando vio un coche de alta gama detenerse junto a la entrada. La opulencia del vehículo contrastaba de forma siniestra con el escenario de suciedad y óxido en el que se encontraban. No era un secuestro al azar. No estaban allí por dinero.

Un hombre descendió de la parte trasera del automóvil. Su traje era impecable, ajustado a la perfección, pero su rostro estaba oculto tras un pasamontañas negro. Caminó con calma hacia las tres prisioneras, sus zapatos resonando contra el suelo de hormigón.

Se detuvo frente a ellas, observándolas en silencio. Primero dirigió su mirada a Rosa, con una inspección meticulosa, como si estuviera evaluando un producto en venta. Luego pasó a Marina, cuya mandíbula aún goteaba sangre de la última patada.

—Con esta os habéis pasado un poco. Las quería intactas. —Su voz era fría, calculadora.

No le importaba su sufrimiento, solo la mercancía.

Pero cuando sus ojos se posaron en Amelia, la tensión en el aire se hizo tangible. Ella era su verdadero objetivo. Las otras dos… un extra solicitado por su socio.

—Despertadla.

Uno de los secuestradores sacó un pequeño dispositivo de su cinturón: un táser de descarga directa. Se acercó a Amelia, que aún pendía inconsciente de las cadenas, y sin previo aviso, le presionó el aparato contra el costado.

El grito de Amelia desgarró el almacén. Su cuerpo se arqueó con violencia, su espalda tensándose en una sacudida espasmódica. La electricidad quemó su piel y forzó aire en sus pulmones, haciéndola recuperar la conciencia en medio de un dolor insoportable.

—¡Hijo de puta! —Marina rugió de rabia, balanceándose en sus cadenas para lanzar una patada contra el secuestrador. El golpe fue directo a su pecho, haciéndolo tambalearse un paso atrás.

La respuesta no tardó en llegar.

La secuestradora que ya le había cogido especial desprecio se adelantó y descargó un puñetazo brutal en su abdomen. Marina sintió cómo el aire se le escapaba en un jadeo ahogado, pero no fue suficiente. Un segundo golpe, otro, y otro, como si fuera un saco de boxeo. Cada impacto era un latigazo de agonía.

—¡Marina! —gritó Amelia, viendo con horror cómo su amiga escupía saliva mezclada con sangre.

Pero la secuestradora no se detuvo. Agarró a Marina por el cabello, tirando de su cabeza hacia atrás para obligarla a mirarla.

—¿Quieres seguir jugando a ser la perra alfa? —Su voz era un siseo venenoso. —Veamos cuánto te dura la actitud cuando te rompamos los huesos uno por uno.

Marina apenas tenía fuerzas para responder, su cuerpo temblaba por la intensidad del dolor. Su orgullo seguía allí, pero su cuerpo tenía un límite.

—Ya despertó la señorita Contreras. —La voz del hombre encapuchado se alzó por encima de la escena, entretenido con el espectáculo. —Usted me ha hecho perder mucho dinero, Amelia. Pero ahora no está ni su jefa ni su hermano.

Amelia parpadeó, intentando aclarar su mente. Había algo familiar en esa voz. Su estómago se hundió en un vacío helado cuando el nombre se formó en su mente.

—¿Jaime? —Su voz era apenas un susurro. —¿Jaime Villanueva?

El hombre dejó escapar una risa baja y burlona.

—Vaya, me has reconocido. Entonces supongo que este pasamontañas ya no tiene sentido.

Con un movimiento dramático, se lo arrancó de la cabeza.

Amelia sintió cómo su garganta se cerraba. Su mente la llevó de inmediato a la primera vez que lo vio. En aquella reunión con Inmaculada, cuando tuvo la osadía de tocarla en público, seguro de que nadie lo detendría. Luego, en la gala, cuando lo humilló frente a todos, exponiendo sus faltas y dejándolo en ridículo.

Ese era Jaime Villanueva.

Un hombre con demasiado dinero y aún más orgullo.

—Jaime… no cometas una locura. —Intentó sonar serena, pero su voz temblaba. —Eres un hombre rico. Si nos dejas ir, no diremos nada.

Jaime sonrió. Un gesto perezoso, casi condescendiente.

—¿De verdad crees que saldrás viva de aquí después de lo que me hiciste? —Su tono era burlón, casi divertido. Y entonces, sin previo aviso, extendió ambas manos y agarró los pechos de Amelia con fuerza.

Ella dejó escapar un grito ahogado, sus ojos abriéndose de par en par por el asco y la humillación.

—Esto no te molesta, ¿verdad? —Jaime apretó con más fuerza, inclinándose hacia su oído. —Después de todo, así fue como comenzó la primera vez, ¿no?

Amelia intentó apartarse, pero las cadenas la mantenían inmóvil.

—Jaime, por favor…

—¡Déjala! —La voz de Rosa resonó en el almacén, más fuerte de lo que nadie esperaba.

Amelia y Marina se giraron, sorprendidas. Rosa, que hasta ahora había estado paralizada por el terror, tenía los ojos llenos de furia. Sus puños estaban cerrados, y su cuerpo temblaba, pero no por miedo… sino por rabia.

Jaime ladeó la cabeza, interesado.

—Vaya, otra mocosa que quiere hacerse la valiente. —Se acercó lentamente a Rosa, evaluándola. —Tranquila, pelirroja, ya me entretendré contigo después.

La determinación de Rosa vaciló. Sus dientes rechinaron, pero su cuerpo traicionó su miedo con un temblor incontrolable.

—Esto es entre tú y yo. —Amelia intentó atraer su atención de nuevo. —Hazme lo que quieras, pero déjalas a ellas.

Jaime se volvió hacia ella con una expresión divertida.

—¿De verdad crees que puedes negociar en tu estado? —Se inclinó un poco más, su rostro demasiado cerca del de Amelia. —Oh, eso es adorable.

Amelia intentó usar su magia, pero algo estaba mal. No la sentía en su cuerpo. Era como si algo la estuviera bloqueando, como si su energía hubiera sido arrancada.

No tenía poder.

Jaime chasqueó los dedos.

—Desnudadlas.

Los secuestradores no necesitaron más indicaciones. Sacaron cuchillos y comenzaron a cortar la ropa de las tres chicas.

Los gritos fueron instantáneos.

Rosa se retorció, su respiración entrecortada por el pánico. Las lágrimas empañaban su visión, mientras su cuerpo temblaba incontrolablemente. Cuando uno de los cuchillos pasó peligrosamente cerca de su pecho, sintió que su vejiga la traicionaba. La humedad recorrió sus muslos, la humillación calándole hasta los huesos.

El sonido de la tela desgarrándose fue como un cruel presagio. Cada vez que la afilada hoja deslizaba su filo por su piel, su corazón latía con un pavor que la paralizaba.

Marina intentó moverse, a pesar del dolor insoportable que la consumía, pero otro golpe seco en las costillas la dejó sin aire. Sintió un chasquido en su cuerpo, un dolor que la dejó mareada. ¿Se la habían roto? Ya no importaba. No tenía fuerzas para seguir peleando.

Amelia cerró los ojos con fuerza. La piel desnuda se le erizaba con el contacto del aire helado, pero lo que la estremecía no era el frío, sino la certeza de que no había escapatoria. No había nadie que viniera a salvarlas.

Esto era real.

Esto no era una pesadilla.

Esto estaba ocurriendo.

Y no había forma de detenerlo.

Jaime aún no había terminado. No se conformaba con el miedo. Quería saborearlo. Disfrutarlo.

Durante lo que pareció una eternidad, recorrió los cuerpos desnudos de las tres chicas con sus manos, deleitándose con sus súplicas, con sus llantos ahogados. Cada caricia era un recordatorio de su poder, cada roce una muestra de su dominio absoluto sobre ellas.

Marina apenas podía sostener la cabeza en alto, con el cuerpo cubierto de moretones y sangre seca. Sus labios partidos intentaban murmurar insultos, pero solo conseguía escupir sangre.

Rosa ya ni siquiera hablaba. Solo sollozaba, su cuerpo encogiéndose con cada toque, esperando que la pesadilla terminara.

Amelia intentó suplicar. No por ella. Por ellas.

—Por favor, Jaime… por favor…

Pero sus palabras solo alimentaron su crueldad.

Jaime deslizó sus dedos entre sus piernas sin previo aviso, empujando su dignidad aún más al abismo.

Amelia se retorció con una mezcla de furia, vergüenza y desesperación. Intentó cerrar las piernas, pero las esposas en sus tobillos la mantuvieron completamente expuesta.

Jaime rió.

—¿Qué pasa? No protestabas tanto cuando me dejaste en ridículo delante de todo el mundo. ¿Dónde está esa lengua afilada ahora?

Amelia sintió náuseas.

Jaime pasó a Marina. La golpeó con el dorso de la mano antes de hundir sus dedos en ella, como si fuera un acto de desprecio más que de deseo.

—Nada mal para una zorra engreída —se burló.

Marina no gritó. No se quejó. No le dio ese placer. Pero su cuerpo tembló. Y su silencio solo pareció enfurecerlo más.

Rosa se encogió cuando Jaime se acercó a ella. Se revolvió en las cadenas, tratando de escapar de lo inevitable.

—No… por favor… por favor…

Sus ruegos fueron ignorados.

—Te orinaste encima como una cría. Qué patético. —Jaime chasqueó la lengua, disfrutando de su humillación.

Finalmente, pareció aburrirse de jugar con sus cuerpos. Chasqueó los dedos y se dirigió a los secuestradores con una calma escalofriante.

—Graben la palabra "puta" en sus frentes. Asegúrense de que les quede bien marcada.

Los cuchillos volvieron a brillar a la luz de las lámparas del almacén.

—Y después, violadlas. Por cada corrida, hacedles un corte.

Amelia sintió que el aire abandonaba sus pulmones.

No.

No, no, no.

—¿Y nosotras? —intervino una de las secuestradoras, con una sonrisa torcida. —¿Podemos divertirnos también?

Jaime se encogió de hombros.

—Haced lo que queráis con ellas. Pero dejadles un hilo de vida. Mi socio quiere que vivan.

El infierno comenzó.

Y el almacén se llenó de gritos.

Mientras las tres muchachas se desmoronaban, su voluntad quebrada, su dignidad hecha trizas… y sus vidas apagándose lentamente.