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Chapter 2 - 002. Confrontación y desafío

Roberto despertó dolorido y con el sabor del polvo y la sangre aun en su boca. Las cuerdas apresaban su piel, acentuando el dolor en las partes donde más apretaban. Intentó en medio de la penumbra observar su alrededor, sobreponiéndose a un leve dolor de cabeza. Un par de preguntas cruzaron su mente: ¿Los habrían drogado? ¿Cuántas horas o días habrían pasado?

Parecían estar en un sótano o mazmorra subterránea. No era la típica mazmorra de un castillo con muros de piedra, pero sí de paredes de hormigón desnudo con algunas cadenas enganchadas a estas paredes.

La única luz venía de un ventanuco en una puerta aparentemente de acero situada en lo alto de una escalera. En el alto techo se apreciaban unos focos apagados y por delante de él parecía haber un altar y un par de robustos armarios de acero a cada uno de los lados del altar.

Unos sollozos resonaban en el eco de las frías paredes de hormigón, como si la misma habitación absorbiera su miedo y lo devolviera multiplicado. Además, el frío del suelo se filtraba a través de su piel, acrecentando su sensación de vulnerabilidad.

Al girar su cabeza hacia la izquierda logró divisar las siluetas de Diego y Martín. Ambos se encontraban atados, despiertos y desconcertados. Diego parecía el más beligerante, tratando de forzar sus cuerdas para soltarse.

Por fin Roberto consiguió localizar los sollozos; era Martín quien sollozaba roto por el miedo a que podría ocurrir con sus vidas.

—¿Dónde coño estamos? ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —Preguntaba Diego removiéndose dentro de lo que podía con las apretadas cuerdas.

Martin miró a sus amigos como si buscara algo de esperanza, de coraje o fuerza. Para su desgracia, en sus ojos solo veía la misma incertidumbre que le carcomía a él. Entre sollozos se le podía oír: Nos van a matar. Vamos a morir.

Viendo la situación, Roberto suspiró y se trató de arrastrar para apoyar su espalda en la fría pared. De momento estaba clara la imposibilidad de escapar y no tenía sentido preocuparse por un futuro aún sin decidir.

—No te quedes parado, Roberto. —Gritó Diego desesperado con sus ataduras. —Ayúdame a desatarme.

—¿Me crees un agente secreto?—ironizó Roberto.—Vamos a esperar a ver qué quieren de nosotros.

—¡Van a matarnos! ¡Pedirán un rescate y una vez pagado nos matarán! ¡Seguro!—Sollozó Martin, quien parecía presa de un ataque de ansiedad o más bien de pánico.

No pasó mucho tiempo cuando se encendieron los focos situados en el techo y la puerta se abrió lentamente. Por ella aparecieron una dama, sin duda de alta clase, acompañada por dos enormes hombres, posiblemente sus guardaespaldas… La mujer despedía un aura de autoridad y calma mientras sus tacones resonaban primero en la escalera y después en el suelo de la mazmorra. Todo parecía predispuesto para intimidar a los tres jóvenes; desde luego lo estaba consiguiendo.

Tal y como estaban atados no podían ponerse de pie; lo más era enderezarse y permanecer sentados sobre sus tobillos como había hecho Roberto. Inmaculada caminó hasta situarse delante de ellos tres, escoltada por los dos guardaespaldas. Sus ojos marrones los escrutaban a los tres con un gesto frío y calculador, sin mostrar la más mínima emoción. Tal vez podría entreverse algo de asco y de desprecio hacia ellos.

—Están aquí —anunció con una voz controlada y carente de emociones, pero la cual sonaba seductora en los oídos de Roberto, desafiante en los de Diego y aterradora en los de Martín— porque han cruzado una línea que nunca debieron ni pensar acercarse.

Diego rio de forma irónica mientras sacudía la cabeza con incredulidad. —¿Pretendes asustarnos con esté montaje? Vamos, esto es ridículo.

Inmaculada miró por un momento a la izquierda de Diego donde se encontraba Martín. Este directamente se acababa de orinar, aterrorizado por la situación. La sonrisa en los labios de Inmaculada al ver a Martín lo dejaba todo claro. Estaba funcionando, por lo cual volvió a enfocar su mirada hacia el frente donde se situaba Diego. Dejando que la burla se disipara sin respuesta y sin perder la calma, continuó.

—Anoche, en la discoteca, demostrasteis la clase de personas que sois. —Inmaculada hizo una pausa para ver la reacción en sus caras. Burla en la de Diego, terror en la de Martín y no era capaz de identificar la de Roberto. —Dos agresores brutales y un cómplice pasivo.

Roberto se movió inquieto en su sitio. Él mismo se sentía culpable por haberlo permitido, pero también se vió presionado por el ambiente.

—¿Y tu plan consiste en darnos un sermón?—se burló Diego, dejando escapar una sonora carcajada que reverberó en las paredes del sótano.

Inmaculada sonrió con frialdad. Miró con calma a los tres jóvenes y contó su plan. —Por supuesto, mi plan no es daros un sermón. ¿Serviría de algo? No, mi plan es daros algo más efectivo para acabar con vuestra actitud y conseguir un arrepentimiento sincero. Vais a conocer la verdadera responsabilidad de vuestros actos, en carne propia. No solo por lo ocurrido esta noche, sino por todo vuestro comportamiento hacia las mujeres. —En esta ocasión sus ojos marrones parecieron arder de maldad.

Los tres amigos intercambiaron miradas de incredulidad. ¿Cómo pensaba hacerles eso? Diego fue el primero en romper el silencio.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Transformarnos en mujeres? Si quieres, denúncianos ante la policía. Nuestros abogados nos sacarán en poco tiempo de la cárcel. Incluso podemos pagar a esas perras por las molestias y no pisarla.

Inmaculada se acercó a Diego, se inclinó ligeramente para mirarle directamente a los ojos y susurró con una voz capaz de helar el infierno. —Esta noche seréis… ¿Cómo les llamaste a esas tres jóvenes? Oh, sí, seréis tres perras.—Las palabras de Inmaculada resonaron en los oídos de los tres incrédulos. ¿Iba a travestirlos y ordenar a sus hombres violarlos?

En esta ocasión incluso la valentía de Diego pareció flaquear y una mueca de terror se dibujó en su cara por unos segundos antes de volver a recuperar su semblante habitual.

—Vas a disfrazarnos, ponernos una peluca y ellos nos violarán. Venga adelante. No perdamos tiempo. ¿Por qué esperar a esta noche? —la desafió Diego nuevamente con tono burlón.

Inmaculada palmeó la cabeza de David como si se tratara de un pequeño niño; después puso su dedo bajo la barbilla haciéndole levantar la cara para mirarlo a los ojos… —Oh, no. No voy a disfrazaros. Os convertiré en mujeres de verdad. Esta noche descubriréis que es posible y viviréis el resto de vuestra miserable vida como mujeres.

Diego soltó una carcajada, pero esta vez sonaba un poco forzada. Las palabras de Inmaculada está vez sí habían llegado más de lo que quería admitir. Su sonrisa se torció durante un segundo y su mirada reflejó algo que él intentaba contener: una pequeña grieta en su confianza.

Tras esto, Inmaculada soltó la barbilla de Diego y comenzó a caminar hacia la escalera para salir del sótano, dejando a los tres meditando esa última afirmación.

Mientras andaba hacia la salida, solo el resonar de los tacones de Inmaculadas se dejaba oír en el sótano. El sonido de unos tacones que sonaban como si fueran el martillo de la sentencia de un juez implacable tras dictar sentencia.

La puerta del sótano se cerró con un golpe metálico. Los tres se miraron incapaces de romper el silencio. Este se hizo físico, aplastando sus corazones. La frialdad de Inmaculada había dado veracidad a sus palabras, y nuevamente la reinante penumbra acrecentaba sus temores… Era como si las palabras de Inmaculada aún estuvieran suspendidas en el aire, envolviendo sus pensamientos y convirtiéndose en una sentencia imposible de ignorar.

Los tres se miraban preocupados. La expresión en el rostro de Diego comenzó a cambiar. De la cara de burla anterior a otra de suma preocupación. Por suerte, para Roberto y Martín, en esa penumbra no podían ver la cara… Martín volvió a sollozar; el miedo ya lo había vencido cuando entró Inmaculada. Roberto maldecía su suerte; no había hecho nada tan atroz. Incluso había salvado a aquella chica de las garras de Martín y Diego.

—¿A qué se referiría esa bruja con convertirnos en mujeres de verdad? —la pregunta de Roberto resonó de repente en las cabezas de Diego y Martín. Ambos también habían estado pensando en ellos. —¿Nos hará una operación de cambio de sexo?

—Si hace eso, no nos convertiría en mujeres de verdad. Solo seríamos hombres mutilados. Quizás además de eso quiera someternos a una tortura para reprogramarnos el coco. —contestó Diego. En realidad no tenían importancia los planes de Inmaculada. Lo importante para él era buscar una ruta de escape de aquel sótano.

Sumidos en sus pensamientos volvieron a quedar en el silencio. Diego pensaba cómo librarse de las cuerdas. Roberto reflexionaba sobre el posible castigo. Martín estaba por fin tratando de ahogar su terror y buscando alguna manera de mejorar el humor de todos.

—Si nos la cortan, al menos nuestra última vez no estuvo mal. —Comentó Martín con una risa amargada.

—No será la última orgia. Lo de esa zorra es un farol, pero sí estaban bien buenas. Una pena no catar la zorrita de Roberto. —contestó Diego, tras lo cual soltó una enorme carcajada.

Roberto estuvo a punto de gritarles. Estaban en esta situación por esa actitud. Por haber violado a esas chicas; pero comprendió la actitud de ambos. Solo trataban de quitar peso a la situación. Aligerar el ambiente con risas y comentarios de índole alegre. Tras eso comenzaron a hablar sobre los cuerpos de las chicas. Las sensaciones producidas en ellos, sus sabores y olores.

Roberto se alegró al verse nuevamente encenderse la luz, pues provocó el silencio de sus camaradas. No podía seguir oyendo a esos dos vanagloriarse de lo sucedido. Tras unos segundos se oyó y vieron abrirse la puerta lentamente girando sobre sus goznes. Con suspenso, la figura de uno de los guardias anteriores se hizo visible en el arco de la puerta sosteniendo una bandeja. En la bandeja traía tres cuencos de perros bastantes grandes. En el interior de esos cuencos había una mezcla de cereales con leche. El guardia se agachó ante ellos y puso uno delante de cada uno.

—Podéis comer y beber. No queremos mataros de hambre. —No dijo nada más. Solo se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la salida.

—¡Suéltanos las manos y danos una cuchara para poder comer! —gritó Diego, pero el guardia hizo oídos sordos y continuó su camino. —No somos perros. —Al oír eso sí se paró y se giró hacia ellos.

—Oh, pero esta noche seréis tres perras. Iros acostumbrandoos. —Entre risas por la burla el guardia abandonó la sala.

—¡¿Qué quieres decir con que seremos tres perras?! —El grito de Diego quedó amortiguado por el cierre de la puerta, quedando su pregunta sin respuesta.

El primero en reaccionar a los platos de cereales fue Roberto. Los platos habían sido dispuestos para humillarlos, pero no podía aguantar la punzada de hambre. ¿Cuántas horas llevarían sin comer? Se inclinó sobre el pato, como si se tratara de un perro. Su orgullo se evaporó ante la necesidad. Martín no tardó en seguirlo, igualmente humillado pero hambriento. Como pudo, imitó a Roberto y ambos comenzaron a tratar de beber y comer el contenido del plato.

—¿No tenéis un poco de dignidad? —soltó Diego, mirándolos con desprecio.

Roberto se levantó un poco y giró su cabeza hacia Diego. —Mucha dignidad, ¿verdad, Diego? —respondió con voz calmada y una nota de sarcasmo. —Por supuesto, porque en cambio, drogar y violar a alguien demuestra mucha clase. —Su tono era una mezcla de desprecio y la culpa que trataba de ocultar. —Mi dignidad está supeditada a mi supervivencia, no a mi polla.

Diego no contestó, pero tampoco comió. Solo observó como ambos seguían luchando por acabar con el contenido de sus platos. Cuando terminaron, Roberto volvió a su posición con la espalda pegada a la espalda. Martín se quedó mirando el plato de Diego intacto y miró a este.

—¿No piensas comer?—preguntó Martín mientras miraba el plato de Diego aún con hambre. —Si de verdad no te lo vas a comer, puedo…

—Comételo; yo no pienso humillarme. Esa zorra nos está vigilando con esas cámaras. —Señaló con la cabeza hacia una cámara sobre la puerta apuntada hacia su posición—. No voy a darle la satisfacción. Quiere darnos una lección, meternos miedo, humillarnos, pero no se atreverá a dañarnos de verdad. Vivimos en un país con leyes.

Roberto rompió a reír histérico al oír las palabras de Diego. Martín y Diego fijaron la vista en Roberto.

—¿Qué es tan gracioso? —La ingenua pregunta de Martín provocó aún más risa en Roberto. A quien le llevó un rato controlar su risa.

—Nos ha secuestrado. Vosotros drogasteis y violasteis a dos personas. Diego, ¿Eres capaz de ser así de ingenuo? Igual que nos ha secuestrado, puede torturarnos, matarnos y hacer desaparecer nuestros cadáveres. No sabes quien es esa mujer. ¿Verdad? —Roberto hizo una pausa. Diego pensó más de forma detenida en la cara de ella. Le sonaba familiar, pero no sabía de quién se trataba. —Se trata de Inmaculada Montalban. Es una de las personas más ricas de nuestro país y seguramente del mundo.

Al escuchar su nombre, los ojos de Diego y Martín se abrieron como plato. Por supuesto, Inmaculada era la hija del imperio Montalban. Su padre ya tenía una importante fortuna, pero al coger el timón Inmaculada había catapultado la fortuna familiar y la suya propia.

—Vamos a morir. Al menos muramos con el estomago lleno —razonó Martín. Ya hacía tiempo que no podía acumular más terror. Por ello, solo actuaba por impulso y la frase era en realidad por ver si Diego comía o podía comerse él la comida. Al ver negar con la cabeza a este, Martín hundió su cara en el plato de Diego…

—Fue divertido conoceros. —Susurró Diego. Si era Inmaculada Montalban, estaban sentenciados. Era conocida como una mujer despiadada en el mundo de los negocios. Destruyendo empresas por placer, para luego adquirirlas a precio de saldo.

De pronto, la puerta volvió a abrirse. Tras unos segundos, el otro guardia de Inmaculada entró en la sala con una bandeja de objetos que ninguno de los tres llegó a identificar. Los colocó en el altar situado frente a ellos con movimientos perfectamente estudiados. Parecía estar organizando alguna clase de ritual. Los tres amigos miraban con la respiración contenida y el corazón bombeando la sangre a toda velocidad.

—¿Qué piensas que… que harán con nosotros? —murmuró Martín, con apenas un susurro de voz. Incapaz de apartar la mirada del altar y de los objetos que el guardia había dispuesto frente a ellos. Ninguno de los dos respondió; el silencio que se instaló fue suficiente. En el fondo, cualquier respuesta solo empeoraría las cosas.