El eco metálico de la puerta resonó en sus cabezas como un martillo, sentenciando su destino. Ahora no eran más que una propiedad. Cada una buscó refugio en las camas de la habitación, un intento fallido de encontrar consuelo, intentando escapar de una realidad opresiva.
Las camas ni siquiera eran cómodas, pero al menos eran un alivio comparado con el frío y la dureza del suelo del sótano donde había comenzado su pesadilla. Rosa se había hecho un ovillo, murmurando: Esto no es verdad. Es un sueño. Voy a despertar en mi cama. Marina se arrancó la ropa con rabia, arrojándola contra la puerta antes de tirarse en la cama, golpeando su cabeza repetidamente para espantar la pesadilla. Amelia se había sentado descalza, dejando vagar sus pensamientos entre el miedo y la incredulidad, intentando comprender cómo había acabado así. No había hecho nada para detener a sus amigos, pero… era demasiado castigo para sus pecados. ¿De verdad merecía esta crueldad?
Rosa se volvió a levantar y se desnudó mientras murmuraba. —Esto es una alucinación producida por la babosa esa. —Cuando estuvo totalmente desnuda, se sentó en la cama y se puso a examinar su entrepierna con los dedos. —Esto está mal. Esto no es correcto. Esto no debería estar aquí. ¿Por qué esta alucinación es tan real?
—No es una puta alucinación. — Grito Marina tirándole su almohada. —Asúmelo Martín. Somos mujeres y vamos a ser vendidas. Al primero que me ponga la mano encima pienso morderlo.
Rosa se volvió irritada hacia Marina. Apretando sus puños y sus labios en un intento de controlar su furia, pero no pudo contenerse.
—¡Esto es culpa tuya, Diego! —gritó Rosa, con el rostro enrojecido de rabia. —¿Por qué tuviste que drogarlas? Si no fuera por tus estúpidas ideas, seguiríamos siendo hombres. —Rosa apretó los puños y se mordió el labio tras soltarlo, consciente de lo injusto de sus palabras, pero debía descargar su rabia sobre alguien y él había empezado.
Marina, golpeada por las palabras de su amigo, tardó un momento en reaccionar. Sus labios sonrieron con desprecio. —¡Por supuesto! La culpa siempre es mía, ¿verdad? No te vi quejarte mientras metía tu polla en sus coños. ¿Ahora quieres hacerte la santa? ¿No es así, Rosita? —respondió Marina con un tono cargado de veneno. Incluyendo el diminutivo de su nombre de mujer para ofenderla más.
Roberto miraba como sus dos amigos estaban enzarzados en una pelea cuando eso no tenía sentido. El mal ya estaba hecho, solo quedaba asumir las consecuencias. Si tenían suerte, aminorar la pena; pero lo anterior no era negociable. Los tres hubieran actuado distinto de saber las consecuencias.
—¡Basta ya, las dos! —intervino finalmente Amelia con voz temblorosa—. Nada de esto importa ahora. No podemos cambiar lo que hicimos… ni lo que somos ahora.
—¡Claro que importa! —gritó Marina, girándose hacia Amelia—. ¡Tú también te callaste! Si hubieras abierto la boca en la discoteca, quizá nada de esto habría pasado.
Amelia bajó la cabeza antes de añadir entre lágrimas. —Quizás podamos hablarlo con Inmaculada. Quizás si aceptamos dejarnos violar, no… no… seamos vendidas a un prostíbulo. A lo mejor incluso podría devolvernos otra vez a nuestros cuerpos. Quizás… Quizás merecemos todo esto. —Amelia susurró las últimas palabras antes de callar y mecerse para calmarse.
—Oh perfecto. Ahora tú susurras como una mosquita muerta. Si hubieras tenido cojones para decir algo, no estaríamos aquí. —Marina ya no distinguía amigos de enemigos; necesitaba cargar contra todos.
—¡Vete a la mierda, Diego! ¡Siempre has sido el puto líder! Siempre te hemos seguido. ¿Qué caso me hubierais hecho?
Las tres seguían intentando aceptar su nueva situación a su manera, atrapadas en un ciclo de negación, desesperación y agresiones verbales. Acusándose entre ellas, pero en el fondo todo seguía igual.
Amelia seguía siendo reflexiva como lo había sido Roberto. Marina era desafiante como lo era Diego, pero su seguridad comenzaba a desmoronarse. En cuanto a Rosa… A ojos de Amelia y Marina era la más afectada. Martín siempre había sido un joven alegre, pero ahora estaba en un círculo de desesperación, terror y negación. Un blanco fácil sobre el cual descargar su frustración.
En ese círculo sin fin estaban cuando el ruido al abrirse la puerta hizo que las tres levantaran la cabeza, como ladrones sorprendidos. Daniel entró con tres sirvientas, que se movieron en absoluto silencio. Cada una se dirigió a una de las camas y soltó su bandeja cerca de Amelia, Rosa y Marina; sopa, carne, postre y agua. No era la comida más delicada ni la más elaborada, pero en esta ocasión les pareció el mejor banquete. No tenían ni idea de cuantas horas habían pasado desde su último bocado, aún más para Marina, que rechazó comer como si fuera un perro.
Daniel cogió el vestido de Marina del suelo y se lo lanzó a la cara. —Poneos el vestido. No saldré hasta que terminéis de comer.
Rosa se puso el vestido y el tanga. Por alguna razón le importaba ser mirado por el asistente de Inmaculada. Marina lo arrojó a su lado y siguió solo con el tanga.
—Mírate, obediente como una perra. ¿Crees que poniéndote ese ridículo vestido te salvarás?
—Mejor ser una perra obediente a acabar muerta como tú. ¡Eso es lo único que puedes esperar enfrentándote a todos!
—¡Callad las dos!—intervino Amelia—. Discutir no nos va a llevar a ninguna parte.
Las tres fijaron la vista en sus platos tratando de ahogar su ira. Daniel, por su parte, se sentó en una de las camas y las observó comer con cierto desprecio. ¿Y se consideraban amigos? Eso era lo que había sido. Era una pena ver como unos amigos en cuanto las cosas se ponían difíciles empezaban a matarse para sobrevivir. Si en este momento él propusiera que si peleaban a muerte entre ellas, la vencedora sería libre y vuelta a convertirse en hombre, se matarían sin ninguna piedad ni remordimiento.
Cuando Amelia terminó la Vichyssoise, se atrevió a formular la pregunta. —¿Podemos hacer algo para suavizar nuestro castigo?
Daniel pensó en darse un gusto con ellas, pero sin duda su jefa no les perdonaría y él sería castigado por ello. —No lo creo. Quizás tu castigo ha sido un poco desmedido, pero ella no perdona a los violadores. —Dedicó una mirada hacia Rosa y Marina. Por un momento pensó en contarle la verdad sobre su castigo, pero de momento Inmaculada los quería aterrados. —Si sois complacientes con los clientes, quizás un día seáis liberadas o al menos tendréis una mejor vida.
—No podemos ser vendidas como prostitutas. Ahora somos mujeres; no sería eso también un delito contra una mujer. ¿Qué la diferencia a ella de nosotros? Ella facilita nuestra violación por otros y nosotros violamos a esas chicas. —Era más un lloro las palabras de Rosa a una negociación.
Daniel meditó las palabras de Rosa. Para Inmaculada, una vez convertidas, ellas no eran más que meros instrumentos. Ni mujeres, ni siquiera seres humanos dignos de derechos. Todavía pesaba mucho en su corazón la muerte de su amiga. Fue cuando dejó de creer en la justicia del país, empujándola a aplicar su propia justicia despiadada.
—Intentaré hablar con ella. Diré que vais a ser obedientes. Quizás así os destine al club —Daniel dejó la frase en el aire sin especificar nada del club. Sabía su destino, pero si iban más sumisas, sería mejor para ellas.
Las miradas de las tres se clavaron en el asistente. El club no parecía sonar muy bueno, pero sí un destino menos malo. Las tres miraban de Daniel hacia las otras dos, pasando la mirada de una persona en otra, esperando si alguna de sus amigas hacía la pregunta o Daniel les hablaba del club.
—¿Qué diferencia hay? —preguntó finalmente Marina, con una mezcla de desafío y temor. Siempre había sido el líder. Debería seguir siéndolo ahora.
Daniel se cruzó de brazos, evaluándolas. Miro cómo los ojos expectantes de las tres estaban posados en él. —¿Qué diferencia hay? Buena pregunta. —Volvió a guardar unos segundos silencio. Recreándose en la expectación de las tres. —En el club hay reglas. No seréis libres, pero al menos no acabarán con vuestras vidas. Aquí no hay espacio para errores. Si sois sumisas, sobreviviréis, incluso puede que con una vida bastante tolerable si os acostumbráis.
El silencio después de esa frase disparó la fantasía de las tres. ¿Sería un sitio de sadomasoquismo? ¿Un sitio de degeneración total? ¿Simplemente harían compañía siendo cariñosas? ¿Serían usadas como muebles o platos?
—¿Por qué es mejor? —la pregunta de Marina dibujó una sonrisa en los labios de Daniel.
—Puede no parecer mejor, pero creedme, el 'club' es diferente. Allí no estarán expuestas a los abusos brutales de una red anónima que solo las explotará hasta tirarlas a una zanja. En el club hay reglas. Sus clientes son personas influyentes que saben comportarse. Si muestran sumisión y aprenden rápido, su vida no tiene por qué ser tan miserable. Puedo hablar con Inmaculada, pero solo si veo que están dispuestas a adaptarse.
Las tres reanudaron la comida. No parecía mucho mejor, pero era una leve mejoría. En el fondo, seguirían sujetas a la señora Montalbán; si le hacían ganar mucho dinero, a lo mejor podrían lograr su perdón. No en corto plazo, pero en unos años quizás sí mostraban su predisposición.
Los tres veían en el fondo esto como algo terrible, pero al menos como decía Daniel, parecía un destino más amable de forma ligera. Tras terminar de comer, Marina dejó la bandeja a un lado y se agachó a coger el vestido y el sujetador. Tras terminar de ponérselo, por fin dijo:
—¿Y vestiremos algo más digno? Si es así, yo claudico. Seré una puta sumisa en ese club. —Servir a Inmaculada suponía una posibilidad de perdón. Servir a una red de trata solo serviría para morir cuando ya no les fuera útil.
Daniel se levantó y recogió las tres bandejas de las jóvenes. Una sonrisa por haber conseguido domar aunque fuera un poco a Marina se dibujó en sus labios. Cuando estaba a punto de salir se giró mirándolas una a una.
—Lo hablaré con la jefa. Desde luego la ropa es más fina y con más clase, pero igualmente insinúa y está diseñada para atraer a los hombres. —No esperó una respuesta de Marina. Sabía muy bien la respuesta. Solo debía dejarlas un rato y las tres irían sumisas al matadero. Casi siempre funcionaba; ir al club era mejor que ser vendidas a una red desconocida.
Tras salir, los tres se quedaron pensando y mirándose. Pasados unos minutos, Rosa se levantó y practicó andar entre las camas, tratando de parecer más seductora. No se había puesto los tacones chicos; directamente entrenaba con los tacones de aguja. En su mente, si dominaba estos tacones, sería seductora con cualquier otro.
—Oh Roberto, mira a Rosa, nuestra pequeña princesa, practicando para ser la estrella del club —se burló Mirina mientras estaba recostada en la cama con una sonrisa venenosa.
Rosa suspiró irritada antes de girarse hacia ella con una sonrisa amarga. —Al menos yo estoy haciendo algo. Tú solo estás ahí tirada, esperando que la suerte te salve.
—¿Y qué propones, Rosita? —Marina acentuó con especial inquina el nombre femenino de su amiga. —¿Qué me ponga a practicar como desnudarme de forma sensual? Venga, anda, hazlo para mí; te meteré un billete en el tanga y un par de dedos en tu coño hasta hacerte gemir como una perra.
Rosa negó con la cabeza y siguió practicando. Comprendía a su amigo; él mismo se odiaba por estar haciendo esto, pero tenía demasiado miedo a no complacer a Inmaculada. En realidad gustar a Daniel le importaba poco, pero si no mostraba su predisposición a servir a los clientes, ¿cuál sería su destino? Toda su esperanza estaba puesta en terminar siendo perdonada por Inmaculada, aunque para ello debiera acostarse antes con varios hombres.
Marina la miraba con una mezcla de desprecio, comprensión y lujuria. Odiaba como se estaba esforzando para conseguir un mínimo de mejora, vendiendo su dignidad por un cacho de pan. Comprendía cómo ese mínimo de mejora les garantizaba su supervivencia. Le levantaba la lujuria, pues con ese traje, ese contoneo de cadera y esa belleza era imposible no pensar en desnudarla y tomarla. Lo cual lo devolvía al desprecio porque le recordaba que ya no tenía una polla para tomarla.
Amelia las observó a ambas y sintió un vacío aplastante. Recordó noches de risas y bromas entre ellos, cuando todo era fácil, cuando todavía eran amigos, pero ahora no los reconocía. Quizá también había cambiado ella. Quizá siempre habían sido así, y no lo había querido ver.
Cerró los ojos. No sabía si podría soportar lo que venía después, pero lo que más le aterraba era que, a pesar de todo, empezaba a resignarse.
Pensó si no debería hacer lo mismo que Rosa, pero ella con seguridad no tendría esa oportunidad. Por alguna razón le pareció ser más odiada que Marina y Rosa, pero ¿qué había hecho él? Había nombrado a su antigua novia María; ¿estarían relacionadas de algún modo? No, eso no era imposible. María no se apellidaba Montalbán.