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Chapter 6 - 006. La prueba

Cuando Inmaculada entró en la habitación donde se encontraban los tres condenados, vio a Amelia y Rosa tratando de caminar por entre las camas con cierta gracia mientras Marina los observaba con desprecio. Tras ellas venían Daniel y el otro asistente del cual desconocían su nombre.

Los ojos de Inmaculada los recorrieron a los tres con una fría expresión, como si la evaluación fuera un total fracaso. Con torpeza, Rosa se arrodilló, esperando así predisponerla más hacia la piedad. Amelia clavó los ojos en los pies de Inmaculada, no queriendo parecer desafiante. Solo Marina se atrevía a mantenerle la mirada, retándola.

—¿Estás seguro? —preguntó Inmaculada a Daniel con desdén. —Quizás Amelia y Rosa estén predispuestas, pero Marina no parece interesada. ¿Por qué perder tiempo y dinero en ella?

Rosa y Amelia desviaron la mirada hacia su amigo. No deseaban perderlo por su cabezonería. Había sido muy desagradable con ellas durante las últimas horas, desde que Daniel abandonó la sala, pero aún no era suficiente para dejar de considerarlo amigo.

—Se adaptará, no es tonta. Quedarse contigo no la salvaría de convertirse en un trozo de carne, pero venderla a la red que has contactado es demasiado cruel. Esa red es tan merecedora de castigo como ellos. —Daniel hizo una pausa mirando con seriedad a Marina. —No, son peores. Algún día deberías aplicarle el mismo castigo. ¿Qué fue del último vendido a ellos?

Inmaculada ignoró la pregunta de Daniel, a Rosa y a Amelia, y se acercó hasta Marina. A cada paso sus tacones resonaban en la habitación como anunciando el juicio a celebrarse. Ni siquiera la respiración agitada de una Rosa asustada era capaz de romper el peso asfixiante del silencio. Cuando llegó junto a Marina, se sentó en la cama junto a ella —¿Ves a Daniel y a Luis? ¿Te acostarías con ellos?

Así que el otro asistente de Inmaculada se llamaba Luis, pensó Marina. —¿Qué obtendría a cambio? Si lo hago, ¿tendré una esperanza de no ser una prostituta el resto de mi vida?

Inmaculada soltó una sonora carcajada. Era audaz esta chica, pensó. —No, ¿sabe qué pasó con el primer grupo de violadores? —Inmaculada miró como Marina negaba con la cabeza. —Claro, no puedes saberlo. Rodé unas cuantas películas porno en las cuales eran violadas. No fueron violaciones fingidas. Su víctima murió; ellos al final también, pero primero les hice sufrir lo mismo por varias veces.

La revelación de la señora Montalbán, narrada de manera fría y sin el más mínimo sentimiento, heló la sangre de Rosa, Amelia y Marina. Los tres entendieron las implicaciones de esa afirmación. Ellos serían violados para compensar su violación.

—Con el tiempo he ido perdiendo esa diversión. Ahora lo hago más por monotonía. Verás: el club fue idea de esos dos. Yo no quería hacerme cargo de alguien como vosotros, tan solo quería daros una lección, pero las redes de prostitución son tan deleznables… —Por un rato guardo silencio.

Nadie se atrevió a hablar. Inmaculada parecía estar todavía narrando la historia y, la verdad, las tres tenían curiosidad. En cuanto a sus dos asistentes, por respeto a su señora, no iban a interrumpirla. Ellos sabían que solo estaba jugando con ellas.

—Con el segundo grupo, al cual castigué, lo vendí a una de esas redes. —Inmaculada jugó con sus manos. —Una de ellas fue quemada viva. Un cliente pagó una buena suma por ver arder a una mujer y ella había sido rebelde, por lo cual como escarmiento para las otras la vendieron y fue quemada.

Marina se movió nerviosa en la cama junto a Inmaculada; había oído historias de esas en series y películas, pero creía que los videos snuff eran siempre falsos. Rosa y Amelia también estaban sintiendo terror. En especial Amelia, quien no creía poderse salvar de ser vendida.

—Esa red fue desmantelada. No me molesté en castigarlos como a vosotros. Simplemente, maté a todos los miembros de su organización y al cliente. Con el cliente sí hice una divertida barbacoa. —Una sonrisa se dibujó en ese momento en su cara. —Ese bastardo era un violador; si no lo hubiera detenido, hubiera seguido violando, pero no merecía morir quemada. Ya estaba pagando al ser convertida como vosotros y obligada a prostituirse.

—No quiero… —comenzó a decir Marina, presa del pánico, pero Inmaculada le puso un dedo en los labios para hacerle guardar silencio.

—No he terminado. —Inmaculada señaló hacia sus ayudantes. —Después de eso ellos idearon el club. Allí habría reglas y límites. Los clientes pueden usaros, pero hay límites. No se puede ir más allá de esos límites. Dar una paliza a una de vosotras está prohibido, dejaros una marca permanente o lisiaros de forma importante también.

Inmaculada volvió a guardar silencio. En este momento pretendía que sus palabras calaran en sus mentes. Las tres comprendieron el significado. Aunque en la red a la cual fueran vendidas no les matarían, no podían asegurarse de no ser torturadas y dañadas de forma grave. En la mente de las tres, un pensamiento se hizo claro; era mejor el club a una red de prostitución. Debian entrar como fuera.

—Por desgracia, ahora tengo muchas chicas para trabajar allí y exijo una preparación. Daniel se ha ido de la lengua y será castigado por ello, pero debido a ese desliz ya sabéis la clientela que acude. Debéis ser chicas perfectas para complacer a esos clientes. Por eso, si no estáis seguras de serme fieles y útiles, mejor venderos. No me gusta perder tiempo ni dinero.

Los ojos de Inmaculada taladraron a Amelia en lugar de a Marina. Cuando observaba a Roberto, su mirada era distinta a pesar de ser menor el delito cometido. Amelia no podía comprender ese odio, pero a la vez notaba que en ese odio iba forjándose una afinidad.

Inmaculada dio una palmada en el muslo de Marina y caminó hasta Rosa y Amelia. Mientras los tacones resonaban, Amelia se preguntaba cómo era capaz de lograr hacerlo. Ellas habían estado practicando, pero sus tacones no producían ese terror, ese respeto reverencial. Acarició la cabeza de Rosa y poniendo un dedo debajo de la barbilla de Amelia le hizo mirarla a los ojos.

Amalia era más baja y la presión del dedo en su barbilla estaba estudiada. Conseguía trasmitir dominación sobre Amelia y a la vez desprecio. Haber usado la mano entera no hubiera marcado de forma tan clara la diferencia de poder entre ambas voluntades. Cuando los ojos de Amelia por fin se cruzaron con los de Inmaculada, su corazón se llenó de una gran desesperación. Ella trató de apartar su mirada para escapar de ese poder, pero Inmaculada forzaba su cabeza con el dedo corazón.

—Os pondré una prueba. Dependiendo del desempeño de cada una os aceptaré o no. —La sonrisa con la cual dijo esa frase heló la sangre de Amelia; parecía dispuesta a ponerle una prueba terrorífica a ella. —Cada una deberá entretener a un hombre por media hora. Fuisteis hombres, por lo cual no debería ser difícil saber cómo debéis comportaros para complacerlos.

Las tres tragaron saliva. Les estaba pidiendo ser cariñosas por media hora con un hombre. A ellas les gustaban las mujeres, ¿cómo podrían ser cariñosas con un hombre? Mientras estos pensamientos se agolpaban en las mentes de las tres, Inmaculada disfrutaba con la cara de temor de Amelia. Se aseguraría de dar ordenes específicas al encargado de probar a esta.

Para la prueba fueron conducidas a una sala distinta, la cual tenía varios decorados imitando distintos ambientes del club. En realidad había dos representados, los reservados y las habitaciones privadas. Rosa, Marina y Amelia también se habían cambiado, siendo maquilladas y vestidas con el uniforme del club.

Este estaba diseñado en seda rosa, envolviendo sus cuerpos como una segunda piel, realzando sus figuras con una precisión cruel. La espalda lucía al aire, el escote insinuaba sin revelar y la parte inferior tenía dos pronunciadas rajas a cada lado. Todo había sido puesto para atraer a los hombres, como el dinero a los políticos corruptos… Un vestido diseñado para seducir sin piedad, recordándoles su nuevo propósito.

El silencio en la sala era sepulcral cuando las tres jóvenes entraron, las miradas evaluadoras recorriendo a las tres chicas, como si fueran mercancía en exhibición al ser vista por los hombres allí presentes. Rosa se tambaleó ligeramente sobre los tacones, intentando parecer calmada, mientras Marina mantenía la barbilla alzada con desafiante altivez. Amelia, por su parte, intentaba desaparecer tras su propia piel, pero el vestido que llevaba hacía imposible ocultarse. Por primera vez en su vida las tres se sintieron como meros objetos de deseo.

Inmaculada, de pie al fondo de la sala, observaba con sus fríos ojos cada reacción. Alzó la mano y señaló hacia cada una de las chicas, asignándoles un hombre con un simple gesto.

—Media hora con cada una. Quiero resultados claros. —Su voz fría, seca y tajante fue un látigo que no permitía objeciones.

Rosa fue la primera en ser llevada a una esquina decorada como una sala privada del club. Allí, un hombre bien vestido, de mediana edad y con porte distinguido, la esperaba. Su sonrisa era amable, pero en sus ojos brillaba la satisfacción de quien sabía que tenía todo el poder mientras recorría cada curva del cuerpo de la desdichada.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz sedosa y seductora.

—R-Rosa… —respondió ella, bajando la mirada, jugueteando nerviosamente con los pliegues del vestido. Le había costado mucho presentarse con ese nombre, pero más el saber que debería intimar con ese hombre.

—Encantador nombre. Rosa. —El hombre pronunció su nombre como si lo saboreara. —Dime, ¿qué te hace feliz?

La pregunta tomó a Rosa por sorpresa. Su mente se quedó en blanco. Intentó pensar en algo, pero lo único que sentía era el peso aplastante del miedo. Su torpeza pareció divertir al hombre, quien se inclinó hacia ella, acortando la distancia. Haciéndole sentir su aliento cerca de su cuello.

—Relájate, querida. No muerdo… demasiado. —dijo recorriendo su cuello a centímetros de distancia, pero sin llegar a rozar su piel.

Rosa temblaba ante tal cercanía. El hombre bajó su mano, acariciando su brazo con dulzura desde el hombro desnudo hasta que tomó su mano y la llevó hasta sus labios para besarla. Rosa intentó contener el temblor en sus manos y se obligó a sonreír tontamente, aunque por dentro se sentía como si estuviera a punto de romperse. Su mente gritaba que debía complacerlo, pero cada palabra que intentaba formar moría en su garganta. 

—Eres muy hermosa, aunque nerviosa como un cervatillo. —El hombre dejó escapar una risa suave y se recostó en el sofá. —Tienes potencial, Rosa. Solo necesitas aprender a disfrutar más del momento. 

Tras esto, el hombre atrajo a Rosa hacia él, besando su cuello mientras la mano derecha recorría sus piernas, acercándose de forma peligrosa a su lugar más sagrado… Rosa se mordió el labio, intentó sonreír, apretar los puños, pero era inútil. Se sentía asqueada. Incapaz de devolver sus caricias o besos, a pesar de las ondas de placer que recorrían su cuerpo gracias a la experiencia del hombre. 

Su mente luchaba por dejarse llevar. Debía agradar a este hombre. Quería complacerlo, pero su yo anterior aun estaba ahí diciéndole que él era un hombre y no era gay. Para cuando la media hora terminó, Rosa estaba al borde del llanto, pero el hombre pareció satisfecho, anotando algo en un pequeño cuaderno antes de marcharse.

Marina fue llevada a otra área, un reservado con luces tenues y un sillón de terciopelo rojo. Su evaluador no era muy distinto de él hace poco tiempo. Era un hombre joven, de aspecto estudiadamente desaliñado, pero con una confianza que llenaba la sala. Se sentó frente a ella, con las piernas abiertas y los brazos cruzados, examinándola con descaro.

—Tu eres Marina. ¿Qué sabes hacer para entretenerme?

Marina lo fulminó con la mirada y cruzó los brazos sobre su pecho, dejando claro que no tenía intención de seguirle el juego. 

—No soy un mono de circo para entretenerte. —Su tono era gélido y a la vez ardientemente desafiante. —Soy una mujer y si piensas seducirme, no lo conseguirás con esa actitud. —Por fortuna estaban sentados en una mesa con dos sillas; esto era una ventaja para evitar el contacto físico y debía retrasarlo.

El hombre levantó una ceja y dejó escapar una carcajada. —Oh, me gustan las que tienen carácter. Pero esto es una prueba, gatita. Tienes que dar lo mejor de ti, ¿qué crees que pasará si…? —El examinador dejó la pregunta con claras intenciones en el aire.

Marina mantuvo su postura rígida, pero su mente era un caos. Sabía que no podía fallar, pero cada fibra de su ser se rebelaba contra la idea de complacerlo. Apretó los dientes y se obligó a sonreír, aunque la mueca parecía más un desafío que una invitación. 

—¿Podríamos hablar? —dijo al fin, con dudas de si su pareja se conformaría con solo una charla y algún comentario picante. Había seducido a muchas mujeres y las difíciles siempre eran las más apetecibles. Lo complicado era equilibrar bien, ese resistirse y, por otro lado, dar esperanzas.

El hombre pareció disfrutar de su resistencia, como si fuera un reto personal domarla. Durante los siguientes minutos, trató de hacerla reír con comentarios mordaces y anécdotas exageradas. Marina se obligó a responder con breves risas forzadas, pero su desprecio era evidente.

Cuando el tiempo terminó, el hombre se levantó y le guiñó un ojo. Al final habían disfrutado de la charla. —Eres un diamante en bruto, Marina. Aunque necesitarás más pulido. Espero verte más cariñosa la próxima vez.

Marina sonrió a su examinador. Sabía que al final no tendría otra que tener relaciones carnales con hombres, pero esta vez había superado la prueba con solo una charla. Con suerte sería suficiente para pasar el examen.

A diferencia de Rosa y Marina, que fueron conducidas por los asistentes de Inmaculada, a Amelia la llevó ella en persona hasta un rincón decorado como una habitación privada, donde la luz cálida y los muebles elegantes intentaban dar una falsa sensación de intimidad. Su evaluador era un hombre con algo de sobrepeso entre los cincuenta y sesenta años, con una sonrisa lasciva y una mirada que la hacía sentir desnuda, incluso con el vestido.

—Veamos como salvas esta. —Le susurró al oído Inmaculada con una sonrisa antes de dejarla con el examinador.

—Mira nada más lo que tenemos aquí. —El hombre chasqueó la lengua, examinándola como si fuera un animal en subasta. —Acércate, bonita. No muerdo… a menos que me lo pidas.

Amelia bajó los ojos y dio un paso tembloroso hacia él, sus manos entrelazadas frente a su vientre como si intentara protegerse. El hombre la hizo sentarse a su lado en el sofá, demasiado cerca para no saber sus intenciones sobre el cuerpo de ella.

—¿Sabes qué me gusta de las chicas como tú? —preguntó, pasando un dedo por su mandíbula. —Esa mezcla de miedo y obediencia. Es deliciosa.

Amelia cerró los ojos, sintiendo cómo la humillación la consumía. Cada palabra del hombre era una daga, cada roce una amenaza. Intentó responder algo, pero su voz no salió.

—Ah, ¿te has quedado muda? No importa. Hablar no es necesario para lo que hacemos aquí. —El hombre deslizó su mano por su espalda, haciéndola estremecer.

Amelia intentó mantener la compostura, recordando las palabras de Inmaculada. "Fuiste hombre, sabes lo que quieren". Pero cada segundo a su lado era una tortura. Lo que el evaluador quería era lo que ella no quería hacer. Finalmente, cuando el hombre le tomó la nuca y la llevó hacia donde ella no quería acercarse, no pudo más y, aun obedeciendo, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Lloriquear no te hace ningún favor. —El hombre se levantó, con un aire de decepción fingida, mientras se abrochaba los pantalones. —Aunque admito que verte así tiene su encanto.

Cuando terminó la media hora, Amelia sintió que había fallado en todos los sentidos posibles. Su evaluador se marchó con una sonrisa torcida, murmurando algo sobre el "placer de romper a las más tercas". Dejándola humillada y con un sabor no deseado en la boca.

Cuando por fin Amelia se recompuso un poco y volvió a la sala principal, Inmaculada la esperaba, junto con Marina y Rosa, con los brazos cruzados y una expresión de desdén.

—Bueno, mis evaluadores me han dado su opinión. —dijo, dejando que sus palabras colgaran en el aire. —Rosa, tienes potencial, aunque necesitas dejar de temblar como una hoja. Marina, tienes carácter, pero olvidate de él: aquí manda el cliente o yo. Y Amelia…

Se acercó a ella, mirándola directamente a los ojos. —Eres un desastre. Pero, curiosamente, voy a retenerte junto a mí. —Una sonrisa brillaba en sus ojos; por fin volvía a disfrutar torturando a un hombre tras convertirlo en mujer. —¿Por cierto te gustó el yougur? Fue tu prueba especial.

Las palabras de Inmaculada fueron como una bofetada para Amelia, quien bajó la mirada, sintiendo cómo el peso de su humillación la aplastaba. Aun sin decirlo en alto, posiblemente esas últimas palabras habían llegado a Rosa y Marina, dejandoles claro que ella había sido obligada a saborear la esencia de su pareja. Pero lo que más dolía era el odio inexplicable que percibía en la mujer frente a ella.

—A partir de mañana, comenzaréis vuestro entrenamiento. Fallar no es una opción. ¿Entendido? —Su mirada recorrió a las tres, asegurándose de que ninguna se atreviera a objetar. —Hoy habéis visto un vistazo de lo que os espera. Mañana empieza vuestra verdadera transformación. Y no falléis… o terminaréis deseando que os hubiera vendido.