Cuando el agudo sonido de la alarma de su reciente smartphone la arrancó de un profundo sueño, Amelia parpadeó desorientada. Sus ojos se adaptaron con lentitud a la penumbra mientras observaba su nueva habitación. Era un espacio reducido; apenas tres por tres metros contenía una cama dura y estrecha y una mesita de noche desgastada. A la derecha, un espejo que cubría la pared le devolvía una imagen de la mujer que era ahora, aún irreconocible para ella. Al lado izquierdo tenía un vestidor donde ya estaba instalada su nueva ropa y un pequeño aseo con ducha, retrete, lavabo y un pequeño espejo. Frente a ella, la puerta de salida permanecía cerrada. Era un lugar funcional, pero frío, y el retrato de Inmaculada Montalbán a su espalda, observándola con mirada penetrante, reforzaba esa sensación. Un recordatorio innecesario de quién dirigía su destino ahora.
Un escalofrío le recorrió la espalda al inspeccionar el retrato de su señora. La tenue luz hacía brillar el marco dorado, dando mayor intensidad a la autoritaria mirada, casi como si la vigilara incluso mientras dormía; se preguntó si solo estaba en su habitación para recordarle insistentemente quién era la dueña de su vida o si eran todas las habitaciones de los empleados. Había contemplado cómo todos en la mansión reverenciaban a Inmaculada; quizá era más una secta en lugar de simples trabajadores.
Amalia rememoró con un estremecimiento su conversación con Daniel del día anterior. Habían hablado sobre sus tareas, pero también sobre los niveles y jerarquías en los sótanos de la mansión.
El primer sótano albergaba al personal de servicio, con espacios recreativos para estos, como un gimnasio o un comedor. Por debajo, en el segundo nivel, se encontraba el ejército privado de Inmaculada, equipado con instalaciones de entrenamiento, convirtiendo la mansión más en una fortaleza que en una residencia. Finalmente, en el tercer sótano... Ese lugar oscuro y cargado de secretos había sido el escenario de la magia que transformó su vida para siempre. Habitaciones para los condenados y áreas ocultas dedicadas al entrenamiento de los hombres transformados en mujeres.
Amelia negó con la cabeza; su vida estaba ya bastante rota por los recientes eventos como para plantearse si Inmaculada, aparte de ser una bruja, era la líder de una secta. Miró el reloj de su smartphone; sacudiendo esos pensamientos, se concentró en las tareas inmediatas: ducharse y estar lista en la puerta con una botella de agua fría y una toalla.
Con la máxima rapidez se preparó y salió corriendo para coger las cosas y estar en la puerta. Cuando llegó Daniel, ya estaba allí también preparado con una toalla y una botella de agua fría. No confiando en ella, acudió en ese primer instante, deseando evitar un castigo por parte de la señora.
Daniel apretó ligeramente los labios, como si temiera que cualquier error pudiera costarle caro. Antes de comenzar a recorrer su figura con la mirada, examinando cada aspecto: el vestido rosa pálido que contrastaba con las paredes de mármol blanco, el bolso a juego que reflejaba la luz natural que inundaba el vestíbulo, el labial discreto que armonizaba con la decoración elegante. Finalmente, asintió con aprobación, como si evaluara una obra de arte en proceso.
—Estás perfecta. Veamos si la señora opina igual. —Confirmó Daniel tras la inspección, asintiendo con una sonrisa por primera vez en sus labios.
Amelia sonrió complacida por la aprobación de Daniel, pero aún insegura de si debía agradecer la aprobación o simplemente aceptar su lugar en silencio. La mirada escrutadora de Daniel le hizo tensar los hombros. Era un sentimiento que no podía definir del todo: una mezcla de incomodidad y vulnerabilidad que se hacía más punzante con cada gesto calculado, pero deseaba no tener más problemas. Sabía que sería difícil ganarse la confianza de Inmaculada, pero esperaba conseguir en un futuro saber a quién había ofendido, causando el terrible odio hacia ella por su parte. Además, debía saber quién había intermediado por ella para evitar terminar convertida en una señorita de compañía. Ya bastante malo era ser mujer y una sierva de Inmaculada, como para encima tener que complacer de forma sexual a hombres.
El tiempo parecía alargarse, haciéndose el silencio más pesado, roto solo por el eco lejano de pasos acercándose, mientras Daniel y Amelia esperaban la llegada de su señora. Cada uno absorto en sus pensamientos, esperando ansiosamente la reacción de Inmaculada. Una sonrisa se dibujó al ver a esta aparecer tras doblar una de las esquinas de la casa. Llegaba corriendo y empapada en sudor. Amelia se repitió mentalmente las instrucciones dadas por Daniel el día anterior: "Primero el agua, después la toalla".
—Buenos días. —Sonrió lo mejor que pudo Amelia, extendiendo la botella de agua hacia Inmaculada cuando esta llegó frente a ella.
Inmaculada terminó de avanzar hasta Amelia con pasos firmes, su mirada fija y penetrante. Al detenerse frente a ella, alzó una ceja, evaluando cada detalle con una expresión de desdén apenas disimulada. Amelia tragó saliva, sintiendo cómo un nudo le atenazaba el estómago. Bajando la vista para evitar el contacto visual, mientras sus manos temblaban ligeramente al sostener la botella de agua. Inmaculada buscaba verla cabizbaja, pero la sonrisa parecía auténtica. No había dolor por los tacones ni pesar por su cambio de sexo en su cara. Con una mueca de disgusto, Inmaculada cogió el agua con un movimiento rápido, mientras su mirada se detenía unos segundos más en Amelia, evaluando si de verdad se había adaptado a ser una mujer o si era todo una fachada.
Amelia mantuvo la sonrisa, aunque sus labios temblaban levemente, reflejando el esfuerzo por mostrarse tranquila. Mientras intentaba reconciliarse con las formas de mujer que ahora lucía, su atención se desvió inevitablemente hacia Inmaculada, cuya presencia parecía siempre exigir su completa sumisión. Siempre había imaginado a las brujas, aunque nunca creyó en ellas, como personas más interesadas en cultivar la mente. Ver a Montalbán en top y mallas la sorprendió; no descuidaba tampoco el físico. Esto incrementaba su incertidumbre sobre cómo pensaba seguir castigándola. Observó que las acciones de Inmaculada seguían un patrón meticuloso, lo que la llevó a cuestionarse si había alguna lógica detrás de su tormento o si simplemente era víctima de caprichos impredecibles.
Con un breve movimiento de la cabeza, Inmaculada pareció dictar un veredicto inapelable antes de dirigirse a Daniel con un tono frío y autoritario. —Puedes seguir con tu tarea, Daniel. Amelia se encargará de servirme a partir de ahora.
Daniel hizo un gesto con la cabeza y desapareció dentro de la casa, mientras Inmaculada le arrancó la toalla de las manos con un brusco movimiento e indicó seguirla a su dormitorio con un gesto de autoridad incuestionable.
Inmaculada iba rumiando cómo humillarla, cómo torturarla, pero por el momento Amelia parecía muy dispuesta a obedecer sin el más mínimo atisbo de molestia. A pesar de tener cámaras en su habitación y haberla espiado, solo la vio derrumbarse durante la prueba; el resto del tiempo permaneció siempre analizando todo, mostrándose fría y dispuesta a cooperar.
El eco de los tacones de Inmaculada resonaba en el mármol, un recordatorio constante de su dominio. Mientras la seguía, Amelia no podía apartar la mirada del reflejo fugaz de ambas en las ventanas: la figura segura de Inmaculada y su propia imagen, aún extraña para ella.
Al entrar en su habitación, Inmaculada dirigió una mirada fugaz hacia Amelia, que no podía ocultar su asombro ante el lujo que la rodeaba. Sin detenerse demasiado, abrió la puerta del baño y, con malicia, le hizo un gesto para que la siguiera.
Amelia se sorprendió ante la inusual orden de entrar; ahora que ella misma era una mujer, ¿estaría dispuesta Inmaculada a mostrarse desnuda ante ella? Hasta hace poco, Amelia era un hombre bastante lujurioso con las mujeres. No tardó en averiguar las intenciones de su nueva ama.
—Arrodíllate y límpiame usando tu boca —ordenó la señora Montalbán tras terminar sus necesidades.
Por fin, Inmaculada percibió una reacción en el rostro de Amelia; aunque breve, fue suficiente para notar su desagrado. Amelia tragó saliva, sintiendo una mezcla de repulsión y resignación. Una voz interna le susurraba con frialdad: "Es solo uno más. ¿Cuántos has degustado antes?". Sin embargo, otra voz, más aguda y desesperada, la interrumpía: "Esto es diferente. Me está obligando a lamer su orina". Con lentitud se arrodilló ante las piernas abiertas de Inmaculada, pero se quedó bloqueada a centímetros de ella. Inmaculada se impacientó y apretó su cabeza.
—Venga, saca la lengua; si no eres capaz de seguir una simple orden, te venderé a una red de prostitución. Me da igual cuánto se enfade ella.
Desde su posición, Amelia levantó la mirada hacia el rostro de Inmaculada. No parecía bromear y estaba muy dispuesta a hacerlo si ella no se daba prisa en la tarea. Una chispa de ira ascendió por su pecho, encendiendo una breve rebeldía que se extinguió rápidamente bajo la sombra de la amenaza. "No tengo elección", pensó, mientras el sabor amargo le quemaba la lengua y las lágrimas brotaban de sus ojos. Se sentía utilizada como una toallita húmeda, impotente ante la situación.
Inmaculada se sintió satisfecha al ver las lágrimas en los ojos de su nueva asistente. Aún se recreó un minuto antes de apartar a Amelia, tirando de su cabeza hacia atrás. No era de piedra; la lengua de Amelia le provocaba cosquillas de placer. Al observar a Amelia humillada, un destello de duda cruzó la mente de Inmaculada. "¿Hasta dónde estoy dispuesta a llegar?", pensó fugazmente, antes de desechar la idea y concentrarse en su misión de castigarla.
—No sé si volveré a usarte para limpiarme, pero no quiero más dudas al obedecer mis órdenes. Me dan igual tus lágrimas, pero no voy a permitirte desobedecer. Este es el primer aviso; al tercero recibirás cien latigazos y al quinto serás vendida. —Inmaculada se regodeó al ver el terror en su rostro antes de añadir: —¿Has entendido?
Amelia asintió repetidamente, totalmente asustada. Susurrando: —Sí, mi señora.
—Bien, lávate bien la cara y la boca. No quiero estarte oliendo a orines.
Mientras terminaba de desvestirse y se metía a la ducha, dando vueltas sobre cómo lidiar con Amelia, esta se dirigió al lavabo y comenzó a limpiarse la boca y la cara. Estaba claro: no quería terminar vendida; por muy terrible que fuera el trato de su señora, sería peor terminar en una red de trata de mujeres. No obstante, si solo supiera por qué estaba siendo sometida a este trato. Este castigo podría soportarlo mejor. Merecía un castigo por lo ocurrido en la discoteca, pero ella no era tan cruel con los verdaderos violadores.
En la ducha, Inmaculada daba vueltas sobre cómo lidiar con Amelia. Aunque no podía negar el placer que sentía al verla humillarse, sabía que eran juegos insignificantes. "Esto no es suficiente", pensó. "Necesita entender lo que le hizo a ella. Aunque ella no quiera que se lo haga".
Mientras estaba sumida en estos pensamientos, Inmaculada salió de la ducha. Amelia le tendió una toalla con la que se secó antes de vestirse. Juntas, descendieron al comedor para desayunar. Al entrar en el comedor, Amelia quedó deslumbrada. Las lámparas de cristal colgaban majestuosamente sobre una mesa de caoba pulida impecable, mientras el aroma a café recién hecho llenaba el aire con una calidez extraña y embriagadora.
Dos paredes de cristal permitían una vista panorámica del jardín, donde los árboles frutales y las flores añadían un toque de color. Más allá, la bahía se extendía majestuosa hasta el horizonte. Las dos restantes paredes exhibían obras de arte de renombrados pintores. A pesar de su escaso conocimiento en arte, Amelia reconoció un vibrante Miró, un abstracto Picasso y un surrealista Dalí, haciéndole pensar si todos los pintores eran españoles.
Después de apreciar las obras de arte, Amelia dirigió su atención a la extensa mesa de caoba, cuyo brillo reflejaba la luz matutina, estando flanqueada por sillas tapizadas en terciopelo burdeos. Solo un extremo estaba dispuesto para el desayuno. Allí, de pie junto a la mesa, Luis y Daniel aguardaban con expresión expectante y seria. Inmaculada se sentó y con un gesto invitó a tomar asiento a los dos.
—Bien, ponedme al día —ordenó, justo cuando dos sirvientes ingresaban con bandejas de plata repletas de manjares.
Daniel le informó sobre cómo iban avanzando los amigos de Amelia y sobre la falta de incidencia en el Club. Cuando terminó, Luis comenzó a ponerla al día con la agenda. Amelia escuchó atentamente ambos informes. El primero, sintiendo lástima por sus amigos; el segundo, para saber cuáles serían sus obligaciones, aunque no las tenía claras más allá de estar al lado de la señora Montalbán.
Casi había terminado de dar su informe Luis cuando las tripas de Amelia rugieron. —Lo siento, no he desayunado. —Se excusó viendo cómo los tres fijaban la mirada en ella.
Inmaculada parpadeó sorprendida. Luis y Daniel siempre desayunaban antes; no le habían dicho algo tan básico a Amelia. Quería humillarla, pero no hacerla pasar hambre. Los ojos de Inmaculada se desviaron a Daniel y este se excusó argumentando el retraso en llegar a sus quehaceres. Casi no llegó a tiempo para tenerle la toalla lista, por eso él estaba allí también.
Amelia bajó los ojos y miró hacia sus pies al ver cómo Inmaculada volvía de nuevo la cabeza, esperando una segunda advertencia. Montalbán miró la mirada destrozada de Amelia; incluso observó como temblaba un poco. Sería muy fácil aterrarla aún más, dándole un segundo aviso, pero había estado en el momento exacto y no había protestado pidiendo desayunar.
—Siéntate al lado de Daniel. —dijo finalmente, perdonando ese segundo aviso. Tras esto, ordenó traer un chocolate caliente y un mollete de zurrapa en manteca colorada para ella.
Luis continuó con la agenda hasta llegar a la noche. Esa noche tenía una reunión de la logia de la luna roja. Soplando el chocolate caliente, Amelia desvió su mirada hacia Luis, Daniel y finalizó fijando la mirada en Inmaculada. Esta la miraba con una sonrisa en los labios, pero detrás de esa sonrisa se ocultaba una idea maléfica. Se acordó de un hombre, Alfonso De La Torre. No hacía mucho le había vendido una de sus chicas; esta terminó suicidándose y Amelia parecía encajar con su tipo.
—Daniel encarga un traje adecuado para Amelia; me acompañará —ordenó sin apartar la vista de Amelia.
Amelia tembló, haciendo disfrutar aún más a Inmaculada. En la cabeza de Amelia algo le gritaba que se preocupara. Esa sonrisa y amabilidad no podían ser indicativos de nada bueno, pero fuera bueno o malo, ella no tenía muchas salidas. Solo podía aceptar como le vinieran las cosas y tratar de salir lo menos perjudicada posible. Ya había sido convertida en mujer; ahora su única esperanza era no encontrar un destino peor que ser la sirvienta de esta mujer.