El segundo asistente de Inmaculada llegó portando otra bandeja con tres pequeños cuencos con un líquido rojo en su interior. Sobre el altar, el primero había desplegado un mantel blanco con un pentagrama negro. Siguiendo unos movimientos precisos, colocaron cinco velas rojas y cuatro quemadores de incienso en el borde de la mesa o altar.
Los tres jóvenes miraban fascinados con cara de incredulidad. ¿De verdad estaban preparando un ritual mágico para transformarlos? Habían tenido miedo de ser castrados o pasar por una operación de reasignación de sexo, pero al parecer solo iban a intentar una pantomima haciendo creer que se habían convertido en mujeres.
Del primer armario sacaron una figura de mármol de unos veinte o treinta centímetros. Representaban a un hombre y una mujer desnudos, dándose las espaldas y con las manos levantadas. La pusieron en el centro del pentagrama y encima de esta figura encajaron el primero de los cuencos.
En ese momento llegó Inmaculada, silenciosa como la última vez, comenzó a bajar los escalones haciendo resonar sus tacones al golpear cada peldaño. Los tres tragaron saliva mientras ambos guardaespaldas se colocaban de forma ritual un par de pasos por detrás del altar. Inmaculada continuó andando hasta llegar al otro armario y lo abrió sin decir ni una sola palabra.
Dentro había un terrario gigantesco que ocupaba gran parte de este. En su interior se movían diversas babosas oscuras, largas, gordas y cubiertas de una sustancia viscosa. El diámetro similar al de una pelota de golf y una longitud de hasta un palmo. Introdujo la mano y escogió una especialmente grande.
—Esta será el primero. —Anunció Inmaculada mientras se lo tendía al guardia de la derecha, quien lo introdujo en un recipiente de cristal esférico, parecido a la típica pecera de los peces de colores. Dando la impresión de ser el ingrediente principal del ritual.
Mientras, Inmaculada se deleitaba eligiendo su próxima babosa. Diego, con una sonrisa burlona, preguntó. —¿Esto es una broma, verdad? ¿Un truco barato para intentar asustarnos? —Martín intentó reír ante las palabras de su amigo, pero no era fácil ocultar su terror. —Ya basta de teatro, Inmaculada. No eres más que una loca con dinero que disfrutas aterrorizando gente.
En cambio, Roberto permaneció en silencio. Observando los movimientos de los guardias. La seriedad y concentración en la cara de esto indicaba a un buen observador que no se trataba de una broma. Estaban haciendo algo peligroso y arriesgado.
Inmaculada sonrió ante las palabras de Diego, pero no se inmutó; siguió escogiendo otras dos babosas y colocándolas en otras dos peceras en la bandeja de su asistente. Estos miraba a las criaturas moverse en los recipientes con un respeto reverencial, casi con terror.
Tras terminar de seleccionarlas, se giró y acercó a los tres amigos haciéndole una señal al guardia para seguirla. Cuando estaba delante de ellos les sonrió, esperando a que Diego parara de gritarle groserías a modo de desafío. Poco a poco la mirada de Inmaculada terminó imponiéndose a la lengua de Diego y este guardó silencio.
—No suelo tomarme estas molestias de explicar lo que va a pasar, pero dada tu lengua desafiante os lo contaré. —La voz de la señora Montalbán no trasmitía sentimientos, solo parecía trasmitir hechos. —La magia, si existe. Realizaré tres rituales, uno para cada uno de ustedes. Cuando el ritual termine, una de esas babosas se habrá vuelto roja y uno de vosotros la ingerirá. Cuando eso pase, esta preciosidad bajará por la garganta y se fusionará con quien la haya ingerido. En unos minutos vuestros cuerpos empezarán a retorcerse de dolor e iréis convirtiéndoos en mujeres.
Inmaculada no había parecido bromear y lo descrito era aterrador para los jóvenes. Aun sin creer en la magia, los tres encontraban asqueroso tragar esas enormes babosas. Inmaculada no esperó respuesta de ninguno de los tres. Simplemente, giró sobre sus talones y se dirigió a realizar el ritual.
Una a una, Inmaculada encendió las cinco velas y los cuatro quemadores de incienso con una cerilla extremadamente larga. De forma inmediata, un olor a canela e incienso llenó la mazmorra. Con tranquilidad dejó la enorme cerilla en uno de los quemadores de incienso, agarró uno de los gusanos y lo colocó en el recipiente sobre la curiosa figura.
Diego, Martín y Roberto, intercambiaban miradas de incertidumbre e incredulidad. Inmaculada Montalbán no había llegado hasta la cima por ser una loca. ¿Tendría razón? ¿La magia existía? ¿Se había servido de esta también para subir?
El rostro de Inmaculada reflejó aún más seriedad, y gotas de sudor aparecieron en su frente, mientras con las palmas hacia riba comenzaba a recitar en un antiguo idioma olvidado para los no iniciados.
Los tres jóvenes miraron extasiados como del bol de madera empezaba a salir una luz azulada y gotas de la sustancia roja saltaban hacia el aire mientras la babosa se retorcía. Sus ojos parpadeaban con incredulidad. Si aquello era un truco, estaba muy bien realizado. Los tres ahora sí comenzaban a estar preocupados y la posibilidad de haber dicho la verdad, inmaculada, se iba colando en sus corazones.
Uno a uno, las tres babosas fueron sometidas al ritual, absorbiendo el color rojo de la sangre en la cual se bañaban durante el ritual. Cuando el ritual terminaba con una de las babosas, Inmaculada la sacaba y la introducía en la pecera de la cual había salido, para colocar un nuevo bol de sangre y comenzar con el ritual de la siguiente.
Así terminaron los tres rituales de imbuir de poder a las tres babosas con una Inmaculada empapada en sudor. Su rostro parecía demacrado como si acabara de correr una extenuante maratón y a penas podía tenerse en pie. El guardaespaldas con la bandeja donde habían estado los boles de sangre dejó la bandeja en la mesa y cogió tres mordazas, para obligar a mantener abierta la boca de los tres jóvenes… Mientras esto sucedía, Inmaculada se sujetó con ambas manos en el altar, recuperando el aire.
Ambos asistentes miraban preocupados a su señora. Nunca había realizado tres rituales seguidos. Uno solía dejarla cansada. Hacer los tres sin esperar había sido una locura. Esta vez estaba enfurecida Inmaculada. Había algo personal con alguno de esos jóvenes. Para un observador nuevo, podría pensar en Diego, pero hombres como Diego habían sido castigados antes sin generar esta inquina en ella.
—Señora, ¿vamos amordazando a los tres? —Inmaculada, no contestó de palabra; solo asintió.
El guardaespaldas que tenía las mordazas se acercó a Martín. Este no se resistió; estaba demasiado aterrado, por eso eligió empezar por él. Después, con una mordaza en cada mano y dejando amordazado a Martín, se dirigió a Roberto, del cual no sabía cómo reaccionaría, pero seguramente no presentaría tanta resistencia como Diego.
—No me obligues a golpearte. Sé un buen chico. —Comentó antes de comenzar a poner la mordaza a Roberto.
Roberto dudó por un momento, pero estaba inmovilizado. No podía asegurar si este era uno de los asaltantes, pero parecía tener una envergadura similar; no deseaba volver a recibir otra paliza. Con resignación asintió con la cabeza y abrió la boca, dispuesto a dejarse poner la mordaza.
Había visto este tipo de mordaza en alguna película porno, la cual usaban normalmente para violar las bocas y gargantas de las mujeres. Muy apropiado, ahora una asquerosa babosa violaría su cavidad bucal. Río con amargura antes de sentir cómo el frío metal se ajustaba a su mandíbula y la correa era ajustada con firmeza a su nuca.
—Ni se te ocurra acercarte a mí, desgraciado. —Gritó Diego cuando vio con horror como había terminado de colocar la segunda mordaza y se volvía hacia él. —No me haréis ingerir esa asquerosidad.
Para ese momento Inmaculada ya se había recuperado parcialmente y se acercaba seguida por el guardia que transportaba las babosas.
—Oh, si vas a ingerirlo. Eras escéptico a que te pudiera convertir en una mujer. Bien, decide el orden —comentó cuando llegó a Diego, quien luchaba con el guardia. Quien al oír a su señora paró en el acto de tratar de ponerle la mordaza.
—¿Por qué te daría ese placer? —le gritó Diego entre jadeos. En este momento ya no ocultaba su temor y aún desafiándole no tenía fuerzas para burlarse.
—En realidad no hace falta. —La voz de la señora Montalbán era lenta y tranquila. Acrecentando el terror en el corazón de los tres jóvenes. —Ya he elegido el orden. Tú serás el primero; fuiste el que pusiste la droga. El llorica meón será el segundo; al igual que tú, cometió la violación activamente. Por último, iré con el silencio; no le importó mirar en silencio como violabais a las chicas. Me apetece ver cómo reacciona ahora.
Diego se sabía sentenciado a ingerir la babosa, pero no quería rendirse sin luchar, aún a sabiendas de su futilidad. Con fuego en los ojos miró a Inmaculada antes de contestar. —Venga, no hace falta la mordaza. Mételo ya. —Rugió desafiante y abrió la boca.
Inmaculada miró al guardián y le indicó con las manos que solo sostuviera a Diego por los hombros. El desafiante Diego ahora ya no era capaz de sacar ninguna bravuconada. Su única forma de desafiar era mostrar no tener miedo a Inmaculada.
Inmaculada cogió la primera babosa. —Esta preciosidad se ha bañado en la sangre de Alba; ella la donó a cambio de asegurarle tu castigo. Ella confiaba en ti, en un desgraciado violador.—Anunció Inmaculada antes de introducirle la babosa en la boca.
Las lágrimas salieron de los ojos de Diego. No era solo lo asqueroso y repugnante: al ir entrando por la garganta esta babosa le impedía respirar. Aun así no mordió la babosa. Si era así de asquerosa por fuera, a saber cómo era si la mordía. El animal no pareció inmutarse; simplemente continuó su camino hacia el interior de la garganta.
Tras Diego, continuó con Martín, quien temblaba de miedo. Poco a poco sintió como la babosa se deslizaba, dejando un rastro helado, gelatinoso y repulsivo en sus papilas gustativas. Cuando se puso delante de Roberto sonrió, cogiendo la tercera babosa.
—Este es especial. No he usado la sangre de Virginia; ella no sufrió, más allá de haber sido drogada. Para esta babosa he usado mi propia sangre. —Inmaculada, ocultó algo en la explicación; ella jamás usaba su sangre. Solo usaba la sangre de las víctimas, pero para ella Roberto era especial, aunque no dijo el motivo. Sus asistentes se lo habían preguntado cuando prepararon los boles con la sangre, pero ella no respondió.
Los tres estaban teniendo problemas al respirar, pues las gordas babosas taponaban toda la tráquea, haciendo que cada bocanada de aire fuera una lucha por la supervivencia. Si hubieran tenido las manos libres, hubieran intentado meterlas por la garganta o arrancarse la tráquea. El terror, la sensación de falta de aire y la repugnancia de sentir cómo centímetro a centímetro la babosa se iba moviendo y deslizando a su interior eran inenarrable.
Al ir llegando a los estómagos las babosas, las náuseas se volvieron incontenibles. Uno a uno comenzaron a vomitar, aunque las babosas no salieron. Un enorme calor se intensificó en el interior de los tres y comenzaron a convulsionar.
Ellos sentían como si algo se agitara en su interior y creciera dentro de su cuerpo, una sensación ardiente con cada latido de su corazón que transmitía el poder de la magia a través de sus arterias por todo su cuerpo. El dolor era cada vez mayor, alcanzando cada fibra de sus músculos y huesos. Un fuego interno parecía consumir estos, desgarrando toda resistencia física con cada nueva onda de poder.
—Ponle la mordaza, no se vaya a morder la lengua. —Ordenó rápidamente al guardia que aún sostenía la mordaza destinada a Diego.
Diego no se resistió esta vez. Bastante tenía con resistir las convulsiones y el terrible dolor que recorría su cuerpo. Una corriente eléctrica parecía recorrer cada una de sus células, haciéndolas arder de calor. Sus cuerpos sudaban como nunca habían sudado. Si se les hubiera medido la temperatura en ese momento, no hubiera habido explicación médica para los grados de cada uno.
Por otro lado, el dolor que sentían era como si sus huesos se encogieran; crujidos sonaban cada vez que una articulación se realineaba en ángulos imposibles, incluso a pesar de las cuerdas, las cuales cada vez estaban más flojas. Sus costillas se comprimían, estrechándose dolorosamente, más rápido de lo que lo hacían sus órganos internos. Produciendo una forma más esbelta de sus torsos.
Ya no había rastro de indiferencia, culpa, burla o miedo en los rostros. Solo muecas de dolor. La sala se llenó de los jadeos y gritos de los tres. Mientras los ojos se les iban nublando por el dolor. En cuestión de minutos las fuerzas comenzaron a abandonar sus músculos; ya ni convulsionaban. Solo jadeaban e iban poco a poco cerrando los ojos consumidos por el cansancio y el dolor.
Sentían como la piel se estiraba en algunas partes y se encogía en otras. Era un dolor agudo en cada centímetro de sus pieles. Como si unas manos invisibles moldearan con fuerza sus cuerpos. Los músculos de sus caderas y piernas se expandían o contraían, adoptando unas formas más redondeadas, más femeninas.
Inmaculada los miraba satisfecha; en especial se regodeaba en Diego, quien había estado siempre desafiante y en Roberto, por el que guardaba una especial inquina. Los sonidos en la sala se fueron desvaneciendo y ya se podía ver como los cuerpos comenzaban a mutar. Los tres parecían encogerse. Sus cinturas se estrechaban, y sus caderas se ensanchaban. Los pechos comenzaban a crecer y los miembros se iban encogiendo y desapareciendo. En unas horas estos habrían desaparecido, dejando su lugar a unas vaginas. Inmaculada los miró satisfecha.
—Llévenlas a la otra sala. —Ordenó Inmaculada antes de darse la vuelta y abandonar la sala.