Roberto y sus amigos no podían imaginar como unas malas decisiones tomadas una noche de fiesta estaban a punto de cambiar sus vidas para siempre. Nada en las luces de la discoteca, el sonido atronador de los altavoces o el gusto de sus bebidas alcohólicas podría presagiar algo distinto a lo de cualquier noche.
La discoteca estaba en ebullición; jóvenes y no tan jóvenes se amontonaban en la pista, moviendo sus cuerpos al son de la música con mayor o menor gracia. En medio de aquel gentío, Roberto se mantenía apoyado en la barra con un vodka con limón en la mano derecha y la otra metida en el bolsillo de su pantalón. Rodeado de esa pasión y diversión. Él solo miraba la pista con la misma indiferencia que solía mirar todo lo que le rodeaba.
Por su parte, sus amigos Diego y Martín se encontraban inmersos en la euforia de la noche. Disfrutándola como si esa fuera su última noche de fiesta en vida. Irónicamente, lo sería la última noche de su vida como la conocían, pero eso era algo ajeno a ellos. El destino estaba ya jugando sus cartas, mientras Diego gesticulaba enérgicamente al hablar y Martín le reía las gracias con movimientos exagerados de cabeza.
Roberto miraba la pista con su atención, pasando de un rostro a otro. Observando a parejas que se divertían y gente pasando con bebidas, pero sin fijarse realmente en algo concreto. La música repetitiva con letras groseras y la gente que se lucía buscando llamar la atención no eran más que un entretenimiento banal.
—Roberto, ¿qué te pasa? —inquirió Diego.
Roberto simplemente negó con la cabeza. En realidad no era un tema específico. Era el hastío de siempre deber ir de discoteca para buscar una mujer con la cual irse a la cama. Prefería estar en un local de otro tipo de música, pero Diego y Martín adoraban estos locales con copas excesivamente caras y música horrenda.
—¿Qué tal esas zorras? —preguntó Diego, dándole un codazo con una sonrisa cómplice, señalando con un leve movimiento de cabeza hacia un grupo de chicas que estaban bailando cerca.
Roberto esbozó una sonrisa perezosa, una mueca que apenas mostraba interés. Dio un sorbo a su bebida, deleitándose con el sabor cítrico del limón y desvió la mirada. Martín soltó una carcajada y se inclinó hacia él, apoyando un brazo en su hombro.
—¿Es que ni siquiera te interesas, hermano? Hay que aprovechar la noche. No es que tengamos tantas oportunidades de salir a pasarlo bien. Además, hoy parece haber buena mercancía.
Roberto respondió con un gesto vago, sin molestarse en decir nada. Para él, lo que sus amigos consideraban "pasarlo bien" era más una rutina. Una forma de pasar el rato, de distraerse sin demasiada emoción, aguantar un rato de charla insulsa, sudar, beber y con suerte llevarse una de esas chicas a la cama, para él darle la patada al día siguiente…
Tras una última mirada a Roberto, para asegurar la asistencia de su amigo a tratar de ligar con las tres chicas, Diego y Martín avanzaron con paso decidido hacia tres mujeres que bailaban cerca de ellos.
—¿Qué tal? Mi nombre es Digo. —Se presentó a las chicas sin ninguna vergüenza. —Estos son mis amigos, Roberto y Martín. ¿Os gustaría acompañarnos al reservado? Podemos charlar y conocernos mejor.
La chica más cercana a Diego sonrió coquetamente mientras los evaluaba. Los tres iban impecablemente vestidos con ropa de marca cara. En apariencia no parecían malos chicos y bueno, si tenían alguna copa gratis, tampoco iban a rechazarla. En particular a Virginia, que así se llamaba la joven mujer, le parecía interesante Roberto, tan silencioso y enigmático.
—Hi, Diego. Podría ser. Tu amigo el serio parece interesante. ¿En qué trabajáis?
—Yo trabajo en un despacho de abogado. Martín es ingeniero informático y el chico que te parece interesante trabaja en una aburrida empresa de inversión.
Virginia puso una cara de horror al enterarse del trabajo de Diego. Había esperado tener algo interesante para charlar, pero ¿cómo iba a parecer interesante hablar sobre inversiones? Seguramente le daría un discurso sobre ahorrar y hacer buenas inversiones. Hubiera sido tan genial que hubiera sido un médico o un veterinario.
—Suena interesante. —Sonrió la chica situada a la derecha de Diego. — Yo soy Alba. Ella es Virginia y Yoli.
Tras unas cuantas frases más, las tres mujeres acompañaron a los tres jóvenes a uno de los reservados de la discoteca. Había química en el ambiente entre los jóvenes, pero con una diferencia grande. Mientras ellos esperaban terminar llevándola a la cama, ellas solo querían un rato de diversión, algo de charla y beber.
El reservado no era más que una pequeña sala con vistas sobre la pista. Este no tenía mucha mejor iluminación; toda ella era a base de luces ultravioletas que hacían brillar los blancos. En cuanto al ruido, sí estaba más amortiguado y era posible tener una conversación sin forzar en exceso la voz. En la parte central había una gran mesa circular, de vidrio, rodeada por un sofá rojo de piel sintética en forma de "C" en el cual podían caber sin estar muy apretadas 10 personas. En una esquina había una mini nevera con refrescos y un mueble con unas cuantas botellas de bebidas alcohólicas.
Si la decoración de la sala no difería mucho del típico reservado de las películas de mafiosos o proxenetas de los años ochenta y noventa, solo faltaban los guardaespaldas armados exhibiendo alguna arma.
Alba sonrió al ver el sofá rojo en el centro de la sala. Le pareció algo sacado de época, pero interesante para poder conocer a los chicos e intimar, quizás. Manteniendo su sonrisa, dedicó una mirada de complicidad a su amiga Yoli… Esa noche apuntaba a ser divertida.
—Esperaba algo mejor de esta discoteca; es… tan anticuado. —Comentó al entrar en el Virginia, sentándose en una esquina al lado de Roberto. Lanzando una mirada de curiosidad hacia esté, con un interés que él ni pareció notar. A su alrededor, la luz ultravioleta le daba a la escena un brillo divertido que le parecía intrigante, resaltando los perfectos dientes blancos del joven sentado a su lado.
Roberto miró la sala y asintió con la cabeza. Quizás con muebles en negro y blanco hubiera estado mejor, pero el sofá rojo y la mesa de cristal no hacían una buena impresión. Diego se quedó observando como todos tomaban asiento. A la derecha de Roberto se sentó Yoli, tras ésta Martín y por último Alba.
—No está tan mal este lugar, Virgi —contradijo Yoli mientras cruzaba las piernas y sonreía a Martín.
Martín le devolvió la mirada con una sonrisa que una despreocupada Yoli interpretó como entusiasmo por la charla. Unos ojos expertos en Martín no hubieran realizado la misma interpretación. Martín solo sonreía satisfecho por la presa encontrada.
—Tenemos whisky, vodka y ron. ¿Qué deseáis tomar? —Preguntó Diego, aun de pie, cerca de la nevera, con una enorme sonrisa, en la cual brillaban sus blancos dientes por la luz ultravioleta.
Las tres pidieron sus bebidas y, mientras las chicas hablaban de forma distraída, Diego aprovechó para verter un pequeño polvo en los vasos de las tres jóvenes antes de servírselos. Un movimiento rápido, imperceptible para los ojos de las chicas, pero que no pasó desapercibido para los ojos de Rubén.
La mirada de Roberto se frunció apenas y su mandíbula se tensó, dejando en su rostro una sombra de desaprobación. Ambos cruzaron miradas durante unos segundos. Los ojos de Roberto, entrecerrados, observaban en silencio. Sus labios, antes relajados, se comprimieron en una línea fina. Incluyendo palabras que no tuvo el valor de pronunciar. Sin cambiar de postura, bajó la vista al vaso en su mano, pero sus ojos seguían firmes y fríos. Diego lo notó, aunque tampoco dejó salir una respuesta a su mirada de reproche.
Había escuchado historias sobre Diego. No las había creído, pero por primera vez se atrevió a usar esa droga delante suya. Se preguntaba si sería la afrodisiaca o la adormecedora. Había oído rumores sobre ambas.
Roberto giró el vaso entre sus manos con nerviosismo mientras su mirada se perdía en los hielos. Este produjo un suave sonido al golpear el baso, y su mirada se desvió brevemente hacia la salida. Se sentía atrapado en una situación que no terminaba de aceptar del todo.
—¡Bueno! —dijo Diego, alzando su copa para brindar e ignorando la mirada de Roberto—, por una feliz noche.
Alba y Yoli sonrieron, alzando sus vasos con entusiasmo y chocándolos en el centro con Martín y Roberto. Virginia, sin embargo, miró de reojo a Roberto. Este apenas levantó su bebida. Participando en el brindis solo por cortesía. Esto la extrañó. No conocía a estos muchachos, pero parecía haber algo entre bambalinas que se le escapaba.
La conversación comenzó a fluir de forma ligera. Diego y Martín eran grandes conversadores, llevando la voz cantante, lanzando comentarios ingeniosos y gestos exagerados que arrancaban sonrisas a las chicas. Roberto, por su parte, se mantenía en silencio, respondiendo con monosílabos y observando cómo todos parecían disfrutar la interacción.
Virginia, interesada en aquel chico enigmático, trató de entablar una conversación más cercana con Roberto. Era estaño. En apariencia, la escuchaba de forma atenta y cortés, pero sus ojos estaban fijos en Diego.
— No bebas mucho. —Le susurró al oído Roberto a Virginia tras llevar casi media bebida ingerida.
Fue tarde; a las tres muchachas comenzaron a pesarle los parpados y sus movimientos se hacían lentos. La cabeza de Virginia fue la primera en caer sobre el hombro de Roberto. Ni Yoli ni Alba se percataron del hecho; solo pensaron en lo atentos que parecían los tres muchachos, y su amiga estaría tratando de intimar algo más con ese gesto. Tras Virginia cayó Alba y finalmente Yoli.
— Han tardado. Bueno, ya podemos servirnos el bufé. — Bromeó Diego. Diego y Martín pusieron a Alba y Yoli encima de la mesa de cristal. —¿No vas a participar? —insistió Diego mientras acariciaba el cuerpo de Alba.
Roberto negó con la cabeza y solo abrazó a Virginia. No le desagradaba ninguna de las jóvenes, pero abusar de ellas inconsciente le parecía repulsivo. Él aun tenía cierta moral. Las tres chicas podían haber sido candidatas a una noche de acción en su piso y dejarlas al día siguiente como desprendiéndose de ellas como se desprendía de los preservativos; pero no iba a violarlas; eso era caer muy bajo para él.
Sin darse cuenta, sus ojos volvían una y otra vez hacia la puerta del reservado. Su mente le intentaba dar una excusa para marcharse, pero su cuerpo se mantenía inmóvil. Quería parecer superior a Diego y Martín, pero en cambio permanecía inmóvil, deleitándose de la visión de los cuerpos ya desnudos de Yoli y Alba. Intentaba pensar que mientras mantuviera a Virginia a su lado, al menos esta se libraría de un acto tan ruin.
Por más de una hora estuvieron abusando de las dos muchachas ante la indiferencia de Roberto. Ni siquiera se limitaron cada uno a una, sino que ambos probaron a las dos. Cuando se cansaron de los agujeros de Alba y Yoli, pusieron los ojos en Virginia. Una sonrisa lobuna apareció en los ojos de Diego.
—Si no la vas a usar… —Diego dejó la repugnante frase sin terminar, pero no era preciso decir más.
Roberto miró su smartwatch, dirigió una mirada de lastima hacia Virginia para centrarse de nuevo en los ojos de Diego.
—Habéis estado cerca de dos horas. Ya se les empiezan a pasar los efectos de la droga. Mejor vámonos —trató de proteger a Virginia de ambos depredadores. Virginia efectivamente se movió al lado de Roberto y parpadeó ligeramente para volver a cerrar los ojos. —Tranquila, sigue durmiendo.
Roberto dejó caer a Virginia sobre el sofá y se levantó del asiento. Saliendo del reservado junto a Martín y Diego. En silencio los tres caminaron hacia la pista de baile.
—¿No te habrás enamorado de esa zorra? —comentó Diego con sarcasmo. —Dios, te la podías haber follado y haberla disfrutado. En cambio te limitaste a sujetarla. ¿Eres gay?
Si las miradas pudieran asesinar, Diego hubiera caído allí, fulminado. No era capaz de saber qué le enfurecía más: si la pregunta por su orientación o por el hecho de ser comparado con ellos. Él simplemente tenía principios, no era un violador. Las mujeres podrían ser útiles para poco más que el sexo, pero no iba a usarlas contra su voluntad.
Mientras dentro del reservado las jóvenes iban recobrando la conciencia y descubriendo horrorizadas lo sucedido, una serie de llamadas se cruzaban, sellando el destino de Roberto y sus amigos con precisión calculada. Afuera, el ambiente era de un contraste total. El sonido quedaba amortiguado en la quietud de la noche. La discoteca estaba situada a las afueras de la ciudad y lo único que había tras salir era naturaleza y un enorme descampado a unos centenares de metros, el cual era utilizado para aparcar los coches.
En ese silencio opresivo caminaban los tres jóvenes sin percatarse de cómo se aproximaba su final. Apenas llegaron al coche, varios hombres enmascarados y vestidos de negro surgieron de las sombras como si fueran parte de la noche misma. No hubo advertencia ni tiempo para reaccionar.
Los tres jóvenes apenas tuvieron la oportunidad de intercambiar miradas antes de que los primeros golpes cayeran. Una certera patada cayó sobre Roberto en su costado. Este se tambaleó y cayó impactando contra el suelo con un golpe seco. El aire escapó de sus pulmones en un suspiro de dolor. El sabor seco del polvo del descampado se mezclaba con el dolor punzante que sentía en el costado.
Con movimientos calculados, sus asaltantes habían caído sobre ellos, rodeándoles como una jauría de lobos hambrientos a un cordero. Diego lanzó un rugido antes de cerrar sus puños y cargar hacia el hombre más cercano. Este lanzó una carcajada; lo esquivó con una agilidad típica de alguien con años de entrenamientos, para con un movimiento rápido atraparlo e inmovilizarlo con una llave.
Martín, viendo cómo sus dos amigos habían caído, intentó defenderse a la desesperada. Con todas sus fuerzas lanzó un puñetazo, pero su brazo fue interceptado antes de llegar a su objetivo. El asaltante que había atrapado el brazo de Martín lo torció hacia su espalda, causándole un enorme dolor. Sin duda, los asaltantes debían tener un adiestramiento militar y de combate. Esto no era una pelea callejera; eran críos de cuatro años luchando contra adultos. Los asaltantes se movían, ejecutando cada uno su parte con una precisión milimétrica, sin dejar la más mínima oportunidad a la resistencia.
Roberto no estaba dispuesto a dejarse atrapar. No sabía el motivo de este asalto, pero estaba muy bien organizado. Esto no podía ser nada bueno. A la desesperada logró asestar un rodillazo a la entrepierna del encapuchado frente a él. Mientras el hombre mostró un poco de dolor, Roberto salió corriendo. La puerta de la discoteca estaba a unos cientos de metros. Si llegaba, tal vez pudiera pedir ayuda. Pardillo. Su carrera e ilusión apenas duraron unos segundos; otras dos figuras se abalanzaron sobre él, inmovilizándolo contra el suelo.
Otra vez el sabor del polvo inundó su boca, pero en esta ocasión se mezclaba con el regusto metálico de su sangre. Dos manos firmes lo sujetaron por los hombros a la vez que la rodilla de este hombre se incrustaba en su espalda. Intentó resistir, pero la fuerza de aquellos hombres parecía implacable y el dolor de los golpes recibidos le empujaban a la rendición.
Unos segundos más tarde, los tres amigos estaban inconscientes y eran atados y lanzados a la parte de atrás de una furgoneta negra. En la parte delantera se subieron dos de los encapuchados y, tras ponerla en marcha, el copiloto hizo una llamada.
— Están de camino.