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Chapter 2 - el primer acto de Dios en este mundo profano: parte 1.

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Capítulo 1: El primer acto de Dios en este mundo profano parte 1.

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Asia Argento no pedía mucho, solo tener un amigo para no estar más sola. Desde que tenía recuerdos, su vida nunca fue normal.

Se crió en un orfanato católico en Italia, entre muchos otros huérfanos como ella. Diría que la pasó bien, era feliz en esos tiempos, hasta que descubrió el regalo que el Todopoderoso le había otorgado.

Fue cuando, a sus 5 años, encontró a un pobre cachorrito herido en un callejón, atacado por unos tipos muy malos. Cuando ellos se fueron, Asia lo recogió y lo llevó a la capilla de su pequeño pueblo. Allí, rezó con toda su devoción al dios bíblico, el mismo que le inculcaron desde su nacimiento. No recuerda cuánto tiempo pasó, pero cuando sintió que sus mejillas eran lamidas por el cachorrito, se detuvo.

Vio con sorpresa y alegría que el pequeño cachorro se había curado completamente, rebosante de energía, listo para jugar. Ese fue el primer milagro que la señaló como una santa, ya que el padre que cuidaba de la capilla fue testigo de la luz verde que curó al animal.

Después llegaron enviados de la Iglesia para comprobar el creciente número de casos de personas curadas milagrosamente por su poder. Oficialmente, se le dio el título de santa, y fue trasladada al Vaticano, donde en secreto fue adorada y encaminada en el santo camino de ser una monja santa.

Aquellos años fueron buenos, aunque solitarios. No le permitieron tener amigos, ya que un santo no podía permitirse esas cosas simples. La gente que la cuidaba la trataba más como una muñeca de porcelana que como una persona. Aunque fue adorada y amada por su poder, se sentía vacía. Ver a la gente que curaba ponerse tan feliz aliviaba un poco su angustia.

No fue hasta sus 14 años que algo cambió en su vida como santa. Una noche, mientras regresaba de su oración nocturna en la capilla del pueblo que estaba visitando, se encontró con un hombre que tenía una terrible herida en el estómago, sangrando profusamente. Al ver el dolor en su rostro y escuchar sus súplicas de ayuda, no pensó en quién era. Simplemente lo curó, porque era lo correcto, porque sabía que su Señor le había dado ese don para curar.

Ella no sabía que aquel hombre era un demonio, uno de aquellos seres profanos que, según se decía, se deleitaban en el dolor ajeno, se bañaban en deseos carnales y causaban caos por placer. Mucho menos sabía que la herida que curó fue infligida por un exorcista que cazaba a ese demonio. Tampoco esperaba lo que vino después: la ira, la indignación que cayó sobre ella solo por haber curado a un demonio fue lo peor que le pudo pasar.

La llamaron bruja, hereje, traidora, y muchas cosas más que prefería no recordar. Tuvo que huir, pues la ejecutarían en ese mismo lugar. No supo cómo escapó, pero entre el dolor y las lágrimas, corrió lo más lejos posible. Los primeros días después de esa noche fueron una pesadilla. Pasó hambre, durmió en la calle, y fue perseguida por seres profanos, atormentada simplemente por haber curado a alguien que necesitaba ayuda.

Pero, aun así, no se arrepintió. El hombre le pidió ayuda, y ella se la ofreció. Fue excomulgada y vista como hereje, sí, pero era la voluntad de Dios, ¿no?

Tres meses después, los ángeles caídos la encontraron y la acogieron amablemente, diciéndole palabras dulces. Le prometieron un hogar para los rechazados por la Iglesia, un refugio para los incomprendidos. En su ingenuidad, lo vio como una posible nueva oportunidad. Grave error, las cosas solo empeoraron.

A los pocos meses, cumplió 15 años, y se le encomendó una importante misión bajo el liderazgo de un ángel caído y sus compañeros. No le dijeron qué era, solo que era lo suficientemente importante como para ganarse el perdón de Dios por su pecado de haber curado a un demonio. O eso le dijeron. Si un ángel, aunque caído, le decía que era la voluntad de Dios, ¿no debía hacerle caso?

Viajó a un pueblo en Japón llamado Kuoh, y allí su vida solitaria dio un giro. Conoció a un chico muy amable llamado Iseei. Aunque no entendía por qué la miraba raro a veces, él la ayudó. Hicieron muchas cosas juntos: comer, jugar, y recorrer el pueblo. Finalmente, Iseei la vio como una amiga y no la rechazó por su don, ese mismo que la condenó por curar a demonios y ángeles caídos. Asia sintió que el vacío en su pecho comenzaba a llenarse, solo para que todo le fuera cruelmente arrebatado.

El grupo de ángeles caídos al que pertenecía hizo cosas horribles. Los monjes excomulgados mataban sin piedad, pero Freed Sellzen era el peor. Mató a una pareja de ancianos frente a ella, profanando a Dios, a los demonios, y prácticamente a todo lo que se le cruzaba. Fue entonces cuando llegó su amigo Iseei, y Asia descubrió que él era un demonio. Pero no le importó; era su amigo, demonio o no. Impidió que Freed lo matara, aunque eso casi le costó ser abusada frente a él. Afortunadamente, la nobleza demoníaca a la que pertenecía Iseei llegó, y todo fue un caos después de eso.

Regañada, golpeada y castigada tanto por Freed como por los ángeles caídos, Asia no se detuvo. Al día siguiente, escapó para buscar a su amigo y despedirse de él. Finalmente, le dijeron cuál era su propósito: ser sacrificada para el ángel caído llamado Reinare, quien tomaría su don.

Amenazada con la integridad de su amigo, no tuvo más opción que aceptar. Y así fue como terminó aquí, despojada de su ropa de monja, vestida con harapos, y atada con cadenas a una cruz roja con símbolos extraños que emitían un brillo siniestro.

Asia miró el techo del sótano donde estaba y rezó por última vez mientras el ritual comenzaba.

"Dios, sé que debes odiarme por ayudar a los demonios y aliarme con esta gente, pero solo quería ayudar. No me gusta ver sufrir a las personas. Solo seguí lo que mi corazón me decía que era correcto. Por eso te pido que, aunque muera, cuides de Iseei. Puede que sea un demonio, pero no quiero que esté triste por mi muerte", pensó Asia mientras cerraba los ojos, con una triste sonrisa en su rostro y lágrimas cayendo por sus mejillas. Ignoró el alboroto que había arriba, ya que era común que Freed se peleara con alguno de los exorcistas excomulgados, lo que siempre terminaba en una muerte.

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Escuchó a Reinare gritarle a la multitud bajo la tarima, pero aquello era lo que menos importaba en ese momento. Un ardor abrasador recorría cada fibra de su cuerpo, y de repente, lo sintió: tentáculos fríos y viscosos, como criaturas infernales, envolvían su piel. Se retorcían bajo su carne, reptando con una malicia que parecía provenir de las sombras mismas, profanando todo en ella sin dejar rincón alguno intacto. Nada quedaba a salvo. Entonces, el poder oscuro del ritual se concentró en sus manos, en los anillos que eran la fuente de su don. La sensación era como si la misma esencia de su ser estuviera siendo arrancada brutalmente, pedazo a pedazo.

Un grito desgarrador escapó de su garganta, pero no se dio cuenta de que era suyo. Reinare reía con una demencia desquiciada, mientras Asia, en medio de su agonía, apenas logró escuchar un sonido más suave, uno que no encajaba en el caos: la voz de Iseei, llamándola. Pero su voz se desvaneció como un eco en un vacío, y la sensación más aterradora se apoderó de ella. Ya no sentía nada. Su don, que la había acompañado como una sombra ineludible durante toda su vida, le fue arrancado con una frialdad despiadada.

"Oh, mi Dios... me gustaría seguir con vida solo para poder estar con mis amigos... tener más amigos... solo deseo ser feliz...", pensó Asia en lo que sintió como los últimos latidos de su corazón.

Un susurro tan frío como el viento del invierno resonó en lo más profundo de su mente.

"Qué noble deseo, inocente y puro. Una doncella que me ha adorado tanto... incluso en este momento tan oscuro... Qué vergüenza."

a voz no era humana. Era imponente, autoritaria, pero también... sarcástica. Entonces, de la nada, todo su ser fue devuelto con una violencia que casi la rompió. Asia abrió los ojos de golpe, con el alma temblando.

Delante de ella estaba Iseei, mirándola con una mezcla de miedo y alivio. Bajó la vista y vio el caos desatado. Los hombres de Reinare luchaban contra los amigos demoníacos de Iseei, y Reinare la observaba desde las sombras, con una expresión incrédula y desconcertada.

Pero Asia no pudo preocuparse por eso. No sentía nada, ni siquiera por su querido amigo Iseei. Algo más profundo estaba ocurriendo.

-¿Cómo es posible que sigas con vida? ¡Deberías estar muerta! -gritó una mujer con una sonrisa torcida, vestida de manera indecorosa, con largo cabello negro y ojos morados que irradiaban crueldad. Sus alas eran negras como la noche más oscura, y flotaba en el aire como un espectro macabro. Miraba a Asia como si fuera un cadáver resucitado, pero el silencio fue interrumpido por algo más aterrador: el grito de Asia, un grito que hizo estremecer la habitación entera. No era un grito de dolor o terror. Era de alegría. Una alegría frenética, casi fanática.

"¡Oh, mi Señor, eres tú! ¡Has respondido mi oración! Padre celestial, perdóname por mis pecados, y prometo ser tu más fiel sierva", gritó Asia, alzando la mirada al techo. Sus ojos brillaban con una luz perturbadora, y el aire en la sala cambió. La atmósfera se tensó, pesada como si algo invisible, pero inmenso, descendiera sobre todos. Los demonios retrocedieron, jadeando. El simple sonido de la santidad que mencionaba Asia les provocaba una migraña desgarradora. Sin embargo, esta vez no era solo una migraña... era algo más.

Los demonios cayeron al suelo, sus cuerpos retorciéndose mientras humo negro ascendía de ellos como si estuvieran ardiendo desde dentro. Sus gritos eran ahogados, sofocados por una presencia abrumadora.

Reinare dio un paso atrás, sus labios torcidos en una sonrisa amarga. Esto no era normal. Esto no podía estar pasando. El estaba muerto, dios no podía ser.

¡Estallido!

El sonido de una campana rompió el aire como un trueno, sacudiendo la iglesia con un eco infernal. Reinare calló, su sonrisa desapareciendo mientras otra campanada resonaba, y luego otra, cada una más profunda, más ominosa.

Afuera, una chica pelirroja alzó la vista, desconcertada por el repentino estallido. A su lado, otra joven también miraba hacia la lejanía, perpleja. Pero no estaban solas. Los ecos de las campanas resonaban por toda la ciudad, rebotando entre las iglesias. Increíblemente, también se oían desde el pueblo vecino, kilómetros de distancia. Era imposible que se escuchara desde allí, pero lo imposible estaba ocurriendo.

El suelo comenzó a temblar, un temblor violento que hizo que la pelirroja y su amiga, Akeno, casi perdieran el equilibrio. No solo temblaba el suelo; el aire mismo parecía vibrar con una energía desconocida. Los edificios crujían, el suelo se agrietaba, y los vidrios explotaban en mil pedazos. Todo estaba cubierto por el ensordecedor eco de las campanas.

-¿Qué... qué está pasando? -gritó la pelirroja, llevándose las manos a los oídos mientras el sonido se volvía insoportable. Entonces, una ráfaga de viento frío azotó sus espaldas, haciéndola girar, solo para ver algo que le congeló el corazón. Montículos de ceniza y plumas negras comenzaron a revolverse, tomando forma, levantándose. Eran los ángeles caídos que habían asesinado, pero sus alas ya no eran negras. Eran blancas, puras como la nieve, y sus vestiduras eran doradas e inmaculadas. En sus manos, llevaban trompetas doradas que brillaban con una luz divina.

Los ángeles espectrales abrieron sus bocas, y lo que salió fue un canto. Coros celestiales llenaron el aire con una melodía tan hermosa que hacía doler los corazones de quienes escuchaban, pero el lenguaje era incomprensible. No era para mortales.

-Rías... ¿crees que sean de la facción del cielo? -gritó Akeno, luchando por hacerse escuchar entre el caos.

-¡No! ¡Mi hermano nunca me habló de algo como esto! -respondió Rías, con una mirada de terror que nunca antes había mostrado.

Entonces, todo se silenció. El mundo entero pareció detenerse. El aire estaba quieto, inmóvil como la calma antes de la tormenta.

Rías y Akeno apenas podían respirar, notando que sus oídos estaban sangrando. No podían comprender lo que acababa de suceder.

-¿Qué... fue...? -empezó a decir Rías, pero antes de que pudiera terminar, un sonido horrendo y majestuoso retumbó en los cielos. Era un estruendo tan poderoso, tan profundo, que parecía resonar en los huesos mismos de la tierra. Era hermoso y monstruoso a la vez. El sonido las obligó a caer de rodillas, como si una fuerza invisible las aplastara.

Con dificultad, vieron que el estruendo provenía de las trompetas que llevaban los fantasmas de los ángeles, ahora volando alto en el cielo. Soplaban con una fuerza sobrehumana, y con cada nota, la tierra temblaba, y el cielo... se abrió.

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