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Chapter 4 - Capítulo 3. El triste estado del cielo de este mundo.

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Capítulo 3. El triste estado del cielo de este mundo.

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Reinare lo supo en el instante en que pisó aquel lugar. Solo había una entidad capaz de caminar por los pasillos de los cielos sin ser notado ni perturbado, alguien que ascendía a través de cada nivel como si la barrera celestial fuera inexistente. Esa impenetrable protección que mantenía a salvo los cielos, que ni siquiera los ángeles, sin importar su rango, podían atravesar sin las puertas correctas. Pero su padre no necesitaba puertas. Él podía entrar y salir a su antojo, y ahora estaban aquí, en su dominio.

Era él. No cabía duda.

Lo vio delante de ella, moviéndose con una seguridad que solo un creador podría tener. Conocía cada rincón de aquel lugar. Lo había diseñado, moldeo con sus propias manos. Observó a Asia, la mortal que no debería estar viva. Perdió su Sacred Gear hace mucho tiempo, y aún así, su padre la había conservado, como si su mera existencia fuera un capricho de su voluntad divina.

Asia caminaba a su lado, maravillada. Sus ojos eran como los de una niña pequeña en una tienda de caramelos, absorbida por la magnificencia que la rodeaba. Cada detalle del cielo la embelesaba, desde las enormes columnas de luz hasta los caminos dorados que llevaban hacia la inmensidad. Vestía un hermoso vestido blanco, con zapatillas tan puras que parecían hechas de cristal. Mantenía su compostura por respeto, pero el brillo en sus ojos traicionaba su asombro.

Reinare, por su parte, lo sentía todo. La nostalgia se apoderaba de ella mientras observaba los cielos que alguna vez llamó hogar. Había sido expulsada por sus propios deseos egoístas, y la última vez que vio este lugar, la luz divina estaba apagada. El reino celestial parecía desmoronarse lentamente tras la muerte del Todopoderoso. Pero ahora, con su regreso, la luz volvía a los cielos. Los ángeles, que antes caminaban como sombras de lo que fueron, ahora miraban con asombro el resplandor dorado que emanaba del palacio celestial. El imponente edificio que dominaba el séptimo cielo brillaba con renovada fuerza. Era el hogar de Dios, y ellos estaban allí.

El Gran Creador recorrió con la mirada aquel lugar que una vez gobernó. Irritación cruzaba su rostro. En sus más terribles pesadillas, nunca habría imaginado un cielo tan caído en desgracia. Los ángeles, que antaño fueron reflejos de su gloria, ahora no eran más que vestigios apagados de su antigua luz. El desorden reinaba donde antes había disciplina, y la falta de propósito los había convertido en cascarones vacíos. Todo estaba muriendo lentamente.

El cielo se parecía al que él conocía, pero no era el mismo. No había almas humanas en ningún nivel, solo ángeles, lo que significaba que faltaban los distritos dedicados a las almas que habían ganado su lugar en la eternidad. Sin embargo, el palacio y el Edén permanecían, intactos. Con ese conocimiento, él se movió por zonas que solo él conocía, evitando cualquier interrupción. No sería detenido hasta que llegara a su trono, el centro de su poder divino.

Finalmente, llegaron a una colosal sala que abarcaba vastas extensiones de tierra, un jardín perfecto. El Edén. Incluso ahora, en su decadencia, su belleza era indescriptible. Sin embargo, algo esencial faltaba. Hasta este lugar, que había inspirado leyendas, estaba muriendo.

Cruzaron bosques, planicies, arroyos cristalinos. Y luego, llegaron al centro. Un lugar que ni siquiera Adán, Eva ni Lilith habían tenido el privilegio de ver. La tierra terminaba abruptamente en unas playas que daban paso a un lago inmenso, tan vasto que, en los momentos adecuados, parecía un océano infinito.

Él puso un pie en la superficie del agua. No se hundió. Continuó caminando como si estuviera sobre suelo firme, el agua a sus pies completamente en calma, como si respetara la autoridad de su creador.

Reinare extendió una mano para detener a Asia. No podían seguirlo más. Estar en los cielos ya era una bendición inigualable, pero llegar al Edén, incluso al borde de las aguas de la vida, era un privilegio que ni siquiera a Adán y Eva se les permitió. Reinare lo sabía, o al menos eso creía. Más allá estaba el trono de Dios, y ningún mortal, ni ángel de bajo rango, era digno de presenciarlo. La duda siempre la había atormentado: ¿fue su padre quien creó el mundo, o fueron los otros dioses de los panteones? Quizás esa era parte del caos que lo había escuchado murmurar.

—Señorita Reinare, ¿qué sucede? —preguntó Asia tímidamente al notar la mano de la ángel caída sobre su hombro. Reinare ya no vestía la ropa casual de antes. Ahora lucía una armadura plateada, grabada con antiguos símbolos. En su cabeza llevaba un yelmo con la forma de un ave extinta hacía milenios.

—Mi padre ya ha sido bastante generoso al permitir que estés en los cielos, en el Edén, y mucho menos en las aguas de la vida —dijo Reinare con frialdad, mientras se arrodillaba con respeto. Esperaba el regreso de su señor, consciente de que estaba usando su autoridad para evitar que los cielos la expulsaran de vuelta a la Tierra.

Asia, con la mente aún abrumada por todo lo que estaba experimentando, trataba de procesar que estaba, de hecho, en el mismo Edén. También intentaba asimilar que había sido bienvenida en los propios cielos, pero la tristeza y el vacío en el ambiente la estaban afectando profundamente. Aún así, al mirar la postura solemne de quien alguna vez fue una cruel y arrogante ángel caída, Asia ahora veía algo mucho más cercano a un verdadero ángel de las Escrituras. Si tan solo sus alas fueran blancas...

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Dios miró las profundidades del lago cristalino. Abajo, en lugar de vida marina, se desplegaba una visión más intrigante: la Tierra en toda su gloria. Las luces de las ciudades resaltaban como manchas luminosas en una superficie que alternaba entre el verde de los bosques y los vastos parches marrones, cubiertos de nubes grises de contaminación. A lo largo del planeta, vastas regiones portaban símbolos que él reconocía de distintos panteones: griegos, hindúes, egipcios, budistas, y muchos más. Pero la mayor parte estaba dominada por un símbolo: su símbolo. Sin embargo, lo que una vez fue una vasta presencia estaba cediendo terreno, fragmentándose.

Más abajo, en la oscuridad, como luciérnagas suspendidas en el vacío, flotaban incontables luces, algunas resplandeciendo con intensidad, mientras otras se desvanecían lentamente. Unas aparecían nuevas, y otras perecían sin dejar rastro. Sabía lo que significaban. Eran las almas que habitaban este mundo, pero la escena ante él era desordenada, caótica.

Las luces estaban en una confusión interminable, un caos que no dejaba lugar a la armonía. La falta de orden era evidente. Los demonios no eran los únicos responsables; había vampiros, dioses menores, bestias de otra dimensión, y criaturas cuyo solo propósito era devorar la vida. Las almas humanas, que una vez siguieron un ciclo claro de vida, muerte y reencarnación, ahora eran arrebatadas en grandes cantidades por seres oscuros. Demonios y ángeles caídos competían en un juego macabro, reclamando almas para sus ejércitos, mientras que otras criaturas, desde dragones hasta antiguos dioses, perturbaban el equilibrio, consumiéndolas sin misericordia.

La reencarnación, antaño un proceso fluido y natural, apenas funcionaba. La línea que permitía a una vida apagada regresar en otra forma estaba rota. Solo unas pocas almas lograban escapar de ser consumidas o manipuladas, pero muchas quedaban atrapadas, condenadas a un ciclo interminable de servidumbre, siendo devoradas o usadas para propósitos nefastos. El caos sobre el caos. Un lugar donde el orden ya no existía, donde cada luz que se apagaba no siempre encontraba su reemplazo.

El dios de este universo lo había dejado todo a su suerte, permitiendo que cada ser con poder y ambición destrozara el equilibrio sagrado.

Dios continuó observando, sus ojos  recorriendo la escena más allá del lago. Entre el caos, algo más llamaba su atención: las pocas almas humanas que lograban cruzar el ciclo natural de vida y muerte, aquellas que, por alguna razón, no eran consumidas por demonios o criaturas sobrenaturales, parecían irradiar una energía diferente. Al renacer, muchas de estas almas portaban fragmentos de un poder desconocido, una chispa que parecía desprenderse de ellas, como un eco de algo más grande. Esta energía era algo que otras almas no compartían, como si el propio ciclo de reencarnación las bendijera con una fuerza especial.

Era un fenómeno único, pues aquellas almas que lograban escapar del caos recibían este don, una especie de poder que se adhería a ellas, permitiéndoles hacer cosas que los demás mortales solo podían soñar. Algunos desarrollaban habilidades extraordinarias; otros, potenciales latentes que brotaban como fuegos fatuos de su ser. Sin embargo, este regalo no siempre duraba.

El caos que dominaba el mundo impedía que estas almas alcanzaran su verdadero potencial. Cuando eran atrapadas por las garras de las entidades sobrenaturales, estos poderes se atascaban, sofocados por la influencia de quienes buscaban controlarlas. En lugar de crecer, las energías se desvanecían, o peor aún, eran absorbidas para alimentar a aquellos seres que mantenían el control del ciclo de la vida y la muerte. Los dones se corrompían, y las almas quedaban encadenadas a propósitos oscuros, utilizadas como peones en juegos de poderes más grandes de lo que podrían haber imaginado.

Era un ciclo roto y condenado: el poder que debía ser su salvación se convertía en su ruina, atrapado y torcido por las fuerzas sobrenaturales que ahora gobernaban el destino de la humanidad en este mundo.

"Qué puto desastre", resopló Dios. Aunque tenía un problema de pecadores en su universo —por culpa de Lucifer y Lilith, que le dieron a Eva esa fruta que encerraba todos los males del mundo—, además de mucho papeleo por un modus operandi algo defectuoso, aquí simplemente era una mierda absoluta.

Apartando su vista de la visión actual del mundo, siguió su camino y vio con algo de curiosidad algo nuevo, que no estaba en su versión del trono. Abajo, grandes líneas doradas se cruzaban en un complejo sistema de círculos mágicos que formaban bellas estructuras. Parecía una especie de sistema que captaba todo el poder de la creencia de la gente hacia él, además de otras fuentes de energía, y técnicamente lo reemplazaban de su labor, aunque de manera tosca. Controlaba el mundo y evitaba que toda esa basura que vio antes colapsara definitivamente. Era un sistema complejo que, según pudo notar, carecía de una pieza importante.

Todo estaba mal. No estaban sus ángeles resguardando el trono, ni los querubines que solían revolotear cantando sus coros de alabanza. Todo se sentía tan solo.

Finalmente, vio algo familiar que era casi un reflejo de su universo: su trono. Glorioso y resplandeciente, tal como lo recordaba haberlo creado. Se encaminó hacia él, sabiendo que, al sentarse, tendría una visión más clara de lo que realmente estaba ocurriendo. Si su pésimo otro yo hizo algo bien, fue dejar un respaldo en el trono en caso de emergencia. Sí, no era su respaldo, pero no podía permitir que este universo colapsara por culpa de una versión deficiente de sí mismo. Las ramificaciones serían una absoluta pesadilla.

Tan absorto estaba que no notó unos ojos esmeralda, llenos de lágrimas, observándolo desde las alturas. Aquellos ojos, ansiosos, miraban con incertidumbre a la figura que se acercaba con tanta confianza al trono.

"¿Padre?" Se dijo a sí misma una voz femenina, llena de pureza y bondad.

"Está bien, esto será una decisión sin retorno", pensó Dios mientras subía los escalones hacia el trono dorado. "Si me siento aquí, tendré que solucionar este desastre de mundo. Pero bueno, si no lo hago, ¿quién más lo hará?"

Con una floritura de su capa, se sentó. Y así, el cielo mismo tembló.

Dios había regresado, y con su vuelta, al fin, todo tendría una pequeña chispa de esperanza.

Permaneció allí, mientras el complejo sistema bajo el trono cobraba vida, como si la pieza faltante finalmente hubiera encajado en su lugar. La energía fluyó hacia el trono mientras Dios cerraba los ojos para concentrarse y asimilar toda la información que, afortunadamente, su yo alterno había dejado. Además, absorbió los datos que el intrincado sistema, creado por su otro yo, había almacenado y recopilado.

Permaneció así unos segundos, hasta que abrió los ojos de golpe y, con una furia absoluta, gritó un solo nombre. Inhaló profundamente y lanzó el grito, que resonó en todos los niveles de los cielos.

¡Maickool!.