—Toda mi vida, desde que tengo memoria, he sido golpeado y maltratado por humanos. Nunca conocí a mis padres, pero, por lo que dicen estos humanos, a ellos seguramente les hicieron lo mismo. Ojalá todo acabe rápido esta vez… —reflexionó, con la tristeza reflejada en su voz interior.
Lentamente, los ojos del chico se cerraban; el dolor de la paliza que le estaban propinando se desvanecía y el cansancio comenzaba a apoderarse de su cuerpo. La sangre escurría por su rostro, mezclándose con la suciedad que nunca llegaba a quitarse por completo. Pero el dolor físico ya no importaba; había algo más profundo que lo quebraba.
—Oye… no estará… ¿muerto, verdad? —dijo uno de los maleantes.
—Esta vez la hemos hecho gorda; era el juguete favorito del jefe —respondió su compañero.
—Se supone que es una mitad bestia, debería de resistir, ¿no? —preguntó, con evidente preocupación.
—Escucha, será mejor que nos larguemos. Nadie nos vio entrar, y si nos inventamos una excusa con coartada, nadie sabrá que estuvimos aquí —contestó el otro, sin ocultar el nerviosismo.
Las voces de los maleantes se desvanecieron en la mente del chico bestia, cuyo cuerpo exánime y apodo, "Saco", reflejaban los golpes interminables que recibía. Finalmente, cayó en un sueño profundo, uno del que deseaba no volver a despertar.
«Espero no despertar esta vez… Esta calma… es mi único momento de paz…»
En medio de esa tranquilidad, una voz desconocida irrumpió, rompiendo el silencio que tanto anhelaba. Al principio, le costaba discernirla, pero pronto se hizo más y más clara, hasta ser perfectamente audible.
—¿Dónde estoy? ¿Esto es… lo que llaman reencarnación? —se preguntó, confundido—. ¡Sí, joder! Pero… ¿por qué está tan oscuro?
El lugar era completamente negro, pero aun así podía verlo perfectamente.
—¿Acaso es el horario de cierre? —murmuró la voz. No sonaba ni divina ni celestial, sino humana; un alma extraña había acabado dentro del cuerpo maltratado del chico bestia.
El pobre chico, cuya paz una vez más había sido interrumpida por la presencia humana, no tuvo más remedio que enfrentarse a la confusión.
«¿Es raro... acaso los dioses tienen horarios?» —pensó mientras llamaba a voces por alguna señal—. ¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —La voz eufórica continuaba, llena de una extraña mezcla de emoción y desconcierto.
El chico bestia, agotado, avanzó hacia el intruso con paso lento y temeroso, esperando, como siempre, recibir otra paliza. Era lo único que conocía.
—Hola, niño... No, espera… ¿Dios? —El extraño observó detenidamente al chico de cabello negro y ojos dorados.
El chico bestia, sin mostrar ninguna emoción en su rostro pálido y carente de vida, se quedó en silencio, sin saber qué esperar de este humano.
—Oye… Puedo entender que sea difícil confirmar a alguien que está muerto, pero este silencio me está matando. Nunca mejor dicho. —El extraño lo miraba, con una pregunta surgiendo en su mente—. ¿No eres Dios, verdad?
El chico bestia alzó la mirada, evitando los ojos del intruso. Tras unos segundos de duda, respondió con una voz apagada.
—No soy Dios, señor. Me llaman Saco —respondió, esperando una respuesta violenta.
—¿Acaso eres su ayudante? —preguntó el hombre, mientras un pensamiento distraído lo atormentaba—. ¿Señor? ¿Acaso me veo tan viejo? Estoy en mis veinte, ¡maldición!
El joven no entendía a este humano. «¿Acaso es un nuevo tipo de violencia?» pensó, mientras se apresuraba a responder.
—No conozco a un tal Dios, señor.
—Mmm… qué extraño. Bueno, me habría decepcionado si él fuera quien te nombró. Pero… ¿dónde estamos? —dijo suspirando ante la incongruencia de la situación.
Al escuchar la pregunta, Saco se dio cuenta de que tampoco sabía dónde estaban. Miró en todas direcciones y solo veía oscuridad; un lugar donde ambos podían verse sin problema.
Observando la confusión de Saco y su silencio, el extraño decidió presentarse.
—¿Saco? Mi nombre es Ryuuji Kurogami —dijo con aire de grandeza.
—¿Ruy...ji? ¿Ruiju? —Intentaba pronunciar el nombre, siendo incapaz de hacerlo bien.
Al verlo esforzarse, el misterioso hombre soltó una risa incómoda.
—Simplemente llámame Kuro —dijo mientras acariciaba el suave pelaje en la cabeza de Saco.
—No lo sé. Nunca he estado aquí antes —respondió Saco, confundido.
—¿Qué estabas haciendo antes de llegar aquí? —preguntó Kuro, intentando averiguar si había alguna relación entre ambos.
—Me estaban golpeando, como siempre. Esta vez estaba muy cansado, cerré los ojos y… luego aparecí aquí.
Kuro tragó saliva, pensando que al igual que él, el chico estaba muerto. No sabía cómo darle la noticia a alguien tan joven.
«Mierda, ¿cómo le digo que está muerto? No, espera… ¿no se supone que aquí es cuando me lo dicen a mí y me reencarnan? Sí que está tardando Dios; ahora somos dos en la fila», dialogó consigo mismo en pensamientos.
—Creo que estoy tardando demasiado… Debo ser yo quien le dé la noticia.
Cerró los ojos durante un breve instante, decidido a darle la cruda noticia. Pero al abrirlos, no había nadie.
—¡Joder! —gritó, sobresaltado—. ¿Es esto alguna especie de película de terror o algo?
El oscuro lugar en el que se encontraban comenzó a llenarse de colores lentamente. Kuro parpadeó, y de repente todo cambió. Saco despertó de su sueño, aunque el lugar seguía siendo su realidad: una habitación lúgubre, fría y oscura.
—¿Qué está pasando? ¿Dónde estoy? —murmuró Kuro, mirando a su alrededor.
En ese momento, Saco también despertó de su sueño profundo. Pero no estaba solo. Frente a él, se encontraba Gundar, el jefe de los traficantes de esclavos. Gundar lo miró con desdén, sosteniendo un cubo de agua fría.
—Despierta, Saco. Dime… ¿quién se atrevió a golpearte sin mi permiso? —preguntó enfadado, con el puño apretado.
Incapaz de responder, su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por el terror infundido por la experiencia. Kuro, que observaba desde aquel lugar, entendió rápidamente la situación.
—¡Saco! —gritó Kuro, tratando de que el chico lo escuchara—. Tenemos que salir de aquí. Si te quedas, morirás. ¡Escapemos!
Su voz no lograba alcanzarlo; su cuerpo estaba petrificado, sin poder recibir ningún otro estímulo que el miedo.
—¿Y bien? ¿Me lo dirás o… tendré que ser más… persuasivo? —La amenaza de Gundar se sentía palpable.
Saco era incapaz de pronunciar las palabras.
—Ed… eda… la… pl… —Intentaba con todas sus fuerzas evitar otra paliza de Gundar, quien, cuando está enfadado, no se detenía, aunque su víctima muriera.
—Cierto… Se me olvidó que te cortamos la lengua para dejar de escuchar tus súplicas. Debiste haberte callado y recibir los golpes sin decir nada; toda esta situación es tu culpa.
Gundar sacó una llave de su bolsillo y se acercó a la única mesilla de la habitación. Al abrir el cajón, no solo Saco, sino incluso Kuro, sentían que esta vez no saldrían vivos. Afortunadamente para ellos, un subordinado interrumpió con una noticia urgente.
—¡Señor! —entró casi sin aliento, ignorando el ambiente tenso—. La elfa ha escapado y está liberando al resto de los esclavos.
El rostro de Gundar se tornó sombrío al escuchar las palabras de su subordinado. Solo pronunció tres palabras, pero para Saco fueron suficientes para encadenarlo a esa oscura y lúgubre habitación:
—Ni te muevas.
Gundar no se molestó en cerrar la puerta; esos segundos de más significaban pérdidas importantes para él. Sabía que Saco no haría nada por su cuenta, pero no contaba con Kuro, que ahora habitaba en su interior.