Pasaron los días, y la rutina de Dante se volvió monótona, pero extrañamente cómoda. Cada mañana bajaba a la taberna, donde se servía lo que pasaba por comida en ese lugar. Platos que parecían más pensados para alimentar a ratas que a personas: trozos de pan duro, carne que no quería identificar, y verduras marchitas. Nada tenía un sabor decente, pero él ya no se molestaba en quejarse. Si la comida no lo mataba, al menos lo mantenía en pie.
La cerveza, por otro lado, seguía siendo su única fuente de alivio. Sabía a rayos, pero al menos estaba fría gracias a su peculiar habilidad de enfriar las cosas con un simple pensamiento. Pasaba horas bebiendo, con la jarra en la mano, sin hacer caso a los aldeanos que se esforzaban por reconstruir lo que los bandidos habían destruido.
La aldea estaba en ruinas. Los techos quemados, las paredes derrumbadas, y los caminos llenos de escombros. La gente iba de un lado a otro, recogiendo lo que podían, intentando salvar lo poco que quedaba. Pero Dante no les prestaba atención. Para él, todo era un escenario que apenas importaba. Su rutina consistía en beber, comer lo justo para no morirse de hambre, y evitar cualquier contacto innecesario con los aldeanos.
Aun así, la gente lo miraba. Sabían quién era. El hombre que había incinerado a los bandidos sin mover un dedo, el extraño con poderes que ellos ni siquiera podían imaginar. Pero lo que sabían aún mejor era que no querían molestarlo. Lo habían intentado los primeros días, acercándose con preguntas o agradecimientos torpes, pero cada vez que alguien lo hacía, Dante los mandaba a la mierda sin miramientos.
—¿Qué quieres? —les decía, con la boca llena de esa especie de pan duro—. ¿No ves que estoy comiendo? Vete a tomar por culo.
Su tono impertinente, y el hecho de que podía incinerar a cualquiera con solo una mirada, hicieron que los aldeanos aprendieran rápido. Después de los primeros intentos fallidos de hablar con él, la gente dejó de intentarlo. Se limitaban a observarlo desde lejos, mientras reconstruían sus casas o transportaban madera y piedras.
Dante no podía evitar notar las miradas furtivas, pero no le importaban. Sabía que lo veían como algo extraño, tal vez incluso como un monstruo. Y si era así, mejor. No quería ser parte de su estúpido mundo. Lo único que necesitaba era que lo dejaran en paz, y mientras eso siguiera así, él seguiría con su vida de cerveza y desprecio.
Los días pasaban con lentitud, cada uno igual al anterior. Los aldeanos reconstruían lo destruido, mientras Dante seguía su rutina sin mayores sobresaltos. Nadie se atrevía a molestarlo, y eso le bastaba.
Pasaron algunas semanas más, y la rutina en la aldea seguía siendo la misma. Dante continuaba bajando a la taberna cada día, comiendo lo que podía y bebiendo cerveza, mientras los aldeanos reconstruían lo que los bandidos habían destruido. Un día, sin embargo, la calma fue interrumpida por la llegada de un grupo de caballeros que irrumpieron en la aldea, montados en caballos imponentes, con armaduras relucientes. Habían sido enviados desde el condado vecino tras recibir informes de ataques de bandidos en la zona.
Al llegar, los caballeros inspeccionaron el estado de la aldea, notando que, aunque estaba visiblemente dañada, los aldeanos parecían estar relativamente a salvo. Los aldeanos, al ver a los caballeros, mostraron una mezcla de temor y respeto. Sabían que, aunque estos hombres estaban allí para "protegerlos", también podían hacer lo que quisieran bajo el manto de su autoridad. La relación con la nobleza siempre había sido una de sumisión.
Uno de los caballeros, de aspecto imponente y con la voz grave, dio un paso adelante y se dirigió a los aldeanos.
—Somos caballeros del Reino de Arkenfall. El conde del condado vecino nos ha enviado al escuchar sobre los ataques de los bandidos. ¿Qué ha sucedido aquí?
Los aldeanos, nerviosos y temerosos de decir algo que pudiera irritar a los caballeros, se apresuraron a contar lo sucedido, describiendo el ataque de los bandidos y cómo, de forma inesperada, un forastero se encargó de eliminarlos. Los caballeros, inicialmente incrédulos, escucharon con atención, pero la historia parecía demasiado fantástica para ser verdad.
Intrigados por la mención de este forastero, los caballeros se dirigieron a la taberna, donde Dante, como de costumbre, estaba sentado, bebiendo tranquilamente. Uno de los caballeros más jóvenes se acercó a él, con una expresión seria y autoritaria.
—¿Quién eres? —preguntó, sin rodeos—. ¿Cómo derrotaste a los bandidos?
Dante levantó la mirada de su jarra, molesto por la interrupción, y respondió con su habitual impertinencia.
—¿Y tú quién coño eres para venir aquí a preguntarme algo sin haberte presentado antes? —respondió, su tono cargado de sarcasmo—. ¿Y encima vienes exigiendo respuestas? Vete a tomar por culo.
El caballero, sorprendido por la actitud de Dante, frunció el ceño, claramente ofendido. Los demás caballeros también se acercaron, listos para intervenir si la situación se volvía tensa. La atmósfera se llenó de tensión cuando uno de los caballeros, visiblemente enfadado, dio un paso hacia adelante, decidido a detener a Dante y ponerlo en su lugar.
Pero antes de que pudiera tocarlo, Dante, sin levantarse de su silla, bajó la mano al suelo y trazó una pequeña línea de fuego ardiente con su dedo. Las llamas se encendieron al instante, formando una barrera entre él y los caballeros. Aunque las llamas eran pequeñas, el calor que emitían era intenso, lo suficiente como para que los caballeros retrocedieran un paso.
—No os paséis de listos —dijo Dante, mirándolos con desdén—. Yo estaba aquí tranquilo, sin molestar a nadie, y venís a joderme el día. Si no tienen nada mejor que hacer, largáos.
Los caballeros se quedaron congelados por un momento, sorprendidos por la repentina muestra de poder. No sabían qué hacer ante este extraño forastero que parecía controlar las llamas con tanta facilidad. Los aldeanos, que observaban la escena desde la distancia, guardaron silencio, aterrados por lo que podría suceder.
Dante, por su parte, simplemente volvió a tomar su jarra de cerveza y le dio un trago, sin mostrar el menor interés por los caballeros que aún lo miraban, sin saber si atacar o retroceder.
—Dejadme en paz, joder —añadió, dándole otro trago a su cerveza, como si la conversación hubiera terminado.
Después de que Dante trazara la línea de fuego en el suelo, los caballeros retrocedieron unos pasos, sorprendidos por el despliegue de poder. Fue entonces cuando el líder de ellos, Sir Alric, decidió intervenir para evitar que la situación se intensificara aún más.
—Calma, calma —dijo Sir Alric, levantando una mano para tranquilizar tanto a sus hombres como a Dante—. No estamos aquí para causar problemas. Solo vinimos para asegurarnos de que la aldea estuviera a salvo después de los ataques de los bandidos.
Dante bufó, visiblemente fastidiado, pero al menos el tono del líder era más razonable que el de sus compañeros. Dio otro trago a su cerveza antes de responder.
—Pues ya lo ves —dijo con sarcasmo—. Los bandidos están bien muertos, y la aldea está... más o menos en pie. Así que, si ya habéis visto lo que necesitáis, dejadme en paz de una puta vez.
Los caballeros intercambiaron miradas incómodas, pero Sir Alric intentó seguir el diálogo con una voz más calmada.
—Nos han contado que fuiste tú quien eliminó a los bandidos. Es un acto digno de reconocimiento. Hay una recompensa por ellos en el condado, si te interesa.
Dante rodó los ojos y dejó escapar un suspiro de fastidio.
—¿Otra vez con la mierda de la recompensa? Os lo he dicho antes, que os la quedéis. Gastadla en lo que os salga de la polla. A mí no me interesa el dinero, ni vuestro reconocimiento, ni ninguna de vuestras gilipolleces de nobleza.
El líder de los caballeros se rascó la barbilla, claramente desconcertado por la actitud de Dante, pero decidido a seguir siendo diplomático. Mientras hablaban, uno de los caballeros más jóvenes, con curiosidad en los ojos, se atrevió a intervenir.
—¿Acaso eres un mago? —preguntó con cierta timidez, impresionado por el poder que Dante había mostrado.
Dante soltó una carcajada áspera, como si la pregunta fuera lo más estúpido que había escuchado en días.
—¿Un mago? ¡Ja! —se burló, con su tono mordaz habitual—. No, chaval, no soy uno de esos eunucos incultos que se pasan la vida con túnicas y varitas de mierda. Lo que hago no es magia de libro, es solo... lo que me da la gana hacer. Así que deja de intentar ponerme etiquetas, que no soy de tu maldita Edad Mierda.
Los caballeros no sabían bien cómo reaccionar. Sir Alric, viendo que Dante no estaba dispuesto a colaborar mucho más, decidió terminar el intercambio de manera más práctica.
—Está bien —dijo, asintiendo—. Si rechazas la recompensa, no insistiremos más. Pero agradecemos lo que has hecho. Nos aseguraremos de que el condado esté al tanto.
Dante se encogió de hombros, como si le diera absolutamente igual lo que dijeran o hicieran.
—Lo que os dé la gana. Pero antes de iros, tengo una pregunta más importante —dijo, cambiando el tono a uno un poco más interesado—. ¿Dónde coño puedo encontrar mujeres por aquí? Pero no cualquier tipo de mujer... Busco algo específico. Pelo negro, piel clara, ojos rasgados... ya sabéis, mujeres japonesas.
Los caballeros intercambiaron miradas, perplejos por la extraña petición.
—Hemos visto mujeres de muchos tipos en nuestras tierras —respondió Sir Alric, con una ceja levantada—, pero eso que describes... nunca lo hemos visto por aquí. No existe nada parecido en estas tierras.
Dante golpeó la mesa con frustración, claramente irritado por la respuesta.
—¡Me cago en todo! —exclamó, poniéndose en pie y lanzando una mirada de desprecio hacia el cielo—. ¡Maldita diosa de mierda! ¡No solo me sacas de mi mundo en el peor momento posible, sino que me traes a un lugar donde ni siquiera existen las japonesas! ¡Qué broma más maldita es esta!
Los caballeros retrocedieron, sorprendidos por la repentina explosión de ira de Dante. Mientras él seguía maldiciendo en voz alta, el líder hizo un gesto a sus hombres para que se retiraran discretamente.
—Será mejor que lo dejemos por ahora —murmuró uno de los caballeros mientras se alejaban.
Dante, aún furioso, volvió a sentarse, lanzando una última mirada desafiante al cielo, como si esperara que la diosa lo estuviera escuchando. Pero sabía que, como siempre, no habría respuesta. Solo su propia frustración en un mundo que no le importaba lo más mínimo.