La nave descendió con suavidad sobre la plataforma de aterrizaje de la fortaleza principal del planeta de la Mano. Desde la cubierta, Rivon observaba cómo el vasto complejo militar se extendía frente a él, con torres imponentes y estructuras defensivas que parecían tocar el cielo gris. Los cañones orbitales y las barreras energéticas protegían la fortaleza de cualquier ataque exterior, y dentro de esas murallas, la disciplina y el orden eran absolutos.
Los Ascendidos Menores y los legionarios comunes descendían de la nave en formación, marchando hacia sus respectivas áreas de servicio. Rivon, acompañado de Sera, avanzaba por los pasillos de la nave hacia la salida. La plataforma de desembarco era un espacio vasto y frío, lleno de actividad militar, con vehículos de combate y máquinas de guerra preparadas para cualquier eventualidad.
A diferencia de las naves estelares, el planeta de la Mano era una fortaleza viva, una ciudad-militar dedicada completamente a la guerra y la producción. Aquí no había lugar para la relajación o la complacencia. Cada soldado, cada civil, tenía un propósito dentro de la maquinaria que mantenía al Imperio Celestial en funcionamiento. Rivon sabía que este sería el lugar donde su verdadero potencial sería evaluado.
— Estamos en casa, murmuró Sera, aunque su voz no reflejaba emoción alguna. Sabía que, aunque ya no eran esclavos, su vida estaba inevitablemente ligada a las exigencias de esa fortaleza. Aquí, incluso los ciudadanos de alto rango vivían bajo la constante vigilancia de los superiores.
Al llegar al interior del complejo, Rivon fue dirigido hacia los cuarteles de los Ascendidos Menores, un lugar reservado para los guerreros de élite de la Mano. Las instalaciones eran de primer nivel, con todo lo necesario para que los soldados mantuvieran su armamento, descansaran y se prepararan para las futuras misiones. Las habitaciones estaban construidas de metal liso y frío, con espacios amplios pero austeros, diseñados para maximizar la eficiencia.
Sera, por su parte, fue conducida a un área más pequeña dentro de los cuarteles, reservada para los civiles que acompañaban a los Ascendidos. Aunque más cómoda que los barracones de los legionarios, Sera sabía que la vida aquí no sería mucho mejor que en la nave. Los días serían largos y monótonos, y su único consuelo sería saber que su hermano estaba más cerca de lo que alguna vez soñaron.
Rivon, mientras tanto, se sumergió en la rutina de la fortaleza. Los días estaban marcados por entrenamientos intensos, reuniones con los superiores y evaluaciones constantes de su desempeño. Aunque las misiones parecían haber cesado temporalmente, la preparación para la guerra nunca se detenía en el planeta de la Mano.
— Te has adaptado bien — comentó Talon, uno de los Ascendidos con los que Rivon había compartido varias misiones. — Este lugar cambia a los hombres. A algunos los rompe, pero a otros les da la oportunidad de encontrar su verdadera fuerza.
Rivon asintió. Sabía que el verdadero poder no estaba solo en el campo de batalla, sino en cómo se mantenía el control en un lugar como ese. Los Primus Ascendidos que gobernaban el planeta no solo eran guerreros excepcionales, sino también estrategas que entendían que el poder debía consolidarse en tiempos de paz tanto como en tiempos de guerra.
Mientras pasaban los días, Rivon comenzaba a notar cómo su posición en la Mano se fortalecía. Su destreza en combate lo había destacado ante los ojos de sus superiores, y ahora, en las reuniones estratégicas, su voz comenzaba a ser escuchada con más respeto. Pero dentro de él, sabía que su verdadero poder aún estaba por desatarse.
Sera, por su parte, trataba de adaptarse a la vida en el planeta. Aunque estaba lejos de ser una esclava, sentía que la libertad que habían ganado era frágil. Los ojos de los oficiales y los ciudadanos de alto rango siempre la observaban, y aunque no era consciente del crecimiento oscuro que su hermano estaba experimentando, percibía que algo en él había cambiado desde que llegaron a la fortaleza.
Una tarde, después de una larga jornada de entrenamiento, Rivon regresó a sus aposentos. Lyra, la esclava que le habían asignado en la nave, ahora vivía en una pequeña habitación adyacente a la suya. A diferencia de los otros esclavos, Lyra tenía acceso limitado a los espacios de los Ascendidos, pero siempre estaba a disposición de Rivon cuando él lo requería.
— ¿Todo en orden? — preguntó Rivon, mientras Lyra se acercaba silenciosamente para ayudarle a quitarse la armadura.
— Sí, mi señor, respondió ella en voz baja, sus manos moviéndose con precisión mientras retiraba cada pieza de la armadura.
Rivon no dijo más. Sabía que su posición dentro de la Mano lo colocaba en una posición de poder sobre muchos, pero su ambición no terminaba ahí. Sabía que en el planeta había más por descubrir, más por controlar, y que sus habilidades estaban destinadas a algo mucho más grande que lo que cualquier Primus Ascendido podía imaginar.
Mientras la noche caía sobre la fortaleza, Rivon miró por la ventana de su habitación, observando las luces de la ciudad militar y las sombras proyectadas por las torres de defensa. Sabía que su tiempo en ese planeta no sería solo para seguir órdenes, sino para consolidar su propio camino hacia el poder total.
La vida en el planeta de la Mano no ofrecía ni un solo respiro. Aunque las misiones militares estaban en pausa, la guerra seguía librándose de formas más sutiles. Cada día, Rivon se sometía al mismo ciclo de entrenamiento y observación, su mente siempre alerta a los movimientos de los demás. Los Ascendidos Menores, aunque no en combate activo, eran los guardianes de la disciplina. Su papel en la sociedad era más crucial de lo que muchos llegaban a comprender: eran el pilar que mantenía el orden en una estructura construida para la guerra.
Con el paso de los días, Rivon se adaptó a la rutina con una facilidad casi instintiva. Los entrenamientos eran brutales, diseñados no solo para reforzar su físico, sino para endurecer su mente. La vida dentro de las murallas de la fortaleza era una prueba constante, un desafío tanto emocional como físico. Los Ascendidos que no lograban mantener el control de sí mismos eran eliminados sin piedad, un destino que flotaba constantemente en el aire, visible en los rostros de aquellos que aún intentaban aferrarse a sus puestos.
Pero Rivon era diferente. Para él, el mayor desafío no venía del campo de entrenamiento, sino de la forma en que el poder se tejía en la jerarquía. Sabía que su éxito no dependía solo de su fuerza bruta, sino de su habilidad para manipular las reglas del juego. Cada interacción con sus superiores era un movimiento calculado. Con cada día que pasaba, su estatus crecía, y con ello, el interés de aquellos que lo observaban desde las sombras.
Una mañana, mientras se dirigía al centro de mando para una reunión estratégica, notó algo fuera de lo común. Las patrullas de legionarios comunes eran más numerosas, y los canales de comunicación parecían vibrar con una tensión subterránea, no anunciada oficialmente, pero palpable. No había alarmas, pero la atmósfera había cambiado.
— Parece que algo grande está por suceder — murmuró Talon, uno de sus compañeros Ascendidos, mientras se acercaba a Rivon en su camino hacia la reunión. — ¿Lo has notado? Todo está más… cargado.
Rivon no respondió de inmediato. Su mirada recorrió los corredores abarrotados, notando los sutiles gestos de nerviosismo entre los legionarios. Sabía que en un lugar como ese, las tensiones siempre estaban presentes, pero esta vez había algo más, algo que aún no podía identificar.
Al llegar al centro de mando, la sala estaba llena de oficiales de alto rango, conversando en voz baja alrededor de las mesas de estrategia. Mapas holográficos de la galaxia flotaban sobre la mesa principal, mostrando los sistemas estelares bajo el control del Imperio. Las fronteras del Imperio eran siempre un hervidero de conflicto, y aunque las últimas batallas habían resultado en victorias, todos sabían que era solo cuestión de tiempo antes de que comenzaran de nuevo.
Rivon se acercó a la mesa central donde se encontraba el Primus Ascendido, observando los mapas con una mirada fría y calculadora.
— Las incursiones alienígenas en los sectores exteriores han sido contenidas, pero no por mucho tiempo — comentó uno de los oficiales, su voz grave. — Nuestros recursos están al límite.
Rivon se mantuvo en silencio, su mirada fija en los hologramas. Sabía que la situación era crítica, pero lo que más le interesaba no era la estrategia militar, sino las dinámicas de poder que esas tensiones revelaban. El verdadero campo de batalla estaba dentro de las paredes de esa sala.
La reunión terminó con pocas respuestas, pero la inquietud entre los Ascendidos no se disipó. Mientras salían del centro de mando, Talon volvió a acercarse.
— Parece que nos aguarda algo importante, — dijo, su tono bajo pero agudo. — ¿Crees que nos envíen a la frontera?
Rivon lo miró de reojo, su mente calculando sus próximos movimientos. Sabía que su destino era mayor que cualquier misión, pero no era el momento de compartir sus pensamientos.
— Estaremos listos para lo que venga, — respondió, manteniendo su tono frío y neutral.
De regreso en sus aposentos, Rivon encontró a Lyra, quien había pasado el día limpiando y preparando lo necesario para su regreso. Su esclava, siempre presente pero invisible, esperaba sus órdenes en silencio, como era habitual. Su piel pálida y sus ojos vacíos eran un recordatorio constante de la frialdad y brutalidad de su mundo.
Sin decir una palabra, Rivon se quitó la armadura, sus movimientos lentos y calculados. Colocó las piezas metálicas en el soporte junto a la pared, y luego, con un gesto que no requería palabras, le indicó a Lyra que se acercara.
— Ven aquí — dijo finalmente, su tono firme y sin apuro.
Lyra obedeció de inmediato, avanzando hacia él con pasos ligeros. Su sumisión era total, su rol claro: cumplir cada deseo de su amo sin preguntas, sin emociones. Con el tiempo, había aprendido a borrar cualquier rastro de su humanidad frente a él, convirtiéndose en la herramienta perfecta.
Rivon la observó por un largo momento, su mirada fría evaluando su total sumisión. Era en esos momentos de quietud donde encontraba su verdadero poder. La vida en el planeta de la Mano era una máquina implacable de guerra y disciplina, pero en esos momentos privados, podía liberarse de esa rigidez y centrarse en algo más visceral.
— Arrodíllate — murmuró, su voz un eco suave pero imponente.
Lyra se dejó caer al suelo sin dudarlo, su cuerpo cediendo ante la autoridad inquebrantable de Rivon. No había palabras de súplica, no había resistencia. Su destino estaba marcado, y ambos lo sabían. Rivon la miraba con una satisfacción silenciosa. No era solo el acto lo que lo complacía, sino la reafirmación de su control absoluto sobre ella. El poder no estaba solo en la fuerza física, sino en la capacidad de hacer que otra persona se rindiera completamente a su voluntad.
Sus dedos se enredaron en el cabello de Lyra, tirando de él con firmeza, pero sin violencia. El control estaba en la precisión, no en la brutalidad. No necesitaba apresurarse, no necesitaba ser salvaje. Cada gesto que hacía estaba calculado para recordarle que no tenía otra opción, que su única función era complacerlo.
La tensión en la habitación se intensificó mientras Rivon la usaba para su propia satisfacción, sus movimientos deliberados y controlados, como un depredador disfrutando de su presa. No había lugar para la ternura ni para el placer compartido, solo el dominio absoluto de Rivon sobre el cuerpo y la mente de Lyra.
Cuando terminó, la dejó tendida en el suelo, su respiración apenas alterada mientras la de Lyra era un susurro tembloroso. Era suya en todos los sentidos, y la sumisión que ella mostraba solo alimentaba su ambición.
La vida en el planeta de la Mano era tan implacable como en cualquier otro rincón del Imperio. Aunque las misiones militares estuvieran en pausa, la guerra no cesaba. La fortaleza era una máquina que nunca se detenía, y cada engranaje debía cumplir su función con precisión. Para Rivon, cada día comenzaba con el riguroso entrenamiento, su cuerpo y mente afilados por la rutina. Sin embargo, sabía que la verdadera lucha estaba en otro lugar. El verdadero campo de batalla era el control: de sí mismo, de los demás, y del entorno.
La autoridad que había ganado entre los Ascendidos Menores lo mantenía vigilante. Cada interacción con sus compañeros y superiores era una oportunidad para consolidar su posición. Aunque no había enfrentamientos abiertos, las tensiones en el planeta eran palpables. Los legionarios, los esclavos, e incluso los ciudadanos comunes, todos formaban parte de una estructura de poder que Rivon dominaba con frialdad.
Esa noche, después de un largo día de entrenamiento, Rivon regresó a sus aposentos. El aire en la fortaleza era espeso, cargado de disciplina y una constante sensación de vigilancia. Al abrir la puerta de su habitación, sus ojos se posaron de inmediato en Lyra, quien estaba de pie junto a la pared, como siempre. Su postura era sumisa, su rostro inmutable. Había aprendido a no mostrar ninguna emoción frente a Rivon, porque sabía que cualquier gesto fuera de lugar sería corregido de inmediato.
Sin decir una palabra, Rivon comenzó a quitarse la armadura, dejándola caer en el soporte de la habitación con un sonido metálico que resonó en el aire pesado. Su mirada se mantuvo fría y fija en ella mientras terminaba de despojarse del equipo. Lyra no se movía; esperaba la siguiente orden.
— Ven aquí — dijo finalmente, su tono bajo y firme.
Ella obedeció de inmediato, avanzando con pasos suaves hacia él. La tensión en la habitación era palpable. Rivon la observaba detenidamente, cada movimiento calculado, cada gesto controlado. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, él alzó la mano y la atrapó por la muñeca con una firmeza que no admitía resistencia. Sus dedos se cerraron con fuerza, arrastrándola hacia él sin ningún esfuerzo.
Sin una palabra más, la empujó contra la pared, su cuerpo chocando suavemente contra la fría superficie de metal. No hubo dulzura ni delicadeza en sus movimientos, solo la fuerza controlada de alguien acostumbrado a tomar lo que deseaba sin preguntar. Rivon acercó su rostro al de ella, su respiración era un eco lento y controlado, pero cargado de intención. Sus ojos oscuros se clavaron en los de Lyra, observando cada mínima reacción en su expresión.
— No te muevas, — gruñó con un tono frío, apretando más su agarre en la muñeca.
Lyra permaneció inmóvil, su cuerpo temblaba ligeramente bajo la presión de su mano. Sabía que cualquier intento de resistencia sería inútil, y lo que Rivon demandaba no era solo obediencia física, sino una completa sumisión. Su mano libre bajó con lentitud, trazando la curva de su cuello, y luego descendió por su pecho, con una precisión clínica. El poder estaba en cada gesto, en la manera en que su toque reclamaba el cuerpo de Lyra como suyo.
Sin perder tiempo, Rivon la giró bruscamente, empujándola hacia la cama. Ella cayó de rodillas, su cuerpo reaccionando con un leve jadeo que no logró contener. No había lugar para el placer compartido en lo que ocurría. Lyra existía únicamente para servirle, y Rivon disfrutaba del control absoluto que tenía sobre ella. Sin más preámbulos, la tomó, su fuerza implacable, dominándola sin esfuerzo mientras su respiración permanecía constante, como si el acto fuera una simple tarea.
Sus manos la inmovilizaron contra el borde de la cama, su agarre firme como el acero. La fuerza con la que la mantenía no dejaba lugar para el escape, pero tampoco había brutalidad descontrolada. Cada movimiento estaba calculado, cada gesto pensado para recordarle que su existencia estaba completamente bajo su poder. Lyra obedecía sin emitir un solo sonido, su sumisión total a la voluntad de Rivon era lo único que la mantenía en ese momento.
Rivon no era suave. Sus manos recorrían su piel con una firmeza que dejaba claro que su único propósito era ejercer su dominio. Los dedos se clavaban con dureza, marcando su territorio en cada centímetro que tocaba. Cada segundo que pasaba se intensificaba, su ritmo era controlado, pero agresivo. No había lugar para la duda en lo que hacía. Rivon no necesitaba ser violento para demostrar su poder, era el control el que definía cada uno de sus actos.
Cuando finalmente decidió que había terminado con ella, la soltó con un movimiento brusco, dejándola caer al suelo como si no fuera más que un objeto. No hubo palabras, no hubo una mirada de reconocimiento. Rivon se alejó de ella, sin preocuparse por su estado. La dejó ahí, tendida en el suelo, mientras se dirigía a la cama, su respiración aún controlada, su mente ya enfocada en otros pensamientos.
El silencio volvió a dominar la habitación