Nave: Veritas Imperii
Destino: Planeta Draxos - Frontera Exterior
El vasto vacío del espacio envolvía la gigantesca Veritas Imperii mientras flotaba de regreso a la frontera, un coloso de metal y armas que navegaba con el rugido apagado de sus motores. Tras semanas de intensos combates contra los Zhal'khan, una raza alienígena carnívora que devastaba todo a su paso, la nave regresaba victoriosa, pero la atmósfera dentro de sus muros no reflejaba ningún sentido de triunfo. La oscuridad opresiva de sus corredores era tan palpable como la muerte que había acechado en el campo de batalla.
Los sectores más bajos de la nave templo, donde habitaban los esclavos, eran un contraste absoluto con las áreas destinadas a los soldados y altos mandos. Aquí, el metal era áspero, sucio y oxidado. Los conductos goteaban fluidos tóxicos, y los ventiladores emitían zumbidos constantes que envolvían todo en un ruido de fondo perpetuo. Cada paso resonaba con un eco distante, casi como si la nave quisiera recordar a los esclavos que siempre había más trabajo por hacer, más desgaste, más sufrimiento.
Rivon había aprendido a convivir con este sonido desde que podía recordar. A sus 19 años, no conocía más que los pasillos de la Veritas Imperii, el crujir del metal y el gemido de las puertas que se abrían y cerraban en las áreas superiores. Mientras cargaba un pesado contenedor hacia las cámaras de reciclaje, sentía cada músculo de su cuerpo arder por el esfuerzo. La carga de metales y escombros pesaba más de lo habitual hoy. Quizá porque la batalla recién ganada había dejado muchas cicatrices en la nave, o tal vez simplemente porque él estaba más cansado que nunca.
El olor que impregnaba las cámaras era nauseabundo, una mezcla de grasa, aceite quemado, y los restos putrefactos de cuerpos destrozados que aún no habían sido procesados. Rivon movió la carga hacia el conducto de desechos, escuchando cómo los fragmentos metálicos y los residuos biológicos caían con un ruido sordo antes de ser devorados por los sistemas de incineración. En ese momento, uno de los soldados mitad máquina, una monstruosa mezcla de carne y metal, pasó junto a él, ajustando los sistemas de presión. Su presencia era un recordatorio de que los esclavos jamás tocarían algo de valor real en la nave. Los soldados mecánicos supervisaban todo lo importante; los esclavos no eran más que las manos que hacían lo que nadie quería hacer.
Rivon limpió el sudor de su frente con la manga de su camisa raída, sintiendo cómo la tela rasposa le irritaba la piel. La ropa que usaba, una túnica gris rota y sucia, apenas servía para cubrir su cuerpo, y sus pies descalzos, con las uñas quebradas y la piel agrietada, tocaban el frío suelo metálico de la nave. No había calor, ni comodidad, ni refugio en su vida. Los esclavos no merecían eso, o al menos así les decían los soldados cuando pasaban por los pasillos superiores.
Rivon y los Otros Esclavos
Al doblar la esquina hacia las áreas de descanso de los esclavos, Rivon se encontró con Thorin, uno de los pocos esclavos que tenía un rol ligeramente mejor que el suyo. Thorin era fuerte y corpulento, con cicatrices en los brazos que contaban historias de luchas que Rivon nunca había conocido. Su trabajo consistía en trasladar desechos biológicos de los esclavos de alimentación hacia los incineradores, lo que, aunque asqueroso, le otorgaba acceso a áreas más controladas y con algo menos de opresión.
— ¿Todavía vivo, chico? —gruñó Thorin, mientras movía una caja de restos con una facilidad que Rivon envidiaba.
Rivon asintió en silencio, demasiado cansado para hablar. Su día había sido largo, y las pocas horas de descanso que le esperaban no iban a cambiar eso. Thorin solo se encogió de hombros y siguió su camino hacia las cámaras de descomposición.
El compartimiento donde Rivon vivía con su familia era diminuto, apenas un rincón en el enorme monstruo de metal que era la Veritas Imperii. No había privacidad ni espacio. Korran, su padre, ya había regresado de su turno en las cámaras de reciclaje, donde se deshacían de todos los residuos de la nave. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared metálica y la mirada perdida. Su madre, Lyra, aún no había vuelto, probablemente limpiando las áreas donde los soldados descansaban, mientras que su hermana Sera apenas entraba cargando un saco de ropa sucia que necesitaba ser lavada para los legionarios comunes. Ninguno de ellos hablaba mucho; el agotamiento hacía que la comunicación fuera innecesaria. Todo lo que importaba era sobrevivir.
El único sonido en ese momento era el zumbido constante de las máquinas y el traqueteo de los conductos de aire. Rivon se dejó caer sobre el suelo frío, cerrando los ojos por un instante, pero sin esperar encontrar descanso.
La Vida en las Zonas Bajas
Las áreas inferiores de la nave eran un infierno constante para los esclavos. No había descansos prolongados, y las condiciones empeoraban cada día. La comida era un fango gris, una sustancia espesa y pegajosa que apenas ofrecía suficiente energía para mantenerlos en movimiento. No tenía sabor, pero eso ya no importaba. Para Rivon, la vida se había reducido a cumplir órdenes, cargar, limpiar, y repetir.
A pesar de todo, a veces se permitía soñar con algo más. Tal vez en algún lugar del universo existiera un planeta donde no tuviera que temer por su vida, donde pudiera caminar bajo el sol sin la presión constante de los soldados y los sistemas de la nave. Pero en su corazón, sabía que esas esperanzas eran solo fantasías, y la Veritas Imperii era lo único que conocería.
El frío persistente en los corredores inferiores de la Veritas Imperii era lo único constante en la vida de Rivon. Se podía sentir en los huesos, en cada paso que daba, mientras el metal bajo sus pies crujía con el peso del desgaste y el tiempo. Aunque el movimiento constante de la nave templaba algunas áreas, las secciones reservadas para los esclavos eran particularmente frías, como si los ingenieros nunca hubieran tenido la intención de que esos lugares fueran habitados por humanos.
Rivon salió de su pequeño cubículo, dejando a su familia descansando tras otro día agotador. Las luces parpadeaban sobre su cabeza, lanzando sombras en las paredes y creando formas inquietantes que se movían con cada chisporroteo del sistema eléctrico. Los pasillos de mantenimiento, donde él trabajaba a diario, eran un laberinto de tuberías y cables entrelazados, muchos de ellos cubiertos por una capa de óxido y suciedad acumulada. El olor a aceite quemado, polvo metálico y desechos biológicos nunca desaparecía por completo.
Los esclavos no tenían un sistema de comunicación formal, pero las miradas y los gestos reemplazaban las palabras en este entorno opresivo. Mientras Rivon caminaba hacia su siguiente tarea, cruzó miradas con Maela, quien supervisaba a un grupo de esclavos jóvenes en una de las cámaras de ventilación. Su rostro estaba endurecido por los años, pero había una ligera suavidad en su mirada que apenas dejaba entrever el peso del trabajo y la crueldad a su alrededor.
— Está siendo una semana pesada, ¿no? — murmuró Maela mientras indicaba a los esclavos a su cargo que continuaran limpiando los conductos.
Rivon asintió en silencio. Todos los días eran iguales para los esclavos, pero tras la última batalla contra los Zhal'khan, la nave había sufrido daños, lo que significaba más trabajo para ellos. Las reparaciones eran tediosas y peligrosas, y los accidentes no eran raros. Un paso en falso en los niveles más bajos podía significar la muerte, y las vidas de los esclavos apenas tenían valor en este mundo.
— Oí que volvemos a Draxos — continuó Maela, bajando la voz mientras vigilaba a los soldados que pasaban cerca, cubiertos en sus imponentes armaduras tecnológicas. — Dicen que los Primus Ascendidos están preparando algo grande allí.
Rivon no respondió de inmediato, pero la mención del Planeta Draxos lo inquietó. Las leyendas de la frontera eran muchas, pero casi siempre apuntaban a lo mismo: una vida corta y brutal. Draxos era conocido por ser uno de los planetas más peligrosos en los límites del Imperio, constantemente atacado por razas alienígenas, y el lugar donde las Manos realizaban incursiones y purgas constantes. Para un esclavo, eso significaba solo una cosa: más trabajo, más muerte, y menos esperanza.
Las Maquinas y el Dolor del Deber
A lo largo de los pasillos, el ruido de la maquinaria pesada vibraba en las paredes. Los Custos Automa, robots de combate programados para proteger las zonas clave de la nave, patrullaban incansablemente los corredores superiores. Rivon siempre sentía una mezcla de temor y desprecio por esas máquinas. Aunque no tenían vida, su propósito era claro: proteger la nave y aplastar cualquier amenaza, incluso si esa amenaza venía de uno de los esclavos.
Sus pasos lo llevaron a una de las zonas más profundas de la nave, un área de carga secundaria donde los suministros se preparaban para ser llevados a los soldados en el campo de batalla. Los soldados mitad máquina, las élites de las Manos, se movían entre las pilas de cajas, supervisando el equipamiento y revisando las armas y armaduras antes de cada despliegue. A diferencia de los legionarios comunes, que todavía usaban ropa de tela básica, estos soldados eran prácticamente invencibles, cubiertos en capas de blindaje y equipados con armas de plasma.
Rivon no tenía permitido acercarse a ellos. Su trabajo consistía en mover cajas de suministro, lejos de las zonas donde las armas avanzadas estaban almacenadas. Solo los soldados de alto rango podían tocar esas piezas de tecnología. Mientras transportaba una caja de raciones hacia un compartimiento más alejado, observó cómo uno de los soldados Ascendidos ajustaba una Gladius Plasma, una espada de energía que brillaba con un resplandor letal. Esa simple visión le recordaba la distancia insalvable entre su existencia y la de los guerreros del Imperio.
En un rincón oscuro, Thorin, su compañero, arrastraba lo que parecía ser una bolsa pesada hacia las cámaras de incineración. La piel de su rostro brillaba bajo el sudor y la suciedad, y sus ojos, aunque cansados, mantenían una cierta dureza.
— Otro día, otra carga — dijo Thorin, sin mucho entusiasmo, mientras levantaba la bolsa con esfuerzo. Dentro, los restos de algún esclavo que no había sobrevivido a las últimas purgas o al desgaste físico diario.
El olor a muerte y desesperación impregnaba cada rincón de ese lugar. Aunque Rivon ya estaba acostumbrado a ello, la sensación de vacío siempre lo perseguía. Sabía que su turno acabaría pronto, pero también sabía que el día siguiente no sería diferente. Cada día era una repetición cruel de la anterior.
De Regreso a los Pocos Refugios
Cuando su turno finalizó, Rivon regresó a su compartimiento. El silencio de su familia era el mismo que antes. Korran seguía con la mirada perdida, mirando un punto indefinido en la pared, mientras Lyra limpiaba la poca ropa que quedaba, en preparación para el siguiente día. Sera, con los brazos cruzados sobre las rodillas, parecía inmersa en sus propios pensamientos.
Rivon se dejó caer en el suelo, cerrando los ojos por un instante. Draxos. No podía dejar de pensar en ese nombre. Sabía que pronto estarían allí, y aunque su vida a bordo de la nave era una rutina de dolor y esclavitud, algo en su interior le decía que las cosas cambiarían. Para mejor o para peor, no lo sabía.
Lo único que estaba claro era que los esclavos como él no tenían voz, ni futuro, ni esperanza. Pero, tal vez, en las sombras de la Veritas Imperii, algo comenzaba a moverse. Algo que cambiaría todo.
La nave Veritas Imperii flotaba sobre la órbita de Draxos, mientras Rivon intentaba, sin éxito, encontrar algo de descanso en su pequeño compartimiento. El frío del suelo metálico se sentía igual que siempre, pero el incesante traqueteo de las máquinas y los movimientos apresurados de los soldados lo mantenían en un estado de alerta constante. Draxos era un nombre que resonaba en los murmullos de los esclavos, siempre asociado a batalla y muerte. Aunque Rivon no pisaría el suelo del planeta, sabía que la llegada a esta frontera traería consigo nuevas tensiones y más trabajo.
Un ruido fuerte lo sacó de sus pensamientos, seguido de un apagón momentáneo en las luces del compartimiento. Los sistemas de emergencia se activaron casi de inmediato, bañando el espacio en una tenue luz roja. Sera, su hermana, se despertó sobresaltada, y sus ojos se llenaron de pánico.
— ¿Qué sucede? — susurró, su voz temblando.
Antes de que Rivon pudiera contestar, las sirenas comenzaron a sonar, un sonido agudo que hacía vibrar las paredes de la nave. La voz mecánica de la Veritas Imperii resonó en los pasillos:
— Estado de alerta máximo. Todos los esclavos deberán permanecer en sus posiciones asignadas. Preparativos para la batalla en curso.
El estómago de Rivon se contrajo. Sabía lo que eso significaba: la nave estaba a punto de entrar en combate, y aunque él y su familia no estarían en la línea del frente, sus vidas no estaban más seguras dentro de la nave. Un solo impacto enemigo podría desintegrar sectores completos, y los esclavos, como siempre, serían los primeros en ser olvidados si algo salía mal.
Korran, su padre, se levantó lentamente, sus ojos reflejando el cansancio de años de trabajo forzado. Lyra, su madre, comenzó a recoger los pocos objetos que tenían en el compartimiento, asegurándose de que estuvieran listos para cualquier eventualidad. Ninguno de ellos dijo una palabra. Sabían bien que seguir las órdenes del Imperio era su única opción.
— Vamos — murmuró Korran con voz grave, mientras se dirigía hacia la puerta del compartimiento. — Debemos cumplir con nuestro deber.
El Peso de la Nave
Mientras los esclavos regresaban apresuradamente a sus puestos, los corredores de la Veritas Imperii bullían de actividad. Los Custos Automa, los robots de vigilancia, patrullaban incansablemente, asegurándose de que todos los esclavos cumplieran con sus tareas asignadas. Los pasos metálicos de los soldados Ascendidos, con sus imponentes armaduras tecnológicas, resonaban mientras se dirigían a las áreas de despliegue, listos para salir al combate una vez que la nave tocara suelo enemigo.
Rivon, con los músculos tensos y la mente enfocada en sobrevivir el día, se apresuró hacia su área de trabajo. Sabía que debía asegurarse de que los compartimientos de carga estuvieran listos para recibir y distribuir suministros. Mientras movía cajas de raciones y equipamiento básico, observaba con el rabillo del ojo cómo los soldados preparaban sus armas y discutían estrategias. Aunque los esclavos no tenían acceso a la tecnología ni a las armas, el hecho de trabajar tan cerca de ellas hacía que Rivon sintiera un respeto forzado por la brutal maquinaria de guerra del Imperio.
En una esquina, Thorin arrastraba un pesado saco de restos hacia las cámaras de incineración. El olor a descomposición y muerte llenaba el aire, mezclado con el sudor y la suciedad que impregnaba a todos los esclavos. Thorin intercambió una breve mirada con Rivon al pasar, pero ninguno de los dos dijo nada. Ambos sabían lo que significaba este tipo de alerta: largas horas de trabajo, incertidumbre, y la constante amenaza de perder la vida, sin importar en qué lado de la nave se encontraran.
Los pasos de los soldados se aceleraban, y las órdenes gritadas llenaban los corredores. Rivon observó a uno de los soldados Ascendidos detenerse brevemente cerca de él. Su armadura negra brillaba bajo la luz tenue, y aunque su rostro estaba oculto tras el casco, Rivon podía sentir la mirada fría del soldado sobre él. La presencia del guerrero era un recordatorio de su lugar en el Imperio: una herramienta, una pieza más en la vasta maquinaria que se preparaba para desatar una nueva ola de destrucción sobre Draxos.
El Destino en Draxos
A medida que la Veritas Imperii descendía sobre Draxos, Rivon supo que las cosas en la nave cambiarían. Aunque él y su familia no pisarían el planeta, los preparativos para la batalla significaban que habría más trabajo, más presión, y menos descanso para los esclavos. Los rumores sobre lo que realmente esperaba al Imperio en Draxos se propagaban como el fuego entre los esclavos. Decían que los Primus Ascendidos habían elegido este planeta por razones que iban más allá de la simple estrategia militar. Había algo en la superficie, algo enterrado en las profundidades del planeta que despertaba el miedo incluso entre los guerreros más endurecidos del Imperio.
Los esclavos no conocían los detalles, pero eso no les impedía especular. Las conversaciones en susurros eran constantes, especialmente entre aquellos que trabajaban cerca de los soldados. Aunque Rivon no prestaba mucha atención a los rumores, no podía evitar sentir que algo se avecinaba. La atmósfera en la nave era más tensa de lo habitual, y la llegada a un planeta como Draxos siempre traía consecuencias.
Pero Rivon no tenía el lujo de preocuparse por el destino del Imperio o los secretos que Draxos ocultaba. Su vida estaba definida por el trabajo constante y la necesidad de sobrevivir. Mientras los soldados se preparaban para el combate, él se preparaba para seguir cumpliendo su rol, como había hecho desde siempre. Para él, la guerra era un ruido lejano, pero las repercusiones siempre llegaban hasta el último rincón de la Veritas Imperii.