En el receso de clases, el grupo de amigos se reúne frente a un gran árbol de hojas naranjas. El árbol, aunque estaba perdiendo su follaje, todavía ofrecía una sombra acogedora bajo la cual todos se sentaron en una banca desgastada. Johan, con una chispa de emoción en los ojos, empezó a contarles una reciente interacción con una chica que tenía ojos verdes como esmeraldas.
Con una emoción incontrolable, Johan exclamó:
—Entonces, ella, soltando un suspiro, finalmente me dijo: "Sí, quiero que seamos un equipo". ¡Hubieran visto sus ojos! ¡Eran como piedras preciosas!
Joakin y JJ lo miraron sorprendidos, con una mezcla de diversión e incredulidad. Joakin cruzó una pierna y, con su clásico tono sarcástico, comentó:
—No es que dude de ti, Johan… pero deja los animes de romance.
JJ soltó una risa leve y añadió:
—Vamos, Joakin, yo sí le creo a Johan, ¿verdad, Pariz? —y volteó a ver a Pariz buscando apoyo.
Pariz, con la mirada perdida y una expresión pensativa, apoyaba el rostro en una mano preocupando a JJ—¿en qué piensas pariz?
Ella sumida en sus pensamientos, recordando su deseo de haber sido ella quien formara equipo con Lápiz. Sin embargo, sacudiendo esa idea, se limitó a murmurar:
—No es nada.
JJ, notando la melancolía en su mirada, se inclinó hacia ella, rodeándola con un medio abrazo. Con voz suave, le preguntó:
—¿Vas a hacer que me preocupe de a gratis?
Pariz soltó el aire con un suspiro y levemente:
—Me ayudas con el proyecto? Es muy complicado.
JJ sonriente, dándole una palmadita en la cabeza.
—¡Por eso, hubieras empezado!
El resto del receso transcurrió sin sobresaltos; pronto regresaron a clases y la jornada escolar llegó a su fin saliendo de la escuela. cada uno fue por su lado.
En el camino a casa, Johan caminaba lentamente, embriagado por sus pensamientos y recuerdos de la chica de ojos verdes. El sendero de concreto, flanqueado por una carretera a un lado y jardines bien cuidados al otro, estaba iluminado por el sol de la tarde y resonaba con el alegre canto de los pájaros. Era un paisaje apacible, el rincón más bonito de Ciudad Cerrada. Sumido en su después, Johan murmuró para sí:
—Qué linda...
De repente, una voz conocida lo sacó de su trance.
—¿Quién es linda? —preguntó Verónica, quien lo miraba con una ceja alzada y una sonrisa pícara.
Johan dio un respingo, desviando la mirada rápidamente.
— ¿Qué te importa? —replicó, intentando no parecer avergonzado.
—Ay, vamos, diez centavos, hermano —insistió Verónica con un tono juguetón, dando un pequeño salto para igualar su paso.
—No era nada, te confundiste. Ya llegamos a casa —dijo Johan, terminando la conversación mientras tocaba la puerta de la casa.
Tras unos segundos, su padre abrió la puerta. Era un hombre alto, de aspecto cansado, con ojeras que delataban noches de poco sueño. Aun así, los recibieron con una sonrisa cálida.
—Hola, hijos. Espero que les haya ido bien en clases.
Johan alarmantemente y lo abrazó, seguidor de Verónica. El abrazo era corto, pero lleno de familiaridad.
—Hijos, su madre va a llevarlos a una fiesta. Me dijo que se alista —anunció el padre, manteniendo su tono amable.
—No puedo, papá. Dile que voy a estar ocupado —respondió Johan, cruzándose de brazos.
Verónica lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué? ¿Me vas a dejar sola?
Johan se encogió de hombros y murmuró, rascándose la nuca:
—Perdón, hermanita. Tengo cosas que hacer.
Verónica apretó los puños, exasperada, y pisoteó el suelo.
-¡No! ¡Mamá dijo que vas a ir! —insistió con voz cargada de irritación.
Su padre le puso una mano en el hombro a Johan, bajando la mirada con algo de incomodidad.
—Perdón, hijo, pero tienes que ir.
Johan, con un suspiro molesto, apartó la mano de su padre y se dirigió a su cuarto, cerrando la puerta con un golpe. Al otro lado del pasillo, Verónica lo miró con un gesto de reproche antes de volver a hablar con su padre.
—¡Claro, como es tu favorito! —refunfuñó, antes de irse a su propia habitación.
En su cuarto, decorado con paredes azules cubiertas de carteles de anime, un escritorio desordenado y una cama mal hecha, Johan se dejaba consumir por su enojo. Su rostro estaba tenso, y sus ojos, aunque brillaban, estaban llenos de resentimiento. Con rabia reprimida, murmuraba para sí:
—Cómo te odio, madre. Te desapareces por ocho años y ahora esperas que con regalos y fiestas caras te perdonemos.
De un puntapié, Johan lanzó una lata de refresco vacía que rodó hasta chocar con la pared. Se dejó caer en la cama y se cubró el rostro con una mano, intentando contener las emociones que lo asfixiaban. Con un susurro amargo añadió:
—Solo llegaste para arruinar nuestra familia… para arrebatarle la sonrisa a Verónica…
Tras un silencio, Johan retiró la mano de su cara y se sentó en la cama, con una expresión resignada. La rabia parecía disiparse, dejando en su lugar una tristeza pesada y una resignación frustrada.
—¿De qué me sirve llorar? —murmuró, soltando un suspiro. Sabía que, al final, tendría que asistir a la fiesta. Se dejó caer de nuevo sobre la cama, mirando el techo con una expresión vacía, mientras un suspiro se escapaba de sus labios, mezclando su tristeza con la realidad fría.
Lápiz llegó a la biblioteca justo un tiempo, su sonrisa suave y tranquila en su rostro. Se dirigió rápidamente a una de las mesas más cercanas, buscando un rincón donde pudiese esperar en silencio. El reloj marcaba las 3:55 pm, y ella aún mantenía la esperanza, aferrada a la promesa de Johan de que llegaría a las 4:00 pm Sin prisa, escogió un pequeño libro titulado *el primer monarca de narnest*que descansaba en una de las estanterías, sus dedos acariciando las finas páginas con delicadeza. Sin dejar de mirar las hojas del libro, dejó que el tiempo se deslizara en el aire, como una suave corriente que no se apresura.
Pero el tiempo pasó más rápido de lo que pensaba, y antes de que se diera cuenta, las agujas del reloj marcaban las 4:10 pm Un suspiro se escapó de sus labios, y al mirar la hora, la pequeña chispa de esperanza que aún albergaba se apagó. Cerró el libro con suavidad y, al levantarse, una sensación amarga se instaló en su pecho. —"¿Por qué llegué a pensar que le importaba a alguien?"— pensó, con la familiar sensación de estar destinada a la decepción. Con pasos, volvió a la estantería, y antes de dejar el libro lento,
algo la detuvo. Una pequeña chispa de esperanza seguía ardiendo en su pecho, terca, como si no quisiera extinguirse. Apretó el puño con fuerza, levantó la mirada, y sin saber por qué, decidió esperar un poco más. Regresó a su asiento dejando nuevamente el pequeño libro en el escritorio, dándose cuenta de que ya no podía irse, aún en medio de la incertidumbre.
Y fue entonces cuando la vio. Pariz estaba sentada allí, a solo tres sillas de distancia. Sus ojos se encontraron, y en ese momento, el mundo alrededor de ellas se desvaneció en un silencio incómodo, como si el mismo tiempo estuviera esperando. Ninguna de las dos dijo nada durante unos momentos, pero, finalmente, Pariz rompió el silencio con su voz tranquila, aunque llena de una melancolía que Lápiz podía sentir en su piel.
¿También te dejaron esperando? —preguntó Pariz, su voz baja, casi vacilante.
Lápiz bajó la mirada, tragando las palabras que quedaban atoradas en su garganta. El peso de la decepción aún la aplastaba, pero se obligó a sonreír, aunque fuera de manera tenue.
—No... —respondió con suavidad— Estoy segura de que va a llegar.
Pariz suspir, y por un momento, sus ojos se perdieron en algo lejano, como si las palabras que acababa de escuchar no pudieron encajar en su propia verdad.
—Yo creo que JJ ya no va a llegar. —murmuró Pariz, su tono de voz teñido por una realidad dolorosa.
Lápiz, mirando el reloj una vez más, sintió la certeza de que su espera era en vano. Sin embargo, la esperanza seguía latiendo débilmente en su pecho, y, a pesar de todo, dijo con una voz quebradiza:
—Él sí lo hará... Él sí va a llegar.
Pariz la miró con una expresión ambigua, como si no supiera qué pensar, pero entonces, con un pequeño suspiro, su voz salió, y sus palabras se arrastraron suavemente hacia el aire:
— ¿Qué tal si esperamos cinco minutos más?
El silencio se apoderó de ellas. Ninguna de las dos dijo nada, pero el entendimiento parecía silencioso invadir la habitación. Pariz le dedicó una mirada cargada de emociones no expresadas. Finalmente, Lápiz, con una ligera inclinación de cabeza, ganó esperar un poco más.
Cinco minutos más pasaron, y la puerta de la biblioteca no se abrió. Ninguna pareja apareció. Pariz, algo molesto, dejó escapar una queja, una frustración apenas disimulada:
—Qué desastre...
Lápiz presionó la tela de su falda entre sus dedos, con la cabeza baja, como si toda su energía hubiera sido drenada. En ese momento, sintió la agobiante presión de la espera, de los sueños no cumplidos. Pero entonces, Pariz, con una pequeña sonrisa, rompió el aire denso de la sala.
—¿Qué tal si nosotras hacemos equipo?
El lápiz levantó un poco la cabeza, permitiendo que un solo ojo, a través de su cabello, fuera visible. Su rostro, normalmente tan reservado, dejó entrever una vulnerabilidad inesperada.
—En... ¿en serio? —su voz era una mezcla de sorpresa y duda, como si no pudiera comprender si aquello que escuchaba era real.
Pariz sonriendo cálidamente, como si su gesto intentara ofrecer algo de consuelo, algo de esperanza a Lápiz, algo que ninguna de las dos había encontrado aún.
—Sí, ¿quieres que seamos un equipo?
El lápiz levantó completamente la cabeza, dejando ver sus ojos, que ya no tenían la misma mirada agotada de antes. La fragilidad que solía habitar en su ser parecía desvanecerse, y sus ojos brillaron con un destello más brillante, como una esmeralda atrapada en la luz del sol. Su sonrisa comenzó a formarse lentamente, mientras esas palabras, tan simples, pero tan significativas, salían con un tono lleno de esperanza.
—Sí... sí quiero. Quiero que... —su voz se quebró ligeramente, pero con una ternura que dejaba claro que ese era el comienzo de algo nuevo, algo que había estado esperando sin saberlo— quiero que seamos un equipo.
La conversación terminó, pero las emociones compartidas quedaron flotando en el aire entre ellas, suave como la brisa que acariciaba las páginas del libro que aún permanecía sobre la mesa *el primer monarca de narnest* lapiz tomo una decisión