En casa de Johan, el ambiente era denso, casi asfixiante. Johan, impecablemente vestido con un pantalón negro suelto y una camisa blanca de tela ligera, se ajustó las mangas con aire distraído. Sus zapatos negros brillaban bajo la luz cálida del comedor, reflejando el lujo al que nunca se había acostumbrado. Su cabello, peinado con un toque casual, parecía ser lo único que reflejaba su verdadero yo. A su lado, Verónica luchaba por mantener la compostura mientras ajustaba los tirantes de su vestido rojo ceñido. Sus tacones resonaban suavemente contra el suelo, marcando el ritmo de sus pasos nerviosos.
Aunque su maquillaje era impecable y su mirada destellaba seguridad, Johan notó los ligeros temblores en sus manos. Esa fachada perfecta no podía engañarlo. Él conocía demasiado bien las grietas que se escondían detrás.
El coche arrancó, dirigido por el chofer de la familia. Desde el asiento delantero, el hombre lanzó una mirada breve hacia los jóvenes a través del retrovisor.
—Ya llegamos, señora Cálido.
La madre de Johan excitante desde el asiento trasero, con una expresión calculada que parecía congelada en su rostro.
—Muy bien, hijos —dijo con un tono que Johan consideraba insoportablemente vacío—. Diviértanse mucho. Recuerden, todo aquí es suyo.
La frase cayó como una piedra en el estómago de Johan. Cerró los ojos con fuerza, tratando de sofocar la oleada de repulsión que le provocaban esas palabras.
"Todo aquí es suyo."
Un eco hueco que resonaba en su mente, grabándole el constante recordatorio de su madre sobre lo que significaba su vida en ese mundo de privilegios vacíos.
Frente a ellos se alzaba una mansión monumental, más grande que cualquier iglesia o escuela que Johan hubiera conocido. La estructura imponía respeto, pero no invitaba. Su diseño, frío y calculado, parecía más pensado para intimidar que para ser habitado. Incluso desde el jardín, el fuerte aroma a vino caro y cigarrillos inundaba el aire, mezclándose con el retorno de la música contemporánea.
Verónica se inspiró profundamente, como si intentara llenar sus pulmones de valentía antes de cruzar la puerta. Johan la observar de reojo, leyendo en su expresión algo que pocas personas podrían notar: el miedo.
"Siempre es lo mismo."
Las altas puertas de madera, adornadas con detalles dorados, se abrieron ante ellos. Johan sintió que un peso invisible caía sobre sus hombros al entrar. El interior estaba iluminado con luces cálidas que caían en cascadas desde candelabros de cristal, reflejándose en los suelos de mármol pulido. Las risas y conversaciones llenaban el aire, pero no lograban esconder la falsedad que impregnaba cada palabra.
Johan caminó con pasos lentos, intentando mezclarse con el ruido sin dejar de observar. Las máscaras invisibles de todos los presentes le resultaban tan evidentes como insoportables.
"Aquí nadie es quien parece ser. Todo es una actuación, un teatro donde los actores ni siquiera recuerdan quiénes son en realidad".
Se sentó en una silla en una esquina del salón, alejado del bullicio, y apoyó la cabeza contra la pared. Una mujer alta, con un vestido ajustado y labios rojos brillantes, se acercó con una sonrisa estudiada.
— ¿Quieres bailar? —preguntó con voz melosa.
Johan la miró con una mezcla de aburrimiento y desgana.
—No, gracias.
La mujer frunció el ceño por un instante, pero su máscara de cortesía permaneció intacta.
—Tú te lo pierdes. Mi papi es dueño de...
Las palabras comenzaron a desvanecerse para Johan, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. Cerró los ojos, permitiendo que su mente lo llevara lejos de esa realidad.
El recuerdo
De repente, estaba en su antigua casa. Una vivienda pequeña, sencilla, pero cálida. El aire olía a comida casera, y las risas infantiles resonaban en las paredes. Johan tenía ocho años y Verónica apenas seis.
Recordó cómo ambos solían esperar a su padre al final del día, corriendo hacia él con los brazos abiertos.
Con un parpadeo ese recuerdo cambio a otro, se encontraba comiendo al aire libre en el patio de su casa.
—¡Papá, una abeja! —gritó Johan, corriendo asustado por el jardín.
—¡Tranquilo, hijo! Déjame matarla —respondió el padre, levantando un matamoscas.
Pero Verónica, con su pequeño cuerpo lleno de determinación, se interpuso.
—¡Nooo, déjenla! —exclamó, usando un vaso de plástico para atrapar al insecto y liberarlo fuera.
— ¿Sabías que las abejas son las que polinizan? —añadió con voz tierna pero segura.
El padre río, acariciando la cabeza de la niña.
—¿Qué lista eres, hija?
Johan observó a su hermana con admiración. "Esa era mi Verónica. Siempre linda, siempre bondadosa. Desearía que todo hubiera seguido igual."
Pero la imagen se desvaneció, reemplazada por la entrada de una mujer alta, de rostro borroso. Su voz, sin embargo, era clara y penetrante.
—Hola, Johan. Soy yo, mamá.
El padre corrió a abrazarla, seguido por Verónica, quien la miró con una mezcla de curiosidad y miedo. Johan, en cambio, sintió una oleada de rechazo.
—que tienes Johan, ¿no quieres abrazar a mamá?
—No. Tú no eres mi mamá.
Corrió hacia su habitación, encerrándose.
La voz de su hermana rompió el silencio.
—Hermano, ¿estás bien? Mamá dijo que nos llevaría a una fiesta.
Con curiosidad venta de su habitación, y llevado de la mano por su hermana se metieron al auto del sr. calido y fueron por ropa ya la fiesta, así comenzó todo.
Nos encontrábamos con ropa nueva, yo con un traje negro y camisa blanca como un abogado y mi hermana con un hermoso vestido blanco con mariposas moradas era toda una princesa, sus brazos temblaban no por frío, si no por nervios y miedo, solo le di la mano y con seguridad
—Vamos, hermana. Entremos, No te dejaré sola.
"Gran error."
Así entramos a la primera fiesta, yo prometí nunca separarme de mi hermana, pero ella fue la que se alejó, construyo su propia mascara y ni a los ojos la pude voltear ver, ¿cometí un error al no adaptarme?, o hice bien al Seguir mis principios, aunque eso conllevara alejarme de mi hermana, porque esa mascara no es mi verónica.
El presente
Johan se despertó sobresaltado. El ruido de la fiesta lo devolvió a la realidad. Miró a su alrededor, notando las mismas máscaras, las mismas sonrisas falsas.
Pero algo llamó su atención. Verónica estaba sentada a su lado, mirándolo con una mezcla de irritación y preocupación.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó Johan, sorprendido.
—Vine a cuidarte —respondió Verónica, cruzando los brazos con un gesto molesto—. Y así me recibes, tonto.
Johan no pudo evitar reír, poniéndole una mano en la cabeza.
—Quítala, o te muerto —dijo ella con un puchero, aunque pronto ambos comenzaron a reír.
En ese momento, Johan pensó: "soy un mentiroso, mi verónica sigue aquí, solo tenía que recordar quién era".
Salieron juntos de la fiesta, dejando atrás el bullicio y las luces. Aunque el mundo a su alrededor seguía siendo un teatro, al menos esa noche, Johan sintió que había recuperado un fragmento de algo auténtico.
capitulo 11 la fiesta a termina