Arthur despertó en un entorno que no reconocía. Su cuerpo se sentía pesado, pero su mente estaba alerta, como si ese lugar extraño estuviera hecho de algo más que materia, algo que rozaba lo onírico. Su nombre flotaba en su conciencia, repitiéndose en su mente como la única certeza. Era lo único familiar en medio de la confusión que lo rodeaba.
Al abrir los ojos, notó que estaba tendido sobre la gruesa rama de un árbol, una superficie rugosa que ofrecía una seguridad frágil. El aire olía a algo antiguo, a tierra húmeda, pero también había un leve destello de algo metálico, casi imperceptible. A su alrededor, el paisaje parecía moverse, como si lo tangible y lo etéreo se entremezclaran. Arthur se sintió suspendido entre dos mundos: el que podía tocar y aquel que apenas podía percibir, escondido detrás de un velo invisible.
«¿Quiénes son o… dónde estoy?» —La pregunta resonó en su mente, solitaria, como una piedra lanzada a un abismo insondable. Esperaba una respuesta que nunca llegó. Debajo de él, una figura, un hombre de cabello negro y ojos de un profundo tono avellana, lo observaba con una sonrisa apenas perceptible, cargada de algo que Arthur no podía descifrar. No había palabras entre ellos, pero esa sonrisa transmitía un significado inquietante, como si conociera un secreto que Arthur aún ignoraba.
Frente a Arthur, flotaba un fragmento. Pequeño, irregular, parecía hecho de luz y sombra a partes iguales. Apenas lo vio, un escalofrío recorrió su espalda, helándole la piel. Ese fragmento no era inofensivo; al contrario, era como si fuera una pieza arrancada de algo mucho mayor, algo que debía permanecer oculto. Arthur lo sintió antes de entenderlo: el fragmento buscaba conectarse con él. Era un tirón sutil, pero inevitable, como si unos hilos invisibles lo ataran al interior de su ser.
El miedo lo golpeó de inmediato, un pánico que lo tomó por sorpresa. Esa cosa no solo quería entrar en su cuerpo; quería tocar su alma, reclamar un lugar dentro de él. Arthur sintió cómo algo, ajeno y frío, se fusionaba con su esencia, alterando algo profundo, esencial. Intentó resistirse, pero la unión fue inevitable. Y cuando finalmente ocurrió, lo supo: algo había cambiado.
Un destello de conocimiento irrumpió en su mente, pero era caótico, incompleto. Sabía cosas que antes no sabía, y, aun así, no podía comprenderlas del todo. Era como tener las piezas de un rompecabezas cuyas formas no encajaban.
En medio de esa lucha interna, una voz irrumpió en su mente. Suave, femenina, como un susurro que acaricia el oído en la distancia:
«Confía en las motas de luz violeta.» —Las palabras vibraron en él, dejando una sensación de calma inesperada. Era una advertencia y una guía, una promesa de protección en medio del caos. La voz, desconocida pero extrañamente reconfortante y conocida, le infundió una sensación de paz.
Cuando se giró para buscar al hombre que se encontraba abajo, ya no estaba. Solo quedaban ciertas cosas en una caja, las motas de luz violeta, pequeñas y etéreas, danzaban a su alrededor con un brillo sutil. Eran como diminutas estrellas, guardianas invisibles que flotaban en el aire, esperando ser seguidas.
Mientras las observaba, algo dentro de él despertó. Una intuición profunda, una certeza que no podía explicar. Las motas no eran un simple fenómeno; eran vida, energía pura, y su destino estaba ligado a ellas. Aunque el miedo seguía anidado en su pecho, la determinación comenzó a crecer, reemplazando lentamente la parálisis. Ahora sabía que debía seguirlas, que ellas lo llevarían hacia las respuestas que necesitaba.
Con un último vistazo al extraño paisaje, Arthur respiró hondo. Su mente aún bullía de preguntas, pero ya no se sentía perdido. Aquel era solo el inicio, y aunque el camino frente a él estaba lleno de sombras y misterios, una cosa era clara: debía confiar en las motas de luz violeta, y en la voz que lo había guiado hasta ese punto.
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Lunes, 1 de enero del Milenio II, Año 491 de la Quinta Era: Desarrollo.
Arthur avanzaba con cautela por el borde oriental del vasto bosque del país Etherniaea, cuyas copas de árboles se alzaban como centinelas inmóviles, ocultando los cielos. Las hojas susurraban al viento y el suelo bajo sus pies crujía de manera casi imperceptible. Aunque su cuerpo aparentaba la fragilidad de un niño de nueve años, su mente reflejaba cierta madurez impropia. Con una estatura de ciento cuarenta y dos centímetros, podía parecer insignificante en medio de aquel paisaje imponente, pero sus pensamientos estaban llenos de reflexiones profundas, demasiado complejas para su apariencia.
Desde el momento en que despertó en este mundo, algo en su ser le decía que no pertenecía del todo allí. El fragmento, o más bien, Palabra del Mundo, le había dado una misión clara, pero Arthur había decidido postergarla. Necesitaba tiempo para comprender qué significaba estar vivo, qué implicaba caminar por un mundo cuyas vastas fronteras apenas conocía. Sentía que, aunque poseía ciertos conocimientos, había algo fundamental que se le escapaba: su propio propósito.
Mientras caminaba, observando un pueblo, dos preguntas se repetían una y otra vez en su mente: ¿Debía someterse ciegamente a los dictados de Palabra del Mundo, aceptando el rol que se le había asignado? ¿O era libre de trazar su propio destino, forjando un camino que no estuviera predeterminado?
El crujido de sus botas sobre las ramas secas lo condujo frente a una vivienda modesta. Era una casa sencilla, de madera oscura. Sin pensarlo demasiado, avanzó unos pasos y golpeó la puerta con una firmeza medida, sintiendo un leve hormigueo de anticipación recorriéndole el cuerpo. Al escuchar los pasos al otro lado, retrocedió un par de metros, sus ojos clavados en la puerta mientras su mente ya anticipaba el posible desenlace.
La manija giró lentamente, y la puerta se abrió para revelar a una mujer en la adultez media, con cabello castaño claro y ojos de un azul grisáceo profundo, una mirada tranquila y mejillas notablemente planas. Vestía ropas simples, de tonos tierra, y un delantal con manchas de harina y fruta.
—Disculpe, madam... —comenzó Arthur en un dialecto directo, preciso y pragmático (el Alto Lenguaje Carmesí) esforzándose por pronunciar cada palabra con la cortesía y precisión que la lengua exigía—. Le solicito, con el debido respeto, si podría proporcionarme alimento.
El tono de su voz era medido, casi solemne, pero su mirada se desvió un instante hacia el interior de la casa. A través de una puerta entreabierta, alcanzó a ver una mesa repleta de comida: panes frescos, frutas, y una botella de vino. También distinguió una ventana ligeramente abierta, dejando que el aroma del hogar se mezclara con el aire del bosque.
La mujer, aunque un tanto desconcertada por el lenguaje y la formalidad del niño, no dudó en meter la mano en el bolsillo de su delantal y extraer una manzana roja, brillante bajo la luz difusa que entraba desde el umbral.
—Toma, pequeño —dijo con suavidad, entregándole la fruta.
Arthur recibió la manzana con un leve gesto de cabeza, una reverencia breve que reflejaba su gratitud. Sin embargo, su mente no podía apartarse de la mesa que había visto. Había más que necesitaba.
Cuando la puerta se cerró tras la mujer, Arthur se quedó quieto por unos instantes, como sopesando sus siguientes movimientos. Luego, se deslizó con sigilo hacia el lado derecho de la casa, donde un estrecho sendero de césped lo condujo al jardín trasero. La ventana seguía entreabierta, la tentación de lo que había dentro demasiado fuerte para ignorarla.
Se agachó y, cerrando los ojos, agudizó sus sentidos, percibiendo el leve murmullo de la casa. No parecía haber nadie cerca. Decidió buscar algo que le sirviera de apoyo y, tras un breve examen del lugar, encontró unos troncos apilados junto a la pared. Los arrastró con cuidado, evitando que hicieran demasiado ruido, y los colocó justo debajo de la ventana.
Con agilidad, trepó y se adentró en la casa. El aroma de los alimentos lo envolvió de inmediato, y su estómago rugió, recordándole que el hambre seguía allí, persistente. Sin dudar, tomó un par de pastelitos de la mesa y un pequeño puñado de monedas que alguien había dejado descuidadamente junto a una jarra de agua. Los guardó rápidamente en su mochila, pero justo cuando se disponía a tomar algo más, el crujido de las escaleras lo alertó. Alguien venía bajando desde el segundo piso.
Sin perder tiempo, se escabulló por la ventana de nuevo, aterrizando con suavidad en el césped. El corazón le latía con fuerza, pero sus movimientos eran precisos, controlados. Mientras se alejaba de la casa, internándose de nuevo en el bosque, no pudo evitar una sonrisa irónica.
«¿Quién deja dinero junto a una ventana entreabierta?» —pensó, divertido por la torpeza de la situación mientras se alejaba del poblado.
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A medida que la noche envolvía el bosque, Arthur se internaba unos metros más allá de su campamento, donde la luz mortecina de su linterna apenas lograba perforar la densidad de las colinas, arbustos y enredaderas espinosas que se arremolinaban a su alrededor. Las ramas entrelazadas proyectaban sombras largas y retorcidas, creando figuras que parecían moverse al ritmo del viento, pero Arthur caminaba con serenidad. Había algo en su porte que desafiaba la opresión de aquel paisaje oscuro. Él sabía que más allá de esa maraña, se encontraba su refugio, un pequeño santuario en medio de la vastedad.
Cada paso que daba era firme, como si conociera los obstáculos que se escondían bajo sus pies, a pesar de la oscuridad creciente. Finalmente, emergió del follaje hacia un claro pequeño y casi oculto. La escena frente a él contrastaba fuertemente con el caos del bosque. A su izquierda, una fogata ardía lentamente, sus llamas danzando en un vaivén hipnótico que teñía las piedras circundantes de un cálido resplandor anaranjado. Las llamas, aunque modestas, parecían suficientemente controladas, evitando que el fuego se extendiera más allá de sus límites. A la derecha, se levantaba su discreta carpa verde oscuro, fundida con el entorno, casi invisible entre la vegetación, como si el bosque la hubiera adoptado como parte de su paisaje. Allí dentro, Arthur había almacenado sus provisiones: comida, agua y algunos objetos que le permitían sobrevivir en este entorno salvaje. Al inicio de todo, cuando despertó, se encontró una caja con cosas esenciales: las tomó sin dudarlo.
Sin embargo, lo más notable no era la carpa ni la fogata. En el centro exacto de ese pequeño refugio se encontraba el corazón de su seguridad: una reliquia circular, un objeto antiguo y delicadamente forjado. Los intrincados patrones dorados serpenteaban sobre su superficie de forma casi hipnótica, entrelazados con finas líneas rojizas que emitían un leve brillo en la oscuridad. La reliquia era más que un adorno; emanaba una energía palpable que envolvía el campamento en un escudo invisible. Un aura de protección cubría siete metros a su alrededor, asegurando que nada ni nadie pudiera ver lo que allí ocurría.
Arthur se aproximó a la reliquia, sintiendo su vibración apenas perceptible a través del aire. Se agachó, extendiendo la mano con cuidado para no perturbar la delicada estructura del campamento. Mientras sus dedos rozaban la superficie fría del artefacto, notó un pequeño detalle que no había percibido antes. Un punto negro, diminuto pero imposible de ignorar, se abría en el centro del intrincado diseño, como un abismo en miniatura.
Un escalofrío recorrió la columna de Arthur, aunque no dejaba que el temor lo controlara. Sabía que la reliquia aún funcionaba, a pesar de esa pequeña falla. Lo que más le preocupaba era la luz blanca que aún parpadeaba tenuemente desde el centro de la negrura. Esa luz era la esencia de su poder, la energía que mantenía el escudo activo. Sabía que, cuando la luz se desvaneciera por completo, el poder de la reliquia cesaría, y su campamento quedaría expuesto.
«Cuando esa luz se apague, tendré que recargarla» —pensó mientras sus ojos seguían fijos en el parpadeo tenue—. «Pero para eso necesitaría a un hechicero con el atributo de luz.... Y no pienso confiarle esto a cualquiera. Aunque esto fue robado, al parecer, según aquella carta.»
El recuerdo de la carta que estaba en la caja cruzó por su mente como una sombra: según la carta, fue robada de cierta familia en el país de Chronosia.
Arthur apartó la mano del objeto y se irguió, con la mirada fija en las estrellas que apenas asomaban entre las ramas. El bosque susurraba a su alrededor, pero él se mantenía en calma, consciente de que esa pequeña chispa de luz era lo único que separaba su campamento de lo desconocido. Pero el tiempo corría, y en algún momento, la chispa se extinguiría.
Ω
El continente de Crimson se divide en cuatro países distintos. Novaterra se extendía por el oeste, Etherniaea dominaba el sur, Chronosia ocupaba el norte, y Nebulor se situaba en el este.
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Arthur observó la llama de la fogata menguando lentamente, mientras el frío de la noche empezaba a asentarse en su piel. Sabía que la reliquia aún tendría algunos días de funcionamiento, pero la preocupación constante de quedarse sin su protección lo mantenía alerta. Con un suspiro profundo, inhaló el aire fresco y se dirigió hacia su carpa. Antes de entrar, deslizó cuidadosamente la cremallera, asegurándose de que estuviera bien cerrada para protegerse de la gélida brisa que se filtraba a través de las ramas. Afuera, el bosque susurraba en la oscuridad, como si se tratara de una criatura viva, observándolo desde cada rincón.
A pesar de su agotamiento, Arthur no podía dormir. Su mente giraba incesante, atrapada en los pensamientos que le habían perseguido desde su primer encuentro con los fragmentos. Los hechiceros eran un enigma que no lograba desentrañar, seres capaces de manipular las fuerzas elementales del mundo. Mientras se acomodaba en su saco de dormir, la idea de su poder lo intrigaba. Había leído sobre ellos, devorando un viejo libro que intentaba explicar los misterios del maná y los atributos mágicos. ¿Qué determinaba que un individuo pudiera controlar el atributo de la luz? ¿Sería algo genético, una bendición del destino, o una confluencia de factores externos que solo algunos afortunados podían aprovechar?
Mientras mordía lentamente un pastelito que había sacado de su mochila, sus pensamientos vagaban entre esas preguntas. El maná, según el libro, era como un músculo que se entrenaba, un recurso que los hechiceros podían absorber y purificar, pero para Arthur, esa idea era distante. Él no podía sentir el maná fluir en su cuerpo, no como los hechiceros. Sin embargo, las motas de luz violeta que veía flotando a su alrededor eran otra historia. A menudo aparecían a su alrededor, como pequeñas luces etéreas, pero, aunque podía percibirlas, controlarlas parecía un desafío inalcanzable.
Había intentado entender esas motas, convencido de que tenían un propósito más grande del que aún no lograba comprender. Pero, sin saberlo, algo dentro de él bloqueaba su capacidad de dominarlas por completo, como una barrera invisible que lo mantenía apartado de su propio potencial. Y aunque los espíritus del bosque, esos seres antiguos, podrían haber tenido las respuestas que buscaba, cada vez que intentaba comunicarse con ellos, solo recibía silencio. Ellos le habían guiado hasta otro fragmento de Palabra del Mundo (dos bajo su dominio hasta ahora), pero fuera de eso, no obtenía mucho más. Eran seres tan enigmáticos como el propio mundo que habitaban.
Desde que había despertado, su vida había sido un peregrinaje solitario, vagando de un lugar a otro en busca de fragmentos, en busca de respuestas. El continente estaba plagado de mutantes y criaturas aún más extrañas, lo que hacía que quedarse en un solo lugar fuera peligroso. Pero lo que más inquietaba a Arthur era la curiosa atracción que los espíritus parecían sentir hacia él. No entendía por qué. ¿Acaso eran guardianes de los fragmentos o simplemente se sentían atraídos por su poder?
«Este mundo es curioso» —reflexionó mientras recordaba las emociones que había absorbido del segundo fragmento.
La misión encomendada por Palabra del Mundo era clara: reunir los diez fragmentos dispersos. Sin embargo, no todo era tan sencillo. Arthur había experimentado de primera mano los efectos devastadores de esos fragmentos. El primer fragmento le había brindado un conocimiento vasto, un saber frío y calculado que había ampliado su comprensión del mundo y de sí mismo. Fue una experiencia fría pero útil, que lo fortaleció. Sin embargo, el segundo fragmento había sido mucho más perturbador.
Ese segundo trozo de Palabra del Mundo latía con una intensidad emocional que casi lo destruyó. Las emociones que impregnaban el fragmento no eran suyas, sino de algún ser desconocido: amor, esperanza, una pureza de sentimientos que se apoderaron de su mente y casi lo arrastraron al abismo. Sentir lo que otro había sentido lo dejó vulnerable, una experiencia que lo desgarró desde dentro. No estaba preparado para enfrentar emociones tan intensas. Ahora, con más fragmentos por delante, temía lo que podrían revelarle.
«¿Es esto lo que siente una persona cuando se enamora? ¿Es necesario atravesar por esta tormenta de emociones?» —se preguntó, confundido por la magnitud de lo que había experimentado. La intensidad de esas sensaciones lo aterraba, y la posibilidad de que los siguientes fragmentos pudieran llevarlo aún más lejos hacia ese borde lo llenaba de aprensión. Por otra parte, también pensó en aquel hombre que estuvo en su primer momento de consciencia. Pero cada vez se difuminaba su rostro, por lo que, en momentos, simplemente llegaba a olvidarse por completo de él.
Mientras la oscuridad envolvía el bosque, Arthur se acurrucó en su saco de dormir, la mente atrapada en una maraña de pensamientos, recuerdos y preocupaciones. Sabía que su misión no podía detenerse, que debía seguir adelante, a pesar del miedo que lo mantenía despierto. Las respuestas estaban ahí fuera, y aunque el camino era incierto y estaba plagado de desafíos, él debía continuar, incluso si eso significaba enfrentarse a los fragmentos que amenazaban con deshacerlo desde dentro.