Ella abrió los ojos de golpe. La sensación del impacto reverberó en su cuerpo, como un eco de dolor que despertó cada fibra de su ser. El frío del suelo de piedra bajo su piel la devolvió al presente, helado y desconcertante. Tumbada boca arriba, su mirada se clavó en el cielo. Un gran agujero se extendía sobre ella, enmarcado por raíces y lianas que se retorcían desde los bordes como si fueran los dedos de un gigante invisible aferrándose a la tierra. Por encima, los árboles formaban una oscura corona, filtrando la luz del sol que se abría paso a través de las ramas y hojas.
Su primer impulso, un latido visceral de supervivencia, fue levantarse y escalar. Las manos buscaron la rugosidad de las piedras, y sus pies resbalaron sobre el musgo húmedo. Cada tirón de sus brazos la acercaba a la superficie, mientras sus pulmones se llenaban de un aire denso, pesado. Después de lo que pareció una eternidad, finalmente sus dedos rozaron la hierba y se alzó, tambaleante, en medio de una pequeña pradera bañada por el sol, sombras y rodeada de árboles. Las nubes flotaban sobre ella, indiferentes a su desconcierto.
«¿Dónde estoy?» —pensó, pero su mente no halló respuesta.
Una oleada de preguntas la embistió, confusas, difusas. La extrañeza del lugar se enredaba con la sensación de estar… viva. Era como si la consciencia misma le fuera algo nuevo, como si apenas comenzara a entender lo que significaba existir. Había algo profundamente inquietante en esa nueva percepción, como si el mero acto de ser "ella" la empujara a cuestionar todo lo que la rodeaba. El misterio impregnaba el aire, espesando el ambiente a su alrededor.
«Emma... esa soy yo.»
Intentó hablar, pero su voz se apagó antes de que siquiera llegara a formarse. Una frustración primitiva se encendió en su pecho, caliente y furiosa. Necesitaba liberarlo, sacarlo de alguna forma. Y entonces lo hizo, pero como si fuera por instinto, o una sutileza, usó cierta energía, pactando con lo que se encontraba delante de ella: aire. Un grito, desesperado y furioso, escapó de su garganta, rasgando el aire como una tormenta violenta. El sonido se extendió, expandiéndose mucho más allá de lo que creía posible, rebotando entre los árboles y disipándose en la distancia, como si hubiera atravesado el horizonte mismo.
Antes de aquel grito, los sonidos del bosque eran una constante: el crujido de ramas, el zumbido de insectos, el murmullo lejano de los animales. Pero ahora todo había enmudecido.
«Animales… ¿Qué es un animal?» —La palabra cruzó su mente, pero se sentía ajena, distante, como un eco de algo que no alcanzaba a comprender. El silencio que siguió era abrumador, más pesado que cualquier ruido. Pero en medio de esa quietud, algo comenzó a moverse dentro de ella. No una, sino dos energías palpitaron en su interior. Una, etérea y suave, flotaba como motas de luz violeta que se arremolinaban bajo su piel. La otra era más densa, ligera, equilibrio se podría decir, de un gris oscuro, impregnando cada rincón de su cuerpo.
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Viernes, 4 de enero del Milenio II, Año 491 de la Quinta Era: Desarrollo.
Su consciencia regresaba lentamente, como si una densa niebla etérea se levantara en su mente, revelando fragmentos de realidad que antes parecían inalcanzables. Las sensaciones, lejanas y cercanas, comenzaban a filtrarse en su percepción, difusas al principio, pero ganando definición. Despertó de golpe, con la respiración entrecortada y el pecho apretado. Parpadeó varias veces, intentando aclarar su visión borrosa. Estaba en el interior de una carpa, los bordes de la lona difuminados, casi irreales bajo la luz tenue que se colaba desde afuera.
Al intentar moverse, un agudo ardor en su antebrazo izquierdo lo hizo detenerse. El dolor no era insoportable, pero la persistencia de la incomodidad lo irritaba. Bajó la vista, descubriendo su brazo envuelto en vendas empapadas, el material aún fresco al tacto.
«¿Qué me pasó?» —se preguntó, su mente todavía nublada. Cada pregunta que formulaba traía consigo más incertidumbre.
A su lado, sobre un pequeño banco de madera, había un plato con frutas secas y un termo humeante. De fondo, el murmullo suave de risas infantiles y el cruce de conversaciones entre hombres y mujeres mayores llenaba el ambiente, creando una atmósfera de tensa calma. Apenas distinguía las siluetas moviéndose al otro lado del cierre de la carpa, que de pronto comenzó a descender lentamente.
Una figura apareció en la entrada, una mujer alta, de piel clara y cabello largo que caía como una cascada caoba sobre sus hombros. Sus ojos marrones claro brillaban con una serenidad que, de algún modo, resultaba reconfortante. Arthur, todavía algo desorientado, la observó acercarse. Calculó que tendría unos veintitantos años, aunque su porte y presencia proyectaban una madurez que desafiaba su edad.
—Veo que ya despertaste... —dijo ella, su voz suave pero firme, mientras esbozaba una sonrisa cálida y se arrodillaba frente a él—. ¿cómo te sientes?
Arthur tardó en responder, sopesando la pesadez de su cuerpo y el eco de dolor en su brazo.
—Confuso... y un poco adolorido —logró articular al fin, su voz algo rasposa por la inactividad. Luego, se miró el brazo.
En silencio, Arthur comenzó a deshacer las vendas húmedas de su antebrazo. El ardor bajo las capas de tela fue un recordatorio constante de la herida que lo marcaba. La quemadura se extendía desde su muñeca hasta casi el codo, una línea irregular de piel enrojecida que aún latía con dolor.
Antes de que pudiera continuar, una pequeña figura entró en la carpa. Una niña, no mucho más alta que él sentado, llevaba un balde de agua con ambas manos, sus pasos cuidadosos, casi tímidos. Su cabello castaño claro estaba recogido en un moño desordenado, dejando al descubierto un rostro delicado con ojos ámbar que brillaban bajo la luz. Un pequeño lunar adornaba la piel bajo su ojo izquierdo, dándole un aire singular.
—Ho-Hola... —tartamudeó, evitando el contacto visual mientras dejaba el balde junto a Sofía y se retiraba apresuradamente.
Arthur la siguió con la mirada, sus labios curvándose en una ligera sonrisa por la dulzura de la escena. La niña había vuelto, entregándole algo a la mujer. La niña se marchó definitivamente después de eso, provocando una risa suave en Arthur, un breve momento de ligereza en medio de la tensión.
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Sofía Davis Ryford se inclinó hacia él con una concentración que parecía absorber el entorno, sus manos firmes pero delicadas al tomar su antebrazo quemado. Arthur sintió el suave roce de sus dedos al extender su brazo, colocándolo cuidadosamente sobre el borde del cubo de agua. Los músculos de su brazo se tensaron, anticipando un dolor que nunca llegó. En su lugar, una sensación casi surrealista lo invadió cuando miles de diminutas gotas comenzaron a elevarse del agua, danzando en el aire como si fueran polvo de estrellas. Cada gota se suspendía por un breve segundo antes de posarse con delicadeza sobre su piel herida.
El contacto de la bruma acuosa fue suave, casi imperceptible al principio, pero luego cada gota pareció fusionarse con la herida de su antebrazo. Era como si el agua misma estuviera intentando mitigar su dolor, aliviando las zonas más quemadas con una ternura inesperada. Arthur no pudo evitar contener el aliento mientras contemplaba el espectáculo etéreo. Las gotas, suspendidas en una danza mágica, brillaban bajo la luz tenue de la carpa.
Era un trabajo preciso y elegante. No cabía duda: Sofía era una hechicera.
Arthur observaba cada uno de sus movimientos, cautivado no solo por la belleza del acto, sino por la maestría con la que Sofía controlaba el maná. Las gotas respondían a su voluntad con una precisión casi sobrenatural. Y mientras ella trabajaba, una pregunta crecía en su mente, alimentada por la incertidumbre que siempre había acompañado su vida. ¿Qué era él en comparación? Un niño sin un origen claro, cuyas habilidades parecían más una serie de anomalías que dones reales. Sí, podía ver motas de luz violeta, y sí, los espíritus le hablaban, pero nada de eso lo hacía sentir capaz. Nada de eso lo hacía sentir en control.
Como otra anomalía, podía percibir cómo el maná de Sofía era guiada, manipulada (por ella misma, claro está).
Sofía frunció el ceño, deteniéndose por un breve instante. Sus ojos se estrecharon, enfocándose en el antebrazo de Arthur como si algo en él no cuadrara. El aire a su alrededor se volvió tenso, y aunque la bruma continuaba su sutil danza, una corriente de duda cruzó el rostro de la hechicera.
—Algo no cuadra aquí... —murmuró, más para sí misma que para él.
La mirada de Arthur se agudizó. Había algo en su tono que lo inquietaba.
—¿A qué te refieres? —preguntó, intentando sonar calmado, aunque la curiosidad lo invadía. ¿Tal vez el problema era algo más profundo, algo que ni siquiera él entendía?
Sofía no respondió de inmediato. En lugar de eso, alzó una mano, extendiendo los dedos en dirección a su brazo, y dejó que una corriente de maná fluyera de su cuerpo hacia él. Arthur sintió el leve zumbido en el aire, una vibración sutil que recorría su piel. La hechicera cerró los ojos brevemente, enfocándose.
—Es solo que... —sus palabras salieron con cautela— manejar mi maná me resulta más fácil de lo habitual. —Abrió los ojos, mirando a Arthur con una mezcla de sorpresa.
Arthur ladeó la cabeza, intentando desentrañar lo que Sofía intentaba decir.
—¿Más fácil? —repitió, sin entender del todo.
Ω
En el vasto y complejo mundo de la magia, dos ramas fundamentales marcaban el sendero de los hechiceros: la magia de control y la magia de creación. Sofía Davis Ryford es parte de la primera, una disciplina que exigía precisión del entorno. Su maestría no residía en la fuerza bruta ni en la destrucción; ella no era una guerrera. En su lugar, sus conjuros fluían con delicadeza, manipulando el mundo a su alrededor con un control refinado. En contraste, la magia de creación representaba una senda más caótica pero profundamente imaginativa, ofreciendo a sus practicantes la capacidad de moldear y manifestar ideas en formas intangibles (pero si llegan a tener un conocimiento más profundo, pueden volver lo intangible, tangible, hasta cierto punto).
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Sofía extrajo con destreza un pequeño manojo de hierbas medicinales, sus hojas oscuras y alargadas aún perladas de rocío, que la niña le había entregado hacia unos minutos. Sus dedos, ágiles pero delicados, las depositaron cuidadosamente sobre el brazo herido de Arthur, dejando que se sumergieran lentamente en el agua.
El líquido parecía cobrar vida propia, ondulando con suavidad mientras rodeaba la quemadura. Al aplicar una presión sutil, Sofía dirigió sus esfuerzos para que las hierbas comenzaran a disolverse, sus esencias medicinales fusionándose con el maná, liberando una sensación refrescante que se propagaba lentamente por la piel de Arthur. Una fragancia terrosa y dulce, como la de un bosque después de la lluvia, llenó el aire.
Arthur, que al principio había mantenido el rostro endurecido por el dolor, comenzó a relajarse, sintiendo cómo el calor ardiente de la herida disminuía, sustituido por una sensación de alivio profundo. La tensión en sus hombros se desvanecía, y aunque no habló, sus ojos agradecidos se posaron brevemente en Sofía.
—Tendremos que seguir así un rato más —murmuró Sofía, con la voz baja y firme, sin apartar la vista de la "sanación" en progreso. Su tono era una mezcla de concentración y cuidado, dejando claro que no solo estaba aplicando magia, sino también un conocimiento médico—. Más tarde te prepararé una crema. Tendrás que aplicártela con cuidado, una o dos veces al día. Asegúrate de mantener la herida limpia y protegida.
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Arthur se inquietaba más con cada segundo que pasaba en el interior del campamento, deseando con ansias respirar el aire fresco y sentir la extensión del paisaje ante él. Observó el horizonte con una mezcla de nostalgia y urgencia, mientras el suave susurro de las praderas alpinas lo llamaba. Sofía, notando su malestar, le ofreció una mano firme pero gentil. Sus dedos transmitían una calidez reconfortante, como si compartiera con él algo más que simple apoyo físico.
—Gracias, Sofía —murmuró Arthur, su voz apenas un eco de su fatiga. Esbozó una sonrisa genuina, breve, pero honesta, mientras sus ojos se cruzaban con los de la hechicera, que lo miraba con compasión.
—Es un placer, Arthur. El aire te hará bien —respondió ella con una suavidad que resonaba como un bálsamo en medio de la tormenta emocional que lo embargaba.
Salieron a paso lento, los dos envueltos en el silencio armonioso de la pradera. El viento acariciaba sus rostros, mezclando la fragancia de las hierbas frescas con la frescura inminente del atardecer. A su lado, la niña que antes había traído las hierbas medicinales, corrió hacia ellos, refugiándose en los brazos de Sofía. La hechicera la acogió sin vacilar, envolviéndola en un abrazo que irradiaba protección.
—Hola de nuevo, pequeña —le susurró Sofía, pasando los dedos por el cabello de la niña con una ternura casi maternal. La niña suspiró, cerrando los ojos y perdiéndose en la seguridad de ese momento.
A lo lejos, el grupo de civiles y soldados de la Falange comenzaba a marchar hacia unas mesas con provisiones, sus sombras alargándose bajo los tonos cálidos del ocaso.
Mientras caminaban, pasaron junto a un camión de transporte militar. Los operadores de radio en los asientos delanteros estaban absortos, luchando con los artefactos de comunicación. Los cables vibraban con estática y las pantallas mostraban mapas incompletos, desconectados del mundo. Uno de ellos, el rostro endurecido por la frustración, lanzó una mirada al capitán que se acercaba con paso decidido.
—¿Qué novedades hay? —preguntó el capitán con tono firme, sus ojos afilados como cuchillas recorriendo a sus hombres.
El operador de la Unidad de Apoyo General (UAG) se enderezó, sacudiendo la cabeza.
—Desde los ataques mutantes, todo está fallando. Las comunicaciones son intermitentes y los datos que recibimos son inconsistentes... No sabemos dónde están los otros grupos —dijo con un suspiro de exasperación, golpeando con los nudillos la consola de su asiento.
—Además —añadió su compañero, sin despegar la vista de un mapa digital que parpadeaba erráticamente—, hay interferencias constantes. Apenas logramos mantener un enlace con las instalaciones militares. No podemos confiar en nada de lo que tenemos.
El aire alrededor pareció tensarse aún más cuando un repentino batir de alas resonó sobre ellos. Todos alzaron la vista al unísono para ver al Jinete de Grifo descendiendo con su criatura majestuosa. El Grifo, cubierto con una armadura que brillaba bajo el sol poniente, aterrizó con elegancia, levantando una nube de polvo dorado. Cada movimiento de sus garras y alas parecía calculado, imponente, como una fuerza de la naturaleza.
El Jinete desmontó, su figura erguida y autoritaria dominando el espacio. Con un gesto de la mano, convocó al capitán y sus vigías, junto a otros civiles que parecían tener algo de liderazgo en sus facciones. El contraste entre el poderío de la criatura mítica y la fragilidad de los civiles (en su mayoría ancianos y niños) no podía ser más evidente. Aquella imagen encapsulaba la desesperación de la situación y la necesidad urgente de coordinación.
Arthur observó en silencio, sus pensamientos una maraña de preocupación y esperanza. En la vastedad de aquella pradera y bajo el cielo que se teñía de púrpura y oro, se sintió pequeño, pero no vencido.
—Saldremos de esta, Arthur —le susurró Sofía, su mano cálida apretando la suya con una firmeza reconfortante.
Arthur asintió en silencio, inhalando profundamente el aire fresco. El futuro seguía siendo incierto, pero en aquel momento sintió cómo una nueva determinación florecía dentro de él, alimentada por la compañía inquebrantable de Sofía y la promesa de resistir, seguir juntos.
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Horas transcurrieron en un pesado silencio, roto solo por el suave susurro del viento que acariciaba las praderas y el crujido ocasional de hojas secas bajo los pies de los soldados. El sol descendía lentamente, tiñendo el cielo de un dorado desvaído que se fundía en sombras púrpuras. Arthur observaba, en silencio, la llegada de Sofía y los demás. Sus siluetas se difuminaban contra la luz mortecina del atardecer, como sombras que emergían del crepúsculo. Su mente, en contraste con la quietud del paisaje, era un remolino caótico de pensamientos cargados de melancolía y un anhelo profundo que no lograba apaciguar.
Extrañaba a Palabra del Mundo. Desde que había tomado conciencia de su existencia, aquella entidad etérea había sido una presencia constante, ofreciendo un consuelo extraño, como el calor distante de una llama que quema tan cerca como para temerla, pero lo suficientemente lejos para reconfortar. El miedo que le infundía esa presencia había sido tan enigmático como el propio vínculo que compartían.
Su misión seguía siendo su prioridad, al menos en la teoría. Pero el impulso inquebrantable que lo empujaba hacia adelante, día tras día, se había desvanecido, dejándolo varado en una sensación extraña, como si una niebla oscura hubiera cubierto el sendero que antes veía tan claro. Una inquietud sutil anidaba en su pecho, mezclada con una desgastada resignación.
Las motas de luz violeta, que solían danzar en su campo de visión como fragmentos fugaces de otro mundo, ahora apenas se manifestaban. A veces, no las veía en absoluto. No sentía una preocupación inmediata por ello, pero en lo profundo sabía que algo había cambiado. Era una fase, se decía a sí mismo, un ciclo que eventualmente se disiparía como todo lo demás. Pero la duda comenzaba a arraigar, lenta, insidiosa.
—Palabra del Mundo... —murmuró Arthur, apenas audible, temeroso de que las palabras perturbasen la quietud que lo envolvía. Su voz, cargada de preguntas sin respuesta, se desvaneció en la brisa fría, arrastrada hacia el horizonte sin promesas de retorno—. ¿Qué harás o qué sucederá cuando haya reunido los fragmentos?
La brisa se llevó su susurro como si sus palabras no tuvieran peso, dejándolas suspendidas, perdidas en la vastedad del crepúsculo. Arthur clavó la mirada en el horizonte, buscando alguna señal, algún destello que le ofreciera la certeza que tanto anhelaba, pero el paisaje le ofrecía solo la inmensidad indiferente del atardecer. La luz dorada se apagaba lentamente, engullida por la penumbra.
De pronto, varios destellos metálicos en la distancia rompieron la monotonía. Eran helicópteros que surcaban el cielo, perfilándose contra el resplandor anaranjado que aún quedaba. Las palas giratorias brillaban tenuemente bajo los últimos rayos del sol, un símbolo de movimiento y cambio en medio de la quietud opresiva.