Emma llegó a un pueblo abandonado al atardecer. Las ruinas se extendían a su alrededor como un paisaje desolado. Las casas, algunas quemadas hasta los cimientos, otras apenas en pie, eran testigos silenciosos de un desastre antiguo. Ventanas rotas colgaban de los marcos como dientes quebrados, y en algunos puntos, los cristales parecían haberse derretido, dejando charcos de vidrio fundido. Las cicatrices del lugar eran más que visibles, pero lo que más la inquietaba era el silencio, el vacío palpable que se sentía en el aire.
Con una sonrisa leve, se calzó un par de zapatillas disparejas que había encontrado en una tienda.
—No combinan —murmuró para sí, observando los diseños opuestos mientras se ajustaba un poncho negro que le caía hasta las rodillas.
Mientras se vestía, una presencia familiar la instó a moverse. El la llamaba, una fuerza suave pero ineludible.
—¡Ya voy! —exclamó Emma, saliendo rápidamente de la tienda.
Caminó por el pueblo destruido hasta encontrarse con él, un ser de aspecto inquietante para cualquiera que no lo conociera. Tenía cuatro brazos, y su piel, grisácea, era similar a la de algunos mutantes. Pero para Emma, aquello no importaba. Para la niña, El era mucho más que su apariencia. Dos de sus brazos superiores se alzaron, y con un simple gesto, la tierra a su alrededor se elevó, formando colinas y camuflando el entorno con una facilidad que solo él poseía.
—Es increíble lo que haces… —susurró Emma, admirando el paisaje transformado.
Sin decir nada, El comenzó a caminar hacia el bosque, donde se encontraba su refugio.
El sol, ya bajo en el horizonte, teñía el cielo de tonos naranjas y violetas, mientras ambos se adentraban más en la espesura. El se separó de Emma, desapareciendo entre los árboles para cazar, mientras ella se quedó en el refugio, reuniendo ramas secas para encender la hoguera. Sus sentidos permanecían en alerta; sabían que tanto los humanos como los mutantes eran peligros constantes.
Cuando El regresó, llevaba el cadáver de una bestia extraña en sus brazos: una bestia de maná. Uno de sus brazos se transformó en una afilada hoja, y con movimientos precisos, empezó a cortar la carne de la criatura con una eficiencia sobrehumana. Emma, fascinada, seguía alimentando las llamas, que crecían altas y danzantes, proyectando sombras en la tierra. Aunque no era necesario: El podía usar el fuego también. Pero según él, necesitaba un fuego ya existente.
—¿Podrías volver a explicarme sobre todo eso? —preguntó Emma, rompiendo el silencio mientras lo observaba trabajar.
Él la miró, y aunque no podía hablar, un suspiro resonó en su mente. Era extraño, su capacidad para transmitir sentimientos, emociones directamente a ella. No necesitaba palabras, pero Emma debía interpretar esos pensamientos, darle forma a lo que él trataba de decirle.
Cerró los ojos un momento, concentrándose. Los sentimientos que venían de El eran complejos, fragmentados: su hogar lejano, dominio y destrucción; una guerra ya terminada, conflictos entre seres que Emma no lograba comprender del todo. Lo que sí entendió fue que El había llegado a este mundo a través de algún tipo de portal, una fractura entre realidades. Los "Inferiores", como los llamaba, seguían a tres hermanos... Los pensamientos se volvieron más caóticos, mezclándose con los propios sentimientos de Emma, lo que la hizo retroceder mentalmente. Era como intentar ordenar una tormenta de emociones descontroladas.
—Lo siento... no puedo seguir... —susurró, llevándose las manos a la cabeza, abrumada por la intensidad.
Él la observó en silencio, sus ojos transmitiendo comprensión. Emma dejó escapar un suspiro, intentando calmarse. Sus pensamientos la llevaron de vuelta al día en que lo había conocido.
Había estado sola, pensando en un mundo que no conocía. Sólo sabía que tenía hambre, y que necesitaba encontrar algo con lo que sobrevivir. Se adentró más y más en el bosque, hasta que una explosión de luz la cegó. Y allí, en medio del resplandor, apareció El. Aunque su aspecto era aterrador, algo en su forma de moverse, en la manera en que intentaba comunicarse con ella, le dio calma. Desde ese momento, supo que no le haría daño.
Volvió al presente cuando El se comunicó de nuevo, transmitiendo sus sentimientos hacia ella. Esta vez, el mensaje fue más claro.
—Sí. Es extraño, El —dijo Emma, mirando hacia aquella dirección—. Unas motas de luz me guían hacia allá.
Señaló hacia el oeste, donde las motas de luz violeta comenzaban a desvanecerse en sombras.
Él no respondió con palabras, pero ella pudo sentir que lo entendía. Sabía que sus caminos los llevarían a algo importante, aunque la incertidumbre de lo que estaba por venir los envolvía a ambos.
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Hace dos años, el mundo de Astrid Bennett Forger se desmoronó. Lo que debía ser un día más en el remoto pueblo al este de Novaterra se transformó en una pesadilla cuando una organización criminal desató el caos. Sus padres, simples transeúntes en la ruta equivocada, quedaron atrapados en un fuego cruzado que sellaría sus destinos para siempre.
Desde aquel día, el dolor se había enraizado profundamente en su alma, como una herida que jamás cicatrizaba. Ni siquiera el tiempo había logrado suavizar el vacío. Sofía, una amiga cercana de su madre, había hecho todo lo posible por ofrecerle un hogar cálido y un refugio en medio de la tormenta. Pero el vacío de la ausencia era inmenso, y cada día que pasaba, Astrid lo sentía más profundo, más helado.
Sus dedos acariciaban inconscientemente el collar redondo que colgaba de su cuello, un legado de su padre. Dentro de aquel delicado medallón, una fotografía capturaba un momento perfecto: ella, junto a sus padres, sonriendo bajo el sol. Cada vez que lo abría, sentía una mezcla de nostalgia y una punzada de dolor en el pecho.
Astrid cerró el collar con un suave chasquido, como si al hacerlo pudiera también cerrar el dolor. Pero, sabía que no era tan sencillo.
Aquel collar, junto al anillo negro de su madre que siempre llevaba puesto, eran los únicos lazos físicos que le quedaban de quienes habían sido su mundo. El anillo, sencillo pero peculiar, estaba envuelto por una fina línea de colores brillantes que se asemejaban a un arco iris atrapado en la oscuridad.
El destino hacia el que se dirigían era incierto, pero el viaje mismo representaba la promesa de un nuevo comienzo, algo que ambas necesitaban desesperadamente, aunque ninguna lo admitiera. Ellas incluyeron también a Arthur, su nuevo compañero en esta vida.
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Después de un largo y extenuante viaje en helicóptero, finalmente llegaron a una ciudad. Las luces nocturnas titilaban a lo lejos, pequeñas y dispersas como estrellas perdidas en un firmamento invertido. Para Astrid, aquel brillo distante no ofrecía consuelo; al contrario, acentuaba la incertidumbre que se había instalado en su corazón. De la noche a la mañana, su vida se había convertido en un caos incontrolable. No sabía dónde estaban exactamente, pero sí del por qué habían tenido que abandonar su hogar una vez más. Lo único que sentía con certeza era la inquietud, que crecía con cada paso que daba en aquella nueva tierra desconocida.
—Nos quedaremos aquí por un tiempo —le dijo Sofía, con su habitual serenidad, mientras observaba el paisaje urbano desde la ventana—. Hasta que las autoridades y los líderes terminen su trabajo.
Las palabras de Sofía, aunque dichas con la intención de tranquilizarla, no lograban calmar la mente de Astrid. Eran promesas vacías en un mar de preguntas sin respuesta. Había escuchado a un soldado murmurar algo mientras descendían del helicóptero, una mención al enigmático "Caballero Ónix", un nombre que parecía envolver la ciudad de rumores y sombras. Sabían cómo era uno, pero no fue visto, pero el mero susurro de su existencia impregnaba el aire con una tensión invisible, algo que Astrid no podía ignorar.
A su lado, Arthur permanecía en silencio. Su nuevo compañero de viaje era un misterio por derecho propio. Había pasado cierto tiempo desde que habían llegado hacia un hotel, su comportamiento reservado solo aumentaba las dudas de Astrid. A veces, lo observaba con detenimiento, como buscando una respuesta en sus ojos, pero cada vez que el nombre del Caballero Ónix surgía en alguna conversación, Arthur parecía desvanecerse. No físicamente, pero había algo en su mirada que se apagaba, como si aquellas palabras lo arrastraran a algún rincón oscuro de su mente. Sus ausencias, aunque breves, eran notorias, y Astrid no podía evitar sentir que había un muro invisible entre ellos. Un muro que él mismo había levantado, pero que ella no sabía si debía o quería derribar.
Con el paso del tiempo, no obstante, ese muro comenzó a mostrar grietas.
Una noche, mientras se preparaban para dormir, Astrid no pudo contener más la pregunta que le rondaba la cabeza. Sabía que era algo personal, pero necesitaba entender mejor a aquel chico que se había vuelto parte de su vida, aunque fuera de manera tan incierta. Sentada frente a la tenue luz de una vela, sus ojos encontraron los de Arthur, y sin titubeos, preguntó:
—¿Qué significa Sofía para ti?
El silencio que siguió a su pregunta fue casi palpable. Arthur bajó la mirada, observando el suelo como si buscara en él las palabras correctas. Finalmente, tras un largo suspiro, respondió con una voz más suave de lo habitual.
—Con el tiempo, he llegado a considerarla lo más cercano a una madre. —Su sinceridad la sorprendió—. O al menos a lo que imagino que sería una madre.
Aquellas palabras, cargadas de vulnerabilidad, resonaron en Astrid de una manera que no esperaba. Sintió una conexión inmediata con él, como si compartieran una herida similar, una soledad que ambos conocían demasiado bien (al menos, a su perspectiva). No quiso indagar más; sentía que había tocado una fibra sensible y decidió no forzar más aquella puerta entreabierta. Sin embargo, aunque sus palabras fueron sinceras, algo en su actitud seguía sembrando dudas en la mente de Astrid. Arthur era, sin duda, honesto, pero su tendencia a desaparecer sin explicación dejaba en ella una inquietante pregunta: ¿Qué lo empujaba a apartarse?
A pesar de todo, esos días en la ciudad fueron, de alguna manera, los más tranquilos que Astrid había experimentado en mucho tiempo. Momentos de aparente paz, en los que la ilusión de una vida normal, aunque efímera, llenaba el pequeño espacio que compartían.
En esos instantes, podían imaginar que eran una familia. Sofía, siempre protectora y firme, irradiaba una calidez que hacía las veces de madre. Arthur, aunque reservado, tenía sus momentos de complicidad silenciosa con Astrid, y, en raras ocasiones, se comportaban como si fueran hermanos. Compartían miradas llenas de entendimiento, pequeños gestos que no requerían palabras. En esos raros momentos, todo parecía estar en su lugar.
Pero, como una estrella fugaz que cruza el cielo nocturno, aquellos instantes de paz, solo serían breves.
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Viernes, 12 de enero del Milenio II, Año 491 de la Quinta Era: Desarrollo.
—La población del pueblo ha crecido considerablemente —comentó un hombre a su colega mientras ambos caminaban por las calles. A su alrededor, la ciudad bullía en una actividad constante, marcada por la vigilancia estricta de las escuadras militares que patrullaban cada cierto tiempo. Los soldados se movían con precisión mecánica.
Astrid caminaba en silencio a través de ese paisaje, pero su mente estaba muy lejos de allí, sumergida en una conversación que había tenido con Sofía mucho antes de que Arthur entrara en sus vidas. Fue una charla casual, pero había quedado grabada en su memoria, especialmente por lo que no se dijo. Sofía le había hablado de su hermana gemela, Cecilia. La gemela trabajaba en una empresa del continente vecino, Azur, un trabajo que siempre describía como aburrido y monótono. Sin embargo, lo que más intrigaba a Sofía, y a Astrid por extensión, era cómo alguien con un trabajo aparentemente tan poco interesante podía ganar tanto dinero, al punto de enviarle periódicamente sumas considerables para ayudarla con sus deudas.
—Es solo un trabajo aburrido, nada más. —Esas eran las palabras de Cecilia, cada vez que Sofía intentaba sacarle más detalles. Pero algo no cuadraba. El misterio que rodeaba su vida profesional era inquietante, pero lo más perturbador para Sofía era el silencio que había seguido a la última carta. Desde hacía mucho tiempo, Cecilia no se había comunicado, y esa ausencia de noticias pesaba como una losa sobre los pensamientos de Sofía.
Astrid podía sentir la tensión que esa incertidumbre generaba en su cuidadora. Los días pasaban, y la sonrisa habitual de Sofía se veía empañada por una preocupación latente que intentaba disimular sin éxito. Astrid lo notaba, y en su interior, un deseo de ser fuerte, de no agregar más peso a la carga emocional de Sofía, se fortalecía cada día.
Con su mente aún ocupada en esos pensamientos, Astrid recordó su creciente interés por el tema de los dones. Como cualquier niño, sentía una fascinación natural por lo que era extraño y poderoso, y había pasado horas leyendo y recopilando información sobre los hechiceros y sus habilidades. Aunque los datos que había conseguido eran fragmentarios, ya tenía una imagen básica de cómo funcionaba el mundo de los dones.
Lo primero que había aprendido era que los hechiceros despertaban a temprana edad, capaces de absorber el "maná ambiental" y purificarlo en sus cuerpos para luego canalizarlo en forma de hechizos. Los hechizos se basaban en los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire. Sin embargo, también existía un quinto elemento, extremadamente raro: la luz. Era el más misterioso porque pocos "nacían" con él.
Otra área que capturaba su interés era (según se dice) la rama secundaria de la hechicería: el don de conectar con las bestias de maná. Esta conexión, aunque rara, era fascinante para Astrid. Permitía a algunos individuos controlar o formar vínculos con esas criaturas; pero no era capaces de lanzar hechizos tradicionales.
Y luego estaban los psíquicos, aquellos que despertaban entre los ocho y nueve años, dotados de una habilidad mental que les permitía tener ciertos poderes muy diferentes entre sí. Lo más intrigante era que algunos nacían con un conocimiento innato de sus habilidades, aunque solo en su forma más básica.
Había otros dones, por supuesto, muchos de ellos más comunes en el tercer continente, Vatane, hogar de semihumanos, enanos y elfos. Pero ni Astrid ni Arthur parecían pertenecer a ese mundo privilegiado de habilidades especiales... al menos, no que ellos supieran hasta ahora.
—Oye, Astrid. Por favor, respóndeme...
La voz de Arthur la sacó abruptamente de sus pensamientos.
—Disculpa... —murmuró, volviendo al presente.
Caminaban juntos por las calles, ambos cargados con bolsas llenas de suministros que Sofía les había encargado recoger en una tienda cercana. El peso de los víveres hacía que los brazos de Astrid temblaran ligeramente, pero no se quejó. Pasaron junto a una sastrería, y Astrid se detuvo un momento, observando su reflejo y el de Arthur en la ventana. El vidrio distorsionaba sus figuras, pero, aun así, la imagen le recordó cuánto habían cambiado en tan poco tiempo.
—¿Qué sucede? —preguntó, notando la expresión seria de Arthur. Se fijó más en sus ojos, de un negro azulado.
Arthur se encogió de hombros, pero no respondió de inmediato.
Entraron en la casa, aliviados de poder dejar las bolsas sobre los muebles bajos de la sala de estar. El ambiente dentro era cálido y acogedor, una sensación de refugio que contrastaba con el tumulto del exterior. El suave crepitar del fuego en la chimenea llenaba el espacio de un calor reconfortante, y el aroma de la comida que preparaba Sofía envolvía cada rincón de la casa como un abrazo invisible. Ella se giró hacia ellos.
—¡Lávense las manos y la cara! —les ordenó con una sonrisa mientras removía una olla humeante sobre el fogón.
El olor delicioso que provenía de la cocina logró arrancar una sonrisa a Astrid y a Arthur. Había algo mágico en esos momentos, algo que los hacía sentir como si fueran una verdadera familia. Aunque las preocupaciones y el caos del mundo exterior los rodeaban, en esos breves instantes, la calidez de Sofía les brindaba un respiro. Arthur se relajó ligeramente, sus pensamientos oscuros temporalmente apartados por la familiaridad del hogar. Astrid, por su parte, encontró en el aire cálido y en el gesto cariñoso de Sofía, una paz momentánea.
A veces, solo en esos momentos, podían olvidar la incertidumbre que los rodeaba, aferrándose a la ilusión de que, al menos por esa noche, todo estaba en su lugar.
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La tranquilidad que envolvía su hogar se rompió de repente cuando una extraña sensación invadió a Astrid. Era sutil al principio, un leve hormigueo etéreo, pero rápidamente se convirtió en algo más profundo, como si una puerta cerrada en lo más recóndito de su ser hubiera sido abierta sin previo aviso. Intentó entenderlo, buscar una razón lógica: ¿la atmósfera? No. ¿La comida? Imposible. ¿Tal vez algo en la habitación? Nada parecía encajar.
Trató de ignorarlo, obligándose a continuar comiendo mientras esa energía extraña crecía dentro de ella, buscando una salida, buscando manifestarse de alguna manera. Fue entonces cuando sus ojos, sin rumbo fijo, se detuvieron en el vaso de vidrio con jugo de naranja que estaba frente a ella. Parecía ordinario, como cualquier otro vaso, pero algo en él no encajaba con la realidad que la rodeaba. El vaso, de alguna manera, le devolvía la mirada, como si fuera consciente de su presencia.
De repente, el vaso empezó a elevarse.
Astrid contuvo la respiración. El vaso flotaba suavemente por encima del mantel, girando en el aire como si hubiera sido arrancado de las leyes de la física por una mano invisible, una mano que parecía pertenecerle a ella. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su concentración se afiló, y el mundo exterior comenzó a desvanecerse. Los sonidos de su alrededor se apagaron, los movimientos de Sofía y Arthur se volvieron irrelevantes. Todo su ser estaba centrado en el objeto suspendido frente a ella.
Un pensamiento cruzó su mente: un tornado.
El vaso respondió a esa idea. Giró lentamente, derramando pequeñas gotas de jugo sobre el mantel, las cuales se dispersaron como diminutas estrellas líquidas. Astrid no podía apartar los ojos de aquel espectáculo extraño y perturbador. Algo había despertado dentro de ella, algo poderoso y desconocido. El vaso, antes una simple herramienta de su día a día, ahora era el símbolo de una transformación que la asustaba tanto como la fascinaba.
Sofía giró la cabeza en dirección a Astrid. Sus ojos se abrieron en asombro al ver el vaso flotando. En su mirada se leía una mezcla de preocupación y sorpresa, pero no dijo nada de inmediato. Era como si intentara evaluar la situación, asegurándose de que lo que veía era real. Arthur, sin embargo, estaba absorto en sus propios pensamientos, y aunque tenía la vista fija en el mantel, no parecía registrar lo que sucedía frente a él.
Astrid intentó calmar su respiración, tratando de reconectarse con la realidad. ¿Esto era un don? ¿Un despertar? No había llegado ningún conocimiento innato a su mente, como había leído sobre los psíquicos. Todo era nuevo, sin guías ni explicaciones.
«Según lo que sé, no me llegó ninguna información a la cabeza.» —Observó cómo el vaso descendía lentamente, como si alguien hubiera soltado los hilos que lo mantenían flotando. El vaso tocó el mantel con suavidad, derramando lo poco que quedaba del jugo en su interior. Astrid aún sentía el ritmo acelerado de su corazón, el pulso de la nueva energía que ahora sabía que habitaba dentro de ella. ¿Cuánto cambiaría su vida a partir de este momento?
Sabía, sin lugar a dudas, que nada volvería a ser igual.