Se adentraron en el silencio de otro pueblo, decididos a seguir las desvanecidas y enigmáticas motas de luz violeta. El camino los llevó por terrenos baldíos, evitando en la medida de lo posible tanto las zonas habitadas por humanos como las infestadas por mutantes. Cuando finalmente llegaron, la escena ante ellos era desoladora. Las cenizas estaban dispersas en el suelo, esparciéndose sobre los cadáveres humanos que yacían como sombras de un pasado violento. Vestigios de explosiones marcaban las paredes; la madera de las estructuras se hallaba aplastada, como si el lugar hubiera sido testigo de una masacre silenciosa.
Él le "habló".
—Sí, tienes razón. —Emma giró su rostro, su mirada aguda fijándose en un edificio de cinco pisos que sobresalía entre los escombros. Las letras desgastadas en la fachada aún podían leerse: "La Oveja Dorada".
Al notarlo, ella pensó:
«El conflicto es malo. Tienes razón, El.»
El tercer piso estaba parcialmente destrozado, como si una bomba hubiera estallado desde dentro. Mientras El exploraba los pisos inferiores, Emma, siempre curiosa, decidió investigar el tercer piso. Subió por las escaleras, sus pasos resonando contra los restos de la estructura. Un viento frío se filtraba a través del gran agujero en la pared, arrastrando el polvo de la destrucción reciente.
Fue entonces cuando algo llamó su atención: una mochila, polvorienta y con daños, pero servible, descansaba entre los escombros. Al inspeccionar su contenido, sus manos pequeñas toparon con un objeto circular. Intrigada, sus ojos siguieron los intrincados patrones dorados que serpenteaban por su superficie, entrelazados con finas líneas rojizas que emitían un suave brillo en la penumbra. El diseño era hipnótico, una obra de arte en miniatura perdida en medio del caos.
Con una sonrisa traviesa al ver los escombros, Emma, juguetona, se arrodilló. Reunió algunas piedras y escombros pequeños, construyendo una pequeña pirámide. La diversión inocente brillaba en sus ojos. "Las pirámides son enormes", le había dicho El una vez, y aunque la suya era diminuta, no dejaba de sonreír ante su logro.
Descendió con cuidado las escaleras, ansiosa por mostrarle su hallazgo.
—Mira esto, El —dijo Emma, entregándole el objeto.
Él lo recibió en silencio, sus ojos, aunque sin expresión visible, transmitían sorpresa interior. Observó la reliquia con detenimiento, girándola entre sus veinte dedos, mientras Emma lo miraba, ahora en cuclillas, expectante.
—Esto no me es familiar —continúa Emma, tras un momento de contemplación al ver a su... ¿amigo? Hipnótico con aquella cosa.
El le transmitió un mensaje: era claro en la mente de Emma: reliquia. Era una palabra que resonaba en su interior, cargada de misterio. Después de lo que pareció una eternidad, ambos decidieron salir del edificio. Lo que habían encontrado era, sin duda, importante.
Al pisar el polvo de las calles desiertas una vez más, las motas de luz violeta reaparecieron, brillando suavemente frente a Emma. Esta vez, sin embargo, indicaban dos direcciones diferentes: una hacia el este, y la otra, de forma repentina, hacia el noreste.
Él la tomó del hombro con firmeza, atrayéndola hacia sí y haciéndole una señal para que guardara silencio. Uno de sus cuatro brazos apuntó hacia una calle más allá. Los "Inferiores" estaban allí, o mejor conocidos como: mutantes. Pero estos no eran como los que habían visto antes. Algo en ellos se veía diferente.
—La Plaga... —murmuró Emma, su voz apenas un susurro cargado de temor.
No había tiempo que perder. Debían irse, y rápido. El pueblo, que ya de por sí había caído en el olvido, ahora estaba destinado a ser parte de un territorio de La Plaga.
Se deslizaron por las calles, sus cuerpos moviéndose con sigilo y velocidad. Las dos rutas marcadas por las motas de luz violeta aún estaban ante ellos, pero el camino ahora requería un rodeo considerable si querían evitar los horrores que se cernían sobre el lugar.
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Con el tiempo en su contra, encontraron refugio en una cabaña solitaria, perdida entre los espesos árboles del bosque. El, como siempre, invocaba el poder de la tierra, moldeando colinas y deformando el terreno a su alrededor para camuflar el entorno. En cuestión de minutos, la cabaña parecía fundirse con la naturaleza, otro refugio discreto entre tantos que habían utilizado.
Mientras él trabajaba en su habitual tarea de ocultamiento, Emma se adentró en la cabaña, explorando cada rincón con curiosidad. Los muebles abandonados crujían bajo su peso, los suelos cubiertos de polvo revelaban huellas, como si el tiempo mismo hubiera olvidado aquel lugar. Al llegar al baño, se encontró con un espejo imponente, un rectángulo vertical que casi ocupaba toda la pared. El reflejo la devolvió a su realidad: su pequeña figura de apenas ciento veinte centímetros, con el cabello castaño y algunos destellos rubios cayendo hasta sus hombros.
Pero lo que más destacaba en esa imagen eran sus ojos, de un dorado vibrante, contrastando ferozmente con los cuernos negro ónix que se extendían a ambos lados de su cabeza, apuntando hacia adelante. Emma suspiró, apartando la vista del espejo.
La noche cayó rápidamente sobre ellos, y el silencio del bosque envolvió la cabaña. Emma se tumbó en un viejo colchón que había encontrado en una de las habitaciones, el cuerpo rendido pero su mente todavía inquieta. Cerró los ojos, esperando que el sueño la reclamara.
Y lo hizo, aunque no de la manera que ella esperaba. Aquella visión enigmática, esa presencia que solo se manifestaba en sus sueños, volvió a ella una vez más. Era un paisaje borroso, envuelto en sombras y luces distantes (no podía ver algo en concreto), y la misma pregunta emergió en su mente: ¿serían las motas de luz violeta la clave para llegar a ese lugar?
Los días en la cabaña se prolongaron. El debate sobre su próximo destino seguía sin resolverse; había demasiadas incógnitas y pocas respuestas. La necesidad de sobrevivir, de encontrar alimento y mantener la seguridad, se imponía. Sin embargo, ninguno de los dos parecía tener prisa por abandonar ese remanso de tranquilidad. Las motas de luz seguían ahí, danzando a su alrededor, prometiendo un destino que Emma no podía entender del todo.
Hasta que, una noche, algo cambió.
«Ve» —la voz femenina se deslizó suavemente en su sueño, rompiendo el silencio con un susurro etéreo—. «Adéntrate en el mundo de los Aetherios.»
Emma despertó sobresaltada, el corazón martilleando en su pecho. Sus ojos se movían frenéticamente, intentando captar algún indicio, una sombra, un eco de la voz que había escuchado. Pero no encontró nada, solo el silencio pesado de la cabaña abandonada. El aire se sentía diferente, cargado de una tensión que no estaba allí antes.
Sabía que algo estaba cambiando. Algo, o alguien, la llamaba.
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En los vastos territorios de Etherniaea, un grupo de mutantes avanzaba en grupos, sus cuerpos se movían con una coordinación antinatural. Cada paso que daban parecía estudiado, como si escucharan el latido mismo de la tierra. Sus ojos brillaban con un resplandor predatorio bajo la luz agonizante de un sol en retirada. Al frente, un enigmático guía, envuelto en un manto negro que parecía absorber la luz misma, avanzaba con una autoridad incuestionable. No emitía órdenes, no hacía falta. Su sola presencia volvía el aire más denso, casi opresivo, como si la atmósfera se cargara de amenaza inminente.
La misión que los empujaba hacia lo desconocido estaba envuelta en sombras y secretos. Un susurro apenas perceptible había sellado la decisión de dividirse.
—Abarcaremos más terreno. —Las palabras, intercambiadas entre el guía y su hermano, no eran solo una estrategia; eran un acto de desesperación. Sabían que el tiempo corría en su contra, y con él, la esperanza de encontrar aquello que habían jurado destruir.
Al otro lado del océano, en el corazón del imponente bastión de cierta Orden, un hombre de rostro esculpido en piedra, de barba grisácea y ojos que parecían haber visto demasiadas batallas, se dirigía a sus compañeros. Las llamas del brasero a su espalda proyectaban sombras alargadas, dándole una presencia aún más imponente. Su voz grave se filtraba a través de la comunicación a distancia, alcanzando los oídos atentos de los guerreros de Crimson.
—Cuatro de los nuestros han caído. —El silencio se espesó, las palabras resonaron como un martillo sobre hierro caliente—. Una entidad desconocida ha segado sus vidas. Su sangre clama por venganza, pero aún no es el momento de desenvainar la espada. —Hizo una pausa, dejando que la ira creciente se asentara en cada uno de ellos—. Necesitamos información: pistas, fragmentos, cualquier indicio que nos conduzca a esa aberración.
Las palabras llevaban el peso del Juramento de Sangre Intercontinental, un vínculo sagrado que unía a ciertos exterminadores de Crimson con la Ordo Exterminatorum de Azur en tiempos de crisis. La mención del juramento provocó un murmullo apagado entre los guerreros. Sentían en sus entrañas la furia, pero también el control férreo que la Orden les imponía. No actuarían sin más. No aún.
El tintineo metálico de las armaduras y el leve roce de espadas enfundadas resonaron en la sala, como un preludio ominoso de la tormenta que se avecinaba. Los ojos de los exterminadores se dirigían hacia el horizonte, donde sabían que los refuerzos de Azur se acercaban. Solo entonces, cuando los dos guerreros se unieran, podrían lanzarse a la caza.
Mientras tanto, en Crimson, los altos mandos de los países afectados se reunían en cámaras secretas. La tenue luz de las velas apenas iluminaba los rostros tensos que se inclinaban sobre los mapas, extendidos en mesas de roble tallado. En cada trazo, en cada frontera delineada, había vidas en juego. Los líderes intercambiaban miradas cargadas de gravedad, conscientes de que cualquier decisión equivocada podría sellar su destino.
—Recuperar las tierras perdidas es solo el comienzo —susurró uno de ellos, su voz apenas un murmullo, pero cargada de una resolución implacable. Su mirada se clavó en las fronteras tachonadas de banderas enemigas.
Los buques imperiales ya estaban en camino, las tropas preparadas para cruzar las tierras plagadas por el enemigo mutante. Pero sabían que el enemigo no era lo único que acechaba en esas sombras. Azur también tenía sus propios intereses en juego, y los líderes de Crimson eran conscientes de que, aunque compartían un enemigo común, no podían permitirse bajar la guardia.
Los Caballeros Ónix, fieles guerreros de Crimson, ya habían comenzado a seguir el rastro de la entidad que había diezmado al equipo imperial en el Reino de la Prisión. Pero más allá de la misión aparente de purificar los territorios infestados por La Plaga, sabían que había algo más en juego. Algo más grande y más oscuro. No se dejarían amedrentar ni por las fuerzas desatadas en los páramos malditos, ni cederían ante la presión de Azur para enaltecerlos como símbolos de imponencia.
—No es solo poder lo que buscamos —murmuró uno de los altos mandos, con la mirada fija en el mapa, como si hablara con él—. Queremos secretos. Queremos saber qué es esa entidad… y cómo podemos convertir su poder en una ventaja.
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Lunes, 12 de febrero del Milenio II, Año 491 de la Quinta Era: Desarrollo.
Arthur y Astrid se sumergían en sus estudios con una dedicación casi reverencial, como si cada libro, cada tarea, fuese una puerta hacia un mundo más vasto. La administración educativa de la ciudad les brindaba acceso a recursos valiosos, y ambos aprovechaban cada oportunidad con una disciplina admirable. Arthur se perdía en las complejas tareas literarias, navegando en el océano de palabras y conceptos, mientras los intrincados problemas matemáticos lo mantenían en constante desafío. Era su rutina, un ritual diario que convertía el aprendizaje en una constante búsqueda de entendimiento.
Sin embargo, Astrid, con su mente siempre inquieta, encontraba pequeños momentos para escapar de esa rígida estructura académica. En esos respiros furtivos, se sumergía en su propio mundo, donde las líneas y las formas que trazaba en papel cobraban vida con la suavidad de un suspiro. Sus dibujos, cargados de emoción, eran un reflejo de los pensamientos más profundos que nunca compartía. Y en el silencio de esos momentos, cuando nadie más estaba cerca, dedicaba tiempo a perfeccionar su habilidad psíquica. Este don, tan misterioso como poderoso, lo mantenía en las sombras, lejos de las miradas inquisitivas del resto. Era su secreto, algo íntimo que no compartía con nadie.
De vez en cuando, en un juego emocional que solo ella entendía, Astrid intentaba provocar a Arthur. Quería ver una reacción en él, una chispa de celos que demostrara que su presencia le importaba más de lo que él dejaba entrever. Pero Arthur, siempre tan concentrado, respondía con una calma que rayaba en la indiferencia. Cualquier esfuerzo por impresionar o provocar quedaba enterrado en el vacío. Aquella frialdad, sin embargo, comenzó a enseñarle algo: que presumir de lo que otro no posee no solo era un ejercicio fútil, sino también destructivo. O tal vez por Sofía, con sus regaños, había plantado esa semilla en su mente.
Astrid era agudamente perceptiva, más de lo que cualquiera a su alrededor imaginaba. Sus ojos, siempre atentos, captaban los matices en las relaciones. Sabía que Arthur se aferraba a Sofía con una devoción profunda, una que a menudo parecía rayar en lo filial. Era evidente en los pequeños gestos: en los abrazos prolongados, en los besos suaves que Sofía le daba en la frente cuando creía que nadie los observaba. Arthur buscaba en esos momentos un refugio, un consuelo que parecía restaurar algo roto en su interior. Y aunque Astrid intentaba no darle demasiada importancia, no podía evitar sentir una punzada de celos cada vez que presenciaba esos momentos de cercanía. Era una sensación sutil, que apenas se atrevía a reconocer.
Pero, al mismo tiempo, Astrid también ansiaba ese afecto. Una parte de ella, la que siempre mantenía oculta bajo una fachada de independencia, anhelaba los abrazos reconfortantes de Sofía. Quería sentir ese calor, aunque prefería no admitirlo en voz alta. Había algo en la figura de Sofía que transmitía seguridad, como si pudiera mantener las tormentas del mundo a raya con solo una palabra, con solo un gesto.
Sin embargo, lo que más desconcertaba a Astrid no eran los gestos de cariño, sino los secretos que parecían rodear a Arthur. En las noches en que el cansancio vencía al silencio, cuando todo parecía estar en calma, Astrid a veces lo escuchaba murmurar en sueños. Palabras confusas se escapaban de sus labios, entre ellas una en particular que se repetía con inquietante frecuencia: "fragmento". Cada vez que esa palabra resonaba en la habitación, un escalofrío recorría su espalda. ¿Qué significaba? ¿Qué era ese fragmento al que Arthur aludía mientras dormía?
Para Astrid, aquella palabra se había convertido en un misterio, algo oscuro que se interponía entre ambos. Se asentaba entre ellos como una sombra, una incógnita que ella no sabía si debía temer o ignorar. Tal vez solo era un sueño, una simple fantasía nocturna sin mayor relevancia.
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El agotamiento mental se aferraba a Astrid como una sombra cada vez que forzaba su habilidad psíquica más allá de sus límites. La dejaba exhausta, drenada de energía y con una vulnerabilidad que rara vez compartía con el mundo exterior (descubrió que podía manipular la piedra, el metal y el cristal). Sin embargo, siempre encontraba refugio en los mundos de papel que la rodeaban. Esa noche, mientras sus pensamientos comenzaban a desvanecerse en el borde del sueño, sostenía un libro entre sus manos, un tomo que narraba las épicas aventuras de héroes intrépidos y las enigmáticas bestias que cruzaban su camino. Cada página desbordaba maravillas, criaturas tan fantásticas que desafiaban la lógica y el entendimiento.
No era solo este libro el que capturaba su imaginación; a lo largo de los años, otros la habían llevado a rincones de la fantasía que parecían brotar de la mente de autores dotados con una creatividad infinita. La habilidad de esos escritores para tejer mundos imposibles, para dar vida a seres que nunca antes habían existido, la sumergía en un estado de asombro profundo, una mezcla de fascinación y envidia.
Sus ojos recorrían las líneas, mientras su mente jugueteaba con las descripciones.
«Las criaturas con cuellos largos, casi rozando las nubes, llamadas jirafas. Otras, de cuerpos diminutos y alas extendidas, se deslizaban por el aire como si desafiando las leyes de la gravedad; ardillas voladoras, o eso decían los pocos exploradores que afirmaban haberlas visto.»
Astrid dejó que la imagen de estos animales extraños flotara en su mente, tan vívidos en la página pero tan irreales para ella. En su mundo, esos seres eran tan fantásticos como los dragones o los unicornios. Jamás había visto jirafas ni ardillas voladoras, y le costaba creer que algo tan extraordinario pudiera existir fuera de las páginas de un libro o los trazos de alguna que otra ilustración.
Los límites de la realidad y la fantasía se desdibujaban en su mente mientras leía, y su cansancio comenzaba a hacer mella. Sentía el peso del día acumulado en sus párpados, el suave arrullo de la fatiga invitándola al descanso. Un bostezo se escapó de sus labios, y con un suspiro de satisfacción, cerró el libro, el suave eco de las páginas encontrándose llenando el silencio de la habitación.
Con movimientos lentos, casi rituales, Astrid se recostó en su cama. La suavidad de las sábanas la envolvía como un abrazo cálido, protegiéndola del frío exterior y, en parte, de sus propias inquietudes internas. Cerró los ojos, dejándose caer en el familiar refugio del descanso. Mientras su mente se hundía en la nebulosa del sueño, las imágenes de esas criaturas fantásticas aún danzaban en sus pensamientos, entrelazándose con sus propios deseos y sueños. En su mente, las jirafas se erguían como gigantes majestuosos y las ardillas voladoras surcaban los cielos, mientras los dragones y unicornios los observaban desde las sombras de un reino imposible.
El mundo real comenzaba a desvanecerse, y en cuestión de segundos, el dulce abrazo del sueño la acogió por completo, envolviéndola en una quietud profunda y serena. Afuera, la noche seguía su curso, pero dentro de la mente de Astrid, las fronteras entre la fantasía y la realidad se desdibujaban, dejándola vagar libremente por un universo donde todo, incluso lo más inverosímil, podía existir.
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La oscuridad de la noche parecía volverse más densa, envolviendo a Astrid como un manto frío mientras sentía cómo el fuerte y persistente movimiento en sus hombros la sacaba bruscamente del abrazo cálido del sueño. Todo ocurrió en un instante: el sonido de campanas resonando con una urgencia creciente, el eco vibrante de otros ruidos, más profundos y prolongados, que formaban una cacofonía extraña y aterradora.
—¡Astrid, levántate, tenemos que irnos ahora mismo! —la voz de Sofía atravesó el caos, cargada de una desesperación que Astrid jamás había oído antes. Cada sílaba era un golpe que la arrancaba del letargo.
Antes de que pudiera procesar lo que sucedía, sintió las manos de Sofía aferrándose a ella, arrastrándola fuera de la cama. Apenas si sus pies tocaban los peldaños de las escaleras mientras bajaban apresuradamente, el bullicio ensordecedor de la multitud que se agolpaba en los pasillos golpeaba sus oídos. Todo era confuso: rostros borrosos, gritos, objetos que caían y chocaban. Sin saber cómo, Astrid percibía algunos de esos objetos más intensamente (ya tuvieran metal, piedra o cristal), como si su habilidad psíquica respondiera al caos sin que ella lo controlara del todo.
El aire fresco de la noche golpeó su rostro con violencia cuando finalmente salieron del edificio. Sofía, siempre alerta, escudriñaba el entorno, sus ojos rastreando cualquier indicio de peligro. De pronto, su mirada se fijó en un hombre más allá del tumulto, un rostro que Astrid reconoció. Pero no hubo tiempo para recuerdos; Sofía no se detuvo. Con los niños bajo su custodia, aceleró el paso, guiándolos a través de las calles, cada vez más rápido, cada vez más urgida.
Finalmente, el grupo se detuvo en las afueras de la ciudad. Aquí, el paisaje urbano se desvanecía, dando paso a un mundo más salvaje y desolado. Sofía buscó desesperadamente un refugio, y finalmente los escondió detrás de unos densos arbustos, donde el susurro del viento parecía ahogarse en el silencio.
—Vuelvo enseguida… —murmuró Sofía, su voz tiembla, cargada de una urgencia que no podía ocultar. Pero era más que eso: una lucha interna, una batalla entre el deber y el miedo, un eco que vibraba en su tono.
—¡Por favor, no nos dejes! —La súplica de Astrid rompió el silencio, su voz pequeña y rota emergiendo de entre los arbustos. Su desesperación era palpable, su mirada llena de un miedo profundo que comenzaba a desbordarse en lágrimas que apenas podía contener. El peso de la incertidumbre caía sobre ella como un yugo que no podía soportar sola.
Sofía se detuvo, paralizada por un instante, y en ese breve segundo, su mirada reflejó la tormenta de emociones que la consumía. Su rostro, normalmente tan firme, mostraba una vulnerabilidad que Astrid nunca había visto antes.
—Tengo que ayudarlo... lo conozco —balbuceó, la voz quebrándose bajo el peso de la realidad—. Está con sus abuelos y... —buscaba palabras, pero ninguna parecía ser la correcta. El dilema que enfrentaba era casi insoportable. Cada fibra de su ser se debatía entre la responsabilidad de proteger a los niños y la imperiosa necesidad de salvar a aquel amigo a quienes también quería.
El remordimiento la embargaba, como una sombra que se cernía sobre ella, pero al mismo tiempo la culpa de abandonar a los niños en medio del peligro la desgarraba. Por un momento que pareció eterno, Sofía se quedó inmóvil, atrapada en el vórtice de emociones encontradas.
Finalmente, con una pesada exhalación, tomó su decisión. El peso del mundo parecía haberse posado sobre sus hombros, pero con un esfuerzo titánico lo apartó. Se inclinó hacia los niños, sus brazos rodeándolos en un abrazo tan apremiante como cálido, un abrazo que transmitía no solo amor, sino también la urgencia de la despedida.
—Ustedes quédense aquí —susurró, su voz suave pero firme—. Volveré por ustedes, lo prometo. —Antes de que pudieran responder, depositó un beso en la frente de cada uno, un gesto cargado de ternura y desesperación, como si ese simple contacto pudiera ser suficiente para mantenerlos a salvo en su ausencia. Era un juramento silencioso, uno que temía no poder cumplir, pero que deseaba con todas sus fuerzas mantener.
Mientras Sofía se alejaba, sus pasos resonando en la distancia, Astrid la observó, su corazón latiendo con fuerza, deseando con todas sus fuerzas que Sofía regresara. El aire nocturno se sentía aún más frío sin su presencia. Las lágrimas de Astrid, finalmente liberadas, comenzaron a caer, pequeñas gotas silenciosas que desaparecían entre las sombras de la noche.
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El tiempo parecía haberse congelado mientras Arthur y Astrid esperaban, escondidos en los arbustos. Los segundos se alargaban como siglos y la ausencia de Sofía pesaba cada vez más sobre ellos. El ruido de pasos apresurados y gritos lejanos mantenía sus nervios al borde, pero la quietud a su alrededor solo alimentaba su ansiedad. Cada rostro que cruzaba corriendo frente a ellos, cada mirada perdida, les recordaba que el caos estaba devorando la ciudad, mientras ellos seguían atrapados en la incertidumbre.
Astrid, incapaz de soportar la espera, sintió cómo una oleada de desesperación comenzaba a burbujear en su pecho. No era habitual en ella tomar decisiones tan impulsivas, pero la creciente tensión y el miedo la empujaban a actuar.
—Arthur, iré a buscarla —dijo finalmente, tratando de infundirse una valentía que parecía vacilar con cada palabra que salía de su boca.
El temblor en su voz traicionaba su intento de fortaleza. Quizás era su don psíquico el que le daba un impulso de coraje, o tal vez simplemente no podía soportar más la incertidumbre. Lo único que sabía era que quedarse allí, inmóviles, mientras Sofía no aparecía, no era una opción.
Cuando dio un paso hacia adelante, Arthur la detuvo, sujetándola suavemente por la muñeca. El contacto fue suficiente para hacer que el impulso de Astrid se evaporara. Al mirar a Arthur, vio el miedo reflejado en sus ojos. Sus dedos temblaban ligeramente, una señal de la lucha interna que ambos compartían, aunque él no se atreviera a decirlo en voz alta. Permanecieron en silencio, enfrentándose a una decisión que ambos sabían era peligrosa.
Finalmente, Arthur rompió el silencio, su voz apenas un susurro.
—Vamos juntos.
Aún tembloroso, Arthur se esforzó por ocultar su propio temor, aferrándose a la única determinación que le quedaba: no permitir que Astrid enfrentara esto sola. El coraje no era algo que se manifestara fácilmente en él, pero la urgencia de encontrar a Sofía le dio la fortaleza que necesitaba para seguir adelante.
Ambos se levantaron de los arbustos, y sin más palabras, corrieron hacia las calles de la ciudad. La desolación que los rodeaba era palpable; una mezcla de terror y vacío se respiraba en el aire. El caos y el miedo que antes sentían en la distancia ahora eran cercanos y sofocantes. Los gritos que resonaban a su alrededor, las figuras que corrían desordenadamente, y los sonidos inusuales que flotaban en el aire, como algo cristalizándose y vapor chisporroteando, hacían que todo pareciera una pesadilla.
Arthur intentaba recordar el camino de vuelta, pero la confusión de las calles y el caos desatado hacían que cada giro se sintiera como una apuesta. A veces, dudaban, pero ninguno de los dos se atrevía a detenerse.
Finalmente, llegaron al edificio donde vivían. La calle frente a ellos estaba inquietantemente desierta, como si la tragedia ya hubiera pasado por allí y dejado su marca imborrable. El eco de sus propios pasos resonaba con fuerza en sus oídos, pero fue al girar una esquina cuando sus corazones se detuvieron.
Frente a ellos, un cuerpo yacía inmóvil. Ambos se quedaron paralizados por el horror. Era la abuela del conocido de Sofía. Su cuerpo presentaba una herida profunda, pero lo más perturbador era lo que cubría la herida: una sustancia cristalizada que parecía irradiar un calor sofocante. Era como si su carne estuviera congelada y ardiendo al mismo tiempo, un contraste imposible y aterrador.
Astrid fue la primera en reaccionar, incapaz de apartar la vista. El cuerpo de la anciana la dejó helada por dentro, una imagen que no podía procesar del todo. Su mente, buscando una explicación, se aferró a lo imposible: "Es como hielo... pero combinado con fuego." La combinación de sensaciones opuestas la hacía sentir un nudo en el estómago. La muerte de la mujer parecía haberse dado por algo más allá de la comprensión humana.
Arthur también estaba paralizado, pero el horror que lo invadía lo obligaba a mirar hacia otro lado. Cada segundo que pasaban ahí era una batalla interna para no derrumbarse.
Astrid dejó escapar una lágrima que resbaló silenciosa por su mejilla. Nadie debería morir así, pensaba. Nadie merecía un final tan brutal, tan incomprensible. Pero no había tiempo para lamentarse. Sofía aún estaba desaparecida, y el peligro acechaba en cada esquina.
Con renovada urgencia, los dos se obligaron a seguir avanzando, dejando atrás el cuerpo de la mujer. Sus corazones martilleaban en sus pechos, sus mentes llenas de preguntas sin respuesta, pero sabían que no podían detenerse. Todo en la ciudad parecía desmoronarse a su alrededor, pero para ellos, solo importaba una cosa: encontrar a Sofía.
El mundo se había vuelto extraño, casi irreal, pero en medio del caos, su determinación se mantenía firme. Sofía era lo único que importaba, y no se detendrían hasta hallarla.
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Un silencio abrumador envolvía a los niños como una pesada manta de tristeza. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, y sus labios temblorosos eran testigos silenciosos de la conmoción que los atravesaba. Gritaban el nombre de Sofía con desesperación, sus voces rasgadas llenando el aire con una angustia palpable. Las lágrimas brotaban de sus ojos como torrentes incontenibles, fusionando la tristeza de la pérdida con el miedo a lo desconocido en un vórtice de emociones.
Astrid se acercaba tambaleante, sintiendo cómo sus piernas flaqueaban con cada paso que daba. Se inclinó hacia Sofía y extendió su mano temblorosa para tocar su mejilla gélida, ajena a los otros dos individuos que estaban a su lado o las que estaban a varios metros. La piel de la mujer oscilaba entre el frío invernal y el calor abrumador del contacto, un contraste desconcertante que reflejaba la naturaleza de su herida: había sido atravesada por un estalagmita que combinaba el hielo con el fuego.
«¿Cuándo fue la última vez que me perdí en la profundidad de sus hermosos ojos? ¿Cuándo expresé mi gratitud por su cuidado?» —se preguntó Astrid, mientras el dolor y la pérdida la envolvían.
De repente, un grupo de mutantes emergió a través de un gran agujero en la densa maleza, avanzando con una determinación cruel y despiadada. Sin embargo, antes de que pudieran acercarse más, un destello eléctrico los alcanzó uno por uno. El poder del arma se manifestaba en forma de relámpagos, envolviendo a varios de ellos en un resplandor eléctrico que los hizo caer. El ser imbuido con el poder del hielo ardiente se alejó rápidamente, consciente de que no encontraría lo que buscaba y de que prolongar la batalla sería una pérdida de tiempo. Mientras se alejaba, un movimiento final reveló el brazo único que le quedaba, un doloroso recuerdo de una batalla en la que se había descuidado.
Astrid se giró para ver cómo se acercaban varios soldados. Cada uno llevaba partes de armadura ligera, notablemente distintas de las que habían visto antes. Estas armaduras eran de un elegante negro, adornadas con detalles en blanco, y solo dos de ellos prescindían del casco. Algunos llevaban estandartes con emblemas familiares y en su hombrera derecha el imperial, que ondeaban con una autoridad imponente. Arthur divisó a un hombre destacado sobre el tejado de una modesta vivienda de una sola planta. Vestía botas marrones, pantalones negros y un largo abrigo blanco como la nieve, con la cremallera completamente cerrada. Su armadura, que cubría piernas y hombros, mantenía una tonalidad negra y blanca. En su mano, sostenía un arma que emitía descargas eléctricas, sus destellos mezclando humo negro y blanco.
Con un gesto decidido, el hombre guardó el arma sobre su espalda. En un instante, espadas de luz surgieron en ambas manos, sus destellos cortando el aire con una elegancia mortal. Un hombre, cuya voz resonaba con autoridad, ordenó la evacuación inmediata de los niños que se encontraban en la zona. Sin dudarlo, los niños fueron apartados del lugar, llevados a un refugio seguro mientras el caos continuaba a su alrededor.
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Estaban rodeados por una línea de camiones de transporte, cada uno de ellos erguido como un bastión en medio de la desolación. La vigilancia de los soldados imperiales era constante, sus figuras uniformadas se movían con precisión entre las sombras de la destrucción. El aire, denso y pesado, se impregnaba de un humo oscuro que se alzaba desde el corazón de la ciudad, donde las llamas devoraban todo a su paso, dejando una estela de cenizas y caos que proyectaba una sombra ominosa sobre el paisaje.
Desde su posición, la vista hacia la ciudad era un espectáculo de desolación. Los camiones, estacionados en formación militar, formaban un muro metálico que aislaba a los niños y refugiados del tumulto que se desarrollaba más allá. En ese entorno asfixiante, dos figuras se apartaban del grupo, un hombre y una mujer, decididos a investigar otros sectores de la ciudad.
El hombre era inconfundible. Su cabello corto y negro brillaba con destellos de luz, un contraste audaz frente a la monotonía gris del entorno. Vestía de manera casual, con unas zapatillas grises que apenas hacían ruido sobre el suelo polvoriento, un short del mismo tono que dejaba al descubierto sus piernas fuertes y un polerón azul cuyas mangas estaban arremangadas, insinuando una actitud despreocupada que desafiaba la rigurosidad militar que lo rodeaba. Su apariencia de civil era una anomalía en ese ambiente controlado y amenazante, como un pez fuera del agua.
A su lado, la mujer se hacía notar con una elegancia imponente. Su melena, larga y ondulada, de un rubio resplandeciente, caía en una forma de "V" bien definida sobre su espalda, como un halo de luz en medio de la penumbra. El poncho gris pizarra que la envolvía contrastaba con la oscuridad del abrigo negro que llevaba, cuya cremallera estaba cerrada hasta el cuello, proporcionando una capa adicional de protección y un aire de misterio. Sus pantalones ajustados, de color esmeralda, se ajustaban a su figura con gracia, mientras que sus zapatillas grises aportaban un toque de firmeza a su andar. La armadura de Nihilium que adornaba sus brazos, desde las manos hasta los codos, resaltaba por su diseño robusto y funcional, otorgándole una imagen de seguridad y determinación en medio del caos.
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Después de aproximadamente dos horas, el hombre de la luz regresó, su presencia marcando una clara distinción en el caótico entorno. Caminaba con paso decidido, una confianza innata impregnando su andar, como si cada pisada estuviera trazada por el peso de una misión vital. A lo lejos, el humo y las llamas de la ciudad seguían elevándose hacia el cielo, un recordatorio inquietante del desorden que reinaba, pero él se mantenía concentrado en el deber que tenía por delante.
Un soldado, vestido con un uniforme impecablemente ajustado que relucía a la luz tenue, se acercó con la precisión de un engranaje bien afinado. Con un gesto militar, inclinó la cabeza: un signo de respeto antes de romper el silencio.
—Señor de la Corte Indrath, estamos listos para proceder con la siguiente etapa de la operación —informó, su voz resonando con una mezcla de reverencia y urgencia, como si cada palabra fuera un ladrillo en la estructura de una misión monumental.
El individuo no solo de la Familia Indrath, sino un miembro de la Corte, cuya presencia imponía respeto y autoridad, asintió con firmeza. Su gesto fue breve, pero cargado de significado; aplaudió una sola vez, un acto que, aunque sencillo en apariencia, reverberó como un toque de clarín, convocando a los contingentes a la acción.
—Perfecto —respondió, su voz una mezcla de determinación y serenidad en medio del tumulto que los rodeaba.
Al instante, comenzaron a moverse con una precisión casi coreográfica. Se distribuyeron en formaciones organizadas, sus movimientos sincronizados reflejando la eficacia de una maquinaria bien aceitada. La transición hacia la siguiente etapa de la operación estaba en marcha, y la atmósfera se impregnó de una energía renovada, un propósito palpable que latía en el aire. La coordinación y la preparación de los equipos se hicieron evidentes, cada hombre y mujer consciente de la magnitud de lo que estaba por venir, cada uno con su papel definido en el drama que estaba a punto de desarrollarse.