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Chapter 3 - Capítulo 2 | De esta manera suceden las cosas | Parte 2

Martes, 2 de enero del Milenio II, Año 491 de la Quinta Era: Desarrollo.

Arthur emprendió su travesía hacia lo desconocido, un destino incierto que lo llamaba con una mezcla de promesas tentadoras y amenazas veladas. Habían pasado unos cuarenta minutos desde que dejó atrás el territorio de aquel pueblo, y el silencio del bosque lo envolvía como un manto, lleno de vida y misterio. Su caminar era constante, casi rítmico, mientras avanzaba con la serenidad de quien acepta que el futuro es un enigma.

A su alrededor se extendía un vasto océano verde: un bosque antiguo, lleno de secretos que susurraban entre las hojas. El suave crujir de las ramas bajo sus pies se mezclaba con el canto de aves lejanas, componiendo una sinfonía que parecía resonar en las entrañas de la tierra misma. Cada sonido, cada sombra que se movía en la periferia de su visión, era un recordatorio de que este bosque, aunque pacífico, era profundamente vivo.

Entre los árboles, se podían sentir algunos movimientos de los animales (algunas eran culebras, otras, aves, etcétera) y las bestias de maná (se deslizaban en un baile silencioso, sus formas apenas visibles para quien no estuviera atento). Sus movimientos eran tan fluidos que parecían fundirse con la vegetación. Las escamas que adornaban sus cuerpos reflejaban la luz solar, creando un resplandor tenue que destellaba como si el bosque mismo respirara. Arthur se detuvo un momento, observando con admiración. Sabía que no eran simples criaturas, no como los animales: había leído sobre ellas, había escuchado las historias.

Aquella bestia de maná, sus ojos, de un brillo casi sobrenatural, destellaban con una inteligencia profunda, antigua. El sendero se abrió ante él, revelando una pequeña criatura justo en su camino. Al principio, parecía una ardilla gigante, pero en cuanto Arthur la observó más de cerca y con detenimiento, supo que era mucho más. Los cuatro ojos de la bestia, rojos como rubíes encendidos, lo miraban con curiosidad mientras pequeñas motas blancas flotaban en sus profundidades, como si en ellos se contuviera todo un universo en expansión. Las escamas negras y brillantes, con puntas que viraban al blanco, cubrían parte de su cuerpo, combinándose con un pelaje espeso y oscuro. Dos colas se erguían detrás de ella, ondeando con elegancia, como si fueran estandartes.

Arthur se quedó inmóvil, sus ojos fijos en la criatura. La vio masticar una manzana verde, absorta en su tarea, con sus ojos también clavados en un pequeño lago cercano. El agua del lago era clara, pero el paisaje que lo rodeaba, con flores rojas y piedras pulidas, parecía salido de un sueño.

En su mente, las lecciones que había aprendido sobre las bestias de maná emergieron, como si fueran un eco de un conocimiento olvidado.

«Las Escarmiras solitarias son exploradoras» —recordó, mientras su mirada se afilaba—. «Buscan lugares para establecer territorios, dejando rastros de su presencia. Y si están en peligro, sus manadas aparecen de la nada… como sombras.»

El pensamiento hizo que una ligera tensión se apoderara de él. Aunque aquel Escarmira parecía inofensiva, sabía que no debía subestimarla. Los informes contaban cómo podían coordinarse para atacar con una precisión letal, pero también cómo algunas eran lo suficientemente mansas como para vivir entre humanos. Arthur respiró hondo y, con una calma deliberada, comenzó a retroceder. Manteniendo sus movimientos suaves, evitando cualquier gesto brusco, sus ojos nunca se apartaron de los del Escarmira.

«Si tan solo pudiera estudiar a estos seres como un investigador…» —pensó con melancolía. Un suspiro escapó de sus labios, cargado de un anhelo reprimido. La idea de dedicarse a estudiar a estas criaturas le llenaba el corazón, pero la realidad de su vida se interponía, implacable. 

El bosque seguía su curso a su alrededor mientras Arthur continuaba su viaje.

Ω

Antes de que pudiera siquiera contemplar la búsqueda del segundo fragmento, algo mucho más potente que su propia voluntad lo inmovilizó por completo. No era una barrera tangible, sino una presencia invisible, omnipresente, que lo aferraba con una firmeza inquietante. Como si manos etéreas emergieran desde las sombras mismas de su destino. Su libertad fue sofocada bajo el peso de una fuerza inquebrantable. Eran como cadenas forjadas en los abismos más profundos de la existencia, envolviendo su espíritu, impidiendo que cualquier desvío fuera siquiera posible.

Cada paso que daba, cada vez que su mente osaba vagar fuera de los límites de su misión, sentía inconscientemente esa resistencia abrumadora. Una opresión que no se expresaba en palabras, pero sí en la certeza de que su vida ya no le pertenecía por completo.

Pero, paradójicamente, en los momentos en que compartía un espacio con otros, algo cambiaba. Esa fuerza implacable, que parecía apretar su alma con una crueldad impersonal, comenzaba a aflojar, aunque fuera apenas perceptible. Era como si las cadenas, tan rígidas en la soledad, encontraran en las interacciones humanas una especie de vulnerabilidad. Las palabras que intercambiaba con aquellos que cruzaban su camino, las sonrisas furtivas o los gestos de bondad que a veces recibía, actuaban como pequeños martillos que golpeaban suavemente los eslabones de sus ataduras.

No lo percibía conscientemente, pero en cada conversación, en cada momento de conexión, esa presión constante disminuía, apenas lo suficiente como para que pudiera respirar con un poco más de libertad. Las miradas compartidas, las palabras cargadas de comprensión o incluso los silencios cómodos parecían erosionar las cadenas, abriendo grietas diminutas pero significativas. No obstante. esas grietas no rompían esas ataduras; esas brechas en sus cadenas siempre eran temporales, efímeras.

De repente, un grito, desesperado y furioso rompió la calma del bosque. Fue impactante, pero de alguna forma desgarró el aire con una violencia que hizo que un escalofrío escalara la columna vertebral de Arthur. Instintivamente, giró bruscamente hacia la fuente del grito, pero sus ojos solo encontraron la impenetrable arboleda que se extendía como un muro infinito ante él. El bosque, que hasta entonces había sido un constante murmullo de vida, se sumió en un silencio antinatural. Los trinos de los pájaros, el susurro de las ramas y el lejano crujir de hojas secas se extinguieron en un solo latido, dejando tras de sí una quietud que no era normal.

Solo el viento persistía, arrastrándose entre las hojas con un susurro fantasmal, como si la naturaleza misma anticipara... algo. 

Arthur entrecerró los ojos, intentando perforar la densa cortina de sombras que cubría el bosque, pero no encontró nada. Su cuerpo entero estaba tenso, como si los mismos instintos que lo mantenían en movimiento ahora lo hubieran congelado en una alerta perpetua. Levantó la vista hacia el cielo, que aún conservaba su brillantez azul, inconsciente de la amenaza que se gestaba debajo. Sin embargo, algo en ese lienzo de serenidad le perturbó: grandes columnas de humo, oscuras y retorcidas, ascendían lentamente desde algún lugar muy lejano. El humo, negro como una advertencia, se retorcía en el aire, enroscándose en sí mismo como serpientes ascendentes que presagiaban el caos.

La sensación de peligro lo envolvió de inmediato, apretando su pecho. Arthur intentó, inútilmente, calmar sus pensamientos que ahora se arremolinaban con la fuerza de una tormenta. ¿Qué había provocado aquel grito? ¿Mutantes? ¿Personas? A pesar de las afirmaciones de las autoridades de Etherniaea de que los nidos mutantes estaban bajo control, algo en su interior le decía que eso ya no importaba. 

«¿Mutantes, aquí? ¿Justo en esta región, de entre todas?» —reflexionó, mientras sus pensamientos se aceleraban, tratando de comprender la magnitud de la catástrofe que podría estar desarrollándose.

Justo cuando sus temores comenzaban a afianzarse, un estruendo ensordecedor lo sacó de su trance. Un sonido rítmico, poderoso, cortaba el aire detrás de él. Giró y vio el origen: el rotor de un helicóptero, surcando el cielo a cientos de metros. Pero eso no fue lo único que captó su atención. Junto al helicóptero, volaban cuatro criaturas majestuosas: Grifos. No estaba solo.

Imponentes bestias aladas, cubiertas con reluciente armadura blanca y dorada, volaban con una gracia que desafiaba su tamaño. Sus alas, vastas y musculosas, cortaban el aire con facilidad, proyectando sombras que parecían competir con la luz del sol. La armadura que los cubría brillaba intensamente bajo los rayos del día, enviando destellos dorados que creaban un contraste casi irónico con la oscuridad que emanaba del humo. Sus garras, reforzadas con metal pulido, relucían como cuchillas listas para desatar la violencia en cualquier momento.

Sobre ellos, los jinetes, con posturas firmes y rostros decididos, mantenían el control absoluto de las criaturas. La coordinación entre las bestias y sus guías era perfecta, una danza aérea donde el poder y la elegancia se unían. Sin perder tiempo, la escuadra de Grifos y el helicóptero se dirigieron rápidamente hacia la fuente del humo, una misión silenciosa y letal que Arthur solo podía contemplar desde su posición.

Ω

Surgido de la nada, como si el mundo lo hubiese creado sin pasado ni raíces, Arthur era una figura solitaria. No tenía padres, hermanos ni abuelos; no existían figuras en su vida que le ofrecieran el consuelo de un legado o el calor de un hogar. Su existencia misma era un misterio, un enigma sin respuestas claras. Y aunque había crecido en medio de ese vacío, sin las voces de un mentor o una familia que le mostraran el "camino correcto", poseía una brújula moral. No siempre apuntaba hacia la luz; a veces, se inclinaba hacia las sombras, hacia decisiones que lo llevaban por caminos inciertos. Pero, en el fondo, Arthur tenía una intuición innata del bien y del mal, un código personal que había tenido que forjar con sus propias manos en tan poco tiempo.

Sin nadie que lo guiara, se había visto obligado a definir su propio sendero, un sendero lleno de preguntas sin respuesta y tentaciones que susurraban desde los rincones más oscuros. Cada paso era un desafío, una decisión que pesaba el doble por la ausencia de un modelo a seguir. Y, sin embargo, avanzaba.

En lo más profundo de su ser, Arthur albergaba un anhelo tan antiguo y arraigado que era casi doloroso. Deseaba pertenecer a algo. Había observado familias, compartiendo risas, complicidad y afecto, y siempre le había parecido que aquellos vínculos eran casi mágicos. Una simple mirada, una palabra o un gesto parecían contener una conexión inquebrantable, algo que trascendía lo físico. Esa intimidad le fascinaba y le atormentaba al mismo tiempo. Cada vez que veía una familia reunida, sentía cómo una punzada de deseo se mezclaba con una amarga resignación.

Pero, pese a ese anhelo que a veces parecía quemar en su interior, había algo más fuerte que lo mantenía contenido. Algo profundo, casi indescriptible. La "cadena" invisible que lo sujetaba, lo mantenía a distancia, incapaz de entregarse completamente a la idea de pertenecer. Esa cadena no era solo una barrera externa, era parte de él, una sombra fragmentada que lo hacía dudar, lo hacía retroceder justo cuando estaba a punto de abrirse.

Temía, quizás, lo que podría perder si alguna vez permitía que esos lazos se formaran. El miedo a que, al abrazar lo que más deseaba, también pudiera perderlo. Tal vez por eso, siempre mantenía un pie fuera de cualquier conexión real. Esa cadena, aunque invisible, era implacable.

Después de recorrer múltiples caminos y desvíos, Arthur finalmente emergió del bosque. Sus pasos resonaban suavemente sobre la hojarasca, un sonido sutil que marcaba su salida de la penumbra arbórea. A su derecha, se desplegaba una vasta pradera que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un mar de verdes ondulantes que danzaban bajo la caricia del viento. De fondo, las montañas se alzaban majestuosas.

A unos metros de distancia, una gran cabaña de madera robusta se erguía, flanqueada por un granero de tonos terracota y varios huertos bien cuidados que ofrecían un festín de colores y aromas. Del establo cercano llegaba el suave murmullo de cerdos, vacas y ovejas, creando una sinfonía de vida rural. Una familia de granjeros se afanaba en sus tareas cotidianas.

A su izquierda, sinuosos caminos serpenteaban entre suaves colinas, por donde un arroyo cristalino corría con una risa suave, reflejando el cielo en sus aguas puras. Sobre las colinas, árboles y arbustos florecían en un estallido de colores vibrantes, creando un paisaje tan exuberante que parecía extraído de un sueño. Entre esa flora exuberante, una flor en particular capturó su atención: su pureza blanca irradiaba una presencia única, emitiendo un aire gélido pero reconfortante. Era una planta de maná, emanando una energía etérea.

Entre ambos paisajes, un largo y sinuoso sendero de tierra se desplegaba como una cinta, uniendo dos mundos aparentemente diferentes. El camino estaba bordeado por rocas impregnadas de maná, brillando con un resplandor suave y constante, dispuestas a intervalos regulares como faros que señalaban la ruta segura tanto para vehículos como para peatones. Letreros esculpidos con esmero delineaban la dirección correcta, guiando a los viajeros a través de un paisaje cambiante.

Sintiendo el peso del viaje en sus pies cansados, Arthur decidió encaminarse hacia el arroyo. Al llegar, se dejó caer suavemente sobre la orilla cubierta de hierba fresca, su mirada perdida en las aguas que corrían serenamente, susurrando secretos a medida que fluían. Con movimientos lentos y deliberados, se quitó los zapatos y los calcetines, permitiendo que sus pies se hundieran en el frescor revitalizante del agua. Un suspiro de alivio escapó de sus labios, llevándose consigo el peso de las preocupaciones que lo habían seguido. En ese breve instante de serenidad, el mundo parecía detenerse, y Arthur se sintió en paz.

El sonido de múltiples pasos, acompañado del entrechocar del metal sobre el sendero de tierra, rompió abruptamente la tranquilidad del momento. Un escuadrón de exploradores emergía lentamente entre el paisaje, su presencia imponiéndose sobre la serenidad del entorno. Habían sido enviados para establecer límites en áreas específicas, cuya tarea era recopilar datos sobre las ominosas columnas de humo que se divisaban a lo lejos. Las órdenes eran claras: no debían penetrar más allá del denso bosque, pues había múltiples reportes de desapariciones y mutantes. Una escuadra de Grifos, liderados por su Centella, y un helicóptero ya habían sido desplegados para confirmar la situación. Afortunadamente, el enjambre volador no merodeaba por esa región, ni siquiera en las cercanas, lo que les permitía utilizar sus transportes aéreos sin poner en riesgo al equipo.

Entre los exploradores, el capitán del escuadrón, Krell García Masad, se destacaba no solo por su postura firme, sino también por portar una imponente Ígnea Thalmar. Los miembros del equipo llevaban el emblema del país en la hombrera derecha, mientras que en la izquierda lucían sus nombres y apellidos, una marca de identidad en medio del anonimato que ofrecían sus cascos protectores, que ocultaban sus rostros. Krell, sin embargo, era el único sin casco; su rostro visible se erguía como un emblema de autoridad.

El escuadrón llevaba solo fragmentos de armadura ligera, estratégicamente diseñados para proteger las zonas vitales, mientras dejaban otras áreas más libres para facilitar el movimiento y la eficiencia en combate. Los tonos de gris se entrelazaban con detalles en negro, otorgándoles un aspecto intimidante. Krell, por otro lado, vestía una armadura Nihilium forjada con mineral espectral, que no solo le confería una presencia imponente, sino también una resistencia y movilidad superiores. Los miembros del escuadrón portaban espadas medianas, mientras que dos de ellos llevaban dispositivos de comunicación, esenciales para la coordinación en el campo. Las armas de fuego descansaban a sus caderas, listas para ser utilizadas en caso de necesidad al igual que algunas granadas.

Krell escudriñaba el entorno con atención, sus ojos grises observando meticulosamente más allá del vasto bosque que se extendía ante ellos. Todos formaban parte de la Falange del continente Crimsoniano.

El escuadrón avanzó hacia Arthur, quien, ajeno al tumulto que se acercaba, seguía sumergido en la serenidad del arroyo. Cuando la presencia de otros se hizo evidente, alzó la vista y vio a al hombre rodeado de varios compañeros, todos con cascos que ocultaban sus rostros. El líder del grupo tenía el cabello corto, de un rubio oscuro, y unos ojos grises que parecían escudriñar el alma de quien miraban. Arthur no pudo evitar notar el bigote que el hombre llevaba, un detalle que le resultó no favorable para el hombre. Krell portaba su Ígnea Thalmar con una confianza que evidenciaba su experiencia, mientras una lanza descansaba en su espalda, lista para ser usada en cualquier momento.

—Joven, os pregunto con claridad y propósito: ¿poseéis información sobre este asunto? —inquirió Krell García Masad, su voz firme resonando en el Alto Lenguaje Carmesí, mientras señalaba hacia las columnas de humo que se alzaban en la distancia.

Arthur, con una calma calculada, respondió sin titubear.

—Lamentablemente no, señor.

Como si la presencia del escuadrón no alterara su paz, Arthur sacó los pies del arroyo y comenzó a secarlos con una toalla que llevaba en su mochila. Observó de reojo al hombre, notando un ligero destello de complacencia en su mirada al ser llamado "señor". Parecía que ese título le agradaba. Krell, a intervalos regulares, continuó dirigiéndose a Arthur con más preguntas, un comportamiento que resultaba extraño, casi como si estuviera probándolo.

Finalmente, el capitán dio la orden a sus vigías de dispersarse con sus escuadras y vigilar áreas específicas. A dos del rango inferior les encomendó la tarea de entablar una conversación con los granjeros al otro lado de la pradera.

—Supongo que eres el vástago de esos labradores. —Krell no mostró emoción alguna; su voz volvió a la "normalidad", como si su educación le permitiera alternar entre ambos con naturalidad.

Arthur tomó nota de la peculiar alternancia del capitán entre el Alto Lenguaje Carmesí y el "lenguaje normal". Quizás había recibido una educación extensa y su vocabulario era amplio, pero no pudo evitar preguntarse si el comentario había sido una ligera afrenta o simplemente una observación neutral. Prefirió asumir la segunda opción, aunque con cierta cautela.

Mientras Arthur sacaba una toalla de su mochila, Krell se sentía extraño. Como por mera intuición, manipuló un hilo de viento que empezó a rodearlo, era fino, no era algo que aquel niño o sus hombres pudieran notar en ese mismo momento. Había algo extraño: tenía mejor habilidad en su control del maná. Y su flujo era mucho más estable.

Después de guardar la toalla, Arthur sacó un libro de su mochila y comenzó a leer; era un tratado sobre bestias de maná, un tema que capturaba su interés de manera profunda. Krell dejó de lado aquella irregularidad; Satisfecho con la aparente sumisión del joven, se alejó hacia sus dos subordinados, quienes ya habían concluido su conversación con los granjeros. Arthur sintió un alivio sutil al verlos marcharse, como si la tensión que había crecido en su interior se disipara lentamente.

El viento soplaba suavemente, llevando consigo el olor a tierra húmeda y hierba fresca. Arthur dejó que el sonido del arroyo y el canto de los pájaros le envolvieran nuevamente, buscando refugio en la paz del entorno, tratando de ahogar la inquietud que la visita del escuadrón había dejado en su mente.

Arthur caminaba por el extenso sendero de tierra, sintiendo cómo el vacío en su estómago se intensificaba con cada paso. El sol abrasador sobre su cabeza parecía implacable, cada rayo de luz pesando sobre su cuerpo agotado, acentuando la sensación de hambre que lo había acompañado durante días.

«Todavía me quedan cosas para comer...» —pensó, con una mezcla de alivio y resignación.

Se detuvo brevemente al sentir un temblor en el suelo, una vibración tenue pero constante que parecía provenir de las entrañas de la tierra. Miró a su alrededor con cautela, sus ojos recorriendo el horizonte en busca de alguna señal de peligro, pero no vio nada fuera de lo común. El temblor persistió unos instantes más antes de desvanecerse, dejándolo con una vaga sensación de inquietud. Sin embargo, Arthur no se detuvo. El camino aún era largo, y el cansancio no podía permitirse el lujo de la indecisión.

Decidido a mantener su ritmo, abrió su mochila y extrajo el último pastelito que le quedaba junto a una botella con jugo de uva. El pequeño bocado parecía insuficiente frente a la voracidad de su hambre, pero cada migaja fue recibida con gratitud. El dulce sabor se extendió por su boca, y aunque el azúcar le proporcionó solo un breve impulso de energía, era justo lo que necesitaba para continuar.

Mientras masticaba lentamente, disfrutando del momento de reposo, sus oídos captaron un sonido distinto: el trote rítmico de cascos de caballos. Giró la cabeza en dirección al ruido y, a lo lejos, divisó un carruaje que se acercaba.

Ω

Tanto los líderes de los cuatro países de Crimson como los Dominios Norte y Sur de Azur aplicaban políticas, reglas y protocolos comunes a sus territorios. Sin embargo, existían diferencias significativas entre ellos, especialmente en lo que respecta al uso de la Ígnea Thalmar, un arma de maná puro de extraordinario poder.

En Azur, la Ordo Exterminatorum era la única organización autorizada a manejar esta formidable herramienta. Solo sus miembros podían empuñar la Ígnea Thalmar, convirtiéndola en un símbolo de su monopolio. Por otro lado, en Crimson, la situación era más fluida. Aunque los exterminadores formaban parte de algunos grupos especializados (y no una Orden como tal), la Ígnea Thalmar no estaba restringida únicamente a ellos. En este territorio, cualquier soldado con el don del poder mágico podía utilizar estas armas, lo que generaba una diversidad táctica y un enfoque más descentralizado en su aplicación.

Ambos continentes compartían el uso de vehículos impulsados tanto por tecnología de maná como por avances contemporáneos. Sin embargo, su uso estaba principalmente reservado para el ámbito militar y las ciudades colmena. En estas urbes, las maravillas tecnológicas no solo representaban el progreso, sino que también eran un recordatorio constante de la tensión latente y el control riguroso que caracterizaba a estas sociedades. Como resultado, en las áreas rurales y en los pueblos, se había recurrido a métodos de transporte más tradicionales, como carruajes tirados por caballos, conservando un aire nostálgico que contrastaba con la modernidad de las ciudades.

En la actualidad, poseer un medio de transporte propio no se consideraba esencial. En las ciudades, los tranvías eran comunes, surcando vastas distancias a lo largo de cientos de kilómetros de edificios interconectados. Los trenes, accesibles al público, facilitaban el movimiento entre diferentes regiones, permitiendo a los ciudadanos navegar con facilidad a través de las diversas áreas urbanas. Estas grandes metrópolis no solo abarcaban múltiples sectores, sino que también ofrecían una amplia variedad de servicios y comodidades, diseñados para mantener a sus habitantes satisfechos. Desde distritos empresariales y sistemas de distribución de alimentos hasta parques y otros servicios esenciales, las ciudades colmena estaban construidas para ser autosuficientes y eficientes, proporcionando todo lo necesario para una vida urbana moderna y cómoda.

Arthur se acomodó en su asiento dentro del carruaje, dejando que la tensión acumulada en sus piernas se disipara con cada movimiento del vehículo. A medida que avanzaban por el camino, los murmullos de los otros pasajeros llenaban el aire, sus voces entrelazándose en discusiones sobre las columnas de humo que aún se divisaban a lo lejos, aunque ya se habían disipado en parte. Arthur giró la cabeza y miró hacia las afueras, observando cómo el paisaje cambiaba ante sus ojos: las colinas boscosas se desvanecían lentamente, dando paso a una región montañosa donde los árboles se hacían menos densos, revelando un cielo más amplio y despejado.

Fue entonces cuando su mirada se detuvo en dos bestias de maná, similares a lobos, que acechaban en la distancia. Sus cuerpos musculosos y pelajes oscuros se camuflaban en la bruma del atardecer mientras se movían con una agilidad aterradora. Observaba, con el corazón en un puño, cómo estas criaturas cazaban una oveja, su precisión y coordinación eran un recordatorio inquietante de la vida salvaje que aún dominaba el mundo. La escena era tanto fascinante como perturbadora, un recordatorio de que en esta frontera entre la civilización y lo salvaje, la naturaleza seguía dictando sus propias reglas.

El silencio del carruaje se vio abruptamente interrumpido por la voz resonante y clara del conductor.

—¡Estamos a punto de llegar!

Arthur sintió que su corazón se aceleraba al anticipar el destino. El pueblo, pintoresco y acogedor, se alzaba ante ellos, abrazado por un lago sereno cuyas aguas reflejaban el cielo en tonos de azul y oro. Las imponentes murallas de piedra lo rodeaban, otorgándole un aire de seguridad y fortaleza. A medida que el carruaje se aproximaba al puente levadizo, Arthur pudo ver a los guardias alineados, ocho en la entrada, sus miradas atentas escrutando cada movimiento.

Al detenerse en la entrada, tres de ellos se acercaron, su porte autoritario y las partes de armaduras relucientes imponían respeto. Un hombre de rostro severo, pero justo se dirigió al conductor con voz firme y educada.

—Buenos días, ¿tienen sus permisos de circulación?

El conductor asintió, entregando los documentos necesarios con una expresión de confianza que hablaba de su experiencia.

—Aquí están, señor. Todo en regla, como siempre.

Mientras el guardia revisaba los papeles, Arthur observó a los otros guardias, quienes inspeccionaban los alrededores con una meticulosidad al igual que a los pasajeros, que indicaba su experiencia en seguridad. Los ojos de Arthur se movían entre los rostros serios de los guardias y las murallas que se erguían majestuosamente detrás de ellos. Tras unos momentos de tensión, el guardia principal devolvió los documentos con una leve inclinación de cabeza.

—Todo en orden. Pueden pasar.

El carruaje avanzó por las calles adoquinadas del pueblo, las ruedas resonando suavemente mientras se acercaban a un bullicioso centro de transporte. Allí, otros carruajes estaban estacionados, sus caballos exhaustos, pero bien cuidados, alimentándose mientras algunos mozos los refrescaban con paños húmedos. Arthur prestó atención a los nombres de las calles, memorizando cada detalle para orientarse en caso de necesidad.

Con el crepúsculo extendiendo su manto sobre el pueblo, Arthur sintió que el momento de buscar alojamiento había llegado. Mientras caminaba, exploró las zonas turísticas, admirando la arquitectura rústica que contaba historias de antaño y los cálidos tonos del atardecer que se reflejaban en el pequeño lago. La atmósfera vibrante del lugar le resultaba revitalizante, y se tomó un tiempo para evaluar las distintas opciones antes de tomar una decisión.

Finalmente, se detuvo frente a una acogedora posada cuyo letrero, "La Oveja Dorada", brillaba suavemente en la luz del atardecer. La calidez que emanaba de las ventanas iluminadas, junto al suave murmullo de conversaciones en su interior, le parecieron invitantes. Con un suspiro de alivio y una creciente sensación de pertenencia, empujó la puerta y entró, listo para descansar y prepararse para el día siguiente.

El alojamiento temporal de Arthur se encontraba casi en el corazón del pintoresco poblado, en un edificio de cinco pisos que albergaba su habitación en el tercer nivel. Con el dinero ahorrado, se permitió unos días de tranquilidad, valorando enormemente el lujo de tener un espacio propio tras sus largas jornadas de viaje.

Al subir las escaleras, se detuvo brevemente para observar a través de una ventana en forma de "O". Desde allí, vio cómo un vehículo de transporte descargaba constantemente soldados de la Falange. La presencia militar era palpable en el ambiente; Arthur, como observador, comprendió que la movilización respondía a un incidente reciente, posiblemente relacionado con lo del humo. Era un protocolo, al parecer.

Al llegar a su habitación, giró la manija y abrió la puerta, revelando un espacio modesto pero cómodo. Las paredes estaban decoradas con sencillas pinturas que reflejaban el paisaje local. Dejó su mochila a un lado y se dejó caer sobre la cama con un suspiro de alivio, extendiendo los brazos para disfrutar de la suavidad del colchón que contrastaba con el suelo duro que había conocido en su viaje. Después de unos minutos de relajación, se levantó y se estiró, dirigiéndose al mueble junto a la cama.

Allí encontró una carta que explicaba cómo utilizar un artefacto ubicado en el mueble. Este artefacto le permitiría pedir comida a domicilio, una comodidad que parecía tentadora.

«Quiero probar algo nuevo...» —reflexionó Arthur, contemplando la variedad de sabores y nombres desconocidos que ofrecía el menú desplegado ante él. Sin embargo, la preocupación de que un gasto excesivo pudiera obligarlo a volver a dormir en el bosque lo hizo dudar. El menú detallaba una amplia gama de alimentos y bebidas ofrecidos por locales asociados, cada opción era un viaje de descubrimiento en sí misma, desde platos regionales hasta exquisitos manjares.

Finalmente, incapaz de resistir la tentación, Arthur comenzó a manipular el artefacto. Mientras lo hacía, una mezcla de emoción y ansiedad lo invadió, permitiéndose un último momento de descanso en el cómodo ambiente de su habitación, mientras reflexionaba sobre las opciones antes de tomar una decisión final sobre qué pedir.

El sonido de unos golpes resonantes en la puerta sacudió a Arthur de su sueño reparador. Se levantó lentamente, los restos de su sueño aún presentes en su mente. Al pasar junto a un espejo, contempló su reflejo: su cabello corto castaño, salpicado de mechones rubios, enmarcaba su rostro juvenil. Sus ojos de azul oscuro. Vestía zapatillas negras, un short gris y un polerón negro.

Al abrir la puerta, un caballero de aspecto impecable entró empujando una mesa metálica con ruedas. Arthur le agradeció con una sonrisa, sintiendo una mezcla de gratitud y alivio al recibir su pedido. Procedió a pagar por el servicio, pensando en lo afortunado que era de contar con dos comidas al día en el establecimiento. Sin embargo, la realidad de que ya no tenía dinero le pesaba en la mente como una sombra, aunque en ese momento, el alivio de poder disfrutar de una cena reconfortante le ofreció un respiro.

Mientras saboreaba la cena, se deleitaba con las vistas de las montañas y los bosques que se extendían más allá de la ventana abierta. La brisa fresca que entraba animaba la habitación, llevando consigo el susurro de la naturaleza y aportando una sensación de serenidad que contrastaba con la tensión de los últimos días. Cada bocado era un pequeño festín, y el sabor de los ingredientes frescos y bien preparados lo transportaba lejos de sus preocupaciones.

A medida que la noche avanzaba, Arthur se preparó para descansar. Cerró la ventana con cuidado, asegurándose de que estuviera bien sellada como medida de precaución ante cualquier eventualidad. El sonido del viento se atenuó al cerrar, dejando atrás la serenidad del exterior. Se acomodó en la cama, el cansancio de la jornada mezclándose con la satisfacción de una comida caliente, y permitió que el suave murmullo de la noche lo arrullara hacia el sueño, dejando que la paz de su entorno lo envolviera.

Los ojos de Arthur se abrieron de golpe al escuchar un estruendo ensordecedor seguido de gritos penetrantes que resonaban en la noche. La intranquilidad se apoderó de él, una corazonada oscura indicándole que algo grave había sucedido. Escuchaba disparos y explosiones. Se levantó de la cama con rapidez, el pulso acelerado, y se dirigió a la ventana, deseando entender el origen del caos que envolvía al pueblo.

Lo que vio lo dejó paralizado: a lo lejos, un ataque de mutantes estaba en pleno desarrollo. Las criaturas, deformadas y grotescas, emergían de agujeros en la tierra con una agilidad aterradora. Una de ellas, con tres extremidades similares a brazos, siendo una notablemente más larga, tenía una palidez que acentuaba su aspecto repulsivo. Arthur sintió una punzada de horror al observar su movimiento inquietante.

Desde su ventana, el caos del campo de batalla se desplegaba ante sus ojos. La milicia, desconcertada por el asalto repentino, luchaba por mantener el control mientras intentaban proteger a los civiles. Los guardias, con rostros de determinación, facilitaban la evacuación de los habitantes, tratando de restaurar el orden en medio de la confusión. Cada grito, cada explosión, retumbaba en sus oídos como un eco de desesperación.

Aún inmóvil por la sorpresa, vio a otro mutante, cuya deformidad era aún más alarmante. Poseía cuatro enormes extremidades y un abdomen que se transformaba en una suerte de rostro con múltiples ojos y dos bocas prominentes. Uno de sus brazos presentaba agujeros: proporcionada por las balas, pero la aberración avanzaba con una determinación implacable, ignorando el daño que sufría.

Consciente de que debía actuar, Arthur se movió rápidamente. Tomó su mochila, sintiendo el peso de la decisión en su pecho, y salió al pasillo, la urgencia en sus movimientos contrastando con el tumulto desatado fuera. Se detuvo en las escaleras y se asomó a través de la ventana en forma de "O". El panorama que se desplegaba era desolador: varios edificios a lo lejos estaban envueltos en llamas, y explosiones y disparos resonaban en distintas direcciones. Los mutantes avanzaban con una velocidad y brutalidad que dejaban una estela de destrucción a su paso, su avance era como una sombra amenazante que cubría el pueblo.

Ω

La Plaga, una cepa mutante temida y despiadada, capturaba lentamente territorios con una eficacia aterradora. Avanzaba como una fuerza implacable, extendiéndose sin tregua para establecer sus asentamientos y reclamar su dominio. Aunque no era común que La Plaga estuviera activa en todo momento, su presencia convertía cualquier incursión en sus territorios en una empresa sumamente peligrosa. Las enfermedades se propagaban como una marea oscura y opresiva, saturando el aire con un hedor a putrefacción que no dejaba lugar a dudas sobre su nefasto alcance.

El paisaje en estas zonas dominadas se transformaba en un infierno viviente. Vapores corrosivos se elevaban del suelo, combinándose con la toxicidad ambiental que corroía todo a su paso. La atmósfera estaba impregnada de una mezcla de toxinas que afectaban tanto a los seres vivos como a su entorno, haciendo que la supervivencia en tales territorios fuera casi imposible (con el tiempo). Cada respiración se sentía como una traición al propio cuerpo, un recordatorio de que la vida se aferraba tenuemente en medio de la descomposición.

Además de estos peligros ambientales, los Acrománticos representaban una amenaza formidable. Estas criaturas masivas, de tres metros de altura, poseían una piel dura como granito oscuro, surcada por venas rojizas que pulsaban con una energía ominosa. Su rostro, desprovisto de rasgos distintivos, se limitaba a hendiduras oculares amarillentas que parecían escudriñar el alma. Sus brazos largos y gruesos terminaban en garras que podían desgarrar metal, y sus piernas cortas les conferían un andar lento pero imponente.

Además, eran capaces de disparar una secreción casi sólida que, al contacto, irradiaba calor, incendiando tanto objetos inertes como seres vivos. Podían lanzar este proyectil a varios metros, y dependiendo del lugar donde aterrizara, producía un sonido sordo al impactar, como el eco de un trueno distante. Esta variante de mutante era resistente a ataques psíquicos y la mayoría de los mágicos; incluso las balas de Ígnea Thalmar y los relámpagos de las armas Teslas resultaban ineficaces. Sin embargo, la Tempestad ZR-88, utilizada por exterminadores psíquicos y principalmente por equipos de asalto, se mostraba efectiva contra esta formidable criatura.

A pesar de su lentitud, eran enormes y corpulentos, su mera presencia en el campo de batalla atraía la atención y desataba el caos. Su resistencia y fuerza los convertían en objetivos peligrosos, capaces de soportar ataques mientras desataban un caos implacable a su alrededor. El campo de batalla se convertía en un escenario de terror y destrucción, donde la combinación de La Plaga y los Acrománticos creaba un paisaje de desesperación y muerte.

Arthur observaba el tumulto desde su posición elevada, viendo cómo un dúo de Grifos maniobraba con destreza para despachar a los mutantes. Con garras metálicas que centelleaban, se lanzaban contra los enemigos, desgarrándolos con una ferocidad calculada y brutal. Las explosiones de las granadas que estallaban ocasionalmente en el campo de batalla dispersaban a las hordas de mutantes, creando cortinas de humo que se entrelazaban con el caos y ocultaban por momentos la brutalidad del enfrentamiento.

Mientras la lucha continuaba con un vigor casi frenético, una figura enigmática se movía entre las sombras, deslizándose con una calma inquietante que contrastaba con el estruendo a su alrededor. A pesar del caos, esta presencia parecía inmunizada al frenético dinamismo de la batalla. Se desplazaba con una precisión casi ritual, cada paso cuidadosamente medido, como si tuviera un objetivo más profundo que cumplir.

La sombra de La Plaga, aunque aún lejana, comenzaba a marchar lentamente. Sin embargo, la figura misteriosa mostraba un aire de satisfacción, como si la ausencia de La Plaga no fuera más que un punto en su plan. La reciente destrucción de una aberración, provocando un temblor, había alentado a su ejército, permitiéndoles expandirse sin restricciones en medio del caos. Esta expansión parecía estar orientada a facilitar el crecimiento y dominio en las zonas infestadas, prometiendo un cambio significativo en el equilibrio del poder.

Con un movimiento casi imperceptible en medio de la tormenta de destrucción, la figura mantenía su rumbo con determinación. A diferencia de los combatientes que luchaban por proteger al pueblo y detener la amenaza inmediata, esta entidad tenía en mente un objetivo más complejo y calculado. La batalla, para él, era simplemente una distracción, un mero paso en un plan mucho más oscuro y meticulosamente diseñado. Su habilidad y estrategia insinuaban una amenaza más amplia que se tejía en las sombras, más allá de lo que los combatientes visibles estaban enfrentando.

Los dos hermanos, que habían llegado hacía dieciséis años (con el tercero de ellos apareciendo solo a finales del año pasado), habían sido pacientes y meticulosos en su gestión de los "Inferiores". Los mutantes se propagaban lentamente a través de esporas dentro de los territorios de La Plaga, una táctica que les permitía extender su influencia sin causar una expansión evidente. La búsqueda y eliminación de ciertos objetivos seguía siendo crucial; la eliminación de uno de ellos había representado un avance significativo. Lo que ellos destruían, era lo que afectaba a los mutantes y variantes en sí. Ahora, podían reproducirse un poco más rápido.

El incidente con un miembro de la Corte y una escuadra de Exterminadores Imperiales había enseñado a los hermanos una dura lección sobre la prudencia y puntualidad. La imprudencia e impuntualidad del hermano menor había puesto en peligro sus planes, y ahora cada movimiento debía ser calculado con una precisión quirúrgica para evitar errores que pudieran comprometer sus objetivos.

Recobrando la atención, la figura misteriosa fijó su mirada en Arthur que se encontraba detrás de una ventana en forma de "O", en el tercer piso de un edificio de cinco plantas. Con una elegancia casi sin esfuerzo, levantó su brazo y extendió la palma de su mano hacia él. La figura comenzó a acumular energía, utilizando un mecanismo sutil pero poderoso para canalizar el viento y potenciar el efecto. Esta energía, cargada con un potencial explosivo, se fusionaba con los engranajes de su poder, creando una amenaza formidable que acechaba en la penumbra.

Arthur se encontraba en un estado crítico, atrapado en un abismo de caos y desesperación. La explosión lo había lanzado por los aires, y ahora el mundo que lo rodeaba parecía un torbellino interminable de fuego y humo. La confusión y el dolor lo abrumaban, nublando su vista y llenándolo de un cansancio profundo que amenazaba con consumirlo por completo. Cada sonido de explosión resonaba en su mente, como el eco de un martillo golpeando un yunque, cada uno más cercano y perturbador que el anterior.

Al mirar alrededor, vio los escombros de un edificio, reducido a una pila humeante de ruinas. El cielo nocturno, que antes se extendía sereno bajo la luz de la luna, había sido devorado por una oscuridad infernal, plagada de llamas y humo negro que se elevaba en un espectáculo aterrador. Con un esfuerzo titánico, intentó enfocar su mente, buscando su mochila, además preguntándose qué había causado la explosión que lo había lanzado tan lejos.

El dolor en su antebrazo quemado, el esguince en su pierna y las heridas en sus rodillas ardían como si el fuego lo consumiera por dentro, pero en medio de la agonía, logró avistar una pequeña plaza rodeada de callejones. Allí, en medio del caos, distinguió la figura imponente de un Caballero Ónix, uno de los guerreros más renombrados de Crimson, luchando con fiereza contra un Velocimántico. La presencia de un Caballero Ónix en un pueblo tan modesto era una señal escalofriante de la magnitud del conflicto que los rodeaba.

A su alrededor, mutantes y soldados de la Falange se enfrentaban en una batalla feroz. Los Grifos heridos, en su último acto de valentía, se lanzaban contra las hordas de mutantes, desgarrando y atravesando a los enemigos con garras afiladas. Los mutantes, con sus brazos grotescamente transformados en hojas afiladas, demostraban ser una amenaza formidable.

Con gran esfuerzo, Arthur se arrastró hasta encontrar refugio en un lugar seguro, aunque vacío. El estanque de agua cercano le ofreció un alivio momentáneo para su antebrazo quemado. Sumergiéndolo en el agua fría, sintió una breve calma, aunque el dolor persistía, ahora mitigado en parte por la frescura del líquido. Al mirar hacia abajo, vio las gotas de sangre en el suelo, un recordatorio crudo de que había estado en movimiento a pesar de su estado.

Antes de perder completamente la consciencia, Arthur logró distinguir una silueta en la distancia, difusa entre el humo y las llamas. La visión de aquella figura en la penumbra le ofreció un último destello de esperanza, un hilo de luz en la oscuridad, mientras la debilidad lo arrastraba inexorablemente hacia el borde de la inconsciencia.