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Chapter 10 - Quinta parte Los príncipes mercaderes

La muchacha siguió sus instrucciones, respiró hondo, se miró las manos y jadeó:

—¡Oh!

De su cintura emanaba un pálido manto luminiscente de colores fluctuantes que se rizaba sobre su cabeza para formar una rutilante corona de fuego líquido. Era como si alguien hubiera arrancado la aurora boreal del firmamento y le hubiera dado forma de capa.

La joven se acercó al espejo y admiró su reflejo, fascinada.

—Coja esto. —Mallow le entregó un collar de cuentas grises—.

Póngaselo al cuello.

Así lo hizo la chica, y al penetrar en el campo luminiscente, cada una de las cuentas se transformó en una llama saltarina que emitía destellos carmesíes y dorados.

—¿Qué le parece? —preguntó Mallow.

La muchacha no respondió, pero la adoración que desbordaba sus ojos hablaba por si sola. El comodoro hizo un gesto y, a regañadientes, la muchacha oprimió el resorte y el esplendoroso espectáculo se apagó. La doncella se marchó llevándose sólo sus recuerdos con ella.

—Es suyo, comodoro —dijo Mallow—, para su señora. Considérelo un humilde obsequio de la Fundación.

—Hm-m-m. —El comodoro sopesó el cinturón y el collar en la palma de la mano, como si pretendiera estimar su valor—. ¿Cómo funciona?

Mallow se encogió de hombros.

—Ésa es una pregunta para nuestros técnicos expertos. Pero para usted funcionará sin, y remarco lo de «sin», ayuda sacerdotal.

—Bueno, a fin de cuentas, no es más que una fruslería femenina. ¿Qué se puede conseguir con eso? ¿De dónde saldría el dinero?

—¿Celebra usted bailes, recepciones, banquetes… esa clase de cosas?

—Sí, claro.

—¿Se da cuenta de lo que estaría dispuesta a pagar una mujer por una joya de esas características? Por lo menos diez mil créditos.

—¡Ah! —acertó a exclamar el comodoro, sin habla.

—Y puesto que la batería de este objeto en particular no durará más de seis meses, habrá que remplazarla con frecuencia. De éstas podemos venderle tantas como desee por el equivalente a mil créditos en hierro forjado. Eso supone un beneficio del novecientos por ciento para usted.

El comodoro se atusó la barba, aparentemente absorto en portentosas cábalas mentales.

—Por la Galaxia, las mujeres se pelearían por ellas. Administraré el suministro con cuentagotas y lo venderé al mejor postor. Aunque lo ideal sería que nadie supiera que soy yo personalmente…

—Podemos entrar en detalles sobre el funcionamiento de las empresas fantasma, si quiere —terció Mallow—. Más adelante podríamos seguir probando suerte con toda nuestra línea de artículos para el hogar. Tenemos cocinas plegables que no necesitan más de dos minutos para imprimir la consistencia deseada aun a las carnes más duras. Tenemos cuchillos cuyo filo no se embota jamás. Tenemos el equivalente a un servicio de lavandería completo que cabe en cualquier armario y funciona de forma totalmente automática. Lo mismo con los lavavajillas. Y lo mismo también con enceradoras para el suelo, abrillantadores para los muebles, aspiradoras para el polvo, instalaciones eléctricas… En definitiva, todo lo que se le ocurra. Imagínese cómo aumentaría su popularidad si pusiera todas esas cosas a disposición del gran público. Piense en las… esto… posesiones terrenales que podría acumular al frente de un monopolio gubernamental con derecho a percibir el novecientos por ciento de los beneficios derivados de las ventas. La gente valoraría sus artículos muy por encima del precio que pagara por ellos, y nadie tiene por qué saber cuánto le cuestan a usted. Además, recuerde que nada de todo esto requeriría supervisión eclesiástica. Todo el mundo sale ganando.

—Menos usted, por lo visto. ¿Qué espera obtener con esto?

—Únicamente lo estipulado por las leyes de la Fundación para todos los comerciantes. Mis hombres y yo cobraremos la mitad de los ingresos que reporten nuestros artículos. Usted compre todo cuanto tengo que vender, y los dos saldremos beneficiados. Muy beneficiados.

El comodoro parecía estar deleitándose con sus pensamientos.

—¿Cómo ha dicho que quería que le pagara? ¿Con hierro?

—Y también con carbón y bauxita. Tabaco, pimienta, magnesio, duramen… Nada de lo que no disponga en abundancia.

—Pues tiene buena pinta.

—Ya lo creo. Ah, y otra cosa que se me acaba de ocurrir, comodoro. Podría reacondicionar sus fábricas.

—¿Eh? ¿Cómo es eso?

—Bueno, sus fundiciones de acero, por ejemplo. Tengo unos aparatitos muy útiles con los que podría abaratar los costes de producción hasta el uno por ciento de su valor anterior. Eso le permitiría reducir los precios a la mitad sin dejar de compartir unos generosos dividendos con los fabricantes. Hágame caso, puedo hacerle una demostración práctica si lo desea. ¿No hay ninguna fundición de acero en la ciudad? Sería sólo un momento.

—Se podría arreglar, comerciante Mallow. Pero mañana, mañana. ¿Querrá cenar con nosotros esta noche?

—Mis hombres… —empezó Mallow.

—Que vengan todos —dijo el comodoro en un ataque de generosidad—. Celebraremos una amistosa reunión simbólica de nuestras naciones. Eso nos brindará la oportunidad de proseguir con nuestra agradable conversación. Con una condición. —Su expresión se tomó grave y circunspecta—. Nada de religión. No crea que puede aprovechar para interceder por los misioneros.

—Comodoro —fue la seca respuesta de Mallow—, la religión reduciría mis beneficios, tiene usted mi palabra.

—En tal caso, eso es todo por ahora. Lo escoltarán de regreso a su nave.

6

La comodora era mucho más joven que su marido. Sus facciones eran pálidas y glaciales, y llevaba el cabello negro alisado y rigurosamente recogido en la nuca.

Preguntó, desabrida:

—¿Has terminado ya, mi gentil y noble esposo? ¿Has terminado del todo? Espero que ahora se me permita entrar en el jardín si así me place.

—No hace falta que te pongas melodramática, Licia, cariño —dijo mansamente el comodoro—. El joven cenará con nosotros esta noche, de modo que podrás hablar con él cuanto desees e incluso divertirte escuchando mis intervenciones. Habrá que buscarles un hueco a sus hombres en el palacio. Quieran las estrellas que no vengan muchos.

—Seguro que se trata de un hatajo de glotones que engullirán la carne por kilos y trasegarán el vino por jarras. Cuando calcules los gastos te pasarás dos noches enteras lamentándote.

—No tiene por qué ser así. En contra de lo que quieras creer, la magnitud de la cena habrá de ser generosa.

—Ah, entiendo. —La comodora le dirigió una mirada de desdén—. Haces muy buenas migas con esos bárbaros. A lo mejor eso explica que no se me permitiera asistir a vuestra conversación. Quizá tu alma ruin esté conspirando contra mi padre.

—Nada de eso.

—Claro, tendré que creerte, ¿no? Si alguna desdichada se ha sacrificado alguna vez contrayendo un matrimonio anodino en aras de la política, ésa soy yo. En los callejones y los muladares de mi planeta natal podría haber encontrado mejor partido.

—Mira, mi señora, deja que te diga una cosa. No me opondría a que regresaras a tu planeta natal. Sólo que para conservar un recuerdo de esa parte de tu anatomía con la que estoy más familiarizado, antes ordenaría que te cortaran la lengua. Y también —ladeó la cabeza con gesto calculador—, como pincelada final con la que retocar tu hermosura, las orejas y la punta de la nariz.

—No te atreverías, perrito faldero. Mi padre reduciría a polvo sideral tu nación de juguete. De hecho, quizá lo haga de todas formas cuando le cuente que estás dispuesto a pactar con esos bárbaros.

—Hm-m-m. Bueno, sobran las amenazas. Eres libre de interrogar a nuestro invitado esta noche. Entretanto, señora, muérdete la lengua.

—¿Es una orden?

—Venga, coge esto y estate callada.

Le colocó la banda alrededor de la cintura y el collar alrededor del cuello. Oprimió la palanquita personalmente y dio un paso atrás.

La comodora contuvo la respiración y extendió las manos rígidamente. Acarició el collar con desconfianza y jadeó de nuevo.

El comodoro se frotó las manos, satisfecho, y dijo:

—Puedes lucirlo esta noche… y te conseguiré más. Y ahora, silencio.

La comodora no rechistó.

7

Jaim Twer se rebulló inquieto y arrastró los pies.

—¿A qué vienen esas muecas? —preguntó.

Hober Mallow salió de su ensimismamiento.

—¿Estaba haciendo muecas? No me había dado cuenta.

—Ayer debió de pasar algo… aparte del banquete, quiero decir. —Con inesperada convicción, añadió—: Mallow, tenemos problemas, ¿verdad?

—¿Problemas? No. Al contrario. De hecho, estoy seguro de que si embistiera contra una puerta con todas mis fuerzas ahora mismo me la encontraría entreabierta. Vamos a entrar en la fundición con demasiada facilidad.

—¿Sospechas que se trata de una trampa?

—Ay, por el amor de Seldon, no seas melodramático. —Mallow reprimió su impaciencia y añadió desenfadadamente—: Es sólo que lo libre del acceso sugiere que no habrá nada que ver.

—Energía atómica, ¿eh? —Twer se quedó pensativo—. Hazme caso, en Korell no hay nada que apunte a una economía basada en la energía atómica. Sería harto complicado enmascarar todos los indicios del efecto generalizado que tendría una tecnología tan fundamental como la atómica en todos los ámbitos.

—No si estuviera dando sus primeros pasos, Twer, y aplicándose a una economía bélica. Sólo se notaría en los astilleros y en las fundiciones.

—De modo que si no la encontramos…

—Es que no la tienen… o que la están ocultando. Échalo a cara o cruz o adivina.

Twer sacudió la cabeza.

—Ojalá te hubiera acompañado ayer.

—Ojalá —replicó estólido Mallow—. No tengo nada en contra del apoyo moral. Por desgracia, fue el comodoro quien sentó las bases de la reunión, no yo. Eso de ahí fuera parece el vehículo terrestre real que habrá de escoltamos hasta la fundición. ¿Tienes los artilugios?

—Hasta el último de ellos.

8

Reinaba en la gigantesca fundición un olor a decrepitud que parecía inmune a las numerosas pero superficiales labores de restauración practicadas en sus instalaciones, desiertas e inmersas ahora en un silencio impropio de ellas para recibir la visita del comodoro y su séquito.

Mallow había propinado un empujón indolente a la plancha de acero para abatirla sobre sus dos soportes. Había sacado el instrumento que le tendió Twer y estaba asiendo la empuñadura de cuero dentro de su funda emplomada.

—El instrumento —dijo— es peligroso, pero también lo es una motosierra. Sólo hay que tener cuidado con los dedos.

Mientras hablaba, deslizó rápidamente la ranura del morro a lo largo de la plancha metálica, que silenciosa e inmediatamente se dividió en dos.

Los asistentes dieron un respingo al unísono, y Mallow se rio. Cogió una de las mitades y la apoyó en la rodilla.

—La longitud del corte puede ajustarse con precisión hasta una centésima de milímetro, y una plancha de cinco centímetros de grosor se partirá con la misma facilidad que ésta. Si se calcula con exactitud el grosor puede colocarse el acero sobre una mesa de madera y serrar el metal sin que el mueble sufra ni un rasguño.

Al término de cada una de sus frases, la sierra atómica entraba en acción y un nuevo pedazo de acero salía volando por los aires.

—Es como tallar el acero —dijo.

Dejó la sierra a un lado.

—O si no, tomemos la aplanadora. ¿Quieren reducir el grosor de una lámina, alisar una imperfección o eliminar una mancha de óxido? ¡Observen!

Una fina hoja de metal transparente se desprendió de la otra mitad de la plancha original, primero en áreas de quince centímetros, después de veinte, y por último de treinta.

—¿O taladros? El principio es el mismo.

Los espectadores se apiñaban ya a su alrededor. La demostración podría haberse tomado por un espectáculo de prestidigitación, la actuación de un artista callejero, un vodevil convertido en una campaña de ventas de altos vuelos. El comodoro Asper acarició las virutas de acero. Los máximos representantes del gobierno se ponían de puntillas para mirar por encima del hombro de sus compañeros e intercambiaban murmullos mientras Mallow practicaba una serie de orificios perfectos en dos centímetros y medio de recio metal al contacto de su taladro atómico.

—Una última demostración. Que alguien me traiga dos trozos de tubería.

Un honorable chambelán de esto o lo otro se apresuró a cumplir sus deseos en medio de la expectación y el embeleso generalizados, ensuciándose las manos como si de un simple obrero se tratara.

Mallow se irguió cuan alto era, igualó las puntas con una sola pasada de la sierra y juntó las tuberías por los extremos recién cortados.

¡Y los dos trozos de tubo se convirtieron en uno solo! Los cabos nuevos, aun a pesar de la falta de irregularidades atómicas, formaron una pieza única al tocarse.

Acto seguido Mallow miró a su público, tartamudeó una palabra y se interrumpió. El corazón empezó a martillear en su pecho, y un cosquilleo helado le atenazó la boca del estómago.

El guardaespaldas del comodoro, en medio de la confusión, se había abierto paso hasta la primera fila, y por primera vez Mallow se encontró lo bastante cerca como para distinguir los detalles de su fusil de extraño aspecto.

¡Eran armas atómicas! Sin lugar a dudas: un arma de proyectiles explosivos con un cañón como aquél era imposible. Pero eso no era lo más importante. En absoluto.

Las culatas de aquellas armas lucían grabadas una nave espacial y un sol en su deslustrado revestimiento dorado.

La misma nave espacial y el mismo sol que podían verse estampados en todos y cada uno de los grandes volúmenes de la enciclopedia original que la Fundación había empezado a elaborar y no había terminado todavía. La misma nave espacial y el mismo sol que adornaban el estandarte del Imperio Galáctico desde hacia milenios.

—¡Prueben esa tubería! —exclamó Mallow, sobreponiéndose a sus cavilaciones—. Es una sola pieza. Imperfecta, naturalmente; la unión no debería practicarse a mano.

No había necesidad de seguir andándose por las ramas. Se acabó. Mallow había logrado su objetivo. Ya tenia lo que buscaba. Sólo una cosa ocupaba ahora sus pensamientos. El orbe dorado con sus rayos estilizados y la oblicua figura ahusada que representaba un cohete espacial.

¡La astronave y el sol del Imperio!

¡El Imperio! ¡Cómo resonaban esas palabras! Había transcurrido un siglo y medio, pero en algún rincón de la Galaxia seguía existiendo el Imperio. Y comenzaba a salir de nuevo a la luz, insinuándose en la Periferia.

Mallow sonrió.

9

La Estrella Lejana llevaba dos días en el espacio cuando Hober Mallow, en sus aposentos privados con el teniente superior Drawt, le entregó un sobre, un rollo de microfilm y un esferoide plateado.

—Dentro de una hora, teniente, será usted capitán en funciones de la Estrella Lejana hasta mi regreso… o para siempre.

Drawt hizo ademán de ponerse de pie, pero Mallow lo atajó con un ademán imperioso.

—Silencio, y escuche. Este sobre contiene la localización exacta del planeta al que deberá dirigirse. Allí me esperará durante dos meses. Si antes de transcurrido ese tiempo la Fundación da con su paradero, el microfilm contiene mi informe del viaje.

»Si, por el contrario —añadió en tono sombrío—, no he reaparecido al cabo de dos meses y las naves de la Fundación no lo encuentran, diríjase al planeta Terminus y entregue la cápsula del tiempo a modo de informe. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor.

—En ningún momento deberá ampliar usted, ni ninguno de los hombres, ni una sola frase de mi informe oficial.

—¿Si nos preguntan, señor?

—No sabrán nada.

—Sí, señor.

Así concluyó la entrevista. Cincuenta minutos más tarde, un bote salvavidas se desprendía ágilmente del costado de la Estrella Lejana.

10

Onum Barr era viejo, demasiado como para tener miedo. Desde los últimos incidentes vivía solo al filo de la llanura con los libros que había conseguido rescatar de entre las ruinas. No poseía nada que temiera perder, especialmente los raídos restos de su vida, por lo que se encaró con el intruso sin amilanarse.

—La puerta estaba abierta —se disculpó el recién llegado.

Su acento era áspero y entrecortado, y Barr no pasó por alto la extraña pistola de acero azulado que colgaba sobre su cadera. En la penumbra de la pequeña habitación, Barr distinguió el fulgor del campo de fuerza que rodeaba al forastero.

—No hay motivo para cerrarla —dijo con voz fatigada—. ¿Quería algo de mí?

—Sí. —El forastero se quedó plantado en el centro de la estancia. Era alto y fornido—. Su casa es la única de los alrededores.

—Es un lugar desolado —convino Barr—, pero hay una ciudad hacia el este. Puedo indicarle el camino.

—Enseguida. ¿Le importa que me siente?

—Si las sillas aguantan su peso —respondió con expresión grave el anciano. También ellas eran viejas. Reliquias de tiempos mejores.

—Me llamo Hober Mallow —dijo el forastero—. Vengo de una provincia lejana.

Barr asintió con la cabeza y sonrió.

—Su lengua lo delató hace rato. Yo soy Onum Barr, de Siwenna… otrora patricio del Imperio.

—De modo que esto es Siwenna. Sólo disponía de unos mapas antiguos para orientarme.

—Tendrían que ser muy antiguos para que la posición de las estrellas hubiera cambiado.

Barr se quedó inmóvil en su asiento mientras la mirada de su interlocutor adoptaba un aire abstraído. Se fijó en que el campo de fuerza atómico que lo envolvía se había apagado, y reconoció con aspereza para sus adentros que su persona ya no impresionaba a los desconocidos… ni, para bien o para mal, a sus enemigos.

—Mi hogar es humilde y mis recursos, contados —dijo—. Puede compartir conmigo lo que poseo, siempre y cuando su estómago tolere el pan negro y el maíz seco.

Mallow negó con la cabeza.

—No, ya he comido, y no puedo entretenerme. Sólo necesito indicaciones para llegar al centro del gobierno.

—Eso es fácil, y aun pobre como soy, no me priva de nada. ¿Se refiere a la capital del planeta o a la del sector imperial?

El joven entornó los párpados.

—¿No son la misma cosa? ¿No estamos en Siwenna?

El anciano patricio asintió despacio con la cabeza.

—Siwenna, sí. Pero Siwenna ya no es la capital del sector normánnico. Al final resulta que su viejo mapa sí estaba equivocado. Aunque las estrellas permanezcan inalteradas durante siglos, las fronteras políticas son demasiado inestables.

—Es una pena. Un desastre, de hecho. ¿Queda muy lejos la nueva capital?

—Está en Orsha II. A veinte pársecs de distancia. Su mapa lo conducirá hasta allí. ¿Cuántos años tiene?

—Ciento cincuenta.

—¿Tantos? —El anciano suspiró—. Ha llovido mucho desde entonces. ¿Conoce la historia?

Mallow negó lentamente con un ademán.

—Tiene usted suerte —dijo Barr—. Las provincias lo han pasado mal, salvo durante el reinado de Stannell VI, que falleció hace cincuenta años. Desde entonces no ha habido nada más que rebeliones y ruina, ruina y rebeliones. —Barr se preguntó si no estaría volviéndose demasiado locuaz. Llevaba una vida solitaria, y las oportunidades de hablar con otra persona escaseaban.

—Ruina, ¿eh? —acotó Mallow de repente—. Lo dice como si la provincia estuviera sumida en la pobreza.

—Quizá no en términos absolutos. Los recursos físicos de veinticinco planetas de primera categoría no se agotan fácilmente. En comparación con la abundancia del siglo pasado, sin embargo, hemos caído en picado… y no parece que vayamos a remontar el vuelo, todavía no. ¿Por qué le interesa tanto todo esto, muchacho? ¡Está rebosante de vida y le brillan los ojos!

El comerciante estuvo a punto de ruborizarse mientras la mirada apagada del anciano parecía asomarse a su interior y sonreír ante lo que veía.

—Bueno, mire —dijo—. Soy un comerciante del borde de la Galaxia. He encontrado unos mapas antiguos y me propongo explorar nuevos mercados. Como es lógico, oír hablar de pobreza me preocupa. No se puede ganar dinero en un mundo que carece de él. ¿Qué hay de Siwenna, por ejemplo?

El anciano se inclinó hacia delante.

—No sabría decirle. Tal vez aún pueda salir adelante. Pero usted, ¿comerciante? Más bien parece un soldado. Su mano no se aleja de la pistola y tiene una cicatriz en el mentón.

Mallow levantó la cabeza de golpe.

—La ley es un bien escaso allí de donde vengo. Los duelos y las cicatrices son gajes del oficio para los comerciantes. Pero luchar sólo merece la pena si hay dinero al final, y si se puede obtener pacíficamente, tanto mejor. La cuestión es, ¿encontraré aquí dinero suficiente como para que merezca la pena luchar? Porque supongo que encontrar oposición no será difícil.

—Nada difícil —asintió Barr—. Podría unirse a lo que queda de Wiscard en las Estrellas Rojas. Aunque no sé si se dedica a la piratería más que a pelear. O podría ponerse al servicio de nuestro noble virrey actual… noble gracias al regicidio, el pillaje, la rapiña y la palabra de un niño emperador, noblemente asesinado ya. —Las enjutas mejillas del patricio se tiñeron de rojo. Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, brillaban como los de un ave.

—No parece que sea usted muy amigo del virrey, patricio Barr —dijo Mallow—. ¿Y si yo fuera espía suyo?

—¿Qué más daría eso? —replicó con amargura Barr—. ¿Qué podría quitarme? —Indicó el humilde interior de la deteriorada mansión con un brazo marchito.

—La vida.

—Se desprendería de mí con facilidad. Me acompaña desde hace al menos cinco años de más. Pero usted no trabaja al servicio del virrey. Si lo hiciera, el instinto de conservación seguramente me invitaría a cerrar el pico.

—¿Cómo lo sabe?

Barr soltó una carcajada.

—Parece usted suspicaz. Venga, me apuesto lo que sea a que cree que intento manipularlo para criticar al gobierno. No, no. La política ha dejado de interesarme.

—¿No le interesa la política? ¿Es posible tal cosa? Los términos que ha empleado para describir al virrey… ¿Cómo era? Regicidio, pillaje, todo eso. No parecía usted muy objetivo. Ni pizca. No daba la impresión de que la política hubiera dejado de interesarle.

El anciano se encogió de hombros.

—Los recuerdos escuecen cuando afloran sin avisar. Escuche, juzgue por sí mismo. Cuando Siwenna era la capital de la provincia, yo era patricio y miembro del senado. Mi familia era antigua y venerada. Uno de mis bisabuelos fue… No, eso no importa. Las glorias pasadas tienen poco sustento.

—Deduzco —dijo Mallow— que hubo una guerra civil, o una revolución.

Las facciones de Barr se ensombrecieron.

—Las guerras civiles son un mal endémico de estos tiempos degenerados, pero Siwenna había logrado mantenerse al margen. Al mando de Stannell VI, había recuperado prácticamente por completo la prosperidad de antaño. Pero los emperadores que lo sucedieron eran débiles, y los emperadores débiles van de la mano de virreyes fuertes, y nuestro último virrey… el propio Wiscard, cuyos remanentes se ceban aún con el comercio entre las Estrellas Rojas… aspiraba a la púrpura imperial. No era el primero al que le ocurría. Tampoco habría sido el primero si hubiera tenido éxito.

»Pero fracasó. Cuando el almirante del emperador se acercaba a la provincia al frente de una flota, la misma Siwenna se rebeló contra su rebelde virrey. —Se interrumpió, apesadumbrado.

Mallow se descubrió sentado en tensión al filo de la silla y se relajó lentamente.

—Por favor, señor, continúe.

—Gracias —dijo con voz fatigada Barr—. Es muy amable por seguirle la corriente a este anciano. Se rebelaron… o mejor dicho, nos rebelamos, pues yo era uno de los cabecillas. Wiscard abandonó Siwenna con nosotros pisándole los talones, y el planeta, y con él la provincia, se arrojó a los pies del almirante sin escatimar gestos de lealtad al emperador. Por qué lo hicimos, no estoy seguro. Puede que confiáramos en el símbolo, ya que no en la persona, del emperador, un chiquillo cruel y despiadado. Puede que lo hiciéramos impulsados por el temor a los rigores del asedio.

—¿Y luego? —lo animó delicadamente a seguir Mallow.

—Bueno —fue la torva respuesta—, aquello no le hizo gracia al almirante. Él quería la gloria de conquistar una provincia insubordinada y sus hombres querían el botín inherente a dicha conquista. De modo que mientras el pueblo seguía congregado en las ciudades más importantes para vitorear al emperador y a su almirante, éste ocupó todos los centros armados y ordenó disparar a la población con rayos atómicos.

—¿Con qué pretexto?

—Con el pretexto de que se habían rebelado contra su virrey, designado por el emperador. De modo que el almirante se convirtió en el nuevo virrey, gracias a un mes de masacres, saqueos y horror descarnado. Yo tenía seis hijos varones. Cinco perecieron… de diversas maneras. Tenía una hija. Espero que ella también pereciera, al final. Yo conseguí escapar porque era viejo. Llegué aquí con demasiados años a mis espaldas como para quitarle el sueño al virrey. —Agachó la cabeza tocada de canas—. Me lo arrebataron todo por ayudar a expulsar a un gobernador rebelde y privar de su gloria a un almirante.

Mallow se quedó sentado en silencio, expectante, antes de preguntar en voz baja:

—¿Qué pasó con el sexto varón?

—¿Eh? —Una sonrisa agria se dibujó en los labios de Barr—. Está a salvo, pues se ha unido al almirante en calidad de soldado raso bajo pseudónimo. Es artillero en la armada personal del virrey. No, no, ya veo la pregunta en sus ojos. No se ha vuelto un hijo desnaturalizado. Me visita siempre que tiene ocasión y me da lo que puede. Me mantiene con vida. Y algún día, nuestro noble y glorioso virrey morirá retorciéndose, y será mi hijo el artífice de la ejecución.

—¿Y le cuenta todo esto a un desconocido? Pone en peligro la vida de su hijo.

—Al contrario. Le ayudo introduciendo un nuevo factor en la ecuación. Si yo fuera amigo del virrey, en vez de su adversario, le recomendaría que sembrara de naves el espacio exterior, hasta el borde de la Galaxia.

—¿No hay naves allí?

—¿Ha visto usted alguna? ¿Le ha salido al paso algún guardia espacial? Puesto que las provincias limítrofes tienen bastante con sus propias intrigas e iniquidades, no hay naves suficientes para controlar los bárbaros soles exteriores. Jamás nos ha amenazado ningún peligro procedente de los nebulosos confines de la Galaxia… hasta que llegó usted.

—¿Yo? Yo no soy ninguna amenaza.

—Detrás de usted vendrán más.

Mallow meneó lentamente la cabeza.

—No sé si lo entiendo.

—Escuche. —Un timbre febril se apoderó de la voz del anciano—. Lo reconocí en cuanto entró aquí. Un campo de fuerza envuelve su cuerpo, o lo envolvía cuando llegó.

Tras un momento de silencio, Mallow replicó, dubitativo:

—Sí… así es.

—Bien. Aunque usted no lo sospechara, ahí cometió su primer error. Todavía sé algunas cosas. La ignorancia está de moda en estos tiempos que corren. Los acontecimientos se suceden a velocidad de vértigo y quien no puede hacer frente a la marea a golpe de pistola atómica se ve arrastrado por ella, como me ocurrió a mí. Pero he sido estudioso y sé que en toda la historia de la energía atómica no se ha inventado nunca el campo de fuerza portátil. Tenemos campos de fuerza que son gigantescos fortines capaces de proteger una ciudad, o incluso una nave, pero no a una persona sola.

—¿Ah? —Mallow frunció el labio inferior—. ¿Y qué deduce a partir de eso?

—Por todo el espacio circulan rumores que recorren caminos extraños y se distorsionan con cada pársec. Pero cuando yo era joven llegó una pequeña nave llena de forasteros que no conocían nuestras costumbres y no decían de dónde venían. Hablaban de magos al borde de la Galaxia, magos que brillaban en la oscuridad, volaban por los aires sin ayuda y eran inalcanzables por las armas.

»Nos reímos. Yo también. Lo había olvidado hasta hoy. Pero usted brilla en la oscuridad, y creo que mi pistola de rayos, si tuviera una, sería incapaz de hacerle daño. Dígame, ¿podría salir volando de su asiento si se lo propusiera ahora mismo?

—No entiendo nada —repuso plácidamente Mallow.

Barr sonrió.

—Me conformaré con esa respuesta. No tengo por costumbre interrogar a mis huéspedes. Pero si existen los magos, si usted es uno de ellos, quizá algún día lleguen en tromba. Puede que eso no tenga nada de malo. Tal vez necesitemos sangre nueva. —Silabeó en silencio antes de añadir, despacio—: Pero también funciona a la inversa. Nuestro virrey también tiene sueños, igual que Wiscard antes que él.

—¿También sueña con la corona del emperador?

Barr asintió con la cabeza.

—Mi hijo oye rumores. Algo inevitable dentro del circulo de confianza del virrey. Y me habla de ellos. Nuestro virrey no rechazaría la corona si se la ofrecieran, pero mantiene abierta una vía de escape. Se dice que, en caso de que la gloria imperial lo eluda, planea labrar un nuevo imperio en las lejanas tierras bárbaras. Se dice también, aunque no pondría la mano en el fuego por ello, que ya ha sacrificado a una de sus hijas como esposa del reyezuelo de algún rincón de la Periferia inexplorada.

—Si hubiera que creer todo cuanto se dice…

—Ya lo sé. Hay muchas más habladurías. Soy viejo y mis delirios no tienen ningún sentido. ¿Pero usted qué opina? —Los penetrantes y ancianos ojos se clavaron en Mallow.

El comerciante meditó sus palabras antes de contestar:

—No opino nada. Aunque me gustaría preguntarle algo. ¿Siwenna posee energía atómica? Aguarde, ya sé que está al corriente de su existencia. Me refiero a si cuenta con generadores intactos, o si resultaron destruidos estos en el reciente saqueo.

—¿Destruidos? De ninguna manera. La mitad del planeta sería borrada del mapa antes de permitir que le ocurriera algo a la central energética más insignificante. Son irremplazables y la fuerza de la flota depende de ellas. —Casi con orgullo, Barr añadió—: Nuestras centrales son las más grandes y las más importantes a este lado de Trantor.

—¿Qué tendría que hacer si quisiera ver esos generadores?

—Nada —fue la terminante respuesta de Barr—. No podría acercarse a ninguna base militar sin que lo abatieran de inmediato. Ni usted ni nadie. Los derechos civiles siguen brillando por su ausencia en Siwenna.

—¿Quiere decir que el ejército controla todas las estaciones?

—No. Hay plantas más pequeñas en algunas ciudades, las que suministran la energía necesaria para calentar e iluminar los hogares, impulsar los vehículos, etcétera. Aunque eso no remedia nada. Las controlan los técnicos.

—¿Quiénes son esos técnicos?

—Un grupo de especialistas que supervisa las centrales. El honor es hereditario, los jóvenes se introducen en la profesión en calidad de aprendices. Estricto sentido del deber, honor, todo eso. Sólo los técnicos tienen permiso para entrar en las estaciones.

—Entendido.

—Eso no significa —añadió Barr— que no se hayan dado casos de soborno entre los técnicos. En una época en la que hemos tenido nueve emperadores en cincuenta años y siete de ellos han muerto asesinados, cuando la máxima aspiración de todo capitán espacial es usurpar el mando de una nave real, y la de todo virrey hacer lo propio con el trono del Imperio, me imagino que hasta un técnico podría dejarse seducir por el dinero. Aunque haría falta mucho, y yo no tengo ninguno. ¿Y usted?

—¿Dinero? No. ¿Pero debe consistir siempre en dinero un soborno?

—¿En qué si no, cuando el dinero compra todo lo demás?

—Hay muchas cosas imposibles de comprar con dinero. Y ahora, si tuviera la bondad de indicarme el camino más corto a la ciudad donde se encuentre la central energética más próxima, le estaría sumamente agradecido.

—¡Espere! —Barr levantó las manos esqueléticas—. ¿A qué viene tanta prisa? Usted llega sin avisar y yo no hago preguntas. Pero en la ciudad, donde los habitantes aún son tildados de rebeldes, le saldrá al paso el primer soldado o centinela que oiga su acento y vea su atuendo.

Se levantó y sacó una cartilla de un oscuro rincón de un baúl viejo.

—Mi pasaporte, falsificado. Escapé con él.

Lo colocó encima de la palma extendida de Mallow y plegó los dedos sobre él.

—La descripción no es exacta, pero si lo enseña de pasada es probable que nadie se tome la molestia de examinarlo con detenimiento.

—Pero usted se quedará sin él.

El anciano exiliado encogió los hombros en un ademán cargado de cinismo.

—¿Qué más da? Y le advierto otra cosa: ¡vigile esa lengua! Su acento es tan atroz como peculiares sus expresiones idiomáticas, y de vez en cuando incurre en los arcaísmos más portentosos. Cuanto menos hable, menos sospechas levantará. Y ahora, le diré cómo llegar a la ciudad…

Mallow se fue cinco minutos más tarde.

Regresó una vez, tan sólo por un momento, al hogar del anciano patricio antes de proseguir nuevamente su camino. Cuando Onum Barr entró en su pequeño jardín a la mañana siguiente, encontró una caja a sus pies. En ella había provisiones, víveres concentrados como los que podrían hallarse a bordo de una nave espacial, de sabor y modo de preparación desconocidos.

Pero su sabor era rico, y duraron mucho tiempo.

11

El técnico era un tipo bajito y regordete tras cuyo flequillo se entreveía una tez lustrosa y sonrosada. Gruesas y pesadas sortijas le ceñían los dedos, llevaba la ropa perfumada y era la primera persona sin aspecto famélico que veía Mallow desde su llegada al planeta.

—Venga, hombre, deprisa. —Los labios del técnico se fruncieron en un rictus malhumorado—. Que tengo cosas importantes que hacer. No pareces de aquí… —Examinó el atuendo nada siwennés de Mallow con los párpados entornados por la desconfianza.

—Éste no es mi vecindario —replicó tranquilamente Mallow—, pero esa cuestión es irrelevante. Ayer tuve el honor de enviarte un humilde regalo…

El técnico levantó la nariz.

—Lo recibí. Un cachivache curioso. Quizá tenga ocasión de usarlo.

—Dispongo de objetos más interesantes. Algo más que simples «cachivaches».

—¿Oh-h? —La voz del técnico se demoró contemplativa en el monosílabo—. Me parece que ya veo los derroteros que va a tomar esta conversación, no sería la primera vez. Ahora me propondrás alguna bagatela. Un puñado de créditos, tal vez una capa, joyas de segunda categoría, lo que sea que tu alma ruin considere suficiente para corromper a un técnico. —Frunció el labio inferior en actitud beligerante—. Y ya sé lo que me pedirás a cambio. La misma brillante idea se les ha ocurrido a muchos antes que a ti. Quieres que te adoptemos en el clan. Quieres que te enseñemos los misterios de la energía atómica y el cuidado de las máquinas. Supones que porque los perros de Siwenna… pues seguramente finges ser extranjero por tu seguridad… estáis siendo castigados a diario por vuestra insurrección, podréis escapar a vuestro merecido destino arrogándoos los privilegios y la protección del gremio de los técnicos.

Mallow se disponía a responder cuando el técnico bramó de repente:

—¡Y ahora largo, antes de que denuncie tu nombre ante el protector de la ciudad! ¿Crees que sería capaz de traicionar la confianza depositada en mí? Los traidores siwenneses que me precedieron, quizá, pero ahora te las ves con personas con integridad. Por la Galaxia, no sé cómo no te estrangulo ahora mismo con las manos desnudas.

Mallow sonrió para sus adentros. Tanto el tono como el contenido de todo aquel discurso eran patentemente artificiales, de modo que la pretendida indignación del técnico quedaba reducida a una simple farsa poco inspirada.

Divertido, el comerciante echó una miradita de reojo a las rollizas manos designadas para quitarle la vida allí mismo de un momento a otro, y dijo:

—Sabio, te equivocas por partida triple. Para empezar, no soy un esbirro del virrey enviado para poner a prueba tu lealtad. En segundo lugar, mi regalo es algo que ni siquiera el mismísimo emperador posee ni poseerá jamás, pese a todo su esplendor. Y tercero, lo que pido a cambio es muy poco, nada, menos que un suspiro.

—¡Porque tú lo digas! —El técnico decidió recurrir a la socarronería—. A ver, ¿qué donación imperial es ésa que desean concederme tus poderes divinos? Algo que no tiene ni el emperador, ¿eh? —Concluyó sus mofas con un gritito atiplado.

Mallow se incorporó y empujó la silla a un lado.

—He esperado tres días para verte, sabio, pero la demostración sólo nos llevará tres segundos. Si tuvieras la bondad de desenfundar ese desintegrador cuya culata veo junto a tu mano…

—¿Eh?

—…y pegarme un tiro, te estaría muy agradecido.

—¿Cómo?

—Si muero, puedes contarle a la policía que intenté sobornarte para que traicionaras secretos del gremio. Recibirás los mayores elogios. Si sobrevivo, puedes quedarte con mi escudo.

El técnico se fijó por vez primera en la tenue luminosidad blanquecina que ceñía al visitante, como si éste se hubiera rebozado en polvo nacarado. Levantó la pistola, y con la mirada entornada por la curiosidad y el recelo, cerró el contacto.

Las moléculas de aire atrapadas en la violenta descarga de disrupción atómica se convirtieron en iones incandescentes mientras trazaban la fina y cegadora trayectoria que conectaba el arma con el corazón de Mallow, donde la estela se rompió en mil pedazos.

Sin que la expresión de paciencia de Mallow se alterara en ningún momento, las fuerzas atómicas que lo golpeaban rebotaron en el frágil resplandor delicuescente y se consumieron en pleno vuelo.

La pistola del técnico cayó al suelo con un golpazo que pasó inadvertido.

—¿El emperador tiene un campo de fuerza personal? —preguntó Mallow—. Éste puede ser tuyo.

—¿Eres técnico? —balbuceó el técnico.

—No.

—Entonces… ¿de dónde has sacado eso?

—¿Qué más da? —replicó con estudiada frialdad Mallow—. ¿Lo quieres? —Una cadena de finos eslabones cayó encima de la mesa—. Es tuyo.

El técnico agarró la cadena y la acarició con dedos temblorosos.

—¿Esto es todo?

—Eso es todo.

—¿De dónde sale la energía?

Mallow apoyó un dedo en el eslabón más grueso, una cuenta gris recubierta de plomo.

La sangre se agolpaba en las mejillas del técnico cuando éste levantó la cabeza.

—Escucha, soy técnico de grado superior. Me avalan veinte años de experiencia como supervisor y estudié con el insigne Bler en la Universidad de Trantor. Como tengas la endiablada desfachatez de decirme que un ridículo recipiente del tamaño de una… de una nuez, maldita sea, contiene un generador atómico en su interior, haré que te conduzcan ante el protector en menos de tres segundos.

—Pues explícalo tú mismo, si puedes. Te aseguro que eso es todo.

El rubor del técnico remitió paulatinamente mientras se abrochaba la cadena alrededor de la cintura y, siguiendo el ejemplo de Mallow, oprimió el botón. El resplandor lo envolvía como un brillo tenue. Levantó la pistola, titubeó y, muy despacio, reguló su intensidad a un mínimo prácticamente inofensivo.

A continuación, con movimientos convulsos, cerró el circuito y una llamarada atómica se estrelló contra su mano sin provocar ningún daño.

Giró sobre los talones.

—¿Y si te pego un tiro ahora mismo y me quedo con el escudo?

—¡Inténtalo! ¿Crees que te daría mi única muestra? —Dicho lo cual, también Mallow quedó envuelto en un aura luminosa.

El técnico soltó una risita nerviosa. La pistola repiqueteó encima de la mesa.

—¿Y qué es esa nadería tan insignificante que pides a cambio?

—Quiero ver vuestros generadores.

—Sabes que eso está prohibido. Nos desterrarían al espacio a los dos…

—No quiero tocarlos ni interactuar con ellos de ninguna manera. Sólo quiero verlos, de lejos.

—¿De lo contrario?

—De lo contrario, tú tienes tu escudo, pero yo tengo más cosas. Por ejemplo, un arma diseñada especialmente para penetrar ese escudo.

—Hm-m-m. —Los ojos del técnico se revolvieron incómodos en sus cuencas—. Acompáñame.

12

El hogar del técnico era un pequeño edificio de dos plantas sito en las afueras del enorme complejo con forma de cubo sin ventanas que dominaba el centro de la ciudad. Mallow pasó del uno al otro por un pasadizo subterráneo y se encontró inmerso en la silenciosa atmósfera teñida de ozono de la central energética.

Siguió a su guía sin decir nada durante quince minutos, fijándose en todos los detalles pero sin tocar nada. Al cabo, el técnico preguntó con voz estrangulada:

—¿Satisfecho? En este caso no podía fiarme de mis subalternos.

—¿Y cuándo sí? —replicó Mallow, sarcástico—. Ya he visto bastante.

De regreso al despacho, Mallow observó, pensativo:

—¿Y todos estos generadores están en tus manos?

—Hasta el último de ellos —contestó el técnico, con algo más que una pizca de complacencia.

—¿Y los mantienes en correcto estado de funcionamiento?

—Exacto.

—¿Y si se estropean?

El técnico sacudió la cabeza, indignado.

—No se estropean nunca. Jamás. Están diseñados para durar eternamente.

—Eternamente es mucho tiempo. Supongamos…

—Especular con teorías absurdas es poco científico.

—De acuerdo. Pero supongamos que un componente fundamental saltara por los aires. Supongamos que las máquinas no fueran inmunes a una explosión nuclear. Supongamos que se fundiera un contacto de vital importancia, o que uno de los tubos-D de cuarzo se hiciera añicos.

—Bueno, en tal caso —replicó airado el técnico—, el responsable sería ejecutado.

—Sí, eso ya lo sé —Mallow levantó la voz a su vez—, ¿pero qué hay del generador? ¿Podrías repararlo?

—¡Oye —bramó el técnico—, tus deseos se han cumplido! ¡Ya tienes lo que querías! ¡Y ahora largo! ¡Estamos en paz!

Mallow se despidió con una reverencia sardónica.

Dos días más tarde regresó a la base donde la Estrella Lejana esperaba para llevarlo de vuelta al planeta de Terminus.

Y dos días después de aquello el escudo del técnico se apagó para no volver a encenderse más, dejándolo estupefacto y maldiciendo hasta enronquecer.

13