El Imperio Galáctico se tambaleaba.
Se trataba de un imperio gigantesco que abarcaba millones de planetas de un extremo a otro de los brazos de la majestuosa espiral doble que era la Vía Láctea. También su caída era gigantesca, e interminable, pues era mucho el camino que debía recorrer.
Esta caída llevaba siglos produciéndose antes de que por fin alguien se percatara de lo que ocurría. Esta persona, el hombre que representaba la única chispa de esfuerzo creativo que quedaba en medio de tanta decrepitud acumulada, se llamaba Hari Seldon. Fue él quien desarrolló la ciencia de la psicohistoria y la elevó a las cotas más altas.
La psicohistoria no se ocupaba del individuo, sino de las masas de población. Era la ciencia de las multitudes; multitudes integradas por miles de millones de personas. Podía predecir reacciones a estímulos predeterminados casi con la misma exactitud que otras ciencias anticipaban la trayectoria de una bola de billar rebotada. Ninguna matemática conocida era capaz de predecir la reacción de una sola persona; la reacción de mil millones de ellas era otro cantar.
Hari Seldon analizó las tendencias sociales y económicas de su época, pronosticó su sinuoso devenir y vaticinó el inexorable y vertiginoso desmoronamiento de la civilización, así como el abismo de treinta mil años que habrían de transcurrir antes de que un nuevo imperio consiguiera alzarse de los escombros.
Era demasiado tarde para impedir la caída, pero no para acortar el subsiguiente periodo de barbarie. Seldon estableció dos fundaciones en «extremos opuestos de la Galaxia», planificando su ubicación de modo que bastaran apenas mil años de urdimbres y reparaciones para extraer de ellas un Segundo Imperio precoz, más fuerte y duradero.
Fundación nos ha referido la historia de una de dichas fundaciones durante sus dos primeros siglos de vida.
Surgió como un asentamiento de científicos físicos en Terminus, un planeta emplazado en la punta de uno de los brazos de la espiral de la Galaxia. Aislados de la confusión que asolaba el Imperio, se dedicaban a recopilar un compendio de conocimientos universal, la Enciclopedia Galáctica, ajenos al importante papel que les había deparado el difunto Seldon.
Mientras el Imperio languidecía, las regiones exteriores cayeron en manos de monarcas independientes. La Fundación se veía amenazada por ellos. Sin embargo, al enfrentar entre sí a los reyezuelos, bajo el liderazgo de su primer alcalde, Salvor Hardin, consiguieron mantener una autonomía precaria. Como únicos depositarios de la energía atómica entre todos los demás planetas, los cuales estaban olvidándose de la ciencia y retrocediendo a la combustión de carbón y petróleo, obtuvieron incluso una importante victoria. La Fundación se convirtió en el centro religioso de los reinos vecinos.
De forma gradual, la Fundación desarrolló una economía comercial al tiempo que la Enciclopedia quedaba relegada a un segundo plano. El radio de acción de sus comerciantes, quienes mercadeaban con artilugios atómicos cuyo pequeño tamaño no hubiera sido capaz de duplicar ni siquiera el Imperio en sus mejores tiempos, abarcaba cientos de años luz en todas direcciones dentro de la Periferia.
A las órdenes de Hober Mallow, el primer príncipe mercader de la Fundación, perfeccionaron la técnica del conflicto económico hasta tal punto que lograron derrotar a la República de Korell, a pesar de que este planeta gozaba del respaldo de una de las provincias exteriores de lo que quedaba del Imperio.
Al cabo de dos siglos, la Fundación era la principal potencia de la Galaxia, a excepción hecha de los vestigios del Imperio que, condensados en el tercio central de la Vía Láctea, todavía controlaban tres cuartas partes de la población y la riqueza del universo.
Parecía inevitable que los últimos coletazos de un imperio moribundo fuesen la siguiente amenaza que hubiera de neutralizar la Fundación.
Debía allanarse el camino para la batalla entre la Fundación y el Imperio.