Aunque ningún sonido indicó el final del proceso, Devers se relajó con un suspiro de alivio. En una mano sostenía la esfera resplandeciente, con su mensaje desenrollado como una tira de pergamino.
—Es de Brodrig —anunció—. El medio del mensaje es permanente —añadió con desprecio—. En una cápsula de la Fundación, el mensaje no tardaría ni un minuto en oxidarse hasta disolverse en una nube de gas.
Ducem Barr le indicó que guardara silencio y se apresuró a leer el mensaje.
DE: AMMEL BRODRIG, ENVIADO ESPECIAL DE SU MAJESTAD IMPERIAL, SECRETARIO PERSONAL DEL CONSEJO Y PAR DEL REINO.
PARA: BEL RIOSE, GOBERNADOR MILITAR DE SIWENNA, GENERAL DE LAS FUERZAS IMPERIALES Y PAR DEL REINO.
SALUDOS. EL PLANETA #1120 HA DEJADO DE OPONER RESISTENCIA. LA OFENSIVA CONTINÚA SIN INCIDENTES SEGÚN LO PLANEADO. EL ENEMIGO ESTÁ VISIBLEMENTE DEBILITADO Y ES INDUDABLE QUE CUMPLIREMOS NUESTRO OBJETIVO ULTERIOR.
Barr levantó la mirada de la microscópica caligrafía y exclamó con rabia:
—¡Pero será idiota! ¡Condenado tonto de remate! ¿Eso es un mensaje?
—¿Eh? —dijo Devers, ligeramente decepcionado.
—No dice nada —gruñó Barr entre dientes—. A nuestro obsequioso cortesano le ha dado ahora por creerse que es un general. Con Riose lejos, es el comandante de campo y debe satisfacer su miserable ego farfullando esta sarta de rimbombantes declaraciones concernientes a unas cuestiones militares en las que él no pinta nada. «El planeta blablablá ha dejado de oponer resistencia.» «La ofensiva continúa.» «El enemigo está debilitado.» Será presuntuoso, engreído…
—Bueno, a ver, un momento. Espera…
—Tíralo a la basura. —El anciano se dio la vuelta, indignado—. Sabe la Galaxia que no esperaba que se tratase de ninguna revelación asombrosa, pero en tiempos de guerra es razonable asumir que dejar aun la orden más rutinaria sin entregar podría obstaculizar los movimientos de las tropas y allanar el camino para ulteriores complicaciones. Por eso me lo guardé. ¡Pero esto! Más me hubiera valido dejarlo donde estaba. Así Riose habría malgastado un minuto de su tiempo que ahora empleará en acciones más provechosas.
Pero Devers, que se había puesto de pie, objetó:
—¿Te quieres estar quieto y dejar de correr de un lado para otro? Por el amor de Seldon…
Sostuvo el trozo de mensaje bajo las narices de Barr.
—Vuelve a leerlo. ¿A qué se refiere con «es indudable que cumpliremos nuestro objetivo ulterior»?
—La conquista de la Fundación. ¿Y qué?
—¿Seguro? A lo mejor se refiere a la conquista del Imperio. Ya sabes que él cree que ése es el objetivo definitivo.
—¿Y eso tiene importancia?
—¡Ya lo creo que sí! —La barba de Devers disimuló su sonrisa ladeada—. Fíjate bien y lo entenderás.
Usó un dedo para reintroducir la hoja de pergamino, con su elaborado monograma, en la ranura. La cinta desapareció con un suave tañido y la esfera recuperó su textura lisa. En algún rincón de su interior chirriaron sutilmente los controles mientras una serie de movimientos aleatorios alteraba su configuración.
—Es imposible abrir esta cápsula sin conocer la firma personal de Riose, ¿cierto?
—Al menos en el Imperio —dijo Barr.
—De modo que nadie conoce su contenido y éste debe de ser auténtico.
—Al menos en el Imperio —repitió el patricio.
—Pero el emperador sí puede abrirla, ¿no es así? Las características personales de los funcionarios del estado deben de estar registradas en alguna parte. Así ocurre en la Fundación.
—Y en la capital del Imperio también —convino Barr.
—De modo que cuando tú, patricio siwenniano y noble del reino, le digas a Cleón, al emperador, que su lorito amaestrado favorito y su general más brillante se han confabulado para derrocarlo, y le entregues la cápsula a modo de prueba, ¿qué «objetivo ulterior» pensará que se propone cumplir Brodrig?
Barr se sentó sin fuerzas.
—Espera, no te sigo. —Se acarició una mejilla enjuta y añadió—. Lo dices en broma, ¿verdad?
—De ninguna manera —fue la impetuosa respuesta de Devers—. Escucha, nueve de los diez últimos emperadores terminaron degollados o destripados por algún general con aires de grandeza. Tú mismo me lo has contado más de una vez. El viejo emperador se daría tanta prisa en creernos que a Riose le daría vueltas la cabeza.
—Habla en serio —musitó débilmente Barr—. Por el amor de la Galaxia, hombre, las crisis de Seldon no se resuelven con planes tan desatinados, disparatados y descabellados como ése. Supón que la cápsula jamás hubiera caído en tus manos. Supón que Brodrig no hubiera empleado el adjetivo «ulterior». Seldon no depende de la suerte.
—No está escrito en ninguna parte que Seldon renunciaría a aprovechar la ocasión si ésta se cruzara en su camino.
—No, cierto, pero… pero… —Barr se interrumpió antes de reanudar su discurso, más calmado pero con visible esfuerzo—. Mira, para empezar, ¿cómo piensas llegar a Trantor? Ni tú conoces su posición en el espacio ni yo recuerdo las coordenadas, por no mencionar el insignificante detalle de que ni siquiera sabes dónde estamos.
—Es imposible perderse en el espacio —sonrió Devers, que ya se había sentado a los mandos—. Lo que haremos será posarnos en el planeta más próximo, del que volveremos a despegar con nuestra ubicación exacta y con las mejores cartas de navegación que nos podamos permitir gracias a los cien mil machacantes de Brodrig.
—Y con un disparo de desintegrador en la barriga. Seguro que nuestras caras son famosas en todos los planetas de este sector del Imperio.
—Doc —repuso pacientemente Devers—, no seas cernícalo. Riose dijo que mi nave se había rendido con demasiada facilidad, y no bromeaba, hermano. Esta preciosidad cuenta con potencia de fuego y reservas de energía en el escudo suficientes para repeler todo lo que podamos encontrarnos a esta distancia de la frontera. También disponemos de escudos individuales. Los muchachos del Imperio no los encontraron, ¿sabes?, pero tampoco esperaba que lo hicieran.
—De acuerdo, está bien. Imaginemos que llegamos a Trantor. ¿Cómo piensas ver al emperador? ¿Te crees que sigue un horario de consultas?
—Ya nos preocuparemos de eso cuando estemos en Trantor.
—Vale —murmuró con resignación Barr—. Hace medio siglo que quería ver Trantor antes de morir. Lo que tú digas.
El motor hiperatómico entró en acción. Las luces parpadearon, y una ligera sacudida interna señaló el salto al hiperespacio.
9 En Trantor
En el núcleo de estrellas, aglomeradas como rastrojos en un huerto abandonado, Lathan Devers necesitó por vez primera las figuras situadas a la derecha del punto decimal para calcular los atajos que surcaban las regiones del hiperespacio. La sensación de claustrofobia alimentaba el afán de no realizar saltos de más de un año luz de distancia. El firmamento, cuyo rutilar implacable se extendía ininterrumpidamente en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, resultaba sobrecogedor. Era como flotar a la deriva en un océano de radiación.
En el centro de un cúmulo formado por diez mil astros cuya luz trituraba la débil oscuridad circundante gravitaba el inmenso planeta imperial, Trantor.
Aunque el término «planeta» no le hacía justicia, pues se trataba en realidad del corazón palpitante de un Imperio compuesto por veinte millones de sistemas estelares cuya única función era administrativa; su único propósito, gobernar; y su principal producto manufacturado, la ley.
El mundo entero era una distorsión funcional. El hombre, sus mascotas y sus parásitos eran los únicos seres vivos que hollaban la superficie. Fuera de los doscientos kilómetros cuadrados del palacio imperial era imposible encontrar una sola brizna de hierba, ni un solo fragmento de tierra al descubierto. Fuera de las instalaciones del palacio no existía más agua que la de las gigantescas cisternas subterráneas que abastecían a todo el planeta.
Un dédalo de colosales estructuras metálicas se elevaba sobre los lustrosos, indestructibles e incorruptibles cimientos que constituían la superficie nivelada del planeta; estructuras conectadas por un intrincado sistema de pasarelas, infestadas de pasillos, plagadas de despachos, sostenidas por grandes hipermercados de varios kilómetros cuadrados de extensión y coronadas por resplandecientes centros recreativos que cobraban vida renovada todas las noches.
Se podía pasear por el mundo de Trantor sin necesidad de salir en ningún momento de cualquiera de aquellos conglomerados de edificios, sin ver la ciudad.
Una flota compuesta por más naves que todas las armadas del Imperio juntas vaciaba a diario sus bodegas en Trantor para alimentar a cuarenta mil millones de personas que, a cambio, se limitaban exclusivamente a satisfacer la necesidad de desenmarañar las miríadas de hilos que convergían en la administración central del gobierno más complejo que la humanidad hubiera conocido jamás.
Veinte planetas agrícolas constituían el granero de Trantor. El universo entero estaba a su servicio.
Unos enormes brazos metálicos sujetaron firmemente los costados de la nave y la condujeron con delicadeza por la gran rampa que descendía al hangar, no sin que un malhumorado Devers sorteara antes las innumerables trabas burocráticas de un mundo concebido para el papeleo y consagrado al principio de los formularios por cuadruplicado.
Habían tenido que efectuar una parada preliminar en el espacio, donde rellenaron el primero de un centenar de cuestionarios. Habían tenido que resignarse a responder a todo tipo de interrogatorios, al examen rutinario de una sonda simple, a una sesión de fotos de la nave, al análisis de características de ambos ocupantes y la consiguiente tramitación de los resultados, a un registro en busca de contrabando, al pago de la cuota de entrada y, por último, a la solicitud de sus respectivos carnés de identidad y visados.
Ducem Barr era siwenniano y súbdito del emperador, pero Lathan Devers era un perfecto desconocido que carecía de la documentación reglamentaria. El agente al mando en aquellos momentos se mostró desolado cuando le explicó a Devers que no sólo no podían franquearle el paso sino que además tendrían que retenerlo y someterlo a una inspección oficial.
En aquel preciso momento surgió de la nada y cambió de manos un fajo de billetes nuevecitos por valor de cien créditos respaldados por los terrenos de lord Brodrig. El agente carraspeó dándose aires de importancia, considerablemente mitigada la magnitud de su desolación. En el casillero oportuno apareció un nuevo formulario, que no tardó en cumplimentarse con rapidez y eficiencia, al cual se adosaron las características de Devers con los sellos oficiales pertinentes.
El comerciante y el patricio entraron en Trantor.
Ya en el hangar, previo pago de unas tasas debidamente abonadas, apuntadas y justificadas, el carguero se convirtió en otra nave que registrar, fotografiar y archivar; se tomó nota de su contenido y se fotocopiaron los carnés de sus ocupantes.
Por fin Devers pudo salir a una inmensa terraza bañada por el cegador sol blanco en la que las mujeres conversaban, los niños alborotaban, y los hombres degustaban sus bebidas con languidez mientras escuchaban las noticias del Imperio, retransmitidas por unos televisores enormes.
Barr aportó la cantidad requerida de monedas de iridio para apropiarse del ejemplar que coronaba una pila de periódicos. Se trataba del Noticiario Imperial de Trantor, la tribuna oficial del gobierno. Al fondo de la sala de prensa podían apreciarse los delicados chasquidos que indicaban la impresión de ediciones adicionales en sintonía con las esforzadas máquinas de la sede del Noticiario Imperial, emplazada a quince mil kilómetros de distancia por tierra, diez mil si se viajaba por aire. En esos precisos instantes, diez millones de ejemplares más se estarían imprimiendo al unísono en otras tantas salas de prensa repartidas por todo el planeta.
Barr echó un vistazo a los titulares y preguntó en voz baja:
—¿Por dónde empezamos?
Devers intentó sacudirse el desaliento que lo embargaba. Se encontraba en un universo muy distinto del suyo, en un mundo que lo atenazaba con su complejidad, rodeado de personas absortas en acciones incomprensibles que hablaban un idioma casi ininteligible. Las resplandecientes torres de metal que lo rodeaban y buscaban el cielo multiplicándose sin fin hasta el filo del horizonte lo oprimían; el deprimente frenesí de la alocada vida de la metrópolis le producía una insoportable sensación de soledad e insignificancia.
—Será mejor que lo decidas tú, doc —respondió.
—He intentado explicártelo —susurró con voz templada Barr—, pero cuesta creerlo si uno no lo ve con sus propios ojos, lo entiendo. ¿Sabes cuánta gente solicita ver al emperador todos los días? Alrededor de un millón de personas. ¿Y sabes a cuántas recibe? Alrededor de diez. Tendremos que abrirnos paso a través de la administración pública, y eso complicará las cosas. Pero enfrentarse a la aristocracia sería demasiado arriesgado.
—Contamos con casi cien mil créditos.
—Eso es lo que nos costaría sobornar a un solo noble, y nos harían falta al menos tres o cuatro para tender un puente hasta el emperador. Aunque haya que untar a cincuenta comisionados y delegados, éstos nos saldrían a tan sólo cien créditos por barba. Deja que hable yo. Para empezar, tu acento los desconcertaría, y en segundo lugar, no estás familiarizado con la etiqueta del soborno imperial. Es un arte, te lo aseguro. ¡Ah!
Encontró lo que buscaba en la tercera página del Noticiario Imperial y le pasó el periódico a Devers.
Éste lo leyó despacio. El vocabulario era extraño, pero inteligible. Cuando levantó la cabeza, la sombra de la preocupación planeaba sobre su mirada. Descargó un violento revés con la mano sobre las hojas del diario.
—¿Crees que esto es de fiar?
—Con reservas —respondió plácidamente Barr—. Es muy poco probable que la flota de la Fundación haya sido aniquilada. Seguro que ya han dado esa noticia mil veces, si se atienen a la técnica de periodismo bélico propia de una capital mundial alejada del frente. Lo que significa, no obstante, es que Riose ha ganado otra batalla, algo que no debería extrañarnos. Aquí dice que ha capturado Loris. ¿Se refiere al planeta capital del reino del mismo nombre?
—Sí —refunfuñó Devers—, o a lo que antes era el reino de Loris. Y no está ni a veinte pársecs de la Fundación. Doc, tenemos que damos prisa.
Barr se encogió de hombros.
—Las prisas no sirven de nada en Trantor. Si intentas precipitar los acontecimientos, lo más probable es que termines fulminado por un desintegrador atómico.
—¿Cuánto tiempo necesitaremos?
—Un mes, con suerte. Un mes y los cien mil créditos, si es que nos bastan. Y eso siempre y cuando al emperador no se le ocurra viajar entre medias a los planetas de recreo, donde no recibe absolutamente a nadie.
—Pero la Fundación…
—Sabrá cuidarse sola, como hasta ahora. Ven, todavía no hemos pensado en la cena y tengo hambre. Después la noche será nuestra y haríamos bien en sacarle partido. Jamás volveremos a ver Trantor ni ningún otro mundo como él.
El comisionado de Interior para las provincias exteriores extendió las manos regordetas con gesto de impotencia y escudriñó a los solicitantes con sus ojillos miopes.
—Me temo que el emperador se encuentra indispuesto, caballeros. No serviría de nada presentar el caso ante mi superior. Hace una semana que Su Majestad Imperial no recibe a nadie.
—A nosotros querrá recibirnos —insistió con fingido aplomo Barr—. Se trata tan sólo de ver a uno de los miembros del equipo del secretario particular.
—Imposible —fue la obstinada respuesta del comisionado—. Me jugaría el puesto si intentara algo así. Y ahora, si tuvieran la bondad de abundar en los pormenores de la naturaleza de su visita. Estoy dispuesto a ayudar, no me malinterpreten, pero como comprenderán necesito algo menos etéreo, alguna razón de peso con la que convencer a mi superior antes de seguir adelante.
—Si el motivo de mi visita se pudiera exponer ante un subalterno cualquiera —apuntó Barr—, a duras penas cabría calificarlo de lo bastante importante como para merecer una audiencia con Su Majestad Imperial. Le sugiero que se arriesgue. Me permito recordarle que cuando Su Majestad Imperial conceda a nuestros asuntos la importancia que le garantizo que tienen, usted recibirá los correspondientes honores por la ayuda prestada.
—Ya, pero… —El comisionado encogió los hombros, sucinto.
—Es comprensible que vacile —reconoció Barr—. Como es lógico, la compensación debería estar a la altura del riesgo. Le pido un gran favor, pero ya estamos en deuda con usted por brindarnos la oportunidad de exponer nuestro dilema. Si nos permitiera expresar nuestra gratitud con una modesta contribución…
Devers frunció el ceño. Con sutiles modificaciones, este diálogo era el mismo que había escuchado ya veinte veces a lo largo del último mes. Como siempre, concluiría con un rápido intercambio de billetes medio escondidos. Pero en esta ocasión el epílogo varió. Por regla general, el dinero desaparecía de inmediato; ahora permanecía a la vista de todos mientras el comisionado lo contaba sin prisa, inspeccionando las dos caras de los billetes.
Se había operado un cambio sutil en su voz cuando dijo:
—Avalados por el secretario particular del emperador, ¿eh? Dinero del bueno.
—Volviendo al tema… —lo apremió Barr.
—No, un momento —lo interrumpió el comisionado—, vayamos por partes. Me interesa de veras conocer el motivo de su visita. Estos billetes son de nuevo cuño, y deben de tener un montón de ellos, pues sospecho que no soy el primer delegado con el que hablan. Venga, la verdad.
—No entiendo adónde quiere ir a parar.
—Verá, se podría demostrar que están en el planeta ilegalmente, puesto que los carnés y los permisos de entrada de su reservado amigo son a todas luces inadecuados. No es súbdito del emperador.
—Protesto.
—Proteste cuanto le apetezca —repuso con inesperada brusquedad el comisionado—. El agente que firmó sus tarjetas a cambio de cien créditos ha confesado… bajo presión… y sabemos más de lo que se imaginan sobre ustedes.
—Si lo que insinúa, caballero, es que la suma que le hemos pedido que acepte no está a la altura del riesgo…
El comisionado esbozó una sonrisa.
—Al contrario, está más que a la altura. —Dejó los billetes a un lado—. Lo que quería decir es que su caso ha suscitado el interés del emperador en persona. ¿No es cierto, caballeros, que recientemente han sido invitados del general Riose? ¿No es cierto también que han escapado de las garras de su ejército con, por decirlo suavemente, asombrosa facilidad? ¿Y no es igualmente cierto que poseen una pequeña fortuna en billetes respaldados por los terrenos de lord Brodrig? Resumiendo, ¿no es cierto que son una pareja de espías y asesinos enviados aquí con la intención de…? En fin, díganme ustedes quién les ha pagado y para qué.
—¿Sabe lo que le digo? —replicó Barr, disimulando su enfado tras una máscara de cortesía—, me niego a que un comisionado de tres al cuarto lance ese tipo de acusaciones contra nosotros. Nos vamos.
—No irán a ninguna parte. —El comisionado se puso de pie. En sus ojos no quedaba ni rastro de miopía—. No hace falta que respondan ahora a esas preguntas. Ya lo harán más adelante… por las buenas o por las malas. Tampoco hace falta que me sigan llamando comisionado. Soy teniente de la policía imperial. Y quedan ustedes arrestados.
Sonrió mientras empuñaba una pistola desintegradora de aspecto tan elegante como eficaz.
—Hoy hemos detenido a personas más importantes que ustedes. Estamos desinfestando un verdadero avispero.
Devers profirió un gruñido e intentó desenfundar a su vez. La sonrisa del teniente se ensanchó cuando éste oprimió los contactos. La abrasadora columna de fuerza se estrelló contra el pecho de Devers en una precisa llamarada de destrucción… que rebotó inofensivamente en su campo individual y se dispersó en cegadoras saetas de luz.
Devers disparó a su vez, y la cabeza del teniente se separó de un torso volatilizado. Aún sonreía cuando dejó de rodar bajo el rayo de luz solar que penetraba ahora por el boquete recién practicado en la pared.
Salieron por la puerta de atrás.
—Rápido —susurró con voz ronca Devers—, a la nave. Darán la alarma de un momento a otro. —Maldijo entre dientes con ferocidad—. Otro plan que se va al garete. Juraría que el mismísimo demonio espacial está en mi contra.
Una vez al aire libre repararon en las agitadas multitudes que se arracimaban en torno a los televisores gigantes. No había tiempo que perder; hicieron oídos sordos al clamor de voces inconexas que llegaba hasta ellos. Pero Barr cogió un ejemplar del Noticiario Imperial antes de entrar corriendo en el enorme silo del hangar, donde la nave se apresuró a atravesar una gigantesca cavidad perforada sin miramientos en el techo.
—¿Puedes despistarlas? —preguntó el anciano patricio.
Diez naves pertenecientes al cuerpo de policía de tráfico se esforzaban por seguir al carguero fugitivo que tan inopinadamente se había apartado de la ruta de salida legítima controlada por radio antes de saltarse todos los límites de velocidad habidos y por haber. Tras ellas, los estilizados vehículos del servicio secreto despegaban con órdenes de encontrar una nave tripulada por dos asesinos descritos con todo lujo de detalles.
—Fíjate bien —dijo con ferocidad Devers, antes de saltar al hiperespacio a tres mil kilómetros sobre la superficie de Trantor. El salto, tan cerca de una masa planetaria, dejó inconsciente a Barr y atemorizado y dolorido a Devers, pero en años luz frente a ellos, el espacio que los rodeaba se veía despejado.
Dejando que el orgullo que sentía aflorara a la superficie, declaró con gesto sombrío:
—Ninguna nave imperial podría seguirme a ninguna parte. —Y añadió con preocupación—: Pero no tenemos adónde ir, y no somos rivales para su superioridad numérica. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué podría hacer nadie?
Barr se revolvió débilmente en su catre. Los efectos del salto aún no se habían desvanecido, y tenía todos los músculos agarrotados.
—Nadie tendrá que hacer nada —dijo—. Todo ha terminado. Mira.
Le pasó a Devers el ejemplar del Noticiario Imperial al que permanecía aferrado. Los titulares le dijeron al comerciante cuanto necesitaba saber.
—Destituidos y arrestados… Riose y Brodrig —musitó Devers. Desconcertado, se quedó mirando fijamente a Barr—. ¿Por qué?
—El artículo no entra en detalles, ¿pero qué importa eso? La guerra con la Fundación ha terminado, y en estos momentos, Siwenna es un hervidero de revueltas. Lee y verás. —Su voz había empezado a apagarse—. Pararemos en alguna provincia y averiguaremos más cosas. Ahora, si no te importa, me gustaría dormir.
Y eso fue lo que hizo.
Con una serie de saltos de magnitud cada vez mayor, el carguero surcó la Galaxia camino de la Fundación.
10 Termina la guerra
Lathan Devers se debatía entre un resentimiento indefinible y una incomodidad inconfundible. Acababa de recibir una condecoración y había encajado con estoicismo el rimbombante discurso con el que el alcalde decidió acompañar la imposición de la banda carmesí. Con eso terminaba su participación en las ceremonias, pero como cabía esperar, el protocolo le obligaba a permanecer en su sitio. Un protocolo que le impedía bostezar sin disimulo o apoyar un pie en la silla más cercana para ponerse más cómodo, algunos de los motivos de que no viera la hora de regresar al espacio, donde se sentía como en casa.
La delegación siwenniana, que contaba con Ducem Barr como miembro destacado, firmó el tratado según el cual Siwenna se convertiría en la primera provincia que pasaba directamente de la autoridad política del Imperio a la autoridad económica de la Fundación.
Gigantescas y espectaculares, cinco naves de combate imperiales, capturadas tras las líneas de la flota fronteriza del Imperio durante la rebelión de Siwenna, rutilaron en el firmamento mientras sobrevolaban la ciudad y detonaban unas salvas atronadoras.
Ya solo restaba tomarse una copa, enfrascarse en alguna conversación vacua y respetar los convencionalismos que dictaba el decoro.
Alguien lo llamó por su nombre. Se trataba de Forell. El hombre que, pensó con frialdad Devers, podría comprar a veinte como él con lo que ganaba en una sola mañana. Un hombre que ahora agitaba un dedo en su dirección con amigable condescendencia.
Salió al balcón, acariciado por la fría brisa nocturna, y ensayó la reverencia pertinente mientras fruncía el ceño sobre su barba encrespada. Barr también estaba allí.
—Devers —dijo, risueño—, te ruego que acudas en mi rescate. Se me ha acusado de ser demasiado modesto, afrenta tan atroz como profundamente antinatural.
—Devers —Forell se sacó el grueso puro de la comisura de los labios para hablar—, lord Barr está convencido de que vuestra visita a la capital de Cleón no tuvo nada que ver con la destitución de Riose.
—Nada en absoluto, señor —repuso Devers, sucinto—. Ni siquiera llegamos a ver al emperador. Los informes acerca del juicio que escuchamos durante el trayecto de regreso confirman que se trató de un montaje con todas las letras. El general se vio envuelto en un monumental escándalo relacionado con los rumores de insurrección que campan a sus anchas por la corte.
—¿Y era inocente?
—¿Riose? —intervino Barr—. ¡Sí! Por la Galaxia, claro que sí. Brodrig alimentaba convicciones traidoras, pero en ningún momento fue culpable de las acusaciones en concreto que se habían levantado en su contra. Se trataba de una farsa judicial, una superchería necesaria, tan previsible como inevitable.
—Desde el punto de vista de la psicohistoria, supongo. —La familiaridad le permitió a Forell envolver sus palabras en una mezcla de rimbombancia y sarcasmo.
—Ni más ni menos. —Barr adoptó una expresión más seria—. Si bien era algo que no había trascendido nunca hasta ahora, cuando todo acabó y pude… en fin… consultar las respuestas en la parte de atrás del libro, por así decirlo, el problema se volvió meridianamente sencillo. Ahora sabemos que el historial sociológico del Imperio es adverso a las guerras de conquista. Cuando el gobierno está en manos de emperadores sin personalidad, los generales que se disputan un trono sin valor y posiblemente letal terminan descuartizándolo. Si lo dirigen emperadores de carácter más fuerte, el Imperio sucumbe a un rigor paralizante que, al menos en apariencia y sólo con carácter temporal, ralentiza su desintegración a expensas de cualquier posibilidad de continuar expandiéndose.
Forell intercaló un gruñido ronco entre las chupadas que estaba dando a su puro.
—Se explica usted como un libro cerrado, lord Barr.
Una sonrisa se dibujó con parsimonia en los labios del aludido.
—Supongo que no le falta razón. Es el inconveniente de no estar versado en psicohistoria. Las palabras constituyen un sucedáneo impreciso de las ecuaciones matemáticas. Veamos…
Barr se quedó pensativo mientras Forell se relajaba, con la espalda apoyada en la barandilla. Devers rememoró Trantor con añoranza mientras contemplaba el firmamento aterciopelado.
—Verá, caballero —comenzó Barr—, tanto usted como Devers… como todo el mundo, en realidad, creían que la derrota del Imperio pasaba por aislar al emperador del general. Tanto usted como Devers y todo el mundo tenían razón, sus suposiciones eran correctas de principio a fin, en lo tocante al principio de disensión interna.
»Erraban, sin embargo, al pensar que la antedicha división podría dar pie a acciones individuales propiciadas por lo tumultuoso del momento. Lo intentaron con sobornos y con mentiras. Apelaron a la ambición y al miedo. Pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos. Cada nuevo intento, de hecho, sólo conseguía empeorar las cosas.
»Y en todo momento, mientras se obsesionaban con el levantamiento de esas olas inofensivas, la marea de Seldon continuaba avanzando, sigilosa e inexorable.
Ducem Barr se giró, se apoyó en la barandilla y, con la mirada perdida en las luces de los festejos de la ciudad, observó:
—Nos empujaba a todos la mano de un fantasma; al poderoso general y al gran emperador; a mi mundo y al suyo… la mano muerta de Hari Seldon. Era inevitable que alguien como Riose fracasara, pues era su mismo éxito lo que habría de engendrar el fracaso. Cuanto mayor fuera el primero, más contundente sería el segundo.
—Mentiría —terció con aspereza Forell— si dijera que está explicándose con más claridad.
—Un momento —prosiguió Barr, con aplomo—. Analicemos la situación. Es evidente que un general sin carácter jamás hubiera supuesto ninguna amenaza para nosotros. Un general fuerte, en tiempos de un emperador débil, tampoco, pues aspiraría a objetivos mucho más atractivos. Los acontecimientos han demostrado que, en los dos últimos siglos, tres cuartas partes de los emperadores fueron antes generales y virreyes rebeldes.
»De modo que sólo la combinación de un emperador fuerte y un general fuerte puede ser perjudicial para la Fundación, puesto que el primero será difícil de destronar y el segundo por fuerza tendrá que concentrar sus esfuerzos lejos de nuestras fronteras.
»Ahora bien, ¿en qué consiste la fortaleza de un emperador? ¿Dónde residía la de Cleón? Muy sencillo. Los emperadores fuertes no consienten que sus súbditos también lo sean. El peligro radica en el cortesano que amasa demasiadas riquezas, o en el general cuya popularidad no deja de crecer Así se lo demuestra la historia reciente del Imperio a todos aquellos emperadores cuyo poder se cimenta en la inteligencia.
»Riose acumulaba tantas victorias que despertó los recelos del emperador. El ambiente generalizado del momento invitaba a ser suspicaz. ¿Que Riose rechazaba un soborno? Sospechoso, seguro que tenia intenciones ocultas. ¿Que su cortesano predilecto de repente se mostraba favorable a Riose? Lo mismo. Las acciones en sí no tenían nada de inusitado. Cualquier otro ejemplo podría servir. Por eso, los planes que trazamos individualmente eran superfluos y estaban abocados al fracaso. Lo sospechoso era el éxito de Riose. Eso fue lo que redundó en su destitución, su juicio, su condena y su ejecución. La Fundación ha vuelto a ganar.
»¿Se dan cuenta? La victoria de la Fundación no obedece a una imprevisible concatenación de hechos fortuitos. Antes bien, estaba predicha de antemano. Hiciera lo que hiciese Riose, hiciéramos lo que hiciésemos nosotros.
El magnate de la Fundación asintió con la cabeza, meditabundo.
—Caray. Pero… ¿Y si el emperador y el general hubieran sido la misma persona? ¿Eh? ¿Entonces qué? No ha cubierto usted esa posibilidad, por lo que la validez de su teoría dista de haber quedado probada.
Barr se encogió de hombros.
—No puedo demostrar nada, puesto que carezco de los conocimientos de matemáticas necesarios. Apelo a su razón, sin embargo. En un Imperio donde cada aristócrata, cada persona influyente y cada pirata con ambición pueden aspirar al trono… a menudo con garantías de éxito, como demuestra la historia… ¿qué ocurriría aun con el más fuerte de los emperadores si éste volcara toda su atención en campañas bélicas en el confín más lejano de la Galaxia? ¿Durante cuánto tiempo habría de ausentarse de la capital antes de que alguien enarbolara el estandarte de la guerra civil y le obligara a regresar a casa? Las características sociológicas del Imperio acelerarían el proceso.
»En cierta ocasión le dije a Riose que ni toda la fuerza del Imperio sería capaz de desviar la mano muerta de Hari Seldon.
—¡Vale! ¡Está bien! —Forell expresó su satisfacción con voz estentórea—. De sus palabras se desprende, por consiguiente, que el Imperio ha dejado de ser una amenaza.
—Yo diría que sí —convino Barr—. Francamente, no creo que Cleón sobreviva más de un año, y casi con toda seguridad la carrera por la sucesión será disputada, lo que podría dar pie a la última guerra civil del Imperio.
—Entonces —concluyó Forell—, se acabaron las amenazas.
Barr se había quedado pensativo.
—Existe una Segunda Fundación.
—¿En el otro extremo de la Galaxia? Tardaremos siglos en llegar.
Devers se giró de repente ante esto, con expresión fúnebre, y se encaró con Forell.
—Podría haber enemigos en nuestro seno.
—¿Sí? —inquirió con voz glacial Forell—. ¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, aquéllos a los que les gustaría que la riqueza estuviera mejor repartida en vez de concentrarse en los bolsillos de quienes no hacen nada por producirla. ¿Entiende lo que quiero decir?
Muy despacio, la expresión de desprecio de Forell dio paso a otra de rabia, reflejo de la de Devers.