1 En busca de los magos
BEL RIOSE: […] A lo largo de su relativamente corta carrera, Riose se ganó el título de «el Último Imperial», y hacía honor a su nombre. El estudio de sus campañas revela que no tenía nada que envidiar a Peurifoy en cuestión de talento para la estrategia, y quizá incluso lo superara por cuanto a dotes de mando se refiere. Que naciera cuando el Imperio empezaba ya a declinar impidió que igualara el récord de conquistas de Peurifoy. Gozó de una oportunidad de oro, no obstante, cuando se enfrentó a la Fundación directamente, convirtiéndose así en el primer general del Imperio en intentar algo parecido […]
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Bel Riose viajaba sin escolta, contraviniendo así lo que dictaba el protocolo para aquellos casos en los que un general estacionaba su flota en cualquiera de los sistemas estelares aún hostiles de la frontera del Imperio Galáctico.
Pero Bel Riose era joven e impulsivo (tan impulsivo como para que la corte lo hubiera enviado con toda premeditación y sin remordimientos a lo más parecido al fin del universo), además de curioso. Esta última característica había sucumbido al encanto de los extraños y descabellados rumores que cientos de bocas se habían encargado de difundir y miles de oídos de interpretar cada uno a su manera, mientras que la posibilidad de una empresa militar seducía a las dos primeras. La combinación era irresistible.
Se apeó del trasnochado vehículo terrestre que se había agenciado y se acercó a la puerta de la desvencijada mansión que era su destino. Aguardó. Aunque la mirilla fotónica que operaba el portal funcionaba perfectamente, cuando se abrió la puerta lo hizo movida por una mano de carne y hueso.
Bel Riose sonrió al anciano que apareció en el umbral.
—Me llamo Riose…
—Ya sé quién eres. —El anciano se mantuvo en su sitio, envarado y sin dar muestras de sorpresa—. ¿Qué quieres?
Riose dio un paso atrás en señal de sumisión.
—Vengo en son de paz. Si eres Ducem Barr, te ruego que me permitas hablar contigo.
Las paredes del interior de la casa se encendieron cuando Ducem Barr se hizo a un lado. El general entró bañado por una luz diurna.
Tocó la pared del estudio y se miró las yemas de los dedos.
—¿Tenéis esto en Siwenna?
Una sonrisa carente de humor aleteó en los labios de Barr.
—No en todas partes, creo. Yo mismo debo encargarme de las reparaciones como mejor puedo. Debo disculparme por haberte hecho esperar en la calle. El portero automático registra la presencia de visitas, pero ya no es capaz de abrir la puerta.
—¿Se quedan cortas tus reparaciones? —preguntó con socarronería el general.
—Se me han terminado los recambios. Siéntate, por favor. ¿Té?
—¿Aquí? Estimado patricio, atentaría contra todas las convenciones sociales de Siwenna si dijera que no.
El anciano patricio se retiró en silencio tras ejecutar una parsimoniosa reverencia que formaba parte del ceremonioso legado de una aristocracia trasnochada que había conocido tiempos mejores a lo largo del último siglo.
Riose se quedó mirando cómo se retiraba su anfitrión, y su estudiada urbanidad se tambaleó. Su educación era estrictamente militar, y lo mismo podía decirse de su experiencia. Aunque sonara a tópico, se había enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones, pero la naturaleza del peligro siempre había sido familiar y tangible. Por consiguiente, no debe extrañarnos que el idolatrado león de la Vigésima Flota sintiera un escalofrío al encontrarse a solas en la vetusta estancia, donde la humedad parecía haberse adueñado del aire de repente.
El general sabía que las cajitas de plástico negro veteado que se alineaban en las estanterías eran libros. No le sonaban los títulos. Dedujo que la espaciosa estructura que había en uno de los extremos de la sala era el receptor que transformaba los libros en imágenes y sonidos a voluntad. Jamás los había visto en acción, pero había oído hablar de ellos.
Alguien le había dicho una vez que hacía mucho tiempo, durante la época dorada del Imperio, cuando éste abarcaba toda la Galaxia, nueve de cada diez hogares poseían uno de esos receptores, así como idénticas colecciones de libros.
Pero ahora había fronteras que vigilar; los libros eran para la gente mayor. Además, la mitad de las historias relacionadas con la antigüedad eran simples leyendas. Más de la mitad.
Riose se sentó cuando llegó el té. Ducem Barr levantó su taza.
—A tu honor.
—Gracias. Al tuyo.
—Se dice que eres joven —observó Ducem Barr—. ¿Cuántos, treinta y cinco años?
—Casi. Treinta y cuatro.
—En ese caso —continuó Barr, imprimiendo un ligero énfasis a su voz—, será mejor que empiece informándote de que lamentablemente no obran en mi poder ni amuletos, ni pócimas ni filtros amorosos. Tampoco está en mi mano el incentivar los favores que quizá te gustaría que te dispensara alguna damisela.
—No necesito artificios en ese sentido, patricio. —La complacencia innegablemente presente en la voz del general estaba teñida de diversión—. ¿Recibes muchas peticiones de ese tipo?
—Bastantes. Por desgracia, la gente mal informada suele confundir la erudición con la hechicería, y todo lo relacionado con los sentimientos de pareja requiere, al parecer, grandes dosis de ayuda sortílega.
—No tiene nada de extraño. Pero disiento. Para mí, la erudición no es otra cosa que la forma de resolver los problemas más complicados.
El siwenniano se quedó pensativo, con el ceño fruncido, antes de replicar:
—Tal vez estés tan equivocado como ellos.
—Puede que si, o puede que no. —El joven general posó la taza en su funda rutilante y volvió a llenarla—. Dime, patricio, ¿quiénes son los magos? Los de verdad.
Barr pareció sobresaltarse al escuchar aquel título, ya en desuso.
—Los magos no existen.
—Pero la gente habla de ellos. Siwenna está infestada de historias que los tienen como protagonistas. Se fundan sectas en torno a sus figuras. Existe una extraña conexión entre esta circunstancia y los grupos de compatriotas tuyos que sueñan y fantasean con el pasado y con lo que ellos denominan libertad y autonomía. Tarde o temprano, la situación podría convertirse en una amenaza para el estado.
El anciano sacudió la cabeza.
—¿Por qué me preguntas a mí? ¿Crees que se está fraguando una revolución, conmigo a la cabeza?
Riose se encogió de hombros.
—No, eso nunca. Aunque no será porque la idea tenga nada de ridícula. Tu padre fue exiliado en su día; tú mismo has sido patriota y chauvinista. Como huésped en tu casa, quizá peque de poco delicado mencionándolo, pero mi misión lo requiere. Sin embargo, ¿una conspiración, ahora? Lo dudo. Siwenna lleva tres generaciones perdiendo las ganas de luchar.
—Seré un anfitrión tan poco diplomático como mi invitado —repuso con dificultad el anciano— y te recordaré que en tiempos hubo un virrey que, al igual que tú, tenía a los siwennianos por gente sin agallas. Por orden de aquel virrey mi padre se convirtió en un pordiosero fugitivo, mis hermanos en mártires, y mi hermana en suicida. Sin embargo, dicho virrey sufrió una muerte merecidamente horrenda a manos de estos mismos siwennianos mansurrones.
—Ah, sí, eso me da pie para abordar otro tema que me gustaría comentar contigo. Hace tres años que estoy al corriente del misterio tras la muerte del virrey de tu historia. En su guardia personal había un joven soldado cuyos actos me parecen dignos de interés. Ese soldado eras tú, pero supongo que no habrá necesidad de entrar en detalles.
Tras unos instantes de silencio, Barr respondió:
—Ninguna. ¿Qué es lo que sugieres?
—Que contestes a mis preguntas.
—No con amenazas. Soy viejo, pero no tanto como para concederle una importancia exagerada a la vida.
—Patricio, corren tiempos difíciles —dijo Riose, en un tono cargado de intención—, y tienes hijos y amigos. Tienes también un país por el que has declarado tu amor y has cometido insensateces en el pasado. Si decidiera utilizar la fuerza, mi puntería no sería tan mala como para darte a ti.
—¿Qué quieres? —preguntó con frialdad Barr.
Riose sostuvo la taza en alto mientras hablaba.
—Patricio, escúchame bien. Hoy en día, la máxima aspiración de un soldado es dirigir los desfiles que recorren los jardines del palacio imperial en días festivos y escoltar las rutilantes naves de recreo que transportan a Su Esplendor Imperial a los planetas donde le gusta veranear. Yo… soy un fracasado. Me he convertido en un fracasado con treinta y cuatro años, y lo seré mientras viva. Porque, verás, a mí me apasiona combatir.
»Por eso me han destinado aquí. En la corte causo demasiados problemas. No estoy hecho para la etiqueta. Ofendo a los dandys y a los lores almirantes, pero se me da demasiado bien gobernar las naves y a las personas como para que enviarme a vagar por el espacio sea algo más que una solución provisional. De modo que Siwenna es la alternativa. Se trata de un mundo fronterizo, una provincia yerma y rebelde. Y está lo suficientemente lejos como para satisfacer a todo el mundo.
»Aquí me anquilosaré. No hay revueltas que sofocar, y los virreyes de los territorios limítrofes renunciaron a insubordinarse hace tiempo. Al menos desde que el difunto progenitor de Su Majestad Imperial, cuya gloria nunca caerá en el olvido, diera un castigo ejemplar a Mountel de Paramay.
—Un emperador fuerte —musitó Barr.
—Sí, y necesitamos más como él. Es mi señor, no lo olvides. Velo por sus intereses.
Barr se encogió de hombros con despreocupación.
—¿Qué tiene que ver todo esto con nuestra conversación?
—Te lo explicaré en pocas palabras. Los magos que he mencionado antes provienen de muy lejos, de más allá de las fronteras vigiladas, donde las estrellas se dispersan…
—«Donde las estrellas se dispersan» —citó Barr—, «y el frío del espacio se recrudece».
—¿Qué es eso, un poema? —Riose frunció el ceño. Ponerse a recitar estrofas ahora le parecía una frivolidad—. En cualquier caso, provienen de la Periferia, el único escenario donde gozo de permiso para luchar por la gloria del emperador.
—Y servir así a los intereses de Su Majestad Imperial y saciar tu sed de combate.
—Correcto. Pero es preciso que sepa a qué me enfrento, y es ahí donde puedes ayudarme.
—¿Cómo lo sabes?
Riose mordisqueó una pastita.
—Porque llevo tres años siguiendo la pista de todos los rumores, mitos e insinuaciones sobre los magos, y de todo el caudal de información que he recabado, sólo dos hechos aislados se repiten unánimes y consistentes, lo que garantiza su veracidad. El primero es que los magos provienen del filo de la Galaxia opuesto a Siwenna; el segundo es que tu padre vio una vez a uno de ellos, en carne y hueso, y habló con él.
El anciano siwenniano se quedó mirando fijamente a su interlocutor, sin pestañear, y Riose continuó:
—Será mejor que me cuentes lo que sepas…
Barr lo interrumpió, contemplativo.
—Sería interesante revelarte algunas cosas. Podría tomármelo como un experimento psicohistórico.
—¿Qué clase de experimento?
—Psicohistórico —repitió el anciano, en cuya sonrisa anidaba una sombra insidiosa. Con voz más animada, añadió—: Harías bien en servirte más té. Me dispongo a soltar un buen discurso.
Se retrepó en los mullidos cojines de su asiento. La iluminación de las paredes se había reducido a un marfileño brillo sonrosado que suavizaba incluso el abrupto perfil del soldado.
—Lo que sé —comenzó Ducem Barr— es el resultado de dos accidentes; el de ser hijo de mi padre y el de haber nacido en mi país. Mi historia empieza hace cuarenta años, poco después de la gran masacre, cuando mi padre era un fugitivo en los bosques del sur y yo un artillero en la flota personal del virrey. El mismo virrey, por cierto, que había ordenado la masacre, y que más tarde habría de sufrir una muerte cruel.
Barr esbozó una sonrisa torva y continuó:
—Mi padre era patricio del Imperio y senador de Siwenna. Se llamaba Onum Barr.
Riose lo interrumpió, impacientándose.
—Conozco perfectamente las circunstancias que rodearon su exilio. No hace falta que entres en detalles.
El siwenniano hizo como si no lo hubiera oído y reanudó su discurso sin vacilar.
—Durante su exilio lo visitó un viajero, un mercader procedente del filo de la Galaxia, un joven de acento extraño que no sabía nada de la historia reciente del Imperio, envuelto en la protección de un campo de fuerza personal.
—¿Un campo de fuerza personal? —se encrespó Riose—. Menudo disparate. ¿Qué generador sería lo bastante potente como para condensar un escudo del tamaño de un solo individuo? Por la Galaxia, ¿qué hacía, pasearse por ahí con cinco mil miriatoneladas de energía atómica cargadas en una carretilla?
—Éste es el mago —dijo con delicadeza Barr— al que se refieren los susurros, mitos e insinuaciones que has escuchado. El título de «mago» no se concede así como así. No llevaba encima ningún generador tan voluminoso como para llamar la atención, pero ni el arma más pesada que seas capaz de empuñar podría haber abollado siquiera el escudo que lo rodeaba.
—¿A esto se reduce todo? ¿La leyenda de los magos surge de las alucinaciones de un anciano consumido por el sufrimiento y el exilio?
—La historia de los magos es anterior incluso a mi padre. Y la prueba es fehaciente. Tras despedirse de mi padre, este comerciante al que la gente llamaba mago fue a visitar a un técnico de la ciudad que le había recomendado mi padre, y allí dejó un generador como el que utilizaba su escudo. Dicho generador fue recogido por mi padre a su regreso del exilio tras la ejecución del cruel virrey. Se tardó mucho tiempo en encontrarlo…
»El generador está colgado en la pared detrás de ti, general. No funciona. No funcionó jamás transcurridos los dos primeros días, pero si te fijas, verás que su diseño no puede ser obra de ningún habitante del Imperio.
Bel Riose cogió el cinturón de eslabones de metal expuesto en la pared curvada. Se desprendió con un suave chasquido cuando el campo de adhesión se rompió al contacto con su mano. Le llamó la atención el elipsoide que remataba uno de los extremos del cinto. Tenía el tamaño de una nuez.
—Esto…
—Era el generador —asintió Barr—. Era. El secreto de su funcionamiento es irrecuperable. Los exámenes subelectrónicos demuestran que está fundido en una pelota de metal, pero ni siquiera el estudio más minucioso de las pautas de difracción ha conseguido diferenciar cuáles eran los componentes individuales antes del proceso de fusión.
—Entonces tu «prueba» sigue tambaleándose en la difusa frontera que separa la mera palabrería de los hechos contrastados.
Barr se encogió de hombros.
—Me has exigido que te cuente lo que sé, amenazándome incluso con arrancarme la verdad por la fuerza. Recibir mis palabras con escepticismo es decisión tuya, ¿a mi qué más me da? ¿Quieres que pare?
—¡Continúa! —replicó bruscamente el general.
—Reanudé las investigaciones de mi padre a su muerte, y fue entonces cuando el segundo accidente que mencionaba acudió en mi ayuda, pues Hari Seldon conocía perfectamente Siwenna.
—¿Quién es Hari Seldon?
—Hari Seldon fue científico en tiempos del emperador Daluben IV. Psicohistoriador, el último y el más importante de todos. Visitó Siwenna en una ocasión, cuando nuestro planeta aún era un prestigioso núcleo mercantil que aglutinaba todas las artes y las ciencias.
—Hmf —farfulló Riose, desabrido—, ¿es que hay algún mundo estancado que no asegure haber sido en el pasado un territorio rebosante de riquezas?
—La época a la que me refiero se remonta a hace más de dos siglos, cuando el control del emperador se extendía hasta la estrella más lejana, cuando Siwenna era un planeta del interior y no una provincia fronteriza medio salvaje. Por aquel entonces, Hari Seldon vaticinó el declive del dominio imperial y el inevitable embrutecimiento de toda la Galaxia.
Riose soltó una carcajada de repente.
—¿Eso fue lo que predijo? Entonces me temo que predijo mal, amigo científico. Supongo que eso es lo que te consideras. Hace milenios que el Imperio no es tan poderoso como en estos momentos. La fría oscuridad de la frontera ciega tus ojos fatigados por la edad. Deberías visitar los mundos del interior algún día, para disfrutar del calor y la riqueza del centro.
El anciano meneó la cabeza con gesto sombrío.
—La circulación se detiene primero en las extremidades. La decrepitud tardará aún en llegar al corazón. Me refiero a la decrepitud visible y palpable, muy distinta de la degradación interior que dejó de ser una novedad hace ya alrededor de quince siglos.
—Así que el tal Hari Seldon predijo una Galaxia de barbarie uniforme —bromeó Riose—. ¿Y después qué, eh?
—Estableció dos fundaciones en extremos opuestos de la Galaxia, fundaciones diseñadas para que los mejores, los más jóvenes y los más fuertes pudieran reproducirse, crecer y desarrollarse. Los planetas donde se instalaron se eligieron con minuciosidad, y también se tuvieron en cuenta el momento de la colonización y el entorno. Todo se calculó de modo que el futuro previsto por las inalterables matemáticas de la psicohistoria conllevara su pronto aislamiento del grueso de la civilización imperial y su transformación gradual en el germen del Segundo Imperio Galáctico, reduciendo así a apenas un milenio el inevitable interregno de barbarie que de lo contrario hubiera durado treinta mil años.
—¿Y cómo has averiguado todo esto? Es como si conocieras todos los detalles.
—No los conozco ahora ni los he conocido jamás —replicó el patricio, sin perder la compostura—. Es el agónico resultado de haber reunido algunas de las pruebas que descubrió mi padre y unas pocas más que he encontrado por mi cuenta. Los cimientos son endebles y la superestructura se ha idealizado para tapar los principales agujeros de la historia. Pero estoy convencido de que en esencia es verdad.
—Eres fácil de convencer.
—¿Sí? Mis pesquisas abarcan cuarenta años.
—Hmf. ¡Cuarenta años! Yo podría zanjar este asunto en cuarenta días. De hecho, creo que debería proponérmelo. Sería… distinto.
—¿Y cómo lo harías?
—Del modo más lógico. Me dedicaría a explorar. Buscaría esta Fundación de la que hablas para verla con mis propios ojos. ¿Dices que hay dos?
—Los archivos mencionan dos. Las pruebas halladas sólo corroboran la existencia de una de ellas, pero eso es comprensible, puesto que la segunda está en el extremo opuesto del inmenso eje de la Galaxia.
—Pues bien, visitaremos la más próxima. —El general se puso de pie y se ciñó el cinturón.
—¿Sabes adónde debes dirigirte? —preguntó Barr.
—Más o menos. Los archivos del penúltimo virrey, al que asesinasteis con tanta eficacia, contienen rumores sobre actividades sospechosas en las provincias del exterior. De hecho, una de sus hijas contrajo matrimonio con un príncipe bárbaro. Me las apañaré.
Extendió una mano.
—Gracias por tu hospitalidad.
Ducem Barr rozó la mano con los dedos y ensayó una reverencia cortés.
—Tu visita me honra.
—En cuanto a la información que me has proporcionado —añadió Bel Riose—, sabré cómo darte las gracias cuando volvamos a vernos.
Ducem Barr siguió mansamente a su huésped hasta la puerta principal. Mientras el vehículo terrestre se alejaba, musitó:
—Si es que volvemos a vernos.
2 Los magos
FUNDACIÓN: […] Con cuarenta años de expansión a sus espaldas, la Fundación se enfrentaba a la amenaza de Riose. Los épicos días de Hardin y Mallow ya quedaban muy lejos, y con ellos era como si también se hubieran perdido la valentía y la resolución […]
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Había cuatro personas en la habitación, apartada y a salvo de oídos indiscretos. El cuarteto de ocupantes intercambió una rápida serie de miradas antes de concentrarlas en la mesa que los separaba. Encima del mueble había cuatro botellas y otros tantos vasos llenos, pero nadie los había tocado.
El hombre que se encontraba más cerca de la puerta estiró un brazo y tamborileó lentamente en la mesa con las yemas de los dedos.
—¿Pensáis quedaros ahí sentados sin decir nada eternamente? —preguntó—. ¿Qué más da quién hable primero?
—Pues hazlo tú —repuso el fornido ocupante del asiento que tenía justo enfrente—. Eres el que debería estar más preocupado.
Sennett Forell soltó una risita desprovista de humor.
—Porque creéis que soy el más rico. Bueno… ¿O esperáis que siga como he empezado? Supongo que no habréis olvidado que fue mi flota mercante la que capturó esta nave exploradora.
—Tu flota era la más numerosa —intervino un tercero—, y contaba con los mejores pilotos, lo que equivale a decir que eres el más rico. Fue una temeridad, y el riesgo habría sido mayor para cualquiera de nosotros.
Sennett Forell volvió a reírse por lo bajo.
—Esta tendencia a correr riesgos la heredé de mi padre. Después de todo, lo fundamental a la hora de arriesgarse es que la recompensa merezca la pena. Hablando de lo cual, nótese que la nave enemiga se interceptó y capturó sin que nosotros sufriéramos ninguna baja y sin que el adversario se percatara.
Que Forell estuviese emparentado remota e indirectamente con el difunto y célebre Hober Mallow era un hecho reconocido a lo largo y ancho de la Fundación. Que se tratase del hijo ilegítimo de Mallow era algo discretamente aceptado en igual proporción.
El cuarto convidado guiñó los ojillos con gesto furtivo. Las palabras salieron a regañadientes de sus labios delgados.
—La captura de una navecita de tres al cuarto no es motivo de celebración. Lo más probable es que el joven se enfurezca más todavía.
—¿Te parece que necesita motivos? —replicó con desdén Forell.
—Eso me parece, sí, y esto podría ahorrarle la molestia de tener que inventarse uno —dijo despacio el cuarto hombre—. Hober Mallow actuaba de otra manera. Y Salvor Hardin. Dejaban que los demás siguieran el incierto camino de la violencia mientras ellos maniobraban en la sombra con toda tranquilidad.
Forell se encogió de hombros.
—Esta nave ha demostrado ser valiosa. Las excusas son baratas y ésta nos ha reportado suculentos beneficios. —Las palabras del comerciante nato destilaban satisfacción. Concluyó—: El joven proviene del antiguo Imperio.
—Eso ya lo sabíamos —protestó el segundo hombre, el fornido.
—Lo sospechábamos —precisó con delicadeza Forell—. Si alguien viene a nosotros con naves y riqueza, con muestras de amistad y con ofertas de comercio, lo más sensato sería refrenarse de antagonizar con él hasta cerciorarnos de que los supuestos réditos que ofrece no son ninguna fachada. Pero ahora…
La voz del tercer hombre tenía un deje plañidero cuando dijo:
—Podríamos haber sido más precavidos aún. Podríamos haber investigado primero. Podríamos haber intentado averiguar más cosas antes de permitir que se fuera. Eso hubiera sido lo más acertado.
—Ya sopesamos esa idea y la descartamos —terció Forell. Se desentendió del tema categóricamente con un brusco ademán.
—El gobierno es blando —se lamentó el tercer hombre—. El alcalde es un idiota.
El cuarto hombre miró a los otros tres, uno por uno, y se sacó la colilla del puro de la boca. La dejó caer en la ranura que tenía a su derecha, donde se desintegró con un fogonazo silencioso.
—Espero que el exabrupto del caballero que acaba de hablar se deba tan sólo a la fuerza de la costumbre —dijo, sarcástico—. Haríamos bien en recordar que los aquí presentes somos el gobierno.
Sus palabras suscitaron un murmullo de asentimiento.
El cuarto hombre fijó los ojillos en la superficie de la mesa y continuó:
—No nos metamos con la política del gobierno. Este joven… este forastero podría haber sido un cliente en potencia. Se han dado casos. Los tres intentasteis embaucarlo para que firmara un contrato por anticipado. Nuestro acuerdo… nuestro pacto entre caballeros… lo prohíbe expresamente, pero aun así lo intentasteis.
—Igual que tú —refunfuñó el segundo hombre.
—Ya lo sé —fue la plácida respuesta del cuarto.
—Dejémonos de lamentaciones por lo que deberíamos haber hecho —se impacientó Forell— y concentrémonos en lo que tendríamos que hacer. De todas formas, ¿y si lo han arrestado, o asesinado, entonces qué? Ni siquiera estamos seguros todavía de cuáles son sus intenciones, y en el peor de los casos, acortar la vida de un solo individuo no supondría el fin del Imperio. Podría haber varias armadas listas para entrar en acción al ver que no regresa.
—Precisamente —convino el cuarto hombre—. A ver, ¿qué sacasteis de vuestra nave capturada? Estoy demasiado mayor para tanta cháchara.
—Se puede resumir en pocas palabras —dijo Forell, ceñudo—. Se trata de un general imperial, o como quiera que se llame el rango correspondiente en su tierra. Es un joven de probada pericia militar, o eso tengo entendido, y un ídolo para sus hombres. Su trayectoria es un prodigio de romanticismo. La mitad de las historias que cuentan acerca de él son mentira, sin duda, pero contribuyen a aumentar su leyenda.
—¿Quién cuenta esas historias? —quiso saber el segundo hombre.
—Los tripulantes de la nave apresada. Mira, todos los testimonios están grabados en un microfilm guardado en lugar seguro. Luego podemos echarles un vistazo, si te apetece. También puedes hablar con ellos en persona, si lo consideras necesario. Yo me he limitado a contar lo más básico.
—¿Cómo les sonsacaste la información? ¿Cómo sabes que lo que dicen es cierto?
Forell arrugó el entrecejo.
—No me anduve con paños calientes, caballero. Les di palizas, los drogué hasta volverlos locos y empleé la sonda sin piedad. Hablaron. Podemos fiamos de sus palabras.
—En el pasado —acotó de improviso el tercer hombre, sin que viniera a cuento— habrían utilizado la psicología pura. Un método indoloro pero infalible. La veracidad estaría garantizada.
—Bueno —dijo el cuarto hombre—, ¿y qué buscaba aquí ese general, ese romántico legendario? —Su tenacidad y su persistencia estaban teñidas de recelo.
Forell le lanzó una elocuente mirada de soslayo.
—¿Crees que confía los detalles de la política de estado a su tripulación? No sabían nada. En ese sentido no había nada que sonsacarles, y bien sabe la Galaxia que lo intenté.
—Lo que nos lleva…
—A extraer nuestras propias conclusiones, naturalmente. —Forell había reanudado su suave tamborilear con los dedos—. El joven es uno de los líderes militares del Imperio, pero fingía ser el insignificante principito de un puñado de estrellas emplazadas en alguna zona recóndita de la Periferia. Por sí solo, eso bastaría para convencernos de que le interesa ocultarnos sus verdaderas intenciones. Súmese la naturaleza de su profesión al hecho de que el Imperio ya ha respaldado un ataque contra nosotros en tiempos de mi padre, y las posibilidades adoptarán un cariz siniestro. Aquel primer asalto fracasó. Me extrañaría que el Imperio nos profesara el menor afecto por ello.
—¿No han arrojado tus pesquisas —inquirió con reserva el cuarto hombre— ningún resultado palpable? ¿No te estarás callando algo?
—No tengo nada que callarme —respondió sin alterarse Forell—. Dadas las circunstancias, debemos dejar a un lado nuestra rivalidad profesional. Estamos obligados a colaborar.
—¿Patriotismo? —La voz atiplada del tercer hombre rezumaba sarcasmo.
—Al diablo con el patriotismo —musitó Forell—. ¿Creéis que me importa un átomo dividido el futuro del Segundo Imperio? ¿Creéis que pondría en peligro una sola transacción comercial para allanarle el camino? Pero, lo más importante, ¿creéis que mi negocio o el vuestro se beneficiarían de una conquista imperial? Si el Imperio se alza con la victoria, habrá aves carroñeras de sobra dispuestas a disputarse los despojos de la batalla.
—Y esos despojos seríamos nosotros —añadió secamente el cuarto hombre.
El segundo rompió su silencio de pronto y se rebulló irascible en el asiento, que crujió bajo el peso de su corpachón.
—¿Por qué hablar de eso? El Imperio no puede ganar, ¿verdad? Seldon nos asegura que al final formaremos el Segundo Imperio. Esto no es más que otra crisis. Ya ha habido otras tres antes.
—No es más que una crisis, sí —refunfuñó Forell—, pero en el caso de las dos primeras contábamos con Salvor Hardin para guiarnos, con Hober Mallow cuando se produjo la tercera. ¿A quién tenemos ahora?
Miró a los demás con expresión sombría y continuó:
—Lo más probable es que las reconfortantes reglas de la psicohistoria de Seldon en las que tanto confiamos contemplen entre sus variables al menos un ápice de iniciativa por parte de los habitantes de la Fundación. Las leyes de Seldon ayudan a quienes se ayudan a sí mismos.
—Cada hombre es hijo de su tiempo —repuso el tercero—. Ahí tienes otro proverbio.
—No se puede contar con eso, al menos no con absoluta seguridad —gruñó Forell—. Así lo veo yo. Si ésta es la cuarta crisis, Seldon la habrá previsto. Si la ha previsto, se podrá superar, y habrá alguna manera de conseguirlo.
»El Imperio es más fuerte que nosotros, cierto, siempre lo ha sido. Pero ésta es la primera vez que corremos el peligro de un ataque directo, por lo que esa superioridad da lugar a una amenaza aterradora. Por tanto, si queremos derrotarla, deberá ser una vez más mediante un método distinto de la fuerza bruta, igual que en todas las crisis anteriores. Debemos encontrar el punto débil del adversario y golpear allí.
—¿Y cuál es ese punto débil? —preguntó el cuarto hombre—. ¿Tienes intención de sugerir alguna teoría?
—No. Ahí quería llegar. Los grandes líderes de nuestro pasado siempre supieron ver y aprovechar los puntos débiles de sus rivales. Pero ahora…
Había impotencia en su voz, y por un momento nadie se atrevió a romper el silencio con sus comentarios.
—Necesitamos espías —dijo el cuarto hombre, al cabo.
Forell se volvió impetuosamente hacia él.
—¡Correcto! Sé cuándo piensa atacar el Imperio. Quizá todavía estemos a tiempo.
—Hober Mallow se adentró personalmente en los dominios imperiales —sugirió el segundo hombre.
Pero Forell negó con la cabeza.
—Nada tan directo. Ninguno de nosotros está precisamente en la flor de la vida, y la burocracia y las tareas administrativas nos han oxidado. Nos hacen falta jóvenes que estén en activo en estos momentos…
—¿Los comerciantes independientes? —inquirió el cuarto hombre.
Forell asintió con la cabeza y susurró:
—Si no es demasiado tarde.
3 La mano muerta
Bel Riose interrumpió su irritado deambular para levantar la cabeza esperanzado cuando entró su edecán.
—¿Hay noticias de la Starlet?
—Nada. El equipo de exploración ha peinado el espacio, pero los instrumentos no han detectado nada. El comandante Yune informa de que la flota está lista para lanzar inmediatamente un ataque en represalia.
El general sacudió la cabeza.
—No, por una nave patrulla no. Todavía no. Dígale que redoble… ¡Aguarde! Escribiré el mensaje. Que lo codifiquen y lo transmitan vía haz concentrado.
Redactó la nota mientras hablaba y dejó el papel en manos del oficial expectante.
—¿Ha llegado ya el siwenniano?
—Aún no.
—Bueno, procure que lo traigan aquí en cuanto aparezca.
El edecán saludó con porte marcial y se fue. Riose reanudó su deambular de fiera enjaulada.
Cuando se abrió la puerta de nuevo, era Ducem Barr quien estaba de pie en el umbral. Despacio, pisando los talones del edecán que lo guiaba, entró en la excéntrica estancia, cuyo techo era una ornamentada maqueta estereoscópica de la Galaxia, y en cuyo centro se erguía Bel Riose vestido con el uniforme de campaña.
—¡Buenos días, patricio! —El general usó un pie para empujar una silla hacia delante y despidió al edecán con un gesto y un—: Que esa puerta permanezca cerrada hasta que la abra yo.
Se plantó delante del siwenniano con las piernas separadas y los dedos de una mano cerrados en torno a la muñeca de la otra a su espalda, meciéndose lentamente, contemplativo, sobre los talones.
—Patricio —habló de improviso—, ¿eres un súbdito leal del emperador?
Barr, que había mantenido un silencio indiferente hasta entonces, arrugó el entrecejo sin comprometerse.
—No tengo motivos para simpatizar con las normas del Imperio.
—Lo que dista de convertirte automáticamente en un traidor.
—Cierto. Pero el mero hecho de no ser un traidor dista a su vez de convertirme automáticamente en un simpatizante activo.
—Así sería, en efecto, en circunstancias normales. Sin embargo, si te negaras a colaborar ahora —dijo con parsimonia Riose—, se te consideraría un traidor y serías tratado en consecuencia.
Barr frunció el ceño.
—Deja las amenazas verbales para tus subordinados. Con una simple declaración de tus necesidades y exigencias tendré más que suficiente.
Riose se sentó y cruzó las piernas.
—Barr, mantuvimos una conversación hace ya medio año.
—¿Sobre tus magos?
—En efecto. ¿Recuerdas lo que te dije que haría?
Barr asintió con la cabeza. Sus brazos descansaban inermes encima de su regazo.
—Te proponías visitarlos en sus guaridas, y has pasado fuera los últimos cuatro meses. ¿Los has encontrado?
—¿Encontrarlos? ¡Ya lo creo! —exclamó Riose, con los labios atirantados. Era como si debiera refrenarse para no rechinar los dientes—. Patricio, no son magos, sino demonios. Concebir su maldad es tan imposible como atisbar la nebulosa exterior a simple vista desde aquí. Imagina un planeta del tamaño de un pañuelo, de una uña, con unos recursos tan insignificantes, una fuerza tan despreciable y una población tan microscópica que hasta los mundos más atrasados de las cenicientas prefecturas de las estrellas oscuras nos parecerían suntuosos en comparación. Sus habitantes, sin embargo, son tan orgullosos y ambiciosos como para soñar insidiosa y metódicamente con conquistar la Galaxia.
»Están tan seguros de sí mismos que ni siquiera tienen prisa. Actúan despacio, flemáticamente, hablan de esperar siglos si es preciso. Devoran mundos a su antojo y se extienden complacientes por los sistemas, con indolencia.
»Y lo están consiguiendo. No hay nadie para frenarlos. Han instaurado una obscena comunidad de vendedores ambulantes cuyos tentáculos se enroscan en torno a aquellos sistemas tan lejanos que sus naves de juguete no osan ni siquiera intentar llegar hasta ellos. Las rutas de sus comerciantes… pues así es como se autodenominan sus agentes… se miden por pársecs.
Ducem Barr interrumpió la enardecida perorata.
—¿Hasta qué punto es fidedigna esta información, y hasta qué punto simples murmuraciones airadas?
El soldado recuperó el aliento y se sosegó.
—No me ciega la rabia. Te repito que he visitado planetas más próximos a Siwenna que a la Fundación, donde el Imperio era una leyenda remota y los comerciantes, la verdad encarnada. Llegaron incluso a confundirnos con ellos.
—¿La propia Fundación te ha dicho que aspiran a conquistar la Galaxia?
—¡Decirme! —La violencia volvió a adueñarse del discurso de Riose—. No hizo falta que me dijeran nada. Los oficiales hablaban exclusivamente de negocios, pero tuve ocasión de conversar con personas de a pie. Absorbí las ideas del pueblo llano, su «destino manifiesto», su serena aceptación del glorioso futuro que los aguarda. Es algo que no se puede ocultar, ni siquiera se molestan en disimular el optimismo generalizado que los embarga.
La impasibilidad del siwenniano dio paso a una actitud de discreta pero inconfundible satisfacción.
—Te habrás dado cuenta de que lo dicho hasta ahora parece corroborar al pie de la letra mi reconstrucción de los hechos a partir de la escasa información que he podido recabar sobre el tema.
—Gracias sin duda —replicó con sarcasmo Riose, herido en su orgullo— a tus eminentes dotes para el análisis. También puede tomarse como un atrevido y presuntuoso comentario sobre el creciente peligro que corren los dominios de Su Majestad Imperial.
Bar se encogió de hombros, despreocupado, y Riose se inclinó hacia delante de improviso para agarrar al anciano por los hombros y mirarlo fijamente a los ojos con inesperada ternura.
—Patricio —dijo—, nada de eso. No tengo intención de recurrir a la barbarie. Por lo que a mí respecta, el legado de hostilidad de Siwenna constituye un lastre odioso para el Imperio, un lastre que haría todo cuanto estuviese en mi poder por eliminar. Pero mi ámbito es el militar e interferir en asuntos civiles me resulta imposible. Supondría mi destitución y aniquilaría todas mis esperanzas de hacer algo útil. ¿Lo entiendes? Sé que lo entiendes. Entre tú y yo, así pues, demos la atrocidad de hace cuarenta años por reparada con tu venganza sobre su artífice y releguémosla al olvido. Necesito tu ayuda. No me duele reconocerlo.
Aunque la voz del joven rebosaba de desesperación, Ducem Barr sacudió la cabeza despacio en un pesaroso gesto de negativa.
—No sabes lo que haces, patricio —imploró Riose—, y dudo de mi capacidad para abrirte los ojos. No puedo discutir en tu terreno. Tú eres el erudito, no yo. Pero puedo decirte una cosa. Pienses lo que pienses del Imperio, tendrás que reconocer sus grandes méritos. Sus fuerzas armadas han cometido crímenes aislados, pero en general han luchado siempre por la paz y la civilización. Fue la armada imperial la que creó la pax imperium que gobernó toda la Galaxia durante miles de años. Compara los doce milenios de paz bajo la astronave y el sol del Imperio con los milenios de anarquía interestelar que los precedieron. Recuerda las guerras y la desolación de antaño y dime si no vale la pena preservar el Imperio, pese a todos sus defectos.
»Piensa —insistió, apasionado— en aquello a lo que ha quedado reducido el margen exterior de la Galaxia desde su reciente escisión y pregúntate si, en nombre de una venganza mezquina, estarías dispuesto a desbancar a Siwenna de su posición de provincia protegida por una armada temible y convertirlo en un mundo bárbaro dentro de una Galaxia igualmente bárbara, inmersa en su totalidad en una independencia fragmentaria, asolada por una degradación y una miseria omnipresentes.
—¿Ya hemos llegado a esos extremos… tan pronto? —murmuró el siwenniano.
—No —reconoció Riose—. Estaríamos a salvo, sin duda, incluso si nuestra esperanza de vida se cuadriplicara. Pero lucho por el Imperio, por él y por una tradición militar que sólo me incumbe a mi y no puedo transmitirte. Una tradición militar cimentada sobre la institución imperial a la que sirvo.
—Te estás dejando llevar por el fervor, y siempre me ha costado interpretar los misticismos ajenos.
—Da igual. Comprendes el peligro que supone la Fundación.
—Fui yo el que te llamó la atención sobre ese peligro antes de que partieras de Siwenna.
—Por eso debes darte cuenta de que, si no lo detenemos cuando todavía está en su fase embrionaria, quizá nunca lo consigamos. Sabes más sobre él que nadie en todo el Imperio. Seguramente sepas también cuál es la mejor manera de contrarrestarlo, y podrías prepararme para afrontar cualquier posible contramedida. Por favor, seamos amigos.
Ducem Barr se puso de pie.
—La ayuda que podría proporcionarte no significa nada —declaró con rotundidad—. Así que permíteme que te exima de ella pese a tus extenuantes demandas.
—Seré yo el que juzgue lo que significa.
—No, hablo en serio. Ni todo el poder del Imperio lograría aplastar este planeta pigmeo.
—¿Por qué no? —Un destello feroz iluminó la mirada de Bel Riose—. No, quédate donde estás. Yo te diré cuándo puedes marcharte. ¿Por qué no? Si crees que subestimo a este enemigo que he descubierto, te equivocas, patricio —declaró a regañadientes—. Perdí una nave en el viaje de regreso. No tengo pruebas que demuestren que cayó en manos de la Fundación, pero sigue en paradero desconocido y, de tratarse de un simple accidente, sin duda alguien habría encontrado su mole inerme en algún punto de la ruta que seguimos. No se trata de una pérdida irreparable… ni la décima parte de un grano de arena, pero podría significar que la Fundación ha iniciado ya las hostilidades. Este afán y este desprecio por las consecuencias sugerirían fuerzas secretas de las que no estoy al corriente. ¿Me puedes ayudar a resolver una duda específica? ¿Cuál es su potencia militar?
—No tengo ni idea.
—Pues explícate en tus propios términos. ¿Por qué dices que el Imperio no puede derrotar a este adversario insignificante?
El siwenniano volvió a sentarse y apartó la mirada de los furibundos ojos de Riose.
—Porque tengo fe en los principios de la psicohistoria —respondió con énfasis—. Es una ciencia curiosa. Alcanzó la madurez matemática gracias a un hombre, Hari Seldon, y se extinguió con él, pues nadie más desde entonces ha sido capaz de malear su complejidad. Durante aquel breve periodo, no obstante, demostró ser la herramienta más poderosa jamás inventada para el estudio de la humanidad. Sin pretender vaticinar los actos de seres individuales, formuló leyes concretas capaces de realizar análisis y extrapolaciones matemáticas con las que gobernar y predecir las acciones conjuntas de grupos de seres humanos…
—¿Y…?
—Fue psicohistoria en estado puro lo que aplicaron Seldon y su equipo de colaboradores a la creación de la Fundación. El lugar, el momento y las condiciones se alían matemática e inevitablemente con el desarrollo de un Segundo Imperio Galáctico.
La voz de Riose temblaba de indignación cuando dijo:
—¿Insinúas que esta disciplina suya predice que yo atacaría a la Fundación y perdería determinada batalla por determinada razón? ¿Insinúas que soy un robot estúpido diseñado para seguir un camino predeterminado hasta mi destrucción?
—No —respondió con brusquedad el anciano patricio—. Ya he explicado que la ciencia no tenía nada que ver con actos individuales. Lo que se ha previsto es el vasto telón de fondo sobre el que se producen dichas acciones.
—De modo que por fuerza somos prisioneros de la férrea mano de la diosa de la necesidad histórica.
—O psicohistórica —matizó Barr en voz baja.
—¿Y si ejerzo mi derecho al libre albedrío? ¿Si decido atacar el año que viene, o no atacar en absoluto? ¿Hasta qué punto es flexible esa diosa? ¿De cuántos recursos dispone?
Barr se encogió de hombros.
—Ataca ahora o no lo hagas nunca, usa una nave o toda la fuerza del Imperio, ejerce presión militar o económica, declara la guerra abiertamente o tiende emboscadas traicioneras. Ejerce tu pleno derecho al libre albedrío y haz lo que te plazca. Aun así serás derrotado.
—¿Por la mano muerta de Hari Seldon?
—Por la mano muerta de las matemáticas de la conducta humana, imposibles de detener, desviar o frenar.
Los dos se quedaron mirándose fijamente, cara a cara, hasta que el general dio un paso atrás.
—Acepto el reto —dijo, lacónico—. Será una mano muerta contra una voluntad viva.
4 El emperador