CLEÓN II, denominado comúnmente «el Grande». El último emperador importante del Primer Imperio, célebre por el renacimiento político y artístico que tuvo lugar durante su largo reinado. En los romances, sin embargo, es más conocido por su relación con Bel Riose, y para el ciudadano de a pie es sencillamente «el emperador de Riose». Convendría evitar que lo acontecido durante el último año de su mandato ensombrezca cuatro décadas de […]
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Cleón II era el amo del universo. También era la víctima de una dolorosa enfermedad no diagnosticada. Los extraños designios de la naturaleza humana conspiran para que ambas afirmaciones no sean mutuamente excluyentes, ni tan siquiera especialmente contradictorias. La historia contiene un abrumador número de precedentes.
Pero esos precedentes a Cleón II le importaban un bledo. Cavilar sobre una lista interminable de casos parecidos al suyo no iba a paliar ni un electrón su agonía. Igual de poco lo consolaba pensar que allí donde su bisabuelo había sido el regente pirata de un planeta minúsculo, él dormía en el suntuoso palacio de Ammenetik el Grande, como correspondía al heredero de una estirpe de regentes galácticos que se remontaba a las brumas del pasado. En la actualidad no le procuraba el menor solaz saber que los esfuerzos de su padre habían desinfectado los leprosos brotes de rebelión que asolaban el Imperio, restaurando así la paz y la unidad de las que gozara durante el mandato de Stannel VI y consiguiendo, por tanto, que ni una sola nube de insurgencia hubiera empañado su glorioso esplendor en los veinticinco años que duraba ya su reinado.
El emperador de la Galaxia y señor de todas las cosas gimoteó mientras reclinaba la cabeza contra el vigorizante plano de fuerza que rodeaba sus almohadas. El campo cedió con una suavidad intangible, y el placentero cosquilleo logró que Cleón se relajara ligeramente. Se sentó con dificultad y fijó la mirada, ceñudo, en las lejanas paredes de la inmensa cámara. Era una habitación poco apropiada para estar solo en ella. Demasiado grande. Todas las habitaciones eran demasiado grandes.
Pero valía más estar solo durante estos ataques incapacitantes que soportar las zalamerías de los cortesanos, su compasión obsequiosa, su tierna y condescendiente mediocridad. Era mejor estar solo que contemplar aquellas máscaras insípidas tras las que se arremolinaban tortuosas especulaciones sobre las probabilidades de su muerte y las opciones de la sucesión.
Sus pensamientos lo martirizaban. Tenía tres hijos, tres dechados de juventud, robustez, potencial y virtud. ¿A qué se dedicaban durante estos días de angustia? A esperar, sin duda. Vigilándose entre ellos, y vigilándolo a él.
Se rebulló, incómodo. Y ahora Brodrig solicitaba audiencia con él. Brodrig, de cuna humilde pero leal gracias a ser el blanco de un odio unánime y cordial que constituía lo único que tenían en común las decenas de facciones que dividían la corte.
Brodrig, el leal favorito cuya fidelidad era una necesidad, pues a menos que poseyera la nave más veloz de la Galaxia y se apresurara a montar en ella en cuanto muriera el emperador, terminaría en la cámara de atomización al día siguiente.
La enorme puerta que había al fondo de la estancia se volvió transparente cuando Cleón II oprimió un botón del brazo del majestuoso diván.
Brodrig avanzó por la alfombra carmesí y se arrodilló para besar la mano inerme del emperador.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó el secretario particular en voz baja, sin ocultar su preocupación.
—Sigo con vida —fue la exasperada respuesta del emperador—, si puede llamarse vida a dejar que cualquier sabandija capaz de leer un libro de medicina me use como dócil terreno de pruebas para sus infructuosos experimentos. Si existe algún remedio concebible, ya sea químico, físico o atómico, que no se haya probado todavía, seguro que mañana aparecerá algún estafador procedente de los confines más recónditos del reino dispuesto a ensayar con él. Y una vez más se esgrimirá algún libro recién descubierto… o falsificado, lo más probable… como argumento de autoridad.
»Por el recuerdo de mi padre —rezongó con ferocidad—, es como si ya no quedara ni un solo bípedo capaz de estudiar con sus propios ojos la enfermedad que tiene delante de las narices. Ni uno solo capaz de tomar el pulso sin un libro ajado abierto junto a él. Me aqueja un mal y lo tildan de «desconocido». ¡Cretinos! Si el cuerpo humano ha descubierto nuevas formas de torcerse a lo largo de los milenios, cabe esperar que los estudios de los antiguos no las incluyan, por lo que deberán permanecer incurables eternamente. Los antiguos deberían vivir aquí ahora, o yo tendría que haber vivido allí entonces.
El discurso del emperador concluyó con una maldición mascullada sin aliento mientras Brodrig aguardaba pacientemente.
—¿Cuántos esperan afuera? —preguntó con enfado Cleón II, inclinando la cabeza en dirección a la puerta.
—En el gran salón se ha dado cita el número de costumbre —fue la sosegada respuesta de Brodrig.
—Bueno, pues que se armen de paciencia. Tengo asuntos de estado que atender. Que lo anuncie así el capitán de la guardia. O si no, espera, olvídate de los asuntos de estado. Di que notifiquen que hoy no estoy para audiencias, y que el capitán de la guardia parezca apenado. Es posible que así se delaten los chacales escondidos entre ellos. —El emperador esbozó una fea sonrisa.
—Se rumorea, mi señor —dijo Brodrig—, que es vuestro corazón lo que os aflige.
La sonrisa del emperador se ensanchó sin perder su carácter de mueca.
—Quien se precipite a actuar en función de ese rumor lo lamentará más que yo. ¿Pero qué es lo que quieres? Terminemos de una vez.
Brodrig cambió la genuflexión por otra postura no menos sumisa para decir:
—Está relacionado con el general Bel Riose, el gobernador militar de Siwenna.
—¿Riose? —La frente de Cleón II se pobló de arrugas—. No logro ubicarlo. Espera, ¿es el mismo que envió aquel mensaje tan quijotesco hace unos meses? Sí, lo recuerdo. Solicitaba permiso para emprender una carrera de conquistas a mayor gloria del Imperio y el emperador.
—El mismo, mi señor.
El emperador soltó una carcajada seca.
—¿Te esperabas que me quedaran aún generales así, Brodrig? Qué atavismo tan curioso. ¿Cuál fue la respuesta que recibió? Creo que dejé el asunto en tus manos.
—En efecto, mi señor. Se le encomendó facilitar información adicional y no dar ningún paso que implicara acciones navales sin antes recibir órdenes expresas del Imperio.
—Hmf. Muy prudente. ¿Quién es ese Riose? ¿Ha estado alguna vez en la corte?
Brodrig asintió con la cabeza mientras sus labios componían una ligerísima mueca.
—Empezó su carrera como cadete en la guardia hace diez años. Estuvo implicado en aquel asunto frente al Cúmulo de Lemul.
—¿El Cúmulo de Lemul? Ya sabes que mi memoria no es… ¿Fue aquella vez que un joven soldado impidió que dos naves de guerra colisionaran de frente… esto… haciendo no recuerdo bien qué? —Agitó una mano con impaciencia—. Los pormenores se me escapan ahora. Sé que fue algo heroico.
—Aquel soldado era Riose. Recibió un ascenso por ello —dijo Brodrig, lacónico—, y la designación oficial de capitán de navío.
—Y ahora es el gobernador militar de un sistema fronterizo, y sigue siendo joven. ¡Un tipo capaz, Brodrig!
—Peligroso, mi señor. Vive anclado en el pasado. Es un enamorado de la antigüedad, o mejor dicho, de la antigüedad que describen las leyendas. Las personas como él son inofensivas por sí solas, pero su inexplicable desapego por la realidad las convierte en necios para los demás. —Añadió—: Sus hombres, según tengo entendido, le profesan una obediencia absoluta. Es uno de vuestros generales más populares.
—¿Es cierto eso? —comentó el emperador, pensativo—. Bueno, Brodrig, no te sulfures. No me gustaría contar únicamente con incompetentes a mi servicio. Eso tampoco sentaría un estándar de lealtad precisamente envidiable.
—Un traidor incompetente no supone ningún peligro. A las personas capaces, en cambio, no conviene perderlas de vista.
—¿Incluido tú, Brodrig? —Una mueca de dolor truncó las carcajadas de Cleón II—. Venga, déjate de sermones por el momento. ¿Qué novedades hay en lo concerniente a este joven conquistador? Supongo que no habrás venido tan sólo para regodearte en el pasado.
—Hemos recibido otro mensaje del general Riose, mi señor.
—¿Sí? ¿Y qué dice?
—Ha sondeado la tierra de estos bárbaros y aboga por una expedición exhaustiva. Los argumentos que esgrime para ello son múltiples y francamente tediosos. No vale la pena molestar con ellos a Su Majestad Imperial ahora, dada vuestra indisposición. Sobre todo porque se discutirán largo y tendido durante la próxima sesión del consejo de los lores. —Miró de soslayo al emperador.
Cleón II frunció el ceño.
—¿Los lores? ¿Es preciso plantear esta cuestión ante ellos, Brodrig? Terminarán exigiendo una reinterpretación de la carta, como siempre.
—Es inevitable, mi señor. Las cosas serían distintas si vuestro augusto padre hubiera conseguido sofocar la última rebelión sin otorgar la carta, pero ya que no fue así, tendremos que resignarnos por el momento.
—Supongo que tienes razón. Apelaremos a los lores, qué remedio. ¿Pero a qué viene tanta solemnidad, hombre? Después de todo, no tiene mayor importancia. El éxito o el fracaso de un puñado de tropas en una frontera remota distan de concernir al estado.
Una sonrisa tirante se dibujó en los labios de Brodrig, que replicó fríamente:
—Concierne exclusivamente a un romántico estúpido, pero hasta un romántico estúpido puede convertirse en un arma mortífera en manos de un rebelde pragmático. Mi señor, este hombre gozaba de popularidad aquí y goza de popularidad allí. Es joven. Si se anexa uno o dos miserables planetas bárbaros, será un conquistador. Un joven conquistador de probada habilidad para suscitar el entusiasmo de pilotos, mineros, comerciantes y demás chusma por el estilo siempre resultará peligroso. Aunque careciera de la ambición necesaria para hacer con vos lo que vuestro augusto progenitor hizo con Ricker, el usurpador, cualquiera de vuestros leales lores del dominio podría decidir emplearlo como arma.
Cleón II movió un brazo con demasiado ímpetu y se quedó paralizado de dolor. Aunque se relajó gradualmente, su sonrisa era endeble, y su voz apenas un susurro.
—Eres un súbdito valioso, Brodrig. Siempre recelas más de lo necesario, y con hacer caso de la mitad de las precauciones que me sugieres tengo más que suficiente para sentirme completamente seguro. Plantearemos la cuestión ante los lores. Escucharemos lo que tengan que decir y tomaremos las medidas oportunas. Supongo que el joven no habrá iniciado aún las hostilidades.
—Su informe no lo menciona. Pero solicita refuerzos.
—¡Refuerzos! —El emperador entornó los párpados, extrañado—. ¿De qué se componen sus tropas?
—Diez navíos de guerra, mi señor, además de un destacamento completo de naves auxiliares. Dos de las naves están equipadas con motores rescatados de la antigua gran flota, de donde procede también la batería de artillería energética con la que cuenta una de ellas. Las demás son modelos nuevos fabricados en los últimos cincuenta años, pero aun así son capaces de cumplir su cometido.
—Cualquiera diría que diez naves son más que suficientes para acometer cualquier empresa. Diablos, mi padre se alzó con sus primeras victorias contra el usurpador respaldado por mucho menos. ¿Quiénes son estos bárbaros a los que se enfrenta?
El secretario particular enarcó las cejas con altanería.
—Se refiere a ellos como «la Fundación».
—¿La Fundación? ¿Y eso qué es?
—No tenemos constancia, mi señor. He revisado minuciosamente los archivos. La zona indicada de la Galaxia se encuentra en la antigua provincia de Anacreonte, que hace dos siglos sucumbió al bandidaje, la barbarie y la anarquía. Sin embargo, en la provincia no hay ningún planeta que responda al nombre de Fundación. Sólo he encontrado una vaga referencia a un grupo de científicos enviados allí justo antes de que renunciaran a nuestra protección. Debían elaborar una enciclopedia. —Sonrió levemente—. Creo que la llamaban la Fundación de la Enciclopedia.
—Bueno —reflexionó ceñudo el emperador—, parece poco para empezar.
—No hay nada que empezar, mi señor. Jamás se recibió ninguna noticia de aquella expedición después de que la anarquía se impusiera en la zona. Si sus descendientes siguen con vida y conservan el nombre, sin duda deben de haber revertido al primitivismo.
—Y sin embargo solicita refuerzos. —El emperador lanzó una mirada furibunda a su secretario—. Esto es muy extraño, sugerir que quiere enfrentarse a unos salvajes con diez naves y pedir más antes de descargar el primer golpe. No obstante, empiezo a recordar a este Riose, era un muchacho apuesto de linaje leal. Brodrig, este asunto plantea enigmas inquietantes. Quizá sea más importante de lo que parece.
Sus dedos juguetearon ociosos con la sábana reluciente que cubría sus piernas envaradas.
—Me hace falta alguien allí —dijo—, alguien con ojos, cabeza y fidelidad. Brodrig…
El secretario inclinó dócilmente la cabeza.
—¿Y las naves, mi señor?
—Todavía no. —El emperador emitió un débil gemido mientras cambiaba de postura por etapas, con delicadeza. Levantó un dedo tembloroso—. No hasta que sepamos algo más. Convoca el consejo de los lores para dentro de una semana. Será también una buena oportunidad para aprobar gastos. Lograré al menos ese objetivo, o rodarán cabezas.
Reclinó la cabeza dolorida en el reconfortante hormigueo de la funda de fuerza de la almohada.
—Retírate ya, Brodrig, y dile al médico que entre, aunque sea el más inepto de toda esa recua.
5 Comienza la guerra
Con Siwenna como punto de partida, las fuerzas del Imperio se adentraron con cautela en la ignota oscuridad de la Periferia. Tras surcar la inmensidad que mediaba entre las estrellas errantes del filo de la Galaxia, las gigantescas naves avanzaron tanteando el extremo de la zona de influencia de la Fundación.
Los mundos aislados desde hacía dos siglos en su redescubierta barbarie volvieron a experimentar lo que se sentía cuando los nobles imperiales hollaban su suelo. En las principales ciudades se firmaron alianzas inspiradas por los cercos de artillería concentrada que las rodeaban.
Se instauraron guarniciones, cuarteles repletos de soldados cuyos uniformes lucían el emblema imperial de la astronave y el sol en los hombros. Los ancianos, al verlos, volvieron a rememorar las historias olvidadas que contaban los padres de sus abuelos de cuando el universo era más grande, rico y pacífico, y aquellas insignias presidían sobre todas las cosas.
Luego las grandes naves siguieron adelante, tejiendo una línea de bases avanzadas en torno a la Fundación. Y con cada mundo que se añadía a la red, se enviaba un informe a Bel Riose al cuartel general que había establecido en el erial rocoso de un planeta errante sin sol.
—Bueno. —Un Riose relajado dirigió una sobria sonrisa a Ducem Barr—. ¿Qué te parece, patricio?
—¿Me preguntas a mí? ¿Qué valor tiene mi opinión? No soy soldado.
Paseó la mirada con desaprobación mal disimulada por el hacinado desorden de la estancia de paredes de piedra, excavada en una caverna de aire, luz y calor artificiales que constituía la única burbuja de vida presente en la lóbrega vastedad de aquel mundo.
—Para lo que podría ayudarte —musitó—, o estaría dispuesto a ayudarte, podrías enviarme de regreso a Siwenna.
—Todavía no. Todavía no. —El general giró su silla hacia el rincón que contenía la enorme y brillante esfera transparente que contenía el mapa de la antigua prefectura imperial de Anacreonte y sus sectores adyacentes—. Luego, cuando todo esto haya terminado, podrás volver a tus libros. Y también a algo más. Me ocupare de que las propiedades de tu familia os sean devueltas a tus hijos y a ti, para siempre.
—Gracias —replicó Barr, con un deje de sarcasmo—, pero no comparto tu fe en el feliz resultado de esta operación.
Riose se rio con aspereza.
—No me vengas otra vez con profecías extrañas. Este mapa es más elocuente que todas tus teorías agoreras. —Acarició con delicadeza el invisible perfil curvado—. ¿Sabes leer un mapa de proyección radial? ¿Sí? Pues bien, echa un vistazo. Las estrellas doradas representan los territorios del Imperio. Las rojas pertenecen a la Fundación, y las rosas indican aquéllas que posiblemente se encuentren dentro de su esfera de influencia económica. Y ahora, fíjate…
Cuando la mano de Riose cubrió un botón redondeado, un grupo de rutilantes cabezas de alfiler de color blanco se tiñeron paulatinamente de azul marino. Como una copa invertida, envolvieron las motas rojas y rosas.
—Esas estrellas azules han sido ocupadas por mis fuerzas —explicó con satisfacción contenida Riose—, que continúan su avance. No han encontrado oposición en ninguna parte. Los bárbaros se muestran tranquilos. Lo más importante es que tampoco las fuerzas de la Fundación han ofrecido resistencia. Parecen dormir igual de profundamente.
—¿No estás estirando demasiado tus tropas? —preguntó Barr.
—A decir verdad —respondió Riose—, y pese a lo que pueda parecer, no. Los puntos clave que he fortificado con guarniciones son relativamente escasos, pero han sido elegidos con sumo cuidado. El resultado es que la fuerza expandida es pequeña en comparación con el grado de éxito estratégico. Las ventajas son múltiples, más de las que sabría apreciar quien no posea un profundo conocimiento de las tácticas espaciales, pero cualquiera podría darse cuenta, por ejemplo, de que puedo lanzar un ataque desde un punto dado dentro de una esfera cerrada, y cuando termine a la Fundación le resultará imposible atacar ningún flanco o la retaguardia, pues serán inexistentes con respecto a ellos.
»Esta estrategia de inclusión previa se había probado antes, sobre todo en las campañas de Loris VI, hace aproximadamente dos mil años, pero siempre de manera imperfecta, siempre con el conocimiento y los subsiguientes intentos de interferencia del adversario. Esta vez es distinto.
—¿El caso de libro de texto ideal? —La voz de Barr estaba teñida de languidez e indiferencia. Riose comenzó a impacientarse.
—¿Sigues creyendo que mis fuerzas fracasarán?
—Es inevitable.
—Date cuenta de que en toda la historia militar no se ha dado ni un solo caso en el que las fuerzas agresoras no se hayan alzado con la victoria tras completar sus maniobras de inclusión, salvo en aquellos casos en los que había una armada lo bastante fuerte como para romper el cerco desde fuera.
—Si tú lo dices.
—Y aun así te aferras a tus creencias.
—Así es.
Riose se encogió de hombros.
—Haz lo que te plazca.
Barr dejó que el enfurruñado silencio se prolongara durante unos instantes. Al cabo, preguntó:
—¿Te ha respondido el emperador?
Riose sacó un cigarrillo de una caja colgada en la pared detrás de su cabeza, se colocó la punta con filtro entre los labios y avivó la llama aspirando con cuidado.
—¿Te refieres a mi petición de refuerzos? —dijo—. Recibí la respuesta, sí, pero nada más.
—No van a enviar más naves.
—Ni una sola. Medio me lo esperaba. Francamente, patricio, no tendría que haberme dejado convencer por tus teorías para pedirlas. Arroja una falsa luz sobre mí.
—¿Sí?
—Desde luego. Las naves son un bien escaso. Las guerras civiles de los dos últimos siglos han hecho añicos más de la mitad de la gran flota, y lo que queda se encuentra en un estado deplorable. Ya sabes que las naves que fabricamos hoy en día tampoco es que valgan gran cosa. Creo que no queda nadie en toda la Galaxia capaz de diseñar un motor hiperatómico de primera.
—Lo sabía —dijo el siwenniano, con expresión pensativa e introspectiva—. Lo que no sabía era que tú lo supieras. Así que Su Majestad Imperial no puede permitirse el lujo de prescindir de ninguna nave. Eso podría haberlo predicho la psicohistoria; seguramente lo hizo, de hecho. Me parece que la victoria en el primer asalto es para la mano muerta de Hari Seldon.
—Dispongo de naves de sobra —replicó violentamente Riose—. Tu Seldon no se lleva ninguna victoria. Si la situación se complicara, tendría más naves a mi disposición. El emperador aún no está al corriente de toda la historia.
—¿No? ¿Qué es lo que no le has contado?
—Evidentemente… tus teorías. —Riose adoptó una expresión sardónica—. Con el debido respeto, tu historia es una fantasía improbable. Si el desarrollo de los acontecimientos lo justifica, si los hechos me aportan más pruebas, entonces y sólo entonces creería realmente que corremos un peligro mortal.
»Además —añadió con indiferencia—, la historia, sin el respaldo de los hechos, posee un aire de lesa majestad que dudo que agrade al emperador.
El anciano patricio sonrió.
—Te refieres a que decirle que su augusto trono está en peligro por la insubordinación de un hatajo de brutos harapientos en los confines del universo no es una advertencia digna de aprecio ni consideración. Así que no esperas nada de él.
—A menos que un enviado especial se pueda considerar algo.
—¿Por qué un enviado especial?
—Se trata de una antigua costumbre. En todas las campañas militares auspiciadas por el gobierno se encuentra presente un representante de la corona.
—¿Es cierto eso? ¿Por qué?
—Es una forma de preservar el símbolo del liderazgo imperial personal en el frente. Con el tiempo ha adquirido la función complementaria de garantizar la lealtad de los generales. Algo que no siempre se consigue.
—Creo que eso será un inconveniente, general. Me refiero a la autoridad externa.
—Sin duda —Riose se ruborizó ligeramente—, pero no queda otro remedio…
El receptor que había junto a la mano del general emitió un fulgor cálido, y con un discreto chasquido, el cilindro encajó en su ranura. Riose desenrolló el comunicado.
—¡Bien! ¡Así se hace!
Ducem Barr manifestó su curiosidad enarcando levemente una ceja.
—Sabrás que hemos capturado a uno de esos comerciantes —informó Riose—. Vivo… y con su nave intacta.
—Algo había oído.
—Pues bien, acaban de traerlo, y lo tendremos aquí de un momento a otro. Quédate sentado, patricio. Quiero que estés presente cuando lo interrogue. Por eso te pedí que vinieras hoy, en realidad. Es posible que tú sepas captar detalles que a mí se me escaparían.
La puerta emitió una señal y se abrió de par en par al contacto de la punta del zapato del general.
El hombre que apareció en el umbral era alto y barbudo, y se cubría con una chaqueta corta de plástico correoso cuya capucha yacía recogida alrededor de su cuello. Tenía las manos libres, y si era consciente de que los hombres que lo rodeaban estaban armados, no se molestaba en dar muestras de ello.
Entró con tranquilidad y miró a su alrededor con ojos calculadores. Saludó al general con un ademán desganado y una leve inclinación de cabeza.
—¿Su nombre? —preguntó secamente Riose.
—Lathan Devers. —El comerciante engarfió los pulgares en la ancha y colorida correa de su cinturón—. ¿Es usted el que manda aquí?
—¿Es usted comerciante, de la Fundación?
—Correcto. Escuche, si usted es el jefe, será mejor que les diga a sus matones a sueldo que mantengan las manos lejos de mi cargamento.
El general levantó la cabeza y miró fríamente al prisionero.
—Usted está aquí para contestar a mis preguntas, no para dar ninguna orden.
—Vale. Soy una persona razonable. Pero uno de sus muchachos ya se ha abierto un boquete de dos palmos en el pecho por meter los dedos donde no debía.
Riose miró al teniente al mando.
—¿Es cierto lo que dice este hombre? Vrank, su informe aseguraba que no se había producido ninguna baja.
—Y así era, señor —respondió con aprensión el teniente, envarado—, en aquel momento. A continuación se tomó la decisión de registrar la nave, a bordo de la cual se rumoreaba que viajaba una mujer. Lo que encontramos, señor, fue multitud de instrumentos de naturaleza desconocida, instrumentos con los que el prisionero asegura comerciar habitualmente. Uno de ellos emitió un destello al manipularlo, y el soldado que lo tenía en las manos falleció.
El general se giró hacia el comerciante.
—¿Su nave transporta explosivos atómicos?
—Por la Galaxia, no. ¿Para qué? Ese idiota agarró una perforadora atómica del revés y subió el nivel de dispersión al máximo. Se supone que eso no se debe hacer nunca. Lo mismo podría haberse puesto una pistola de neutrones en la sien. Los cinco hombres que tenía sentados en el pecho me impidieron detenerlo.
Riose hizo una señal a los guardias.
—Marchaos. Que la nave capturada se selle para evitar más intrusiones. Siéntese, Devers.
El comerciante así lo hizo, en el lugar indicado, y soportó con estoicismo el implacable escrutinio del general imperial y las intrigadas miraditas de soslayo del patricio siwenniano.
—Es usted una persona sensata, Devers —observó Riose.
—Gracias. ¿Le impresiona mi cara o es que quiere algo de mí? Permítame decirle una cosa. Tengo olfato para los negocios.
—Viene a ser lo mismo. Rindió su nave cuando podría haber decidido malgastar nuestra munición y convertirse en una nube de electrones. Podría resultar en un buen trato para usted, si insiste en esa manera de ver la vida.
—Un buen trato es lo que más ansío, jefe.
—Excelente, y lo que más ansío yo es un poco de cooperación. —Riose sonrió y, en voz baja, añadió para Ducem Barr—: Espero que «ansiar» signifique lo que creo que significa. ¿Habías escuchado alguna vez un dialecto tan burdo?
—Vale —replicó tranquilamente Devers—. Ya lo he pillado. ¿Pero a qué clase de cooperación se refiere, jefe? Si le digo la verdad, ni siquiera sé dónde estoy. —Miró a su alrededor—, ¿Qué sitio es éste, por ejemplo, y cuáles son sus intenciones?
—Ah. Se me olvidaba completar las presentaciones. Mis disculpas. —Riose estaba de buen humor—. Este caballero es Ducem Barr, patricio del Imperio. Yo soy Bel Riose, par del Imperio y general de tercera en las fuerzas armadas de Su Majestad Imperial.
La mandíbula del comerciante se desencajó.
—¿El Imperio? —acertó a articular—. Quiero decir… ¿el antiguo Imperio que estudiamos en el colegio? ¡Ja! ¡Tiene gracia! Siempre había pensado que ya no existía.
—Mire a su alrededor. Existe —repuso solemnemente Riose.
—Tendría que habérmelo imaginado. —La barba de Lathan Devers apuntó al techo—. El aparato que capturó mi bañera era una obra de arte. Ningún reino de la Periferia podría fabricar algo así. —Arrugó el entrecejo—. Entonces, ¿a qué jugamos, jefe? ¿O debería llamarlo general?
—Jugamos a la guerra.
—El Imperio contra la Fundación, ¿verdad?
—Correcto.
—¿Por qué?
—Me parece que ya conoce la respuesta.
El comerciante se lo quedó mirando fijamente y sacudió la cabeza.
Riose dejó que su interlocutor deliberara antes de insistir, sosegado:
—Estoy seguro de que ya conoce la respuesta.
—Qué calor hace aquí —musitó Lathan Devers, y se levantó para quitarse la chaqueta con capucha.
Se sentó de nuevo y estiró las piernas frente a él.
—¿Sabe? —dijo, cuando se hubo puesto cómodo—, creo que se pregunta por qué no me levanto de un salto y me pongo a repartir palos a diestro y siniestro. Podría inmovilizarlo antes de que tuviera tiempo de reaccionar si elijo bien el momento, y al viejales que está ahí sentado sin decir ni pío le resultaría prácticamente imposible detenerme.
—Pero no lo hará —replicó con confianza Riose.
—No lo haré —convino afablemente Devers—. Para empezar, supongo que su muerte no pondría fin a la guerra. Hay más generales de donde ha salido usted.
—Bien expresado.
—Además de lo cual, probablemente menos de dos segundos después de que le pusiera las manos encima me inmovilizarían y me eliminarían en un abrir y cerrar de ojos, o quizá lentamente, depende. Lo que está claro es que terminaría muerto, y no me gusta tener que contar con esa posibilidad cuando estoy haciendo planes. No sale a cuenta.
—Sabía que se podía razonar con usted.
—Aunque quisiera pedirle un favor, jefe. Me gustaría que me explicara a qué se refiere al decir que sé por qué nos están invadiendo. Le aseguro que no es así, y las adivinanzas me aburren sobremanera.
—¿Sí? ¿Le suena de algo el nombre de Hari Seldon?
—No, y le acabo de decir que no me gustan las adivinanzas.
Riose lanzó una mirada de reojo a Ducem Barr, que esbozó una sonrisita diplomática antes de recuperar su hieratismo introspectivo.
—No se haga el tonto, Devers —dijo Riose con una mueca—. Según una tradición, o una fábula, o una historia veraz, me da igual, su Fundación está destinada a instaurar el Segundo Imperio. Ha llegado a mis oídos una versión detallada de los disparates psicohistóricos de Hari Seldon, y sus planes de agresión contra el Imperio.
—¿Es cierto eso? —Devers asintió con la cabeza, contemplativo—. ¿Y quién se lo ha contado?
—¿Qué más da? —replicó con amenazadora suavidad Riose—. No está aquí para hacer preguntas. Quiero que me diga todo lo que sepa sobre la fábula de Seldon.
—Pero si se trata de una fábula…
—No tergiverse mis palabras, Devers.
—No era mi intención. Le seré sincero. Usted sabe lo mismo que yo al respecto. Son simples especulaciones, quimeras. Todos los planetas tienen sus cuentos de viejas, es inevitable. Sí, he oído hablar de cosas por el estilo: Seldon, el Segundo Imperio, etcétera. Son las historias con las que se duermen los niños por las noches. Los chavales se acurrucan en sus habitaciones con proyectores portátiles y se quedan boquiabiertos viendo historias emocionantes protagonizadas por el gran Seldon. Pero se trata de algo estrictamente ajeno al ámbito de los adultos. De los adultos con dos dedos de frente, al menos. —El comerciante meneó la cabeza.
La mirada del general imperial se ensombreció.
—¿Es cierto eso? Sus mentiras caen en saco roto, amigo. He estado en Terminus. Conozco su Fundación. La he mirado a la cara.
—¿Y me lo pregunta a mí? A mí, que hace diez años que no paso más de dos meses seguidos allí. Malgasta su tiempo conmigo. Pero si lo que quiere son fábulas, puede seguir adelante con su guerra.
—¿Tanto confía en la victoria de la Fundación? —intervino por fin Barr, con timidez.
El comerciante se giró hacia él. Se había ruborizado ligeramente, y una cicatriz antigua resaltaba blanca en una de sus sienes.
—Hm-m-m, vaya con el mudito. ¿Cómo se desprende eso de mis palabras, doc?
Riose asintió de forma casi imperceptible para Barr, y el siwenniano continuó en voz baja:
—Me consta que la posibilidad de que su planeta pierda esta guerra y sufra los crueles espolios de la derrota sería intolerable para usted. Mi mundo hubo de lamentarlo en su día, y aún lo lamenta.
Lathan Devers se atusó la barba, miró de uno a otro de sus oponentes, y soltó una risita.
—¿Se expresa siempre de esa manera, jefe? Escuche —añadió, serio de repente—, ¿qué es la derrota? He visto guerras y he visto derrotas. ¿Y qué si el vencedor asume el mando? ¿A quién le importa? ¿A mí? ¿A tipos como yo?
Sacudió la cabeza con socarronería.
—Meteos esto en la cabeza —concluyó el comerciante, vehemente—, quienes dirigen un planeta corriente y moliente son los cinco o seis peces gordos de siempre. Ellos salen perdiendo, pero eso a mí no va a quitarme el sueño. Veréis, ¿la gente? ¿El común de los mortales? Vale, algunos acaban palmándola, y los demás tendrán que pagar más impuestos durante una temporada. Pero las aguas siempre terminan volviendo a su cauce, la situación se normalizará tarde o temprano. Y entonces volvemos al punto de partida, sólo que con otros cinco o seis distintos repartiéndose el pastel.
Ducem Barr ensanchó las aletas de la nariz, los tendones de su anciana mano derecha se abultaron, pero no dijo nada.
Lathan Devers lo observaba atentamente, pendiente de su reacción.
—Mirad, me paso la vida en el espacio a cambio del puñado de cachivaches de tres al cuarto, la cerveza y las galletitas saladas que me pagan las asociaciones. Ahí fuera —apuntó por encima del hombro con el pulgar— hay tipos sentados cómodamente en sus hogares, recaudando minuto a minuto lo que yo gano en un año… esquilmándonos a mí y a otros como yo. Supongamos que ustedes dirigieran la Fundación. Seguirían necesitándonos. Nos necesitarían mil veces más que las asociaciones, porque ustedes no tienen ni idea de cómo funciona esto, y nosotros podríamos reportarles dinero contante y sonante. Firmaríamos un acuerdo más beneficioso con el Imperio. Sí, se lo aseguro, y soy un hombre de negocios. Si el cambio va a ser para bien, adelante.
Desafiante y sardónico, contempló fijamente a sus interlocutores.
El traqueteo de un cilindro al entrar en su ranura rompió el silencio al cabo de varios minutos. El general se apresuró a abrirlo, echó un somero vistazo a la pulcra caligrafía y activó la proyección de imágenes con un ademán.
—Movilícense según el plan indicando la posición de todas las naves desplegadas. Aguarden órdenes en formación defensiva y preparen todo el arsenal.
Cogió la capa. Mientras se la abrochaba sobre los hombros, susurró con voz monocorde para Barr, sin despegar los labios:
—Dejo este hombre en tus manos. Espero resultados. Estamos en guerra y no dudaré en aplicar el castigo más riguroso ante cualquier fracaso. ¡No lo olvides! —Tras saludar marcialmente a ambos, se fue.
Lathan Devers se quedó mirándolo mientras se alejaba.
—Vaya, parece que algo le ha pegado donde más duele. ¿Qué es lo que ocurre?
—Ocurre que se avecina una batalla, evidentemente —refunfuñó Barr—. Las fuerzas de la Fundación se disponen a plantar cara por primera vez. Será mejor que me acompañes.
Había soldados armados en la estancia, de porte respetuoso y semblante adusto. Devers salió de la habitación detrás del orgulloso y anciano patriarca siwenniano.
Los condujeron a otra bastante menos espaciosa y suntuosa. Contenía dos camas, una visiplaca, una ducha e instalaciones sanitarias. La recia puerta se cerró con estruendo después de que los soldados abandonaran el cuarto.
—¿Hmf? —Devers paseó una mirada desaprobatoria a su alrededor—. Esto tiene pinta de ser permanente.
—Lo es —respondió sucintamente Barr. El viejo siwenniano volvió la espalda al comerciante, que preguntó con irritación:
—¿A qué juegas, doc?
—Esto no es ningún juego. Debo custodiarte, eso es todo.
El comerciante se puso de pie y avanzó hacia el anciano. Su corpachón se irguió sobre el patricio, que permaneció inmóvil.
—¿Sí? Estás encerrado conmigo en esta celda, y cuando nos trajeron, las pistolas te apuntaban tanto como a mí. Escucha, he visto cómo te enfurecías al escuchar mis teorías sobre la guerra y la paz.
Aguardó una respuesta, sin éxito.
—De acuerdo, deja que te pregunte una cosa. Has dicho que tu país fue arrasado una vez. ¿Por quién? ¿Por habitantes de los cometas de las nebulosas exteriores?
Barr levantó la cabeza.
—Por el Imperio.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿qué haces aquí?
Barr perseveró en su elocuente silencio.
El comerciante proyectó el labio inferior hacia fuera y sacudió lentamente la cabeza. Se quitó el brazalete de eslabones planos que le ceñía la muñeca derecha y lo sostuvo en alto.
—¿Qué crees que es esto? —Lucía el mismo adorno en la zurda.
El siwenniano cogió el brazalete. Siguiendo las indicaciones del comerciante, se lo puso con ademanes pausados. El curioso cosquilleo que le recorrió la muñeca no tardó en desvanecerse.
La voz de Devers cambió de inmediato.
—Bueno, doc, ya puedes respirar tranquilo. Habla con toda normalidad. Si hay micrófonos en la sala, no captarán nada. Lo que ves ahí es un genuino distorsionador de campo diseñado por Mallow. Los venden a veinticinco créditos en todos los planetas desde aquí hasta el borde exterior. A ti te saldrá gratis. Procura mover los labios lo menos posible y mantén la calma. Hay que cogerle el tranquillo.
El agotamiento se apoderó de Ducem Barr de repente. Un brillo apremiante iluminaba la penetrante mirada del comerciante. No se sentía a la altura de sus exigencias.
—¿Qué quieres? —preguntó Barr, deslizando las palabras entre los labios inmóviles.
—Ya te lo he dicho. Sermoneas como lo que aquí llamamos un patriota. Sin embargo, aunque el Imperio arrasó tu planeta, aquí estás, siguiéndole el juego a un gallardo general imperial. Es absurdo, ¿no te parece?
—He cumplido mi cometido —replicó Barr—. Un virrey conquistador imperial ha muerto gracias a mi.
—¿Es verdad eso? ¿Recientemente?
—Hace cuarenta años.
—¡Hace… cuarenta… años! —Aquella fecha parecía decirle algo al comerciante, que arrugó el entrecejo—. Eso es mucho tiempo para vivir de los recuerdos. ¿El pipiolo disfrazado de general está al corriente de esto?
Barr asintió con la cabeza.
Los ojos de Devers se ensombrecieron mientras reflexionaba.
—¿Quieres que gane el Imperio?
El anciano patricio siwenniano sucumbió entonces a un violento ataque de rabia.
—¡Que el Imperio y todas sus obras perezcan en una catástrofe universal! Eso es por lo que reza Siwenna a diario. Una vez tuve hermanos, una hermana, un padre. Pero ahora tengo hijos, y nietos. El general sabe dónde encontrarlos.
Devers esperó a que Barr continuara, lo que hizo con un susurro:
—Pero eso no me detendría si los posibles resultados merecieran la pena. Sabrían morir con dignidad.
—Así que en su día terminaste con la vida de un virrey, ¿eh? —musitó el comerciante—. Sabes, reconozco un par de detalles. Una vez tuvimos un alcalde que se llamaba Mallow. Visitó Siwenna… tu mundo, ¿verdad? Y conoció a un hombre que respondía al nombre de Barr.
Ducem Barr observó fijamente a su interlocutor, con suspicacia.
—¿Qué más sabes?
—Lo mismo que cualquier otro comerciante de la Fundación. Es posible que seas un viejo avispado al que han plantado aquí para congraciarse conmigo. Como es lógico, te obligan a caminar a punta de pistola, odias al Imperio y nada te gustaría más que verlo hecho añicos. El siguiente paso es que yo simpatice contigo y te cuente todo lo que sé, y el general daría saltos de alegría. Puedes esperar sentado, doc.
»Por otra parte, no me importaría que me demostraras que eres el hijo de Onum Barr, de Siwenna, el sexto más joven y el único que escapó de la masacre.
Con dedos temblorosos, Ducem Barr abrió una cajita metálica guardada en una estantería. El objeto que sacó de ella tintineó con delicadeza cuando lo dejó en manos del comerciante.
—Echa un vistazo a eso —dijo.
Devers se quedó mirando fijamente el abultado eslabón central de la cadena que sostenía ante sus ojos. Musitó una maldición.
—Si esto no es el monograma de Mallow, yo soy un novato que no ha surcado jamás el espacio. El diseño tiene por lo menos cincuenta años de antigüedad.
Levantó la cabeza y sonrió.
—Chócala, doc —dijo, extendiendo una de sus fuertes manazas—. Un escudo atómico individual es toda la prueba que necesitaba.
6 El favorito
Las diminutas naves surgieron de las profundidades del vacío y se zambulleron en el seno de la armada como una lluvia de flechas. Con los cañones enmudecidos, sin emitir ni un solo chorro de energía, zigzaguearon entre las naves aglomeradas, aceleraron y las dejaron atrás, mientras los colosos imperiales emprendían la persecución como bestias tambaleantes. Dos fogonazos insonoros perforaron el espacio cuando dos de los insolentes mosquitos se consumieron en sendas explosiones atómicas, y los demás se desbandaron.
Las grandes naves reanudaron su tarea original tras efectuar un somero rastreo, y mundo por mundo, la inmensa red del cerco continuó tejiéndose.
Brodrig lucía el majestuoso uniforme con el mismo esmero que denotaba su confección. Con expresión ceñuda, paseaba sin prisa por los jardines del recóndito planeta Wanda, convertido ahora en cuartel general provisional del Imperio.
Lo acompañaba Bel Riose, con el cuello del uniforme de campaña abierto; la monotonía de tonos oscuros le confería un aspecto luctuoso.
Riose indicó un estilizado banco de color negro emplazado a la sombra de un fragrante helecho arbóreo que ofrecía sus grandes hojas espatuladas al refulgente sol blanco.
—Fíjese en eso, señor. Una reliquia del Imperio. Los bancos ornamentados, pensados para las parejas de enamorados, perduran, estables y útiles, mientras las fábricas y los palacios sucumben a la decrepitud y el olvido.
Se sentó mientras el secretario particular de Cleón II permanecía en pie ante él y recortaba las hojas sobre su cabeza con precisas estocadas de su bastón de marfil.
Riose cruzó las piernas y ofreció un cigarrillo a su acompañante. Jugueteó con el suyo mientras decía:
—Es lo que cabría esperar de la ilustre sabiduría de Su Majestad Imperial, enviar un observador tan competente como usted. Temía que la presión de asuntos más acuciantes relegara a las sombras una modesta campaña en la Periferia.
—El emperador tiene ojos en todas partes —replicó mecánicamente Brodrig—. No subestimamos la importancia de la campaña. Sin embargo, se diría que está poniéndose demasiado énfasis en su dificultad. Cuesta creer que esas pequeñas naves constituyan un obstáculo tan insalvable como para obligarnos a realizar la intrincada maniobra preliminar de un cerco.
Riose se ruborizó, pero mantuvo la compostura.
—No puedo arriesgar las vidas de mis hombres, ya de por sí escasos, ni la integridad de mis naves, irremplazables, lanzando un ataque precipitado. La consolidación del cerco reducirá nuestras bajas cuando se produzca la batalla definitiva, por encarnizada que sea. Ya me tomé ayer la libertad de explicar las razones militares para ello.
—Bueno, es cierto que no soy soldado. En este caso, me asegura que lo que a todas luces parece correcto en realidad no lo es. Lo dejaremos pasar. Sin embargo, su cautela va mucho más allá. En su segundo comunicado, solicitó usted refuerzos. Refuerzos contra un adversario pobre, pequeño y embrutecido con el que, por aquel entonces, todavía no había librado ninguna escaramuza. Dadas las circunstancias, requerir más fuerzas indicaría ineptitud o algo peor, si no fuera porque su historial contiene pruebas suficientes de aplomo e imaginación.
—Gracias —dijo fríamente el general—, pero le recuerdo que el aplomo y la temeridad son cosas distintas. Se pueden subir las apuestas cuando uno conoce a su adversario y es capaz de calcular los riesgos, siquiera de forma aproximada, pero enfrentarse a un enemigo desconocido desvirtúa el significado del valor. Por esa regla de tres, debería extrañarnos que alguien capaz de disputar una carrera de obstáculos sin ningún contratiempo durante el día tropiece con los muebles de su habitación por la noche.
Brodrig agitó los dedos, restando importancia a las palabras de su interlocutor.
—Una explicación melodramática, pero insatisfactoria. Usted ha visto ese mundo bárbaro con sus propios ojos. Cuenta además con ese prisionero al que mima tanto, ese comerciante. Parece que los dos han hecho buenas migas.