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COMERCIANTES: […] adelantándose constantemente a la hegemonía política de la Fundación se encontraban los comerciantes, quienes tendían sus tenues puentes sobre las inmensas distancias de la Periferia. Podían pasar meses o incluso años entre un aterrizaje y otro en Terminus; sus naves a menudo no eran más que una colección de parches improvisados y reparaciones caseras; su honestidad no era de las más encomiables; su aplomo […]
A pesar de todo forjaron un imperio más firme que el despotismo pseudorreligioso de los Cuatro Reinos […]
Son innumerables las historias que hablan de estas gigantescas figuras solitarias que, medio en serio, medio en broma, habían adoptado como lema uno de los epigramas de Salvor Hardin: «Nunca permitas que los escrúpulos te impidan hacer lo correcto». Ahora es difícil distinguir las anécdotas reales de las apócrifas. Lo más probable es que todas hayan sufrido algún tipo de exageración […]
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Limmar Ponyets estaba cubierto de espuma de pies a cabeza cuando la llamada llegó a su receptor, lo que demuestra que la antigua perogrullada sobre los telemensajes y la ducha sigue siendo válida incluso en los lóbregos e inhóspitos confines de la Periferia galáctica.
Por suerte para él, la pequeñez de aquellas zonas de una nave comercial que no se dedican a almacenar mercancías diversas es extraordinaria. Tanto que la ducha, agua caliente incluida, está instalada en un cubículo de medio metro por uno, a tres metros de los paneles de control. El cascabeleo del receptor llegaba con nitidez a los oídos de Ponyets.
Salió chorreando y mascullando una maldición para ajustar la señal, y tres horas más tarde, después de que una segunda nave mercante se hubiera colocado al costado, un joven risueño cruzó el túnel presurizado tendido entre los dos cargueros espaciales.
Ponyets empujó la mejor de sus sillas en dirección al recién llegado y se instaló en un sillón de piloto giratorio.
—¿Qué hacías, Gorm? —preguntó con gesto fúnebre—. ¿No llevarás siguiéndome desde que salimos de la Fundación?
Les Gorm sacó un cigarrillo y sacudió categóricamente la cabeza.
—¿Yo? No te hagas ilusiones. Sólo soy el pobre diablo que tuvo la mala suerte de aterrizar en Glyptal IV un día después de que pasara el correo, así que me encargaron que te diera esto.
Una diminuta esfera resplandeciente cambió de manos, y Gorm añadió:
—Es confidencial. Supersecreto. No se puede confiar al subéter ni nada. O eso deduzco, al menos. En cualquier caso, se trata de una cápsula personal que sólo se abrirá para ti.
Ponyets contempló la cápsula con aversión.
—Ya lo veo. Sería la primera vez que una de éstas contiene buenas noticias.
La esfera se abrió en su mano y dejó que se desenrollara una película rígida y transparente, muy fina. Leyó el mensaje por encima, pues cuando terminó de salir la cinta, la punta se veía ya arrugada y parduzca. En cuestión de noventa segundos se había ennegrecido por completo y disuelto molécula a molécula.
—¡Por la Galaxia! —refunfuñó con voz ronca Ponyets.
—¿Puedo echar una mano? —preguntó diplomáticamente Les Gorm—. ¿O es demasiado secreto?
—Puesto que perteneces al gremio, te lo puedo decir. Reclaman mi presencia en Askone.
—¿En ese sitio? ¿Y eso?
—Han encarcelado a un comerciante. Pero no se lo cuentes a nadie.
El semblante de Gorm se ensombreció de rabia.
—¡Encarcelado! Eso atenta contra la convención.
—Interferir con la política local también.
—¡Ah! ¿Así que se le acusa de eso? —Gorm se quedó pensativo—. ¿Quién es el comerciante? ¿Lo conozco?
—No —respondió secamente Ponyets; Gorm encajó la indirecta y se abstuvo de hacer más preguntas.
Ponyets se levantó y se asomó a la visiplaca, ceñudo. Con la mirada fija en la nebulosa lenticular que era el cuerpo de la Galaxia, masculló una serie de pintorescas imprecaciones antes de exclamar:
—¡Condenado enredo! No cumplo con el cupo ni a tiros.
En la cabeza de Gorm se encendió una bombilla.
—Oye, amigo, pero si Askone es un área restringida.
—Correcto. Allí dentro es imposible vender ni un abrecartas. Ni siquiera hay mercado para los aparatos atómicos. Con mi cupo por los suelos, es el último destino que elegiría.
—¿No te puedes escaquear?
Ponyets sacudió la cabeza, distraído.
—Conozco al tipo implicado. No puedo darle la espalda a un amigo. ¿Qué se le va a hacer? Estoy en manos del espíritu galáctico y camino gustoso en la dirección que me indica.
—¿Eh? —dijo Gorm, confundido.
Ponyets lo miró y soltó una risita.
—Se me olvidaba. No has leído el Libro del espíritu, ¿verdad?
—Ni siquiera me suena ese título —fue la seca respuesta de Gorm.
—Bueno, te sonaría si tuvieras algo de formación religiosa.
—¿Formación religiosa? ¿Como la de los sacerdotes? —La perplejidad se cinceló en los rasgos de Gorm.
—Eso me temo. Es mi más oscuro secreto y pesar. Sin embargo, los reverendos padres no pudieron conmigo. Me expulsaron por motivos que bastaron para procurarme una educación laica en la Fundación. Bueno, mira, será mejor que me prepare. ¿Qué tal llevas el cupo este año?
Gorm aplastó la colilla del cigarrillo y se ajustó la gorra.
—Mi último cargamento ya está en marcha. Lo conseguiré.
—Qué suerte —dijo con voz fúnebre Ponyets. Se quedó sentado, contemplativo, durante varios minutos después de la marcha de Les Gorm.
De modo que Eskel Gorov estaba en Askone… ¡y entre rejas, además!
Eso era malo. Mucho peor de lo que podría parecer a primera vista, de hecho. Una cosa era contarle una versión descafeinada del asunto a un joven curioso para disuadirlo de hacer más preguntas, y otra muy distinta afrontar a la verdad.
Pues Limmar Ponyets era una de las pocas personas que sabía que Eskel Gorov no era el maestro comerciante que afirmaba ser, sino algo completamente distinto: un agente de la Fundación.
2
Ya habían pasado dos semanas. Dos semanas desperdiciadas.
Una semana para llegar a Askone, en cuya frontera convergió sobre él un enjambre de suspicaces y veloces naves de guerra. Cualquiera que fuese su sistema de detección, funcionaba… y a las mil maravillas.
Le mostraron el camino despacio, sin emitir ninguna señal, manteniendo fríamente la distancia y conduciéndolo sin miramientos hacia el sol central de Askone.
Ponyets podría haberse encargado de ellas en un abrir y cerrar de ojos. Esas naves eran reliquias del Imperio Galáctico, ya muerto y enterrado, pero se trataba de cruceros de recreo, no de acorazados; y sin armas atómicas, quedaban reducidas a simples elipsoides tan pintorescas como inofensivas. Pero Eskel Gorov obraba en su poder y era un rehén que no podían permitirse el lujo de perder. Los askonianos debían de saberlo.
Después, otra semana; una semana más para abrirse paso lentamente a través de la miríada de funcionarios de segunda que mediaban entre el gran maestro y el mundo exterior. Había que apaciguar y agasajar hasta al último subsecretario, por insignificante que fuera. Hasta el último de ellos exigía unas concienzudas y nauseabundas dotes de persuasión antes de estampar la churrigueresca firma que allanaba el camino hasta el siguiente funcionario en el escalafón.
Por primera vez, Ponyets descubrió que sus documentos de identificación no servían de nada.
Ahora, por fin, el gran maestro estaba al otro lado de una puerta dorada flanqueada por dos guardias… y habían pasado dos semanas.
Gorov seguía estando encerrado y la mercancía de Ponyets se pudría sin sentido en las bodegas de su nave.
El gran maestro era un tipo bajito, calvo y con la cara muy arrugada cuyo cuerpo parecía ser incapaz de moverse por el peso del enorme y lustroso collar que le ceñía el cuello.
Sus dedos se movieron a los costados, y la columna de hombres armados retrocedió para formar un pasillo por el que Ponyets avanzó con paso firme hasta el pie del trono.
—No digas nada —ordenó el gran maestro, y Ponyets se apresuró a apretar los labios que había empezado a entreabrir—. Así está mejor. —El regente askoniano se relajó visiblemente—. No soporto la palabrería sin sentido. No puedes amenazarme y soy inmune a las zalamerías. Tampoco las protestas agraviadas tienen cabida. He perdido la cuenta de las veces que hemos advertido a los nómadas como tú de que vuestros endiablados cachivaches no son bien recibidos en Askone.
—Señor —musitó Ponyets—, no pretendo justificar al comerciante en cuestión. No tenemos por costumbre metemos donde no nos llaman. Pero la Galaxia es grande, y no sería la primera vez que se traspasa una demarcación involuntariamente. Ha sido un error deplorable.
—Deplorable, sin duda —replicó con voz chillona el gran maestro—. ¿Pero un error? Sus colegas de Glyptal IV no han dejado de bombardearme con peticiones de negociación desde dos horas después de que apresáramos al miserable sacrílego. Me habían advertido de tu llegada mil veces. Presiento que se trata de un intento de rescate bien organizado. El nivel de premeditación me parece excesivo para que pueda hablarse de errores, deplorables o no.
Los ojos negros del askoniano destilaban resentimiento. Sin esperar respuesta, continuó:
—Además, a los comerciantes os gusta revolotear de planeta en planeta como mariposas desquiciadas, ¿pero estáis tan ciegos como para aterrizar en el planeta más grande de Askone, en el centro del sistema, y considerarlo una confusión fronteriza involuntaria? Por favor, no me lo creo.
Ponyets hizo una mueca para sus adentros y respondió, infatigable:
—Si el intento de comercio fue intencionado, venerable, se trata de una acción irreflexiva que contraviene las normas más estrictas de nuestro gremio.
—Irreflexiva, si —lo atajó el askoniano—. Tanto que tu camarada podría pagarlo con la vida.
Ponyets sintió cómo se le formaba un nudo en el estómago. En las palabras del gran maestro no se apreciaba ni rastro de indecisión.
—La muerte, venerable, es un fenómeno tan absoluto e irrevocable que sin duda tendría que haber alguna alternativa.
La velada respuesta se produjo tras unos instantes de silencio.
—Tengo entendido que la Fundación es rica.
—¿Rica? En efecto, pero es nuestra riqueza lo que os negáis a aceptar. Nuestros instrumentos atómicos valen…
—Vuestros instrumentos no tienen el menor valor porque carecen de la bendición ancestral. Vuestras mercancías son blasfemas y están malditas al hallarse bajo el edicto ancestral. —Entonó las frases como si estuviera recitando una fórmula.
El gran maestro entornó los párpados y añadió con malicia:
—¿No tenéis nada de valor?
El significado de aquella pregunta era un misterio para el comerciante.
—No lo entiendo. ¿Qué queréis?
El askoniano extendió las manos.
—Me pides que intercambiemos posiciones y que sea yo el que te explique a ti qué es lo que quiero. Nada de eso. Tu colega debe recibir el castigo que estipula el código askoniano para el sacrilegio. Muerte por gas. Somos un pueblo justo. El campesino más humilde, en el mismo caso, no sufriría más. Yo mismo no sufriría menos.
—Venerable —tartamudeó sin poder evitarlo Ponyets—, ¿se me permitiría hablar con el prisionero?
—La ley askoniana —fue la implacable respuesta del gran maestro— no contempla el diálogo con los condenados.
Ponyets contuvo la respiración mentalmente.
—Venerable, os pido que os apiadéis del alma de un pobre hombre cuyo cuerpo está prisionero. Desde que su vida está en peligro, no ha gozado de consuelo espiritual, y ahora se enfrenta a la posibilidad de viajar sin preparación al seno del espíritu que lo gobierna todo.
—¿Eres administrador de almas?
Ponyets inclinó humildemente la cabeza.
—He recibido esa formación. En la desierta enormidad del espacio, los nómadas necesitan personas como yo que cuiden de la faceta espiritual de una vida tan entregada al comercio y los bienes materiales.
El regente askoniano se chupó el labio inferior, pensativo.
—Todo el mundo debería preparar su alma antes de reunirse con los espíritus ancestrales. Sin embargo, jamás hubiera pensado que los comerciantes también pudiesen tener fe.
3
Eskel Gorov se revolvió en el diván y abrió un ojo cuando Limmar Ponyets cruzó la puerta blindada, que se cerró de golpe a su espalda.
—¡Ponyets! —farfulló Gorov mientras se ponía de pie—. ¿Te han enviado a ti?
—Pura casualidad —dijo Ponyets, con sarcasmo—, o mi demonio personal en acción. Punto uno, te metes en líos con Askone. Punto dos, mi ruta de negocios, de la que la junta de comercio tenía constancia, me sitúa a menos de cincuenta pársecs del sistema justo cuando se produce el punto uno. Punto tres, hemos trabajado juntos antes y la junta lo sabe. ¿No te parece que es una conjunción de factores tan asombrosa como oportuna? El problema se resuelve prácticamente solo.
—Cuidado —lo previno secamente Gorov—. Nos estarán escuchando. ¿Llevas encima un distorsionador de campo?
Se tranquilizó cuando su visitante señaló el brazalete con adornos que le ceñía la muñeca.
Al mirar a su alrededor, Ponyets comprobó que la celda, además de ser austera pero espaciosa, estaba bien iluminada y libre de malos olores.
—No está mal —observó—. Te tienen en palmitas.
Gorov hizo como si no lo hubiera oído.
—Dime, ¿cómo has conseguido que te dejen bajar aquí? Llevo casi dos semanas en riguroso aislamiento.
—Desde mi llegada, ¿eh? Bueno, por lo visto, el pajarraco que manda aquí también tiene sus defectos. Siente debilidad por los sermones, así que me la jugué y dio resultado. Estoy aquí en calidad de consejero espiritual. Los santurrones como él tienen algo en común. Te rebanarán el pescuezo sin pestañear si las circunstancias lo requieren, pero vacilarán antes de poner en peligro la salud de un alma inmaterial, por problemática que sea. Psicología empírica, ni más ni menos. Un comerciante debe saber de todo un poco.
Gorov esbozó una sonrisa sarcástica.
—Aparte de que estudiaste en un colegio religioso. Me caes bien, Ponyets. Me alegra que te hayan mandado a ti. Pero mi alma no es lo único que le interesa al gran maestro. ¿No ha mencionado ningún rescate?
El comerciante entrecerró los ojos.
—Lo sugirió… apenas. También amenazó con gasearte. Decidí ir sobre seguro y evité enzarzarme en esa discusión, presentía que podía tratarse de una trampa. De modo que es un caso de extorsión, ¿no? ¿Y qué es lo que quiere?
—Oro.
—¡Oro! —Ponyets frunció el ceño—. ¿El metal propiamente dicho? ¿Para qué?
—Es su moneda de cambio.
—¿En serio? ¿Y de dónde quieren que saque yo el oro?
—De donde puedas. Escucha con atención, esto es importante. Mientras el olor del oro llegue hasta la nariz del gran maestro, estaré a salvo. Prométeselo, todo lo que pida. Luego vuelve a la Fundación, si hace falta, para conseguirlo. Cuando me liberen, nos escoltarán fuera del sistema y nos separaremos.
Ponyets se lo quedó mirando fijamente, con desaprobación.
—Después regresarás y lo intentarás otra vez.
—Vender instrumentos atómicos en Askone es mi misión.
—Te detendrán antes de que hayas recorrido un solo pársec. Supongo que eso ya lo sabes.
—Pues no —replicó Gorov—, y aunque lo supiera, no cambiaría nada.
—A la segunda te matarán.
Gorov se encogió de hombros.
—Si debo negociar de nuevo con el gran maestro —dijo Ponyets en voz baja—, quiero que me lo cuentes todo. Hasta ahora he estado dando palos de ciego. Al venerable casi le da un ataque con mis comentarios, y eso que intenté ser comedido.
—Es muy sencillo —empezó Gorov—. La única manera de aumentar la seguridad de la Fundación aquí en la Periferia consiste en formar un imperio comercial controlado por la religión. Todavía somos demasiado débiles como para asumir el control político por la fuerza. Bastante trabajo nos cuesta ya mantener los Cuatro Reinos.
Ponyets asintió con la cabeza.
—Lo comprendo. Y un sistema que no acepte instrumentos atómicos jamás podrá someterse a nuestro control religioso…
—Lo que lo convierte en un posible foco de independencia y hostilidad. En efecto.
—Bien —dijo Ponyets—, eso en teoría. ¿Pero qué es exactamente lo que impide las ventas? ¿La religión? Así pareció darlo a entender el gran maestro.
—Se trata de una forma de culto ancestral. Sus tradiciones hablan de un pasado nefasto del que fueron rescatados por los sencillos y virtuosos héroes de generaciones anteriores. En realidad se reduce a una simple distorsión del periodo anárquico de hace un siglo, cuando las tropas imperiales fueron expulsadas y se creó un gobierno independiente. Los avances científicos en general y la energía atómica en particular se identifican desde entonces con el antiguo régimen imperial que tanto horror les suscita.
—¿Es eso cierto? Pero si sus naves me detectaron tranquilamente a dos pársecs de distancia. A mí eso me huele a tecnología nuclear.
Gorov se encogió de hombros.
—Esas naves son reliquias del Imperio, sin duda, probablemente dotadas de motores atómicos. Lo que tienen, lo conservan. La cuestión es que se resisten a innovar y su economía interna es categóricamente antiatómica. Eso es lo que debemos cambiar.
—¿Cómo te proponías lograrlo?
—Practicando una mella en su resistencia. En otras palabras, si consiguiera vender una navaja de hoja de campo de fuerza a algún noble, le interesaría propugnar leyes que le permitieran usarla. Sé que dicho así suena un poco ingenuo, pero la idea se sostiene desde el punto de vista de la psicología. Realizar ventas estratégicas en puntos igualmente estratégicos equivaldría a formar una facción pro atómica en la corte.
—¿Y esa misión te la encomendaron a ti, mientras que a mí sólo me piden que pague tu rescate y me vaya para que tú puedas seguir intentándolo? ¿No te parece que debería ser al revés?
—¿En qué sentido? —preguntó Gorov, con suspicacia.
—Mira —se exasperó de improviso Ponyets—, tú eres diplomático, no comerciante, por mucho que te hagas llamar así. Este caso es para alguien cuyo negocio sean las ventas… y aquí me tienes a mí, con una bodega repleta de mercancías que empiezan a oler a rancio y un cupo que, si nada lo remedia, no se cumplirá jamás.
—¿Insinúas que estarías dispuesto a jugarte la vida por algo que no sea tu negocio? —replicó con una sonrisita Gorov.
—¿Te refieres a que se trata de una cuestión de patriotismo y los comerciantes brillamos por nuestra falta del mismo?
—Ni más ni menos. Como ocurre con todos los pioneros.
—Vale. Lo reconozco. No voy por ahí recorriendo el espacio de un lado a otro con la intención de salvar la Fundación ni nada por el estilo. Pero ganar dinero sí es uno de mis objetivos, y ésta es mi oportunidad. Si la Fundación sale beneficiada al mismo tiempo, mejor que mejor. Además, me he jugado la vida en apuestas más arriesgadas.
Ponyets se puso de pie y Gorov lo imitó.
—¿Qué te propones?
El comerciante sonrió.
—Gorov, no tengo ni idea… todavía. Pero si el fondo de la cuestión es realizar una venta, soy la persona adecuada. No me gusta alardear, pero una cosa es cierta: nunca he terminado por debajo del cupo.
La puerta de la celda se abrió casi instantáneamente cuando llamó con los nudillos, y dos guardias lo flanquearon.
4
—¡Un espectáculo! —exclamó con expresión torva el gran maestro. Se arrebujó en sus pieles, y una mano huesuda asió la porra de hierro que le servía de báculo.
—Y oro, venerable.
—Y oro —repitió distraídamente el gran maestro.
Ponyets dejó la caja encima de la mesa y la abrió con toda la confianza que era capaz de fingir. Se sentía solo frente a una hostilidad omnipresente; la misma sensación que lo había acompañado durante su primer año en el espacio. Un semicírculo de consejeros barbudos lo taladraba con la mirada. Entre ellos se contaba Pherl, el enjuto favorito del gran maestro, sentado junto a éste con envarada belicosidad. Ponyets lo había clasificado inmediatamente de potencial enemigo la primera vez que se encontró con él y, por consiguiente, era también una víctima en potencia.
Un pequeño ejército aguardaba el resultado de la reunión fuera de la sala. A todos los efectos, Ponyets estaba aislado de su nave; la única arma a su disposición era el intento de soborno; y Gorov seguía siendo un rehén.
Realizó los últimos ajustes en la aparatosa monstruosidad que le había costado una semana de ardides, y volvió a rezar para que el cuarzo revestido de plomo resistiera la tensión.
—¿Qué es eso? —quiso saber el gran maestro.
—Esto —explicó Ponyets, retrocediendo un paso— es un artilugio de mi invención.
—Eso salta a la vista, pero no es la información que pedía. ¿Se trata de una de esas abominaciones de la magia negra de tu mundo?
—Su naturaleza es atómica —reconoció con expresión grave Ponyets—, pero no hace falta que ninguno de ustedes lo toque ni interactúe con él de ninguna manera. Es sólo para mi uso, y si contiene alguna abominación, su inmundicia recaerá exclusivamente sobre mí.
El gran maestro, que había levantado el bastón de hierro contra la máquina en un gesto amenazador, empezó a silabear rápidamente, murmurando una invocación purificadora.
El cadavérico consejero situado a su diestra se inclinó hacia él, arrimando el lacio bigote rojo al oído del gran maestro. El vetusto askoniano se zafó de él con un ademán petulante.
—¿Y cuál es la conexión entre tu diabólico instrumento y el oro que podría salvar la vida de tu compatriota?
—Con esta máquina —empezó Ponyets mientras apoyaba delicadamente una mano en la cámara central y acariciaba sus recios costados redondeados—, puedo convertir el hierro que descartéis en oro de la mejor calidad. Se trata del único instrumento conocido por la humanidad capaz de transformar el hierro en reluciente y pesado oro amarillo… Me refiero, venerable, al mismo hierro que compone el trono en el que estáis sentado y las paredes de este edificio.
Ponyets tuvo el presentimiento de que la había pifiado. Por lo general, cuando perseguía una venta, su discurso era fluido, ágil y plausible; pero ahora sus palabras traqueteaban como una carreta espacial oxidada. Sin embargo, al gran maestro le interesaba más el fondo que la forma.
—¿Y qué? ¿Transmutación? Son muchos los estafadores que afirmaban conocer el secreto. Su flagrante sacrilegio les salió caro.
—¿Tuvieron éxito?
—No. —Una sonrisita glacial se dibujó en los labios del gran maestro—. El crimen de fabricar oro conlleva su propio indulto. Es la suma del intento más el fracaso lo que resulta fatal. Ten, a ver qué puedes hacer con mi báculo. —Aporreó el suelo con él.
—Venerable, con vuestro permiso. Mi instrumento es un modelo pequeño, preparado por mí mismo, y vuestro cayado es demasiado largo.
La brillante mirada del gran maestro se paseó por su alrededor hasta encontrar lo que buscaba.
—Randel, las hebillas. Venga, hombre, recibirás el doble si hace falta.
Las hebillas recorrieron la hilera de consejeros pasando de mano en mano. El gran maestro las sopesó, pensativo.
—Toma —dijo, y las tiró al suelo.
Ponyets las recogió. Hubo de tirar con fuerza para abrir el cilindro, y parpadeó y guiñó los ojos a causa del esfuerzo mientras colocaba cuidadosamente las hebillas en la bandeja del ánodo. Más tarde sería más fácil, pero la primera vez no podía haber ningún fallo.
El transmutador de confección casera se pasó los diez minutos siguientes emitiendo una serie de estrepitosos chasquidos, mientras un tenue olor a ozono se propagaba por toda la estancia. Los askonianos retrocedieron, musitando, y Pherl se apresuró a volver a susurrar algo al oído del regente. El gran maestro, impertérrito, se mantuvo en su sitio.
Y las hebillas se convirtieron en oro.
Ponyets se las enseñó al gran maestro y murmuró:
—Venerable. —Pero el anciano titubeó antes de rechazarlas con un ademán. Su mirada se demoró sobre el transmutador—. Caballeros —anunció sin perder tiempo Ponyets—, esto es oro. Oro de ley. Si desean comprobarlo, lo pueden someter a todos los exámenes físicos y químicos que se conocen. No se distingue en nada del oro formado por medios naturales. Cualquier tipo de hierro es susceptible de recibir el mismo tratamiento. El óxido no interferirá con el proceso, ni tampoco una cantidad moderada de metales de aleación…
Pero la elocuencia de Ponyets sólo tenía por finalidad rellenar el silencio. Las hebillas de oro que reposaban aún en su palma extendida hablaban por sí solas.
Por fin el gran maestro extendió lentamente una mano, y el escuálido Pherl se sintió obligado a terciar:
—Venerable, el oro procede de una fuente corrupta.
A lo que Ponyets repuso:
—También del barro puede surgir una rosa, venerable. Cuando comerciáis con vuestros vecinos adquirís materiales de la más diversa índole sin preguntar de dónde provienen, si de una máquina ortodoxa bendecida por vuestros benévolos antepasados o de alguna atrocidad espacial. Fijaos en que no os ofrezco el artilugio, sino el oro.
—Venerable —insistió Pherl—, no sois responsable de los pecados de unos extranjeros que actúan sin vuestro beneplácito ni vuestro conocimiento. Pero aceptar este presunto oro pecaminosamente derivado del hierro en vuestra presencia y con vuestro consentimiento es una afrenta para las almas vivas de nuestros sacrosantos ancestros.
—El oro es oro, no obstante —caviló el gran maestro—, y se nos ofrece a cambio de la impía persona de un delincuente convicto. Pherl, eres demasiado crítico. —A pesar de sus palabras, retiró la mano.
—Sois la sabiduría encarnada, venerable —dijo Ponyets—. Pensadlo bien: entregar a un hereje no supone ninguna pérdida para vuestros antepasados, mientras que con el oro que obtendréis a cambio podréis enaltecer los altares de sus santos espíritus. Sin duda, si el oro en sí fuera diabólico, en caso de que fuese posible tal cosa, el mal perecería necesariamente en cuanto se diera un uso tan caritativo al metal.
—Por los huesos de mi abuelo —exhaló con asombrosa vehemencia el gran maestro. Una risa estridente le separó los labios—. Pherl, ¿qué te parece este joven? Su teoría es válida. Tan válida como las palabras de mis ancestros.
—Eso parece —replicó con gesto fúnebre Pherl—. Siempre y cuando dicha validez no resulte ser un instrumento del espíritu maligno.
—Os propongo una oferta aún mejor —dijo Ponyets de repente—. Quedaos en prenda con el oro. Colocadlo en los altares de vuestros antepasados a modo de ofrenda y retenedme durante treinta días. Si una vez transcurrido ese tiempo no hay muestras de disconformidad… si no ocurre ninguna desgracia… eso demostrará que la ofrenda ha sido aceptada. ¿Qué más se puede pedir?
Cuando el gran maestro se puso en pie para exhortar a los reunidos a expresar su disensión, todos los miembros del consejo se mostraron conformes con la idea. Incluso Pherl asintió secamente con la cabeza mientras rumiaba las lacias guías de su bigote.
Ponyets sonrió. Haber recibido una educación religiosa tenía sus ventajas.
5
Hubo de transcurrir otra semana antes de que consiguiera citarse con Pherl. La tensión era palpable, pero Ponyets se había acostumbrado ya a la sensación de impotencia. Había salido de los limites de la ciudad con escolta. La misma escolta que lo vigilaba en la casa de campo que Pherl tenía en las afueras. No había nada que hacer salvo resignarse y no mirar siquiera por encima del hombro.
Pherl era más alto y más joven lejos del círculo de ancianos. Sin el atuendo oficial, ni siquiera parecía uno de ellos.
—Eres un tipo muy curioso —dijo de improviso. Sus ojos, muy juntos, parecieron emitir un destello—. Llevas toda la semana, sobre todo las dos últimas horas, insinuando que necesito oro. Te esfuerzas en vano, ¿pues quién no lo necesita? ¿Por qué no das el siguiente paso?
—No se trata tan sólo de oro —replicó discretamente Ponyets—. No me refiero al metal en sí, ni tampoco a un simple par de monedas. Hablo de lo que hay más allá del oro.
—Bueno, ¿y qué puede haber más allá del oro? —lo azuzó Pherl, con una sonrisa agria en los labios—. Espero que no se trate de los prolegómenos de otra de tus torpes demostraciones.
—¿Torpes? —Ponyets frunció ligeramente el ceño.
—Sí, sin lugar a dudas. —Pherl apoyó la barbilla con delicadeza en los puños cerrados—. No te estoy criticando. Estoy seguro de que la torpeza era fingida. Si hubiera estado seguro de tus intenciones, podría haber prevenido al venerable. En tu lugar, yo hubiera producido el oro a bordo de mi nave, y a solas. Podrías haberte ahorrado el espectáculo que nos regalaste y el consiguiente antagonismo suscitado.
—Cierto —admitió Ponyets—, pero como era yo el que estaba en mi lugar, acepté ese antagonismo como el precio a pagar por concitar vuestro interés.
—¿En serio? ¿Así de fácil? —Pherl no se esforzó por disimular el desdén que rezumaban sus palabras—. Y me imagino que propusiste el periodo de purificación de treinta días para ganar tiempo con el que convertir el espectáculo en algo un poco más sustancial. ¿Pero y si el oro resulta ser impuro?
Ponyets se tomó la libertad de responder con una nota de sarcasmo a su vez:
—¿Cuando el dictamen de esa impureza depende de quienes más interés tienen en hallarla pura?
Pherl alzó la mirada y contempló al comerciante con los párpados entornados. Parecía sorprendido y complacido a la vez.
—Una respuesta sensata. Y ahora dime, ¿para qué querías verme?
—Con mucho gusto. Durante mi breve estancia aquí, he observado unas cuantas peculiaridades que deberían preocuparte tanto como me interesan a mí. Por ejemplo, eres joven… muy joven para pertenecer al consejo, e incluso provienes de una familia joven.
—¿Pretendes criticar a mi familia?
—De ninguna manera. Tus antepasados son nobles y santos, todo el mundo lo sabe. Pero hay quienes aseguran que no perteneces a ninguna de las Cinco Tribus.
Pherl se retrepó y, sin molestarse en disimular el veneno que destilaban sus palabras, respondió:
—Con el debido respeto a quienes concierna, las Cinco Tribus tienen las ingles tan marchitas como aguada la sangre. Quedan menos de cincuenta miembros de las tribus con vida.
—Sin embargo, hay quienes defienden que la nación no recibiría con agrado a ningún gran maestro que no pertenezca a ellas. Además, es inevitable que un favorito del gran maestro tan joven e inexperto se gane enemigos poderosos entre los nobles del estado… o eso dicen. El venerable se hace mayor y su protección no lo sobrevivirá cuando sea uno de tus enemigos el que interprete las palabras del espíritu.
Pherl arrugó el entrecejo.
—Para ser extranjero, tienes las orejas muy largas. Están pidiendo a gritos que alguien las recorte.
—Eso puede que se decida más tarde.
—Deja que me anticipe. —Pherl se rebulló incómodo en el asiento—. Vas a ofrecerme riqueza y poder en términos de esas diabólicas maquinitas que transportas en tu nave. ¿Acierto?
—Pongamos que sí. ¿Qué tendrías que objetar? ¿Tu concepto del bien y del mal?
Pherl sacudió la cabeza.
—En absoluto. Mira, extranjero, la opinión que tienes de nosotros es la que es debido a tu herético agnosticismo, pero no soy ningún esclavo sumiso de nuestra mitología, en contra de lo que pudiera parecer. Soy una persona educada, ante todo, y espero que racional. El grueso de nuestras costumbres religiosas, en un sentido ritualista más que ético, es para las masas.
—¿Nada que objetar, entonces? —presionó delicadamente Ponyets.
—Sólo eso. Las masas. Yo podría estar dispuesto a negociar contigo, pero tus maquinitas no sirven de nada si no se utilizan. ¿En qué me beneficiaría emplear… qué es lo que vendes… bueno, una navaja, por ejemplo, únicamente en el más riguroso y atemorizado de los secretos? Aunque tuviera la barbilla más tersa y apurada, ¿qué ganaría con eso? ¿Y cómo me libraría de la cámara de gas o del linchamiento público si alguna vez me descubrieran afeitándome con ella?
Ponyets se encogió de hombros.
—Tienes razón. Se me ocurre que la solución sería educar al pueblo en el uso de los instrumentos atómicos para su conveniencia y tu considerable provecho. Requeriría un esfuerzo titánico, no lo niego, pero la recompensa sería aún mayor. En cualquier caso, ése es tu problema, por ahora, no el mío, pues lo que ofrezco no son navajas, cuchillos ni trituradoras de basura.
—¿Entonces qué ofreces?
—Oro. Directamente. Podrías quedarte con la máquina que utilicé la semana pasada.
Pherl se envaró al tiempo que arqueaba espasmódicamente las cejas.
—¿El transmutador?
—Ni más ni menos. Tus reservas de oro equivaldrán a tus reservas de hierro. Intuyo que eso basta para satisfacer cualquier necesidad. Bastaría incluso para que uno se asegurara el puesto de gran maestro sin importarle su juventud ni sus enemigos. Y es seguro.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que la esencia de su empleo se basa en la discreción, la misma discreción que, según tus propias palabras, sería la única forma de utilizar instrumentos atómicos sin peligro. Podrías enterrar el transmutador en la mazmorra más recóndita del fortín más inexpugnable de tu hacienda más inaccesible, y seguiría proporcionándote riquezas inmediatas. Lo que compras es el oro, no la máquina, y ese oro sin marcas de fabricación es indistinguible del mineral que puede encontrarse en la naturaleza.
—¿Y quién operaría la máquina?
—Tú mismo. Cinco minutos de aprendizaje será cuanto necesites. Puedo preparar la clase cuando tú me digas.
—¿Y a cambio?
—Bueno… —Ponyets adoptó un tono más cauto—. Pido un precio elevado: así me gano la vida. Digamos, teniendo en cuenta que el valor de la máquina es incalculable, el equivalente a treinta centímetros cúbicos de oro en hierro forjado.
Pherl soltó una carcajada que consiguió que Ponyets se ruborizara.
—Te recuerdo —añadió con gesto ofendido— que puedes recuperar su valor en dos horas.
—Cierto, y dentro de una hora tú podrías desaparecer, y mi máquina se quedaría inservible en un abrir y cerrar de ojos. Necesito un aval.
—Tienes mi palabra.
—Me parece muy bien —fue la mordaz respuesta de Pherl, que hizo una reverencia—, pero tu presencia me daría aún más garantías. Tienes mi palabra de que te pagaré una semana después de que me entregues el artefacto en perfecto estado.
—Imposible.
—¿Imposible? ¿Cuando por el mero hecho de ofrecerte a venderme algo ya has incurrido en un delito que se castiga con la pena de muerte? La única alternativa es mi promesa de que entrarás en la cámara de gas mañana mismo como te opongas.
Aunque los rasgos de Ponyets no se alteraron, un destello le iluminó la mirada cuando replicó:
—Es una ventaja injusta. ¿Pondrás tu promesa por escrito, por lo menos?
—¿Y arriesgarme así a que me ejecuten también a mí? ¡No, señor! —La sonrisa de satisfacción de Pherl se ensanchó—. ¡De eso nada! Sólo uno de los dos es un necio.
—En tal caso —dijo con un hilo de voz el comerciante—, de acuerdo.
6
Gorov fue liberado al trigésimo día, sustituido por más de doscientos kilos del oro más amarillo. Con él se liberó también la abominación que era su nave, intacta y en cuarentena desde su detención.
A continuación, como sucediera ya en el viaje de entrada en el sistema askoniano, el cilindro de pequeños cohetes estilizados los acompañó en el camino de salida.
Ponyets contempló la mota de polvo tenuemente iluminada por el sol que era la nave de Gorov mientras la voz de éste llegaba hasta él nítida y atiplada por el campo de distorsión que comprimía el haz etérico.
—Pero esto no es lo que queríamos, Ponyets —estaba diciendo—. Un transmutador no será suficiente. Además, ¿de dónde lo has sacado?
—De ninguna parte —respondió pacientemente Ponyets—. Lo improvisé a partir de una cámara de irradiación de alimentos. En realidad no sirve para nada. El consumo de energía es prohibitivo a gran escala, de lo contrario la Fundación emplearía la transmutación en vez de peinar toda la Galaxia en busca de metales pesados. Es uno de los trucos habituales en el repertorio de cualquier comerciante, aunque nunca había visto uno que convirtiera el hierro en oro. La cuestión es que impresiona, y funciona… al menos temporalmente.
—Vale, pero ese truco no servirá de nada.
—Te ha sacado de un buen aprieto.
—Nada más lejos de la verdad, puesto que tendré que regresar en cuanto nos libremos de nuestra solícita escolta.
—¿Por qué?
—Tú mismo se lo explicaste a ese político tuyo. —La voz de Gorov delataba su exasperación—. Toda tu estrategia de ventas radicaba en el hecho de que el transmutador era el medio y no el fin, algo sin valor intrínseco. Decirle a Pherl que estaba comprando el oro en vez de la máquina fue un ejercicio de psicología genial, puesto que dio resultado, pero…
—¿Pero? —lo instó a seguir Ponyets, petulante.
La estridencia de la voz de Gorov se intensificó en el receptor:
—Pero nos interesa venderles una máquina que posea algún valor por si sola, algo que no les importe utilizar en público, algo que les anime a inclinarse a favor de la tecnología atómica cuando comprueben que pueden sacarle partido.
—Todo eso lo entiendo —repuso cordialmente Ponyets—. Ya me lo habías explicado una vez. Pero fíjate en las consecuencias de mi venta, ¿quieres? Mientras funcione ese transmutador, Pherl seguirá acumulando oro, y sus reservas durarán lo suficiente para comprar las próximas elecciones. El actual gran maestro no durará mucho más.
—¿Cuentas con su gratitud? —preguntó Gorov en tono glacial.
—No… con su inteligencia y con su egoísmo. El transmutador le consigue las elecciones; otros mecanismos…
—¡No! ¡No! Partes de una premisa equivocada. No atribuirá su éxito al transmutador, sino al oro de toda la vida. Eso es lo que intento explicarte.
Ponyets sonrió y adoptó una postura más cómoda. De acuerdo. Ya había provocado bastante al pobre muchacho. Gorov empezaba a desesperarse.
—No tan deprisa, Gorov —dijo el comerciante—. No he terminado. Ya hay otros artilugios en juego.
Tras un momento de silencio, Gorov preguntó, titubeante:
—¿Qué artilugios?
El gesto automático de Ponyets pasó inadvertido para su interlocutor.
—¿Ves esa escolta?
—Sí —fue la sucinta respuesta de Gorov—. Háblame de los artilugios.
—Lo haré… si me escuchas. Nos acompaña la armada personal de Pherl, un honor especial que le hace el gran maestro. Consiguió persuadirlo.
—¿Y?
—¿Y adónde crees que nos lleva? A sus yacimientos mineros en las afueras de Askone, ni más ni menos. ¡Atiende! —De pronto, el discurso de Ponyets se volvió más apasionado—. Te dije que me dedicaba a esto para ganar dinero, no para salvar mundos. De acuerdo. Vendí el transmutador a cambio de nada. Nada aparte del riesgo de la cámara de gas, y eso no cuenta a la hora de cumplir el cupo.
—Vuelve a los yacimientos, Ponyets. ¿Qué pintamos nosotros ahí?
—Vamos a cobrar nuestra recompensa. Haremos acopio de estaño, Gorov. Estaño para rellenar hasta el último centímetro cúbico de esta vieja bañera, y lo que sobre irá a parar a la tuya. Descenderé con Pherl para recogerlo, amigo, y tú me cubrirás desde arriba con todas las armas que tengas… por si acaso Pherl no es tan fiel a su palabra como asegura. Ese estaño será mi paga.
—¿Por el transmutador?
—Por todo el cargamento de instrumentos atómicos. El doble de su precio real, más una bonificación. —Encogió los hombros en un ademán casi compungido—. Reconozco que lo he timado, pero de alguna manera tenía que cumplir el cupo, ¿no?
Gorov, evidentemente perdido, musitó:
—¿Te importaría explicarte?
—¿Qué hay que explicar? Pero si está clarísimo, Gorov. Mira, el muy zorro creía que me había atrapado y dejado sin escapatoria porque su palabra valía más que la mía para el gran maestro. Se quedó con el transmutador, lo que constituye un delito castigado con la pena de muerte en Askone. Pero en cualquier momento podía decir que me había engañado movido por el más puro de los patriotismos y denunciarme por vender productos prohibidos.
—Eso era evidente.
—Cierto, pero no se trataba tan sólo de su palabra contra la mía. Verás, Pherl jamás había oído hablar de las grabadoras de microfilms, ni siquiera conocía la existencia de ese concepto.
Gorov se carcajeó de repente.
—Ahí está —dijo Ponyets—. Él llevaba las de ganar y yo había recibido la reprimenda que me merecía. Pero cuando monté el transmutador para él, con cara de perro apaleado, incorporé la grabadora al artefacto y la saqué durante la revisión al día siguiente. Ahora dispongo de una película perfectamente nítida de su sancta sanctórum, su altar más sagrado, con él mismo, pobre Pherl, accionando el transmutador con todos los ergios que tenía y contemplando embobado su primera pepita de oro como si de un huevo recién puesto se tratara.
—¿Le enseñaste el resultado?
—Dos días después. El pobre diablo no había visto imágenes tridimensionales a color y con sonido en su vida. Asegura que no es supersticioso, pero que me aspen si alguna vez he visto un adulto más asustado que él en aquellos instantes. Cuando le conté que había plantado una grabadora en la plaza de la ciudad, lista para accionarse a mediodía ante un millón de fanáticos askonianos que a continuación correrían a descuartizarlo, se arrodilló gimoteando a mis pies en un abrir y cerrar de ojos. No puso la menor pega al trato que le ofrecí.
—¿Era cierto? —preguntó Gorov, aguantándose la risa—. Me refiero a la grabadora plantada en la plaza de la ciudad.
—No, pero eso da igual. Llegamos a un acuerdo. Compró todos nuestros artilugios a cambio de tanto estaño como consiguiéramos transportar. En aquel momento, me creía capaz de todo. El acuerdo está por escrito y recibirás una copia antes de que baje con él, como precaución añadida.
—Pero has herido su orgullo —dijo Gorov—. ¿Utilizará los artefactos?
—¿Por qué no? Es la única forma de recuperar lo que ha perdido, y si logra ganar un dinero extra, reparará su orgullo. Además, será el próximo gran maestro… y la persona más adecuada que podríamos tener de nuestra parte.
—Sí —convino Gorov—, ha sido una buena venta. Sin embargo, no cabe duda que tu técnica es poco ortodoxa. Ahora entiendo que te expulsaran del seminario. ¿Es que no tienes escrúpulos?
—¿Qué más da? —respondió con indiferencia Ponyets—. Ya sabes lo que opinaba Salvor Hardin sobre la moral.