El día 8 de julio, el autobús de prisioneros avanzaba pesadamente por la rugosa carretera que serpenteba a lo largo de la isla Alkadar. El sol del mediodía ardía implacablemente sobre el paisaje árido y desolado que rodeaba la prisión de máxima seguridad. El aire vibraba con una tensión palpable mientras el vehículo se aproximaba al puente que conectaba la isla con el estado "Allen".
Dentro del autobús, el silencio era opresivo. Los prisioneros, cada uno marcado por su propia historia de delito y desgracia, estaban hundidos en sus propios pensamientos sombríos. Algunos murmuraban entre sí en voz baja, intercambiando palabras de resignación o especulaciones sobre su destino incierto.
El puente se alzaba imponente ante ellos, una estructura de acero y concreto que parecía simbolizar la barrera entre la libertad y el confinamiento perpetuo. A medida que el autobús avanzaba sobre el puente, el sonido metálico resonaba debajo de sus ruedas, como un eco ominoso del destino que les esperaba al otro lado.
Al llegar a la entrada de la prisión, el autobús se detuvo con un chirrido agudo de frenos. Las puertas se abrieron lentamente, revelando a los guardias armados que aguardaban afuera, con expresiones impasibles y miradas frías que barrían a los prisioneros con desdén.
—¡Todos fuera! —ordenó uno de los guardias, su voz rígida y autoritaria resonando en el aire cargado de tensión.
Los prisioneros obedecieron en silencio, bajando del autobús y formando una fila desaliñada mientras eran registrados y escoltados hacia el interior de la prisión. Algunos murmuraban entre ellos, intercambiando miradas nerviosas o lanzando miradas furtivas a los guardias que los rodeaban.
Los pasajeros del autobús fueron conducidos con mano firme hacia el imponente edificio principal de la prisión, donde les esperaba su rutina diaria de control y sumisión. Allí, en un sombrío laboratorio, les aguardaba la inyección de la temida sustancia "Bix". El líquido espeso, una especie de veneno para el alma, se introducía en sus venas con una eficacia cruel, suprimiendo cualquier destello de poder que pudieran haber poseído en sus anteriores vidas fuera de aquellas paredes.
Una vez "tratados", los prisioneros fueron conducidos hacia el desolado comedor de la prisión, donde el olor rancio de la comida rellenaba el aire opresivo. Allí, entre mesas desgastadas y bancos de metal frío, les asignaron sus celdas. Para su sorpresa, Same y Gabriella quedaron asignados en la misma celda. .
—Entonces, ¿cuál es el plan? —inquirió Gabriella, su voz apenas un murmullo tenso en el aire cargado.
Same, con la determinación marcada en cada línea de su rostro, respondió entre bocados de puré de patatas. —Ahora que nos dejen ir a las celdas, voy a revisarlas una por una. Si no está ahí, me fugaré en la noche para revisar en los demás pabellones.
La mirada de Gabriella reflejaba una mezcla de preocupación y escepticismo. —Han pasado veinte años, ¿no crees que pudieron hacerlo en secreto? —expresó, su voz titubeante revelando las sombras de duda que acechaban en su mente.
Pero Same no vaciló en su convicción. —No, Guss sigue con vida… puedo sentirlo —declaró con una solemnidad que cortaba a través del velo de incertidumbre. En sus palabras resonaba una fe inquebrantable, una conexión más allá de la razón que le guiaba en su búsqueda desesperada.
—Hola, hermosa. Solo venía a decirte que me esperes en los baños y no lleves ropa —ordenó Tyron, un hombre musculoso, alto y barbudo, su voz resonando con una autoridad que no admitía réplica, mientras golpeaba con fuerza la mesa de metal con un estruendo ominoso.
Same lo encaró con una mirada que ardía con la promesa de violencia. Pero Tyron, lejos de amilanarse, soltó una carcajada burlona, como si la idea de enfrentarse a aquel hombre feroz le resultara risible.
—Les voy a explicar cómo funcionan las cosas aquí —continuó Tyron, su tono arrogante cortando el aire tenso como un cuchillo afilado. —Mi nombre es Tyron y todas las mujeres de este lugar han sido mías. Soy su 'salvador', ya que cuando quedan embarazadas, las dejan ir... Ahora solo me faltas tú y esa niña pelirroja del pabellón D —agregó, dirigiendo su mirada codiciosa hacia Gaby.
La indignación ardió en Same, una llama ardiente que amenazaba con consumirlo por completo. —¿Estás diciendo que has abusado de cada mujer que ha pisado este lugar? —espetó, su voz vibrando con una mezcla de ira y asombro.
La risa de Tyron resonó en la estancia como el eco siniestro de una bestia despiadada. —Claro, es la ley del más fuerte y nadie puede hacer nada al respecto —respondió con descaro, su confianza alimentada por años de impunidad y dominio sobre aquel reino de tinieblas.
Pero Same, con una determinación férrea en sus ojos, se levantó lentamente, desafiante. —¿Y quién te dijo que tú eras el más fuerte? —retó, su voz resonando con la fuerza de una tormenta que se avecina.
—Puede que en el exterior seas uno de esos maestros de la energía zen, pero aquí la fuerza física lo es todo —declaró Tyron con una confianza que desafiaba toda lógica.
El corazón de Same latía con una furia contenida mientras se enfrentaba al desafío de Tyron. Sin el zen, su poder estaba limitado a las habilidades físicas de su cuerpo humano. Aunque en excelente forma, no podía igualar la masa muscular del hombre que tenía delante, cuyo físico imponente parecía emanar una aura de dominio y brutalidad.
A pesar de la disparidad de fuerzas, Same se mantuvo firme, su mirada ardiente con determinación desafiante. Estaba a punto de lanzarse al combate, dispuesto a enfrentar las consecuencias, cuando una voz gruesa y autoritaria resonó en la sala, deteniendo la confrontación antes de que escalara aún más.
—¡Buenas tardes! Mi nombre es Giancarlo y soy el alcaide de este mugroso agujero — anunció la figura imponente que se abría paso entre la multitud.
Tyron, con una expresión de desdén, se retiró a su mesa con una promesa velada de retomar el enfrentamiento más tarde. Pero Same apenas registró sus palabras, su atención estaba completamente absorbida por la figura del hombre que acababa de entrar.
"Ese es... ¡Guss!", murmuró Same para sí mismo, su voz cargada de asombro y reconocimiento mientras contemplaba al hombre que se hacía llamar Giancarlo, el alcaide de Alkadar.
Giancarlo se percató rápidamente de la mirada de Same, a quien reconoció de inmediato.
—Tú, el nuevo, ven a mi oficina rápido, tus papeles están incompletos.
La orden del alcaide resonó en la sala, cortando el aire con una autoridad inquebrantable. Same asintió con prontitud, reconociendo la urgencia en la voz de Giancarlo, y se puso en marcha hacia la oficina del alcaide, dejando atrás el tumulto y la tensión que impregnaban el ambiente.
Una vez dentro de la oficina, Same se dejó caer en la silla que le ofreció Guss, mientras sus ojos recorrían el rostro familiar de su amigo con una mezcla de asombro y complicidad. El cabello canoso de Guss era un recordatorio tangible de los años transcurridos desde su último encuentro, pero su mirada aún brillaba con la misma intensidad de siempre.
—Luces viejo —comentó Same con una sonrisa nostálgica, observando los rasgos marcados por el tiempo en el rostro de su amigo.
Guss respondió con un gesto serio, su tono cargado de una solemnidad que no dejaba lugar a dudas. —Bueno, yo no tengo el regalo divino, así que a mí sí me afectaron los veinte años que han pasado —admitió con franqueza, reconociendo las cicatrices que el tiempo había dejado en su cuerpo y alma.
Same no pudo evitar sentir un nudo de preocupación en el estómago ante las palabras de su amigo.
—De cualquier forma, ¿qué hacen aquí? ¿Salió algo mal con su plan? —preguntó Guss, su voz resonando con una curiosidad genuina.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Obviamente venimos a sacarte de este agujero —respondió con determinación, su mirada fija en la figura de su amigo.
—Como puedes ver, eso ya no hace falta —declaró Guss con una calma que heló el corazón de Same. En ese momento, en la penumbra de la oficina del alcaide, se abría un abismo de incertidumbre y confusión.
La determinación ardía en los ojos de Same, una llama que no se dejaría extinguir fácilmente. —No me importa, yo vine a buscar a mi hermano y no me iré sin él —declaró con una firmeza que resonó en la habitación, desafiando cualquier intento de disuasión. Pero la respuesta que recibió de Guss fue una mirada fría, impasible, como si la determinación de Same apenas fuera un murmullo en el viento.
Guss permaneció en silencio por un momento, como si estuviera sopesando las palabras de Same con una paciencia infinita. Finalmente, rompió el silencio con una voz serena pero firme. —En la noche haré una reunión con todos los guardias. Cuando eso pase, Isabella y tú se irán de aquí —anunció con una autoridad que no admitía réplica.
Same quedó desconcertado por la declaración de Guss, su mente zumbando con preguntas sin respuesta. ¿Qué había cambiado en aquel hombre que había conocido como un amigo leal? ¿Cómo podía confiar en las palabras de alguien que parecía haberse convertido en un extraño en la oscuridad de Alkadar?
Desde su más tierna infancia Same había sido acogido por las brujas, quienes lo criaron con amor y cuidado hasta que alcanzó la madurez a los dieciséis años. Pero su historia estaba marcada por un don peculiar, un regalo divino otorgado por aquellas mismas brujas que lo habían acogido como suyo.
El regalo divino era un hechizo poderoso que congelaba la edad del cuerpo de Same cuando alcanzaba la madurez a los veinte años. Era como un pacto con el tiempo mismo, un acuerdo que le permitía conservar su juventud y vitalidad mientras el mundo cambiaba a su alrededor. Pero el regalo llevaba consigo una peculiaridad aún más sorprendente.
Same tenía el poder de compartir su regalo divino con cualquier mujer que él eligiera. Sin embargo, al hacerlo, el hechizo congelaría la edad de la mujer en el momento exacto en que recibiera el regalo divino. Así fue como Gaby, la compañera de Same, obtuvo el regalo a la edad de veintitrés años. A pesar de tener más de treinta años, su apariencia seguía siendo la de una joven de veintitrés.
Pero Guss, al ser hombre, no pudo beneficiarse del regalo divino de Same. Como resultado, su edad real se reflejaba en su apariencia, dando testimonio de los cincuenta años de experiencia y sabiduría que había acumulado a lo largo de los años. Era seis años mayor que Same, un recordatorio constante de la fragilidad del tiempo y la brevedad de la vida humana.
La tormenta rugía con furia fuera del complejo penitenciario, el viento ululaba entre los edificios mientras las gotas de lluvia golpeaban el suelo con ferocidad. Los guardias, que se dirigían a la reunión convocada por Guss, corrían por el patio en busca de refugio, esquivando las gotas que caían del cielo.
En medio del caos provocado por la tormenta, Gabriella vio su oportunidad. Aprovechando la falta de vigilancia debido al temporal, se deslizó silenciosamente hacia la cerradura de la reja, aplicando un leve golpe que hizo ceder el mecanismo con un chasquido apenas audible. Con un movimiento rápido y fluido, la cerradura cedió ante sus habilidosas manos, abriendo el camino.
Mientras tanto, en el pabellón contiguo, dos reclusos escuchaban con atención las palabras de Tyron a través de la delgada pared de su celda. Las instrucciones del musculoso hombre resonaban en el aire cargado de peligro y conspiración.
—Parece que los guardias tienen reunión, así que hoy es el día —declaró Tyron, su voz llena de confianza en el éxito de su plan.
El otro recluso, más precavido, expresó sus dudas. —Vas a ir por la niña del pabellón D, ¿cierto? —preguntó, su voz teñida de preocupación por las posibles consecuencias de sus acciones.
Tyron, sin embargo, no mostró ni un ápice de vacilación. —Exacto —confirmó con arrogancia, mientras levantaba pesadas mancuernas caseras con una facilidad sorprendente. —La he querido probar desde que llegó, pero los guardias no le quitan el ojo de encima. Parece que le tienen lástima.
Las palabras de Tyron hicieron eco en la mente del otro recluso, quien no pudo evitar sentir un escalofrío de repulsión ante la depravación del hombre. —Pero no parece tener más de once años, ¿están seguros?", preguntó, su voz temblorosa con la angustia de lo que estaba por venir.
Tyron, sin embargo, mostró una confianza desbordante. —No te preocupes, te la voy a prestar cuando termine —respondió con un tono siniestro, antes de lanzar una de sus mancuernas contra la reja con un estruendo metálico que resonó en la oscuridad de la noche. En medio de la tormenta, un plan siniestro estaba en marcha, amenazando con desatar el caos y la tragedia en el corazón de Alkadar.
Same ascendió con determinación hasta la azotea del edificio principal, el viento y la lluvia azotándolo con furia mientras avanzaba hacia donde sabía que encontraría a Guss. El hombre mayor estaba sentado en el borde, su figura envuelta en un traje negro que se adhería a su cuerpo bajo el aguacero.
—En el santuario, siempre subías al techo a llorar cuando yo ganaba en Senso no Asobi —comentó Same con una mezcla de nostalgia y complicidad mientras se acercaba a su ex compañero.
Guss no se volvió para mirar a Same, pero sus palabras resonaron con una melancolía palpable en el aire cargado de lluvia. —Nunca me ganaste en Senso no Asobi —respondió con calma, como si estuviera rememorando un tiempo pasado que ya se desvanecía en la distancia.
Same sonrió con ligereza, recordando las largas tardes en el santuario, donde los dos competían en el juego con una intensidad que desafiaba las leyes del tiempo y el espacio. —Según recuerdo, tú no me empezaste a ganar hasta que ambos nos fuimos del santuario —señaló, su voz teñida de complicidad.
Pero las palabras de Guss revelaron una verdad más profunda, una herida antigua que aún no había sanado del todo. —Cuando subía al techo a llorar era por frustración —confesó Guss, su voz cargada de amargura y pesar—. Las brujas no me permitían ganarte. Es por eso que solo pude jugar con libertad cuando nos fuimos de ahí... Detestaba que mi madre y todas las brujas que me conocieron desde que nací te trataran como a un rey y a mí como si fuera tu esclavo.
El intercambio de palabras entre Same y Guss resonaba en la azotea, una danza de recuerdos y resentimientos que flotaba en el aire cargado de la tormenta. Same, con una ligereza que intentaba disipar la sombra del pasado, recordaba los días de juego en el santuario con una sonrisa en los labios.
—Estás exagerando, ambos nos la pasábamos bien. ¿Recuerdas que eras tú el que me buscaba siempre para ir a jugar al bosque? —preguntó Same en tono jovial, buscando recuperar un destello de la amistad que una vez compartieron.
Pero la respuesta de Guss resonó con una amargura que cortaba como un cuchillo afilado. —Ya te lo dije, yo no jugaba contigo por voluntad propia. Ellas me obligaban a entretenerte, yo era tu payaso —respondió Guss, su voz teñida de rencor y resentimiento. —Siempre te odié. Solo me mantuve contigo porque fue lo que mi madre me enseñó... Incluso por un momento creí que me considerabas un igual, pero cuando me dejaron pudriéndome aquí por veinte largos años me di cuenta, nunca cambiaste. Yo nunca cambié.
Same sintió un nudo en el estómago ante las palabras de su amigo, una verdad incómoda que se alzaba entre ellos como un muro infranqueable. Pero aún aferrándose a la esperanza de la redención y la reconciliación, hizo un último intento de persuadir a Guss.
—Aquí estoy ahora, ambos venimos a buscarte. Continuemos con la misión —suplicó Same, su voz cargada de anhelo y desesperación.
Pero la respuesta de Guss fue implacable, un eco sombrío que resonó en la azotea como el preludio de una tragedia inminente. —Ya es tarde —murmuró antes de empujar a Same del techo del edificio, su gesto una declaración silenciosa de la ruptura definitiva entre ellos.
En la oscuridad y la furia de la tormenta, Same cayó hacia lo desconocido, su cuerpo envuelto en el torbellino de emociones que lo habían llevado hasta ese momento. Mientras la lluvia seguía cayendo sin piedad, el destino de los tres amigos se deslizaba hacia un abismo de dolor y arrepentimiento.
En el pabellón D, Tyron y sus secuaces sujetaban a la pequeña pelirroja con una ferocidad despiadada. Los dos hombres más débiles la mantenían inmovilizada mientras el barbón la golpeaba sin piedad en el estómago, cada golpe un eco siniestro de la crueldad que se desataba en aquel lugar sombrío.
—Debiste haber aceptado lo que está por suceder desde el principio. Esto es lo que les pasa a las perras que piensan que pueden luchar —espetó Tyron con un desprecio venenoso en su voz, mientras limpiaba con desdén la sangre que brotaba de la boca de la niña.
Los secuaces de Tyron miraron nerviosos hacia la entrada de la celda, conscientes del peligro que representaba ser descubiertos en medio de su vileza. —Mejor ya vámonos de aquí. Puede venir alguien —sugirió uno de ellos, su voz temblorosa con el miedo que se filtraba a través de las grietas de su fachada de brutalidad.
Pero Tyron, con una determinación fría y despiadada, desestimó cualquier indicio de prudencia. —Cuando hay reunión, los guardias no vuelven hasta el día siguiente por la tarde. Mejor cállate y comienza a desnudarla. Estaremos aquí toda la noche —ordenó con un tono que no admitía réplica, su voz resonando con una autoridad cruel y absoluta.
Sin embargo, antes de que pudiera terminar su mandato, un fugaz grito resonó desde la entrada del pabellón, cortando el aire con una urgencia que hizo que todos se quedaran petrificados en el lugar. En medio de la oscuridad y la desesperación.
El eco de la orden de Tyron resonó en la celda, cortando el aire con una urgencia que no admitía demora. —¡Tú, ve a ver qué pasó, y tú apresúrate a desvestirla! —ordenó con voz autoritaria, señalando a sus secuaces con un gesto imperioso.
El cómplice más decidido asintió con determinación, listo para cumplir las órdenes de su siniestro líder. —Sí, señor —respondió con prontitud, saliendo de la celda con la certeza de que pronto regresaría para continuar con la atrocidad que se estaba llevando a cabo en aquel lugar.
Sin embargo, antes de que pudiera dar otro paso, el destino intervino de forma implacable. En un abrir y cerrar de ojos, Same se lanzó hacia adelante con una velocidad que desafiaba toda lógica, su mano transformada en un arma improvisada con la que cortó la vida del cómplice de Tyron en un movimiento certero. Un chorro de sangre brotó de la arteria carótida del hombre, pintando el suelo con un rojo oscuro que contrastaba con la penumbra del lugar.
Tyron y su último esbirro soltaron a la niña, sus rostros retorcidos por el terror y la sorpresa ante la repentina intervención de Same. Con agilidad felina, Same saltó por las paredes de la celda, rodeando la entrada con una destreza que dejaba a sus oponentes desconcertados y desorientados.
La distracción fue suficiente para que la niña pelirroja, aprovechando la oportunidad que se le presentaba, se deslizara sigilosamente hacia el lavabo. Con manos temblorosas pero determinadas, tomó el afilado cepillo de dientes que había convertido en su única arma de defensa, preparada para enfrentar lo que fuera necesario para proteger su vida y su dignidad en aquel lugar de pesadilla.
—¡Oye, estúpido!
El grito agudo y desafiante de la pequeña resonó en la celda, cortando el aire con una valentía que desafiaba a la oscuridad que la rodeaba. Tyron, sorprendido por la audacia de la niña, no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el afilado cepillo de dientes se clavara en su ojo derecho, provocando un alarido de dolor que llenó la habitación.
La furia ardía en los ojos de Tyron, su ira alimentada por el dolor y el desprecio hacia la niña que se había atrevido a desafiarlo. Pero su furia cegadora lo hizo perder de vista el peligro que se cernía sobre él. En un instante de descuido, Same aprovechó la oportunidad para lanzarse hacia adelante. La potencia de su mano encontró su blanco con precisión letal, hundiéndose en el cráneo de Tyron con una fuerza implacable.
Pero Same no se detuvo ahí. No había ido por Tyron con un propósito específico, simplemente estaba liberando su ira y su frustración acumuladas. Su mirada, desprovista de cualquier atisbo de humanidad, reflejaba una oscuridad que amenazaba con devorarlo por completo.
Con un movimiento fluido y calculado, Same señaló al último compañero de Tyron como su próximo objetivo, su mente nublada por la sed de venganza y el deseo de destrucción.
Mientras tanto, Gabriella, alertada por el primer grito ahogado que resonó en el pasillo, se apresuró hacia el pabellón con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Al entrar, se encontró con un panorama de horror y caos. Las celdas estaban abiertas y el suelo estaba manchado de sangre, un testimonio sombrío de la violencia que había estallado en aquel lugar.
Con paso firme pero tembloroso, Gabriella avanzó por el pasillo, su mirada buscando desesperadamente a Same. Y cuando llegó a la celda de la niña, lo que vio la hizo contener el aliento. Same estaba allí, despedazando el cuerpo de su última víctima con una ferocidad que la dejó helada, mientras la pequeña observaba todo, paralizada por el miedo y la angustia, desde su cama.
La voz de Gabriella resonó en la celda, cortando el silencio cargado de tensión que la envolvía. —¡Same! —exclamó con fuerza, su tono urgente y preocupado mientras se acercaba a su compañero.
Con un movimiento repentino, Gabriella propinó una fuerte patada en la nuca de Same. El impacto fue suficiente para sacudirlo de su estado alterado, devolviéndolo a la conciencia con un sobresalto repentino.
Same parpadeó, confundido por un momento, antes de reconocer a Gabriella a su lado. —Sí, ¿qué pasa? —respondió, su voz volviendo a la normalidad mientras se recomponía rápidamente.
Gabriella observó a Same con preocupación, leyendo la tensión en sus rasgos. —Te volvió a dar un colapso nervioso, ¿cierto? —preguntó, su voz suave y comprensiva, buscando entender lo que estaba sucediendo dentro de la mente de su compañero.
Same asintió con resignación, reconociendo la verdad de las palabras de Gabriella. —Sí, supongo que hablar con Guss me puso un poco mal —admitió, mientras se dirigía al lavabo para limpiar sus manos, tratando de disipar la sensación de malestar que lo había invadido.
Mientras tanto, la pequeña observaba la escena con curiosidad, su mirada fija en Same con una mezcla de fascinación y precaución. Con el cepillo de dientes en la mano, lo sostenía con más cautela que miedo, como si estuviera frente a un animal salvaje que acababa de descubrir por primera vez. En aquel momento, en medio del caos y la confusión que reinaba en la celda, la pequeña parecía encontrar un atisbo de intriga y asombro en la presencia de Same, un reflejo de la extraña fascinación que su figura imponía incluso en los momentos más oscuros y difíciles.
En la tranquila mañana siguiente, Giancarlo se encontraba sumergido en un mar de papeles, su oficina abarrotada por la abrumadora cantidad de documentos que exigían su atención. El desastre causado por Same había dejado un rastro de caos que ahora amenazaba con consumirlo en su totalidad. Ante la magnitud del problema, Giancarlo sabía que se enfrentaba a una decisión difícil, una que podría definir el futuro de todos los involucrados.
Antes de tomar cualquier medida, Giancarlo decidió hacer una llamada. El teléfono resonó en la oficina del almirante "Courage", interrumpiendo el silencio que había reinado en el lugar desde la noche anterior. Con un movimiento ágil, el almirante respondió, su voz revelando la sorpresa y la curiosidad ante la llamada inesperada.
—Hola, hijo, ¿qué ocurre? Nunca llamas tan temprano —dijo el almirante con un tono cálido y familiar, consciente de la rareza de la situación.
Las palabras de Giancarlo fueron directas y cargadas de significado, provocando un silencio tenso que parecía extenderse hasta el otro lado de la línea.
—Llegó, él está aquí —anunció Giancarlo, sus palabras resonando con un peso que no podía ser ignorado.
El almirante "Courage" se quedó en silencio por un momento, su mente girando mientras procesaba la información que acababa de recibir. —Bueno, hijo, sabes bien que yo no soy nadie para pedirte que no vuelvas con él. Yo ya estoy retirado —respondió finalmente el almirante, su voz tranquila y serena, pero cargada de resignación. En sus palabras se reflejaba una aceptación resignada de los caminos que la vida había trazado para ellos, una aceptación que estaba impregnada de un profundo amor y comprensión.
—Claro que no pienso volver con él. Mi dilema es el siguiente: llevarlo ahora para su ejecución o dejarlo ir e informar a la marina que está vivo en veinticuatro horas —expresó Guss, su voz cargada de pesar y dilema moral.
El almirante escuchó atentamente, comprendiendo la gravedad de la situación que enfrentaba su protegido. —¿Si no piensas volver con él, por qué harías lo segundo? —preguntó con curiosidad, buscando entender la motivación detrás de la decisión de Guss.
—Por respeto al legado de mi madre y al de las brujas. Ellas depositaron todas sus esperanzas en Onaji, y si lo mando a ejecutar, estaría acabando con su legado —explicó con pesar en su voz, consciente del peso de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros.
El almirante "Courage" reflexionó sobre las palabras de Guss, su rostro marcado por la experiencia y la sabiduría acumulada a lo largo de los años.
—Cuando te vi en Alkadar, supe de inmediato que eras un buen muchacho, y estos quince años me han recompensado la decisión que tomé de dar la cara por ti para quitarte esa condena —comenzó, su tono sereno pero firme—. Pero ahora, hijo, tu condena es decidir qué hacer y aprender a vivir con ello —concluyó con una sabiduría que trascendía las palabras, ofreciendo a Guss una guía en medio de la tormenta de decisiones morales y dilemas éticos que lo rodeaban.
El atardecer bañaba el ambiente con tonos dorados, mientras Guss hacía su entrada en la celda de Same acompañado por dos imponentes guardias de Onix. Los pasos resonaban con una solemnidad inquietante, anunciando la llegada de una noticia que cambiaría el destino de todos los presentes.
Los guardias se acercaron a Same, sus manos hábiles asegurando las esposas que lo aprisionaban, un aparato que se extendía hasta el codo, con gruesas cadenas unidas a las armaduras de los guardias, como un recordatorio tangible de la autoridad que ejercían.
Giancarlo, con una frialdad calculada, pronunció las palabras que resonaron en la celda con un peso insoportable.
—Onaji Nikami queda bajo arresto por múltiples delitos de grado S. Bajo orden de la Sala Blanca, ahora se encuentra sentenciado a una ejecución pública el día doce de julio en la base central mundial de la marina ubicada en la nación Kaji —anunció, su voz impregnada de la autoridad implacable de la ley.
La indignación brotó en Gabriella, su voz cargada de ira y desesperación mientras enfrentaba la injusticia que se cernía sobre ellos.
—Guss, eso no es justo. ¿Vino por ti y así es como le pagas? —cuestionó, esperando en vano que Same le ordenara atacar a Guss. Pero en el fondo, Gabriella sabía que eso no iba a suceder. Same, a pesar de todo, prefería enfrentar la muerte antes que causar daño a alguien que consideraba parte de su familia, una lealtad que trascendía las barreras de la razón y la lógica.
La confusión envolvía a Gabriella mientras observaba impotente cómo Giancarlo y los guardias Onix subían a Same al helicóptero que se alejaba en la distancia, rumbo a la nación Kaji donde se llevaría a cabo su ejecución.
—¿Qué carajos le pasa? ¿Se va a su ejecución así como así?... A la mierda con su redención, voy a ir por él —exclamó Gabriella, su voz cargada de frustración y determinación mientras las palabras escapaban de sus labios con un fervor repentino.
El fuego de la indignación ardía en sus ojos, impulsándola a actuar con una determinación feroz. Sin detenerse a considerar las consecuencias, Gabriella se lanzó hacia la puerta de la celda, decidida a seguir el rastro de Same y enfrentar el destino que lo esperaba en la nación Kaji.