Lyra, Pumba y el Barón habían alcanzado finalmente la isla de la catedral, pero en lugar de encontrarse con tierra firme, se enfrentaban a un paisaje inundado que se extendía ante ellos como un vasto océano en miniatura. La isla, elevada sobre una meseta, ahora yacía sumergida hasta su cúspide, dejando solo algunos picos y escombros emergiendo como islas solitarias en un mar de agua turbulenta.
Lyra, ágil como una sirena, surcaba las aguas de la isla, mientras los contralmirantes se abrían paso saltando de un montículo a otro, esquivando los obstáculos que la marea había dejado a su paso.
—El agua está helada. ¿Podrían considerar llevarme la próxima vez que den uno de esos saltos? —inquirió Lyra, emergiendo con dificultad hacia la orilla, empapada hasta los huesos.
—No creí que fuera adecuado sugerirte eso, así que esperé a que tu lo pidieras —respondió Pumba con una sonrisa, ofreciendo su mano a Lyra para ayudarla a salir del agua. La joven aceptó el gesto con gratitud, permitiendo que el contralmirante la alzara sobre su espalda, evitando que su ropa sufriera más estragos en el mar.
—Entonces, según los pequeños, el grupo de sus padres se reuniría en la catedral, ¿no es así? —indagó el Barón, escudriñando el horizonte con un catalejo en busca de alguna señal.
—Sí, eso es lo que América me dijo —confirmó Lyra, mientras estrujaba el agua de su cabello con las manos.
—¿Ves algo, Barón? —preguntó Pumba con ansiedad, sus ojos buscando alguna esperanza en el horizonte.
—Cuando eché un vistazo en esa dirección, creí divisar algo en movimiento, así que tomé el catalejo… —comenzó el Barón antes de ofrecérselo a Pumba, quien ansioso lo recibió para observar con asombro el gran grupo de supervivientes congregados en el techo de la catedral inundada. Un destello de emoción brilló en los ojos de Pumba, quien soltó lágrimas de alegría y exclamó con una sonrisa radiante:
—¡Vayamos al rescate de esas almas, por la gracia del cielo!
La situación de Lewa y Shori continuaba en un callejón sin salida. Aunque el último intento de Lewa fue efectivo, no logró infligir tanto daño como el primero. El torbellino infernal estaba respaldado por un contrato de poder, lo que significaba que cada ataque sucesivo tendría la mitad de la fuerza del anterior.
Sparky, en su ceguera alimentada por la rabia y la humillación de ser superado por dos novatos, se lanzó nuevamente con un ataque sorpresivo. Lewa apenas pudo contenerlo, sacrificando su mano izquierda que fue atravesada por la garra de oso del asesino.
—¡Shori, por favor, tienes que hacer algo! —gritó Lewa, con la mano derecha aferrando con todas sus fuerzas la mano libre de Sparky, luchando contra el inmenso dolor que recorría su cuerpo.
—Bien, mantente firme, voy a encargarme de él —respondió Shori resignado, preparándose para actuar. Sin embargo, antes de que pudiera moverse, una mano firme se posó en su hombro, deteniéndolo en seco.
—No tienes autorización para matar, novato —declaró la voz, impregnada de autoridad.
—¿Quién eres tú? —inquirió Shori, volviéndose para enfrentar a su interlocutor.
—Me llamo Leona. Soy sargento primero en la base de la marina "La Aventura" —respondió la mujer musculosa con un peinado de rastas, mientras lanzaba una moneda al aire. En un parpadeo, una roca del tamaño de un puño se unió a sus nudillos, como si estuviera magnetizada. Antes de que cualquiera pudiera asimilar lo que estaba sucediendo, Leona ya había propinado un poderoso golpe en la espalda de Sparky, quien se desplomó al suelo, liberado por Lewa, abrumado por el dolor y el agotamiento.
—Lewa, ¿te encuentras bien? —preguntó Shori con preocupación, sosteniendo a su compañero, quien aún se esforzaba por levantarse.
—En el bolsillo de mi pantalón están los vendajes para mi rostro. ¿Podrías usarlos para vendarme la mano? —solicitó Lewa, con una mezcla de dolor y determinación en su voz.
—Por supuesto... espera, ¿tenías vendajes todo este tiempo y permitiste que usara mi propio fuego para cauterizar en lugar de decírmelo? —inquirió Shori, sorprendido e indignado.
—Olvidé por completo que los tenía —admitió Lewa, dejando escapar una leve sonrisa, la primera que se había visto en su rostro en semanas.
—Tienes suerte de que Touko te tenga tanto aprecio; si no le temiera, te estaría cauterizando la mano —sentenció Shori, mientras finalizaba de vendar la mano de su amigo con habilidad y cuidado.
—¿Vieron eso, novatos? No era necesario acabar con su vida. Con ese golpe, le fracturé la columna. No se moverá en un buen rato —comentó Leona, mientras sacaba una jeringa y un frasco de uno de los bolsillos de su chaleco.
—¿Qué es eso? —preguntó Shori, observando con curiosidad y cautela los elementos médicos.
—Antibióticos. Necesito administrarlos a ambos para prevenir cualquier posible infección —explicó la mujer mientras preparaba las jeringas, y Shori comenzaba a balbucear peticiones para evitar recibir el tratamiento, confesando su temor a las agujas.
Después de que Leona les administrara los antibióticos y un potente suero energizante a los novatos, estos se encontraban lo suficientemente recuperados como para llegar hasta el volador, llevando consigo a su nuevo prisionero, que ahora yacía inconsciente pero seguro.
—Señorita, me gustaría preguntarle, ¿cómo logró aparecer repentinamente sobre este trozo de mierda? —interrogó Lewa, lanzando una bofetada a Sparky que aún permanecía inconsciente.
—Es mi Keiyaku, "Telecoin". Cada vez que lanzo esta moneda, puedo teletransportarme a cualquier lugar dentro de mi campo de visión, pero tiene un tiempo de recarga de ocho horas —respondió la mujer con calma, mientras pulsaba el botón para llamar al ferry.
—¿Y qué hay de su puño? Observé cómo una roca se adhería a sus nudillos antes de asestar el golpe —preguntó Shori, intrigado por los poderes de su superior.
—Ese es mi Jibun, "Puño magnético". Hace que mi puño actúe como un imán para la piedra más sólida en un rango de cinco metros cuadrados... Verán, la clave para desbloquear el máximo potencial de los poderes otorgados por la energía zen es tener un Jibun y un Keiyaku que se complementen. Deben encontrar un equilibrio entre ambos poderes y reconocer las debilidades de uno para compensarlas con el otro —explicó Leona con paciencia y sabiduría, antes de subir a la góndola junto a los novatos.
Cuando el grupo llegó al volador, fueron recibidos por Lyra y los contralmirantes, quienes ya aguardaban junto a más de cincuenta supervivientes. Estos últimos estaban ofreciendo información sobre posibles ubicaciones para encontrar a más personas, mientras eran atendidos por el personal del volador, que se esforzaba por brindarles ayuda y confort en medio de la crisis.
Al enterarse de esta situación, Lewa no perdió ni un segundo. Se lanzó hacia la zona de pasaje y recorrió frenéticamente el largo corredor, escrutando cada rostro de los supervivientes en busca de su madre y su hermana. Pero, para su desaliento, no las encontró allí.
La angustia y la desesperación se apoderaron de él mientras su corazón latía con fuerza, anhelando reencontrarse con sus seres queridos en medio del caos y la incertidumbre.
En la tranquila tarde, Touko y Licka se encontraban en el patio trasero de la majestuosa mansión Fujimori, contemplando el espectáculo dorado del sol que se deslizaba lentamente hacia el horizonte. Ambas disfrutaban de un par de sodas heladas que mantenían el calor a raya en esa tarde de verano.
—No logro entenderte, Touko. Tienes una piscina maravillosa. Si fuera yo, estaría sumergida en ella todo el día. Sin embargo, aquí estás, recostada en el camastro —comentó Licka, quien estaba sentada en la orilla, dejando que el agua acariciara sus piernas, sin querer aventurarse sola en la piscina.
—Te he dicho mil veces que el cloro me daña el cabello. ¿Por qué no te lanzas tú? —respondió Touko, ensartando con un palillo un cubo de queso de la pequeña mesa junto a su camastro.
—Nadar sola es aburrido —suspiró Licka con tristeza, justo antes de que ambas dirigieran su atención hacia la casa principal, donde los gritos emocionados de Shori anunciaban su regreso.
—¡Touko, me dijiste que estaríamos solas aquí, por eso me puse este traje de baño! —exclamó Licka, visiblemente avergonzada, mientras envolvía su cuerpo en una toalla con rapidez.
—Aquí están —anunció Shori, abriendo la puerta corrediza de vidrio para salir al patio junto con Lewa.
—¡Por fin han regresado! —gritó Touko con alegría, corriendo hacia ellos con los brazos extendidos en un gesto de bienvenida.
—No pensé que tardaríamos tanto, hermana —respondió Shori, preparándose para el abrazo que venía. Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, Touko ya había pasado junto a él y estaba abrazando a Lewa, quien se veía notablemente desanimado después de la desilusión de no encontrar a su familia en el volador.
—Te eché mucho de menos. ¿Por qué no me avisaste que te marchabas? Mira cómo has vuelto, lleno de golpes y con las manos destrozadas... Ven adentro, te cuidaré como es debido —expresó la joven rubia, preocupada, mientras sentía una de las lágrimas de Lewa caer sobre su mano. Los cuidados de Touko lo reconfortaban, devolviéndole una sensación de vida después de todo lo ocurrido en la nación Kaji. Fue esa conexión, esa humanidad compartida, lo que le permitió a Lewa sentirse seguro para dejar salir todo lo que llevaba dentro. En ese momento, Touko era su refugio, su único ancla en un mundo turbulento y desconcertante. No tenía a nadie más en el mundo en quien confiar y abrirse de esa manera.
Touko acompañó a Lewa al interior de la mansión y, una vez en la acogedora sala de estar, comenzó a cuidar las heridas de su amigo con manos gentiles y expertas. Lewa, abrumado por la tormenta de emociones que lo invadía, lloraba como un niño pequeño, incapaz de contener el torrente de lágrimas que brotaba de sus ojos. Cada sollozo resonaba en la habitación, llenando el espacio con su dolor y su angustia. Por más que intentaba calmarse, más se intensificaba su llanto, y más dificultad encontraba para respirar entre los sollozos.
Sin embargo, Touko nunca lo juzgó con la mirada ni lo trató de manera diferente. Con una compasión infinita, comprendía que su amigo simplemente necesitaba liberar todo lo que había estado guardando dentro de él durante tantos días. Con delicadeza y paciencia, lo acompañó en su desahogo, ofreciéndole su apoyo silencioso y su presencia reconfortante en medio de la tormenta emocional. Para Lewa, en ese momento, Touko era más que una amiga; era todo para él.
Al llegar a casa, Lyra apenas respondió al saludo de Luna, su hermana. Confundida por su actitud distante, Luna simplemente dejó que Lyra subiera a su habitación, donde se encerró en su propio mundo hasta el día siguiente. Una vez en su refugio seguro, Lyra se permitió finalmente dejar salir todas las emociones que había estado reprimiendo.
Un fugaz llanto silencioso se apoderó de ella, sacudiendo su cuerpo con la fuerza de una tormenta interior. Sin embargo, su desahogo se vio interrumpido por arcadas repentinas, provocadas por las imágenes angustiantes generadas por los recuerdos de los horrores que presenció en la nación Kaji. Lyra había creído que sería capaz de soportar lo que vería en aquel lugar, pero la realidad superó sus expectativas de la peor manera posible. Una cosa es ver un cadáver en películas o en imágenes distantes, pero es una experiencia completamente diferente enfrentarse a ellos en persona, en toda su crudeza y brutalidad.
Tras el arresto del asesino de supervivientes que se hacía pasar por Sparky, las brigadas de rescate continuaron con su labor, encontrando cada vez más personas que, lentamente, salían de sus escondites en busca de ayuda. Los líderes supremos de cada estado superior se reunieron en una larga y exhaustiva sesión para deliberar sobre el destino de los supervivientes.
La reunión se prolongó durante dos días completos, pero al final, lograron llegar a un acuerdo crucial: todos los sobrevivientes del terremoto serían considerados residentes de la Ciudad del Zen. Como muestra de solidaridad y apoyo, el gobierno mundial otorgó una generosa donación para la adquisición de un extenso terreno. En este terreno, se erigieron rápidamente más de dos mil edificios, cada uno con capacidad para albergar a cuatro familias en pequeños departamentos. Este nuevo y vasto vecindario fue bautizado como "Nueva Kaji" y se situaba al este de la Ciudad del Zen, cercano a la frontera con el estado de "Saint Yura".
Además de estas medidas, varios supermercados se unieron en un programa de ayuda humanitaria. Comenzaron a proporcionar despensas semanales a los residentes de Nueva Kaji, ofreciendo productos que no se habían vendido y cuya fecha de caducidad estaba próxima a llegar. Este gesto generoso ayudó a aliviar las preocupaciones alimenticias de las familias afectadas y brindó un rayo de esperanza en medio de la oscuridad que había cubierto sus vidas.
Durante dos semanas frenéticas, los voladores con brigadas de rescate no descansaron en su búsqueda de supervivientes tras la catástrofe. En una de estas incursiones, un par de warriors se toparon con una mansión imponente, casi intacta, situada en lo alto de una colina en la zona central de la devastada nación Kaji. Lo que descubrieron dentro de esa casa los dejó estupefactos: varios indicios de tortura, como huesos humanos esparcidos por el jardín. Aunque el interior de la mansión parecía común y corriente, al descender al vasto sótano, se toparon con una escena macabra: múltiples cuartos equipados con hornos que aún contenían restos carbonizados.
Mientras exploraban más a fondo, comenzaron a escuchar una voz melodiosa que recitaba números desde el interior de otra habitación, visiblemente dañada por el terremoto. Cuando los warriors entraron en esa habitación, se encontraron con un joven de aspecto andrógino, cabello lacio teñido de un rojo vino y una mano aplastada bajo una gran roca. Sin embargo, el chico parecía completamente indiferente a su lesión y continuaba recitando números aparentemente al azar.
—No te preocupes, niña, vamos a sacarte de aquí —intentaron tranquilizarlo los warriors.
—Soy un hombre —respondió el joven en un tono distante, antes de volver a sumergirse en su monótona recitación numérica.
—Lo siento, chico, vamos a sacarte de aquí… ¿qué estás contando? —preguntó uno de los warriors en un intento por distraer al joven mientras su compañero iba a buscar ayuda.
—Estoy calculando pi —respondió el niño con una mirada cansada.
—¿Pi? ¿3.1416...?
—Eso es solo la aproximación de los primeros cuatro dígitos después del punto decimal. Yo estoy contando los números que siguen.
El warrior quedó perplejo ante la respuesta del joven.
—¿Y cuántos números llevas? —preguntó, asombrado por la inteligencia del niño.
—Trece mil cuatrocientos setenta y dos —respondió el joven con indiferencia, como si fuera algo tan trivial como contar las hojas de un árbol.