Era un sereno y soleado domingo por la tarde, con el cálido sol bañando el paisaje verde del jardín de la hermosa casa de campo donde Michael se afanaba podando el césped. El zumbido rítmico de la cortadora de césped llenaba el aire, mezclándose con el aroma fresco de las flores en floración.
—Mantente alejado de mis tulipanes —advirtió la esposa de Michael, Linda, apareciendo en el umbral de la puerta con un vaso goteante de jugo de naranja recién exprimido.
Michael levantó la mirada, una sonrisa traviesa jugueteando en sus labios sudorosos. —Oh, ¿tus preciosos tulipanes? No te preocupes, cariño, estoy practicando mi precisión.
—¿Precisión para qué, exactamente? —inquirió Linda con una ceja alzada, mientras extendía el vaso hacia él.
—Bueno, para asegurarme de no cortar ninguno accidentalmente... —respondió él, aceptando el vaso con una sonrisa de complicidad—. O quizás solo estoy probando tu sentido de la aventura.
Un destello de incredulidad cruzó el rostro de Linda antes de que se transformara en una risa ligera. —¡Oh, tú! ¡Eres imposible!
—Lo sé, pero ¿no es por eso que me amas? —replicó Michael con un guiño, antes de tomar un sorbo del jugo fresco y refrescante.
Linda rodó los ojos con una sonrisa indulgente. —No te creas tanto, señor. No vayas a pensar que tus bromas me distraen de mis preciosos tulipanes.
—Oh, claro que no, cariño. Tus tulipanes están a salvo conmigo —aseguró él, con una reverencia exagerada antes de sujetarla de la cintura suavemente.
—Debería estar preocupada por mis flores contigo cerca —bromeó Linda, permitiendo que él la girara en un suave vals improvisado en medio del jardín soleado.
La voz del locutor de la radio irrumpió en la tranquila habitación de Michael, sacándolo bruscamente de su dulce sueño. Con un suspiro resignado, apagó la alarma y se sentó en el borde de la cama, dejando que la realidad se filtrara lentamente en su conciencia.
Michael era un hombre de rutinas simples y vida modesta. Había pasado toda su existencia en el mismo vecindario, con sus calles familiares y sus rostros conocidos. A los catorce años, había dejado la escuela para unirse al gremio Warrior, ansioso por encontrar su lugar en el mundo. Sin embargo, su breve carrera en el campo de batalla terminó rápidamente después de su primera misión. Descubrió, con un pesar creciente, que por más que se esforzara, la naturaleza zen requerida le resultaba inalcanzable.
Ahora, con veinticuatro años, Michael trabajaba en el mismo supermercado al que se había unido desde los dieciséis. La muerte de su madre, cuando él apenas era un adolescente, lo había dejado sin un centavo y con una sensación de responsabilidad abrumadora. Desde entonces, había asumido el papel de proveedor, trabajando duro para mantenerse a sí mismo y para sostener los hilos de su existencia cotidiana.
El sonido del agua corriente llenó el baño mientras Michael se sumergía en un largo baño, dejando que el calor relajante abrazara su cuerpo tenso. Una vez se sintió renovado, se vistió con su atuendo característico: una camisa blanca nítida, una corbata azul marino perfectamente ajustada, unos jeans de mezclilla desgastados y un par de botines de un vibrante color mostaza que destacaba entre la monotonía del día.
Saludó a su viejo auto con una sonrisa irónica mientras se deslizaba detrás del volante. Con un par de intentos y algunos gruñidos mecánicos, logró que el motor ronroneara a la vida, dispuesto a enfrentar otra jornada.
Con la carretera extendiéndose ante él, Michael activó la radio con la esperanza de añadir algo de compañía a su viaje solitario.
—Cambiando de tema, tenemos una noticia bastante fuerte, así que les sugerimos que saquen a los niños de la habitación o cambien de estación —anunció el locutor del noticiero, su voz cargada de gravedad, instando a los oyentes a prestar atención.
Michael frunció el ceño, intrigado por el tono serio del locutor, y ajustó el volumen mientras mantenía la vista fija en la carretera.
—Ayer en la noche, la policía de la ciudad encontró los cadáveres decapitados del restrisor Kim y de su esposa, Margarine Rossman. Además, se descubrió a sus cuatro hijos colgando de uno de los árboles en el jardín de su mansión.
El aire en la cabina del automóvil parecía más denso de repente, como si la tragedia se hubiera filtrado a través de las ondas de radio y se aferrara a él.
La mano de Michael se detuvo sobre el dial de la radio, silenciando abruptamente la noticia que había congelado su sangre. Un escalofrío persistente recorría su columna vertebral mientras procesaba la impactante revelación.
El día anterior, Michael había dado un paso audaz al visitar una institución financiera en busca de un préstamo. Había estado maquinando un plan para lanzar su propio negocio, ansioso por escapar de la monotonía del supermercado y abrirse camino hacia un futuro más prometedor. Sin embargo, el encuentro con el restrisor Kim había sido frustrante. Su reunión había sido interrumpida constantemente por llamadas telefónicas urgentes, correos electrónicos incesantes y secretarios ansiosos por obtener su atención. Parecía que Kim estaba sumergido hasta el cuello en asuntos relacionados con la nación Kaji, y Michael se había marchado de la oficina con una sensación de desilusión creciente.
Michael se sentó en silencio en el auto, su mente girando en un torbellino de pensamientos oscuros. La idea de emprender un negocio ahora parecía trivial e insignificante en comparación con la tragedia que había presenciado.
Michael entró al supermercado con la mente aún turbada por las noticias perturbadoras que había escuchado en el camino. Sin embargo, fue recibido por una sorpresa cuando el gerente lo miró con perplejidad.
— Davis, ¿qué haces aquí? Hoy tienes el día libre —anunció el gerente, con una expresión de confusión en el rostro.
Michael parpadeó, sintiéndose desconcertado mientras apenas comenzaba a colocarse el chaleco de uniforme sobre su camisa recién planchada.
— ¿Ya es miércoles? —inquirió, con un tono de incredulidad teñido de sorpresa.
El gerente soltó un suspiro resignado, sacudiendo la cabeza con una mueca de resignación. —Tan distraído como siempre. Vuelve a casa, chico, pero ten cuidado. Las cosas están feas allá afuera.
Michael asintió en silencio, agradecido por el aviso, mientras la gravedad de la situación comenzaba a hundirse en su conciencia.
— Así que también escuchaste lo del restrisor Kim —comentó Michael, tratando de encontrar algo de consuelo en la familiaridad de la conversación.
El gerente asintió solemnemente. —Como todo el mundo. Escuché que su funeral se está llevando a cabo ahora mismo.
Un suspiro pesado escapó de los labios de Michael mientras procesaba la realidad sombría que lo rodeaba.
— Cuando ganamos la última guerra, creí que se acabaría toda esta violencia sin sentido —musitó Michael, con una nota de desilusión en su voz.
El gerente le dirigió una mirada comprensiva, con una pizca de sabiduría en sus ojos cansados. —Chico, nunca existirá una paz total. Siempre habrá loquitos por ahí.
— Como Clayton.
Michael murmuró el nombre con renuencia, como si pronunciarlo fuera un recordatorio no deseado de conflictos pasados.
— Ambos deberían disculparse por lo de ayer. Son compañeros de trabajo, pero se la pasan peleando y discutiendo —insistió el gerente del supermercado, con una mirada de preocupación en sus ojos cansados.
— Lo tomaré en cuenta, Ramon. Nos vemos mañana —respondió Michael, con una nota de agradecimiento en su voz, antes de despedirse y subirse a su auto para partir.
Con el día libre extendiéndose ante él, Michael se encontró deliberando sobre cómo pasar el tiempo. Una idea se apoderó de su mente y, con una sonrisa tímida jugando en sus labios, decidió dirigirse hacia la cafetería "El Gato Callejero".
El pequeño establecimiento tenía un encanto peculiar, con el aroma acogedor de café recién hecho flotando en el aire y el murmullo suave de las conversaciones de los clientes. Pero para Michael, la verdadera atracción de "El Gato Callejero" no era la comida o la decoración, sino una persona en particular: Linda, la mesera que había capturado su corazón con su belleza y su sonrisa amable.
Mientras entraba en la cafetería, una oleada de nerviosismo lo invadió. No era la primera vez que visitaba el lugar, pero cada encuentro con Linda lo dejaba con mariposas revoloteando en su estómago y la esperanza incierta de que quizás, solo quizás, hoy sería el día en que finalmente encontraría el coraje para expresar sus sentimientos.
Con pasos decididos, Michael se dirigió hacia una mesa en un rincón tranquilo y se sentó, esperando pacientemente el momento perfecto para llamar la atención de la mujer que ocupaba sus pensamientos.
— Ah, hola Michael, ¿quieres lo mismo de siempre? —saludó Linda, la mesera, con una sonrisa radiante que iluminaba su rostro.
— Sí, muchas gracias —respondió Michael, devolviéndole la sonrisa mientras se sentaba en una mesa cercana, con el periódico extendido frente a él.
Con un suspiro de resignación, comenzó a hojear las páginas del periódico, solo para encontrarse con una vista desagradable: las fotos censuradas del crimen cometido contra el restrisor Kim dominaban las primeras páginas, recordándole la oscuridad que acechaba en el mundo exterior.
— Aquí está tu café, Michael. Ahora le ponen un terrón menos de azúcar, pero te dejé uno extra en el plato —informó Linda, colocando con cuidado la taza humeante frente a él.
Una oleada de gratitud lo inundó mientras observaba el gesto considerado de Linda. —Eres la mejor, Linda. ¿Cuánto te debo? —preguntó Michael, sintiendo un ligero rubor en sus mejillas por su propia torpeza.
— Las mismas ocho lanas que siempre ha costado —respondió Linda con una risita, su voz resonando con calidez y complicidad.
Michael asintió con un gesto de entendimiento, agradecido por su amabilidad constante. —Cierto, qué tonto, perdón. ¿Puedes subir el volumen? —pidió, señalando hacia un televisor en la esquina del local para desviar la conversación hacia un tema más neutral.
Linda asintió con una expresión pensativa, su mirada fija en la pantalla del televisor donde se transmitía el funeral del restrisor Kim.
— Es lo único que hay, lo están transmitiendo en todos los canales públicos —comentó, con un tono de resignación en su voz.
Michael asintió en silencio, sus pensamientos girando en torno a la tragedia que había golpeado a la familia Kim. — Está bien… pobre hombre, y no fue solo él, esos malnacidos también se llevaron a su familia —murmuró, con un nudo en la garganta ante la crueldad del destino.
— La gente en el poder, por alguna razón, siempre es la más odiada… aunque hagan las cosas bien —agregó Linda, con una tristeza palpable en sus palabras.
Michael asintió lentamente, reflexionando sobre la verdad incómoda de esas palabras. En un mundo donde el poder y la influencia a menudo parecían ir de la mano con la corrupción y la injusticia, la comprensión y el perdón eran escasos.
El silencio en la cafetería se hizo palpable mientras Michael y Linda dirigían toda su atención a la pantalla del televisor, absorbidos por el evento en curso.
— Ahora, la señorita Gabriella Méndez tendrá la palabra —anunció el presentador del entierro, rompiendo el silencio con su voz solemne.
Ambos contuvieron la respiración, expectantes por las palabras que vendrían a continuación.
— Gracias —dijo la mujer entre lágrimas, su voz temblorosa con la emoción del momento—. El señor Kim era un amigo cercano de mi familia. Cuando lo necesité, él pagó mis estudios en leyes. Estoy segura de que él querría que yo continuara con su trabajo. Es por eso que me postularé para restrisora y espero tomar su lugar en las elecciones del dieciséis de junio.
El estallido de la indignación de Michael resonó en la tranquila atmósfera de la cafetería, atrayendo miradas curiosas de otros clientes que se encontraban en el lugar.
— ¡Maldita buitre! —exclamó, su voz cargada de ira y desprecio.
Linda frunció el ceño, sorprendida por la repentina explosión de Michael.
—Justo ayer fui a pedir un préstamo y la vi, estaba afuera del palacio de gobierno en una llamada hablando pestes del restrisor Kim —respondió Michael con una seguridad implacable en sus palabras, su rostro arrugado por la intensidad de sus emociones.
Sin embargo, mientras hablaba, no se dio cuenta de que justo detrás de él, un extraño individuo escuchaba cada palabra con una mirada penetrante y una expresión sombría que no auguraba nada bueno.
Deslizándose sin llamar la atención, Michael se levantó de la mesa y dejó la cafetería, desapareciendo entre la multitud como una sombra fugaz. Su partida pasó desapercibida, como era habitual para él. La vida de Michael parecía girar en torno a su trabajo en el supermercado, un ciclo monótono que se repetía día tras día. No tenía sueños ni aspiraciones que lo impulsaran hacia adelante, y su vida social se limitaba a las interacciones superficiales con sus compañeros de trabajo y la indiferencia de los clientes a quienes servía con una sonrisa forzada.
Para Michael, los días libres eran una carga más que un descanso. Durante esos momentos de inactividad, se sentía como si desapareciera del mundo, como si su existencia misma se desvaneciera en la bruma del tiempo. La pregunta que lo atormentaba constantemente resonaba en su mente: "Si nadie me escucha, nadie me ve y nadie me siente, ¿realmente existo?"
Por eso, en esos días de soledad y vacío, Michael prefería rodearse de extraños en lugares concurridos, buscando una sensación efímera de conexión humana que lo sacara de su propia oscuridad. Aunque fuera solo por un momento, anhelaba sentirse parte del mundo que lo rodeaba, aunque fuera solo como un espectador solitario en el telón de la vida.
Con pasos vacilantes, Michael avanzaba por los pasillos del bullicioso centro comercial hacia el cine, pero cada risa ocasional que escuchaba en las conversaciones a su alrededor lo hacía sentir cada vez más incómodo. Una sensación de paranoia se apoderaba de él, sus pensamientos giraban en espiral, convirtiendo cada sonido en una posible burla dirigida hacia él.
Finalmente, llegó a la taquilla y compró un solo boleto, así como una botella de agua, negándose a gastar más dinero en golosinas. Con pasos apresurados, se dirigió directamente hacia la sala, su corazón latiendo con fuerza en su pecho mientras luchaba por mantener a raya su creciente ansiedad. Al llegar a la última fila, se dejó caer en el asiento con un suspiro de alivio, aunque la sensación de malestar persistía.
Con manos temblorosas, sacó discretamente una caja de pastillas de su bolsillo y tomó un par, sintiendo el efecto calmante empezar a surtir efecto. Respirando profundamente, intentó concentrarse en la pantalla grande del cine frente a él, tratando de alejar los pensamientos perturbadores que lo acosaban.
La tarde se desvanecía lentamente sobre la ciudad, pintando el cielo con tonos cálidos de naranja mientras el sol se hundía en el horizonte. Era la hora favorita de Michael para conducir por la calle principal cerca de la playa de la ciudad donde vivía, un momento de tranquilidad y contemplación que le ofrecía un respiro bienvenido de las tensiones de su vida cotidiana.
—Otra vez se fue la luz —murmuró Michael en tono cansado, frunciendo el ceño mientras movía el interruptor en la pared un par de veces, en vano. Con un suspiro resignado, decidió bajar al sótano para encender su generador de respaldo.
Una vez en el sótano, se agachó frente al generador y comenzó a tirar del cordón con determinación, buscando arrancar el mecanismo. Sin embargo, su esperanza se desvaneció rápidamente cuando se dio cuenta de que el aparato estaba sin combustible. Con un gruñido de frustración, se dio cuenta de que tendría que subir a la cochera por una lata de gasolina.
Mientras ascendía las escaleras, una sensación de incomodidad se apoderó de él. El silencio de la casa parecía más opresivo de lo habitual, y un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando comenzó a escuchar pasos en el segundo piso.
La sospecha se apoderó de su mente, su corazón latía con fuerza en su pecho mientras avanzaba con cautela por el pasillo, sus sentidos alerta ante la posibilidad de peligro.
— ¿Hola? ¿Hay alguien aquí? —preguntó, su voz apenas un susurro cargado de ansiedad mientras escudriñaba las sombras en busca de algún indicio de presencia.
Sin embargo, el silencio pesado fue su única respuesta, aumentando su sensación de vulnerabilidad.
— ¡Voy a llamar a la policía ahora! —gritó el joven, su voz resonando con urgencia mientras retrocedía hacia el teléfono más cercano, sus dedos temblorosos marcando frenéticamente el número de emergencia.
Pero antes de que pudiera completar la llamada, unas luces parpadeantes de color azul y rojo captaron su atención a través de la ventana, inundando la habitación con su brillo intermitente. Michael se detuvo en seco, su corazón martillando en su pecho mientras se acercaba a la ventana, su mente llenándose de preguntas sin respuesta.
El golpeteo en la puerta resonó a través de la casa, sacando a Michael de su aturdimiento mientras se dirigía hacia la entrada con pasos vacilantes. La voz firme del policía lo dejó sin aliento, su corazón dando un vuelco en su pecho.
— ¡Michael Davis, por favor salga de la casa! —exclamó el policía, su tono urgente haciendo eco en el pasillo.
Michael abrió la puerta con manos temblorosas, su mente girando en un torbellino de confusión y miedo. Antes de que pudiera articular una sola palabra, el oficial lo sujetó con firmeza y le colocó las esposas sin ceremonias, preparándose para llevarlo a la patrulla.
—¿Qué pasa?, yo no hice nada —protestó Michael, su voz entrecortada por la incredulidad.
El policía lo miró con una expresión impasible. —Está bajo arresto por ser el principal sospechoso del asesinato de Clayton Rogers —respondió con solemnidad antes de cerrar bruscamente la puerta del vehículo.
Michael se dejó llevar sin resistencia, su mente dando vueltas mientras intentaba procesar la avalancha de emociones que lo abrumaba. Guardó silencio en el viaje hacia la estación de policía, su mente llenándose de preguntas sin respuesta y el peso aplastante de la injusticia que sentía que lo envolvía.
Sin embargo, incluso en medio de la confusión y el miedo, una sensación inexplicable de inquietud lo invadió cuando, por alguna razón, sintió la necesidad de voltear a ver a su ventana. Allí, en la penumbra del anochecer, le pareció ver la figura de una persona acechándolo desde la distancia, sus ojos brillando con una intensidad inquietante en la oscuridad.
Al llegar a la comisaría de la ciudad, Michael fue conducido hacia una celda de los separos por el oficial, el aire pesado con el olor a alcohol y desesperación. El interior de la celda era sombrío y claustrofóbico, y Michael se encontró compartiéndola con un borracho que apenas podía mantenerse despierto, sumido en un estado de embriaguez que lo había dejado incapaz de mantener el equilibrio.
—¿Y mi llamada? —preguntó Michael, su voz apenas un susurro cargado de vergüenza mientras se acercaba al oficial.
El policía gruñó con impaciencia, ocupado en despertar al borracho. —Ponte en la cola, primero va tu compañero —respondió bruscamente, indicando con un gesto de su mano que tenía asuntos más urgentes que atender.
Con el corazón latiendo con fuerza en su pecho, Michael se acomodó en un rincón de la celda, su mente turbada por la realidad abrumadora de su situación. Nunca antes había sido detenido, y mucho menos por una acusación tan grave como la que enfrentaba ahora. La incertidumbre y el miedo se aferraban a él como una sombra, oscureciendo cualquier atisbo de esperanza que pudiera haber tenido.
—Tu turno, niño —le dijo el borracho con una risa estridente, antes de doblarse en arcadas y vomitar en el suelo, sumiendo aún más el ambiente en un aura de desesperación y desolación.
El oficial guió a Michael hasta el teléfono público de la comisaría, ofreciéndole la oportunidad de realizar su llamada. Sin embargo, cuando Michael tomó el auricular entre sus manos temblorosas, se dio cuenta de que no tenía a nadie a quien llamar. Una sensación abrumadora de soledad se apoderó de él, haciendo que se sintiera más aislado que nunca.
Con un suspiro de resignación, marcó un número familiar, sintiendo una mezcla de esperanza y ansiedad mientras esperaba que alguien contestara al otro lado de la línea.
—Hola… ¿Ramón? —saludó Michael con voz temblorosa, aferrándose a la delgada esperanza de que su jefe pudiera ayudarlo en su hora de necesidad.
Sin embargo, la respuesta que recibió fue todo menos reconfortante. Un silencio incómodo se prolongó durante un momento antes de que la voz de su jefe resonara en el auricular, cargada de irritación y desdén.
—Por favor, Michael, no me vuelvas a llamar —dijo su jefe con brusquedad, su tono dejando claro que no tenía interés en involucrarse en los problemas personales de su empleado.
La confusión y el desespero inundaron a Michael mientras intentaba comprender la reacción de su jefe. —¿Cómo que no quieres que te llame? —preguntó, su voz entrecortada por la incredulidad y el dolor. —Eres el único que me puede ayudar.
Pero la única respuesta que obtuvo fue el sonido vacío del tono de marcado, indicando que su jefe había colgado abruptamente. Michael se quedó allí, con el auricular en la mano, sintiéndose más solo y desamparado que nunca.
La revelación de que Ramón, su propio gerente del supermercado, había sido quien llamó a la policía dejó a Michael aturdido y desorientado. La traición de alguien en quien había confiado, aunque fuera solo en el ámbito laboral, agitó su mundo ya tambaleante. Mientras absorbía la impactante noticia, la realidad de su situación se volvió aún más sombría y desesperanzadora.
La soledad y el miedo lo envolvían como una pesada manta mientras contemplaba su situación desesperada. Con nadie más a quien acudir y ninguna posibilidad aparente de ayuda, Michael se encontraba en un callejón sin salida. La única opción que le quedaba era recurrir al abogado que le proporcionaba el gobierno, una medida que lo llenaba de resignación y desconfianza, pero que parecía ser su única esperanza en medio de la oscuridad que lo rodeaba.
La noche transcurrió en un torbellino de pensamientos negativos que mantuvieron a Michael despierto y preocupado, incapaz de encontrar consuelo en el sueño. Sin sus medicamentos para ayudarlo a mantener a raya su ansiedad.
Al amanecer, mientras la luz del nuevo día comenzaba a filtrarse a través de las ventanas de la celda, Michael observó con creciente alarma cómo su compañero de celda comenzaba a ahogarse con su propio vómito. Sin dudarlo, se levantó rápidamente para ayudar, girando al hombre con cuidado y golpeándole la espalda para ayudarlo a recuperar el aliento.
Fue entonces cuando una voz inesperada rompió el silencio de la mañana, haciendo que Michael se volviera hacia la fuente de la interrupción. Frente a su celda, de pie con una expresión de curiosidad mezclada con desdén, se encontraba Gabriella Méndez, la misma mujer que había pronunciado unas palabras en el funeral del restrisor Kim.
—¿Buscas puntos para buena conducta o eres el peor asesino? —inquirió, su tono impregnado de un sarcasmo apenas disimulado mientras observaba la escena con atención.
La pregunta de Gabriella tomó a Michael por sorpresa, y una chispa de indignación encendió su mirada mientras respondía con firmeza: —Soy inocente —declaró, su voz resonando con determinación a pesar del tono cortante.
—Sí, eso dicen todos —murmuró Gabriella con desdén antes de alejarse, dejando a Michael sumido en una mezcla de frustración y desesperanza.
—¿Qué necesita, señorita? —preguntó Michael con un tono de cautela.
—No, más bien tú me necesitas a mí. Soy tu abogada pro bono. Mi nombre es… —empezó Gabriella, pero fue interrumpida por Michael.
—Gabriella Méndez, lo sé. Te vi en televisión —dijo Michael, señalando con el pulgar hacia el televisor de la oficina que estaba al lado de su celda.
Gabriella simplemente esbozó una sonrisa sarcástica ante la observación de Michael y se volvió hacia uno de los policías de guardia. Con un gesto imperioso, lo llamó para que abriera la celda. El uniformado, un tanto sorprendido por la presencia de la abogada, aceptó la orden y los condujo a una habitación privada donde podrían discutir el caso con más comodidad.
—¿Quieres? —preguntó Gabriella, ofreciéndole un poco de las patatas fritas que llevaba dentro de la lonchera que ocupaba casi todo el espacio de su maletín.
—¿Qué estás haciendo? Llevamos veinte minutos aquí y lo único que has hecho es comerte esa hamburguesa —observó Michael con una mezcla de sorpresa y frustración.
Gabriella se encogió de hombros con indiferencia, saboreando otra mordida de su comida antes de responder. —No suelo trabajar con el estómago vacío. Si quieres la mejor representación legal gratuita, tienes que aprender a ser paciente —explicó, haciendo hincapié en la palabra "gratuita"—. ¿Sabes? Mis estudios en leyes son de la mejor calidad, los pagó…
—El restrisor Kim, lo sé. Te gusta mucho ese discurso —interrumpió Michael, completando su frase con un tono sarcástico.
La expresión de Gabriella se endureció ligeramente ante la interrupción, pero luego adoptó una mirada más analítica. —Noto algo de hostilidad aquí y empiezo a creer que no te agrado. ¿Te conozco de algo con anterioridad? —inquirió, sus ojos escudriñando a Michael en busca de alguna pista sobre su pasado compartido.
—No, perdón, es solo que necesito mis medicinas —respondió Michael, sintiendo una punzada de culpabilidad por su mentira, aunque fuera parcialmente verdadera. Justo cuando terminó de hablar, un policía tocó a la puerta, interrumpiendo la conversación y haciendo que Gabriella saliera momentáneamente de la habitación.
Michael esperó con nerviosismo mientras la abogada hablaba con el oficial fuera de la sala. Después de unos minutos, Gabriella regresó con una sonrisa relajada en el rostro.
—¿Está todo bien? —preguntó Michael, preocupado por lo que acababa de suceder.
—Acaba de ocurrir otro asesinato. El cuerpo está destrozado, igual que el del restrisor Kim y el de Clayton Rogers. Quedas descartado como sospechoso, ya que estabas aquí —explicó Gabriella, tranquilizando a Michael con la noticia.
La tensión en los hombros de Michael se relajó al escuchar las palabras de la abogada. —¿Entonces puedo irme a casa? —preguntó, buscando confirmación.
—La policía te vigilará un par de semanas, pero sí, ya puedes irte —confirmó Gabriella, abriendo la puerta de la sala y permitiendo que Michael saliera del lugar con un suspiro de alivio.
Al día siguiente, Michael llegó tarde al supermercado, sintiéndose agotado después de haber pasado la mayor parte del día anterior durmiendo. Había caído en un sueño profundo casi inmediatamente después de regresar a casa, agotado por el estrés y la ansiedad acumulada durante los días previos.
Sin embargo, su retraso no pasó desapercibido para Ramón, quien lo recibió con una mirada de desaprobación al verlo entrar por la puerta.
—Michael, creí que te lo había dejado claro ayer por teléfono, estás despedido —anunció Ramón, su tono de voz cargado de frustración y disgusto.
—Pero la policía ya declaró que soy inocente —protestó Michael, su voz llena de incredulidad ante la injusticia de la situación.
Ramón suspiró, claramente molesto por tener que repetir la misma explicación. —Aun así, ya tienes antecedentes y a la directiva no le gusta eso. Te va a llegar tu liquidación por correo —respondió de manera cortante, prácticamente echándolo del lugar.
Michael aceptó el despido con resignación, sintiendo un nudo de frustración y desesperanza en el estómago. Con un suspiro pesado, se dio la vuelta y abandonó el supermercado, sintiéndose derrotado y desamparado mientras se dirigía a casa. La sensación de injusticia lo acompañaba en cada paso, recordándole lo frágil que era su situación en un mundo que parecía estar en su contra.
Cuando Michael se bajó de su vehículo, notó a su vecino Donald, un hombre de edad avanzada, que pasaba por delante de su casa en su silla de ruedas. Donald lo saludó con entusiasmo, agitando la mano en un gesto amistoso.
—Buenos días, Michael —saludó Donald con una sonrisa cálida.
—Buenos días, señor Donald. ¿Cómo le va? —respondió Michael, devolviendo el saludo con igual amabilidad.
—Bien, gracias por preguntar, aunque últimamente la ciudad está peligrosa —comentó el anciano con una leve expresión de preocupación en su rostro arrugado.
—Sí, escuché que lo del restrisor Kim no fue personal —respondió Michael, compartiendo la preocupación de su vecino por la seguridad en la ciudad.
Donald asintió con solemnidad. —Eso temía. Habrá que esperar a que el nuevo restrisor haga algo con estos crímenes sin sentido... Te pone a pensar en lo corta que es la vida —reflexionó el anciano, su voz llena de sabiduría y experiencia acumulada a lo largo de los años.
Al escuchar las palabras de su vecino, Michael se detuvo un momento, sumido en sus pensamientos antes de entrar rápidamente a su casa. Con determinación en su mirada, tomó el teléfono y marcó un número, una sonrisa ansiosa asomando en su rostro.
—¿Hola? Linda, soy yo, Michael —anunció con entusiasmo, esperando ansioso por la respuesta.
—Michael, qué gusto. Creí que nunca me llamarías. Te di mi número hace meses —respondió la voz amigable de la mesera, evidentemente sorprendida pero complacida por la llamada.
—Lo sé, pero quería saber si estabas libre esta noche —dijo Michael, su tono revelando una extraña mezcla de entusiasmo y nerviosismo.
Hubo un breve momento de silencio al otro lado de la línea antes de que Linda respondiera con una voz suave pero llena de emoción contenida. —Claro, ¿por qué la pregunta?
Michael sintió un latido acelerado en su pecho mientras reunía el coraje para expresar su invitación. —Porque te quería invitar a cenar hoy —dijo finalmente, esperando ansioso por la respuesta de Linda.
Hubo otro momento de silencio, y Michael contuvo la respiración mientras esperaba. Finalmente, la voz de Linda llegó a través del teléfono, llena de sorpresa y alegría. —Sí, sí quiero ir. ¿A qué hora pasas por mí? —preguntó, aceptando la invitación con entusiasmo contagioso.
Más tarde, después de haber planeado cuidadosamente su cita con Linda, Michael se dirigió al centro comercial para comprar algunas cosas especiales. Utilizando sus ahorros, se detuvo en una tienda de ropa y eligió un traje elegante que esperaba impresionaría a Linda. Luego, se dirigió a una perfumería y seleccionó un aroma sutil pero seductor que complementaría su apariencia.
Con las compras en mano, Michael se encaminó de regreso a casa, anticipando su encuentro con Linda. Sin embargo, en el camino, un perro callejero comenzó a seguirlo, moviendo la cola con entusiasmo. Al principio, Michael intentó ignorarlo y aceleró el paso para tratar de perder al animal, pero el perro persistió en seguirlo, como si estuviera decidido a acompañarlo hasta su destino.
Finalmente, el perro llegó hasta la puerta de la casa de Michael, mirándolo con ojos suplicantes. Michael frunció el ceño, algo frustrado por la persistencia del animal. —¿Qué quieres de mí? —preguntó, esperando una respuesta que nunca llegó. El perro simplemente continuó moviendo la cola, pareciendo contento de estar cerca de él.
Suspirando resignado, Michael abrió la puerta y entró a su casa, dejando al perro afuera. Aunque no entendía la razón detrás del comportamiento del animal, decidió no preocuparse por ello por el momento y concentrarse en su cita con Linda.
Un par de minutos antes de que Michael saliera a buscar a Linda, el cielo se abrió en una lluvia torrencial. Sin embargo, eso no lo detendría. Decidido, fue a buscar un paraguas y se dirigió a su camioneta, determinado a no dejar que el clima arruinara su cita.
Justo cuando estaba a punto de salir por la puerta, algo lo hizo tropezar. Al mirar hacia abajo, se dio cuenta de que el perro callejero todavía estaba allí, mirándolo con una expresión suplicante.
—¿Sigues aquí?... Casi me haces caer —le dijo Michael al perro, que rápidamente se puso de pie y lo observó con ojos brillantes, jadeando con el hocico abierto.
Michael entendió la situación de inmediato. —No te quieres mojar con la lluvia, ¿verdad? —dijo con una sonrisa, antes de abrir la puerta y permitir que el perro entrara a su casa para refugiarse de la lluvia.
Con el perro protegido del mal tiempo, Michael se apresuró a buscar a Linda. A pesar de los obstáculos inesperados, estaba decidido a que su cita fuera un éxito.