—Son las siete de la mañana del día 11 de Junio del año 1549, gracias por sintonizar su alarma en la estación oficial del gobierno de la ciudad del Zen.
Gabriella Mendez se despertó al sonido insistente de su alarma, marcando el inicio de otro día en la agitada ciudad del Zen. Con la eficiencia de alguien acostumbrada a una rutina precisa, se levantó de la cama y se vistió con uno de sus numerosos trajes elegantes de color negro mate, seleccionado con cuidado de su extenso guardarropa.
Antes de salir, tomó una pequeña libreta de notas que descansaba junto al teléfono de su departamento. Era una herramienta indispensable para su trabajo, un registro meticuloso de detalles y observaciones que podían resultar cruciales en sus investigaciones.
Al salir de su edificio, un taxi ya la esperaba, como era habitual en sus mañanas ocupadas. El taxista la reconoció de inmediato y le dirigió una pregunta cortés.
—¿Gabriella Mendez?
—Sí, gracias —respondió ella, subiendo al vehículo sin más preámbulos.
Durante el trayecto, Gabriella se sumergió en las notas de su libreta, repasando información crucial y trazando mentalmente los próximos pasos de su investigación. El taxista observó con curiosidad cómo ella murmuraba para sí misma, absorta en sus pensamientos como si estuviera repasando una tarea escolar.
—¿Se está preparando para una presentación? —preguntó el taxista con amabilidad, deseoso de entablar una conversación con Gabriella, además de sentirse atraído por su indudable encanto.
Gabriella sonrió, agradecida por la distracción en medio de su ocupada agenda. —Sí, tengo una reunión con el restrisor Kim y estoy buscando las mejores palabras para asegurarme de que se sienta cómodo. Acaba de regresar de un largo viaje, así que quiero asegurarme de que la bienvenida sea apropiada.
El taxista asintió con interés. —Parece estar metida en la política. Espero que logre lo que sea que quiera conseguir.
Gabriella rió suavemente ante el comentario. —Tenga cuidado con lo que desea. Podría querer tomar el control de la ciudad para fines macabros —dijo en tono de juego, con una chispa traviesa en sus ojos.
Gabriella llegó al imponente palacio de gobierno de la ciudad, donde fue recibida por la recepcionista de la oficina del restrisor, quien la hizo pasar sin demora.
—Buenos días, restrisor Kim. Me llamo Gabriella Mendez y…
—Ve al grano, niña. ¿Qué necesitas? ¿Un préstamo? ¿Un permiso? —interrumpió el restrisor, visiblemente alterado, sin siquiera esperar a escucharla.
Gabriella se mantuvo imperturbable ante la brusquedad del hombre. —¿Quiere que sea directa? Bien. Necesito que firme estos papeles. Son permisos para remodelar el orfanato Wexler. El lugar se está cayendo a pedazos. Usted fundó ese lugar y no es posible que no lo haya visitado ni una sola vez en los últimos seis años —respondió Gabriela, entregándole los documentos al restrisor.
Para su sorpresa, el hombre tomó el tiempo de leer los papeles detenidamente, sin apartar la mirada de la hoja. Gabriela, un tanto molesta por la reacción del restrisor, lo observó con impaciencia.
—Espero que no haya creído también que firmaría algo sin antes leerlo —respondió el hombre, sin levantar la vista de la hoja, lo que hizo que Gabriela se enfureciera aún más.
—Esta mierda dice que renuncio a mi puesto de restrisor y que tú puedes tomar mi lugar —añadió el restrisor finalmente, su tono de voz revelando una mezcla de indignación y frustración.
"Supongo que se acabó el camino fácil", pensó Gabriela, sintiendo cómo la situación escalaba rápidamente. La expresión amable en su rostro cambió a una mirada amenazante cuando el restrisor se negó a cooperar.
—Si firma eso ahora, no tiene que salir lastimado —advirtió con determinación.
—¡No tengo tiempo para otro imbécil con aires de grandeza! —exclamó el restrisor, presionando un botón debajo de su escritorio mientras observaba a Gabriela con cautela. Ella notó la acción del hombre y comprendió que la situación se estaba volviendo peligrosa. Sin dudarlo, se quitó rápidamente la parte superior de su vestimenta y se lanzó sobre él.
Cuando los dos agentes de seguridad privada irrumpieron en la oficina, se encontraron con una escena extraña y al restrisor completamente confundido, repitiendo en voz alta:
—¡No es lo que parece!
—Oh, lo siento, debe haber sido mi cabeza que presionó algo debajo del escritorio —se disculpó Gabriela, mientras se ajustaba rápidamente el sostén y se alejaba de la escena con determinación.
—Ni una palabra de esto a Margarine. Solo fue una chica loca. No pasó nada —añadió el restrisor, tratando de minimizar el incidente.
Los restrisores, parte del alto mando gubernamental, desempeñan roles cruciales en la toma de decisiones, desde avalar leyes hasta organizar eventos políticos. Aunque tienen una influencia considerable, están por debajo de los gobernadores de cada estado, quienes manejan asuntos internacionales de mayor envergadura.
Al anochecer, el restrisor Kim llegó a su majestuosa mansión en el centro de la ciudad. Una de sus criadas, Lupe, lo esperaba para abrir la imponente reja de la entrada, por la cual pasó su lujoso auto clásico con elegancia.
—Buenas noches, señor Kim —saludó Lupe con respeto, recibiendo las llaves del vehículo.
—Buenas noches, Lupe. Llévalo a la cochera —ordenó el hombre, entregando las llaves antes de encaminarse hacia la casa principal.
Los pequeños hijos del restrisor, llenos de alegría, exclamaron al verlo pasar por la puerta. Kim los recibió con amorosos abrazos antes de dirigirse a saludar a su esposa en el interior de la mansión.
Mientras tanto, desde la azotea de un hotel cercano a la mansión, un misterioso hombre vestido con un largo abrigo impermeable color rojo vino observaba la escena con atención. Con un pequeño catalejo, observaba detenidamente desde el único orificio de su máscara violeta hecha de resina, manteniendo su identidad oculta mientras vigilaba los movimientos del restrisor Kim y su familia.
—¿Ya llegó? —preguntó otro hombre vestido de la misma manera, sacando una larga cerbatana de una maleta de gimnasio.
A la medianoche, con la luna en su punto más alto, los niños dormían plácidamente en sus camas, y el señor Kim se relajaba viendo la televisión en su cuarto, mientras su esposa, ya en pijama, se ocupaba de su rutina nocturna de higiene dental.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Kim, frunciendo el ceño y girando ligeramente la cabeza hacia el sonido que había captado su atención.
—¿Qué cosa? —inquirió su esposa, mirándolo con curiosidad.
—Me pareció oír algo en el jardín —respondió Kim, con una nota de preocupación en su voz.
—Seguramente es Armando —sugirió la señora Rossman, tratando de calmarlo.
—No, Lupe me dijo que se fue antes de que llegara —contradijo Kim, mientras se levantaba de su asiento con determinación.
—Pues ve a revisar, no se vayan a tropezar los niños por las escaleras —aconsejó la señora Rossman, y Kim asintió antes de salir por el pasillo, encendiendo luces en su camino hacia el jardín.
—¿Hola?, ¿campeón eres tú? —preguntaba Kim mientras bajaba por las escaleras hasta llegar al recibidor principal, que se encontraba completamente oscuro. Sin embargo, el restrisor ignoraba que en aquella oscuridad se ocultaba uno de los enmascarados que lo dejaría inconsciente con un golpe en la nuca utilizando una sartén de acero quirúrgico.
Cuando el restrisor recobró el conocimiento, se encontraba atado de pies y manos, al igual que su esposa, quien estaba sentada junto a él. Tres figuras vestidas con impermeables rojos y máscaras violetas emergieron de las sombras en completo silencio.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó Kim, visiblemente asustado, pero no obtuvo respuesta alguna. Uno de los enmascarados se dirigió lentamente a la cocina para tomar un cuchillo, mientras el restrisor y su esposa observaban con terror.
—¿Dinero?, ¿quieren dinero? Tengo dinero, la clave de la caja fuerte es cinco…
—Cállate el perro hocico —intervino el más alto de los enmascarados, interrumpiendo a Kim. El hombre que había ido por el cuchillo regresó a la escena y se lo entregó al más pequeño de los atacantes, quien, tras tomarlo, se quitó la máscara, revelando su rostro.
—¡Eres tú! —exclamó el restrisor al reconocer el rostro de Gabriella.
—Debió haber firmado cuando tuvo la oportunidad —dijo la chica, recorriendo el lugar con determinación.
—¡Kim, dale lo que quiere! —exclamó la señora Rossman, visiblemente alarmada.
—Dame los papeles, firmaré ahora —respondió Kim, desesperado por poner fin a la situación.
—Esa oferta ya expiró —susurró Gabriella con frialdad, acercándose lentamente a la mujer del restrisor y colocando el filo del cuchillo en su cuello. Con una presión controlada, comenzó a hacer un corte, mientras la señora Rossman luchaba por mantenerse en silencio, temiendo que sus hijos escucharan. A pesar de sus esfuerzos, los gritos desesperados de su esposo resonaban por la casa, clamando que firmaría lo que fuera necesario y suplicando por la vida de su esposa sin éxito, pues Gabriella continuaba cortando el cuello de la mujer.
—¡Maldita loca! ¡Ya te dije que firmaré! ¡Ella no tenía nada que ver en esto! —gritaba el restrisor, desesperado, mientras luchaba contra sus ataduras.
—Te dije que te callaras —intervino airado uno de los enmascarados antes de romperle el brazo al señor Kim. La cabeza de la señora Rossman rodó unos cuantos metros por el suelo mientras Gabriella limpiaba el cuchillo en su impermeable.
—¿Me puedo encargar de él? —preguntó el enmascarado de la maleta deportiva mientras sacaba un martillo de ella.
—Sí, tú haz eso, y tú, en las escaleras —ordenó Gabriella al otro enmascarado al percatarse de la presencia de los niños, que estaban observando todo ocultos tras el barandal junto a los escalones.
Al día siguiente, Gabriella despertó tarde, bañada en la luz dorada del sol que se filtraba por la ventana de su modesto apartamento. La suave melodía de un pájaro posado en el alféizar acompañaba el inicio de su jornada, aunque su paz fue interrumpida por el insistente tono del teléfono. Con un suspiro, se levantó del catre donde había pasado la noche y se dirigió hacia el teléfono.
—¿Qué pasa? —preguntó, su tono de voz ligeramente irritado por haber sido sacada de su sueño.
—Señora, hay un posible problema. Un chico dice que la escuchó ayer hablando mal del restrisor, y podría levantar sospechas hacia usted —comentó la voz preocupada del hombre al otro lado de la línea, recordándole el incidente de la cafetería.
—Averigua quién es y dónde vive. Más tarde, yo le daré una visita. ¿Algo más? —Gabriella respondió con firmeza, delineando su plan de acción.
—Sí, hay un chico raro que estuvo siguiendo a varios miembros en el supermercado. Su gafete decía que se llamaba Clayton. Será más fácil de encontrar. Trabaja en el supermercado "Sonrisas del Zen".
—Te encargo a ese —sentenció Gabriella antes de colgar, su mente ya trabajando en los detalles de su siguiente movimiento.
Al día siguiente, la cita de Michael con Linda había sido un éxito rotundo. La conversación fluyó naturalmente, acompañada de risas y gestos cómplices que dejaron claro que había una conexión especial entre ellos. Ahora, en la tranquila atmósfera del auto, el brillo de las luces de la ciudad bañaba sus rostros mientras recorrían las calles hacia la casa de Linda.
—Me encanta cómo se ven las luces de la ciudad de noche —comentó Linda con admiración, sus ojos brillando con el reflejo de las luces nocturnas.
—Sí, son hermosas —respondió Michael, su voz suave y tranquila mientras conducía, disfrutando del momento compartido.
Al llegar a la casa de Linda, ella lo invitó a pasar para tomar un café, y Michael aceptó con una sonrisa, agradecido por la hospitalidad de su compañera de noche. La conversación continuó de manera fluida, con risas y confidencias compartidas en la intimidad de la cocina.
A la mañana siguiente, Michael despertó lentamente. Sus ojos entreabiertos captaron fugazmente la figura grácil de Linda, aún desnuda, mientras se levantaba de la cama y se dirigía hacia el baño para darse una ducha. El recuerdo de la noche anterior lo hizo sonreír mientras se acomodaba en la cama, disfrutando de la calma matutina.
Después de desayunar juntos en la acogedora cocina de Linda, Michael se ofreció a llevarla a la cafetería donde trabajaba. Sin embargo, en medio del trayecto, un pensamiento repentino lo sacudió de su ensimismamiento.
—¡Carajo! —exclamó Michael de repente, dando un brusco frenazo que hizo que Linda se sobresaltara en su asiento—. ¡Olvidé que dejé a ese perro callejero dentro de mi casa toda la noche!
Luego de dejar a Linda en la cafetería, Michael se apresuró a regresar a su casa, consciente de que el perro callejero que había dejado dentro durante toda la noche seguramente había causado un desastre. Estacionó su vehículo frente a su hogar y se apresuró a entrar, sintiendo una sensación de urgencia que le apremiaba.
—¿Hola?... ¿Perrito, te hiciste del baño por todos lados? —preguntaba Michael mientras exploraba el recibidor de su casa, pero el olor que lo recibió era mucho peor de lo que esperaba. Un hedor insoportable impregnaba el aire, anunciando algo terrible.
La escena que se presentó ante él fue aterradora: sobre su cama yacía el cadáver descuartizado del perro callejero que había acogido la noche anterior. Un escalofrío recorrió la espalda de Michael mientras su estómago se revolvía de asco y horror. Vomitó instintivamente, incapaz de contener su repulsión.
Con el corazón palpitando con fuerza, Michael comenzó a buscar frenéticamente por toda la casa, esperando encontrar a algún culpable de tan macabro acto. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano. Era el único ser vivo dentro de esa casa, y la situación lo estaba desbordando.
Justo cuando se disponía a tomar el teléfono para llamar a la policía y reportar el espantoso hallazgo, escuchó unos golpes frenéticos en la puerta de entrada.
El viejo Donald, preocupado por los ruidos que provenían de la casa de su joven vecino, se acercó con cautela, sin imaginar la escena de horror que le esperaba al otro lado de la puerta. Sin embargo, la respuesta que recibió fue completamente inesperada. Michael, sumido en un estado de shock y paranoia, no escuchaba las palabras del anciano, solo veía las manchas rojas en las manos de Donald, las cuales desencadenaron una reacción impulsiva y violenta.
Sin pensarlo dos veces, Michael lanzó un puñetazo hacia el rostro del viejo, derribándolo de su silla de ruedas. El golpe resonó en el vecindario, provocando una conmoción inmediata entre los residentes que observaban la escena. Gritos de sorpresa y horror resonaron en el aire mientras algunos vecinos acudían para intentar contener a Michael, quien, dominado por el miedo y la confusión, continuaba golpeando al anciano indefenso en el suelo.
Mientras tanto, algunas mujeres horrorizadas llamaban a la policía, sintiendo la urgencia de intervenir ante la situación cada vez más violenta que se desarrollaba ante sus ojos. La escena se convirtió en un caos, con vecinos intentando detener a Michael y otros tratando de ayudar al anciano Donald, quien yacía en el suelo, víctima de la ira descontrolada de su joven vecino.
La atmósfera en la sala de interrogatorios era tensa, impregnada de desconfianza y sospecha. Michael se encontraba en el centro de la mirada escrutadora de los dos detectives, quienes buscaban cualquier indicio que pudiera confirmar o desmentir sus sospechas.
Emilio, el detective más calmado, intentaba establecer un tono más comprensivo, ofreciendo a Michael la oportunidad de explicarse. Sin embargo, sus palabras solo parecían alimentar la frustración y la ira de Jhonson, cuyo enfoque era más agresivo y directo.
—¡¿Por qué le das esa oportunidad a este asesino, Emilio?! —exclamó Jhonson, con un tono lleno de acusaciones, mientras clavaba una mirada penetrante en Michael.
Michael, por su parte, se sentía acorralado y frustrado ante las persistentes acusaciones en su contra. Su respuesta fue una mezcla de enojo y desesperación, tratando de hacerles entender su inocencia.
—¡Ya les dije que yo no fui! ¡El perro ya estaba así cuando regresé! ¡Fue el viejo Donald! —gritó Michael, con la voz cargada de indignación y frustración, tratando de hacerse escuchar por encima del tumulto emocional que se había apoderado de la sala.
Gabriella irrumpió en la sala de interrogatorios con determinación, su presencia llenando el espacio con una mezcla de autoridad y confianza. El sonido de sus tacones resonaba en la habitación, añadiendo un eco metálico al ambiente tenso.
—¡No digas una palabra más, Michael! —exclamó, su voz cortante y firme dejaba claro que no estaba dispuesta a tolerar más juegos.
Emilio y Jhonson, los detectives, intercambiaron miradas de sorpresa y desaprobación ante la entrada repentina de Gabriella. Emilio, con su semblante enojado, cuestionó la presencia de la abogada.
—¿Qué haces tú aquí? ¿No se supone que deberías estar ocupada con tu campaña? —inquirió Emilio, revelando su verdadera naturaleza bajo el disfraz de policía amable.
Gabriella respondió con un tono igualmente duro, sin dejar espacio para dudas sobre su autoridad.
—Mi cliente me necesita, así que si nos hacen el favor de retirarse de la sala…
Jhonson, mostrando su descontento, estableció un límite de tiempo antes de abandonar la habitación junto con su compañero, dejando a Gabriella y a Michael a solas.
Una vez solos, Michael no perdió el tiempo en expresar su confusión ante la presencia de Gabriella.
—¿Qué haces aquí? Yo no te llamé —cuestionó, buscando respuestas en los ojos de la abogada.
—Instinto de abogada —dijo Gabriella, con un tono cortante que dejaba claro que estaba allí por su propia voluntad.
La tensión entre ellos era palpable, cada uno enfrentándose al otro con una mezcla de desconcierto y desconfianza.
—¿Tienes algún problema? —preguntó Michael.
—De hecho, ahora varios, pero qué tal si empezamos por contar uno donde un imbécil tira a la basura el trabajo que hice justo ayer.
—No fue mi culpa, el viejo Donald asesinó al perro que estaba en mi casa, creo que él puede ser el asesino en serie —explicó Michael, su voz temblaba ligeramente por la ansiedad y la urgencia de convencer a Gabriella de su inocencia.
Gabriella arqueó una ceja con escepticismo ante la acusación de Michael, su expresión revelando su incredulidad.
—¿Hablas del viejo en silla de ruedas que golpeaste hasta mandarlo al hospital? —preguntó con sarcasmo, su tono de voz dejando en claro su escepticismo.
Michael se sintió frustrado ante la reacción de Gabriella, su ansiedad aumentando ante la necesidad de ser creído.
—Lo vi, Gabriella, tenía las manos manchadas de sangre —respondió exaltado, su voz temblaba por la intensidad del momento y la urgencia de convencer a la abogada de su veracidad.
Gabriella suspiró, tratando de calmar los ánimos y abordar la situación con calma.
—Relájate, Michael —aconsejó, su tono de voz suave y tranquilizador tratando de disipar la tensión en la habitación.
—Lo siento, es que todo esto me pone muy mal, necesito tomar mis pastillas para la ansiedad —respondió Michael angustiado, su voz temblorosa revelaba el tormento emocional que estaba experimentando en ese momento.
Gabriella simplemente cerró los ojos, soltó un largo suspiro y le dijo, su tono de voz reflejaba una mezcla de resignación y compasión:
—Hace una hora estaba muy feliz desayunando con un amigo que acaba de llegar a la ciudad, tienes suerte de que hubiera un gran televisor en el restaurante… tu numerito llamó la atención de los noticieros. Cuando vi tu nombre, fui a la escena para investigar… Donald, ese viejo que mandaste al hospital, estaba pintando la fachada de su casa, lo que tenía en las manos era pintura.
—Yo… no sabía —balbuceó Michael, su rostro reflejando una mezcla de sorpresa y vergüenza ante la revelación.
—Voy a decirle al fiscal de distrito que actuaste por paranoia, estás medicado para la ansiedad, así que será más convincente —continuó Gabriella, su tono ahora era más firme y decidido—. Pero esta vez no vas a salir limpio, veré qué te puedo conseguir.
Las palabras de Gabriella resonaron en la habitación, envolviendo a Michael en una mezcla de alivio por su comprensión y preocupación por las consecuencias de sus acciones.
—Gracias, Gabriella —expresó Michael, con un ligero destello de gratitud en su voz.
—Voy a pedirle a uno de los policías que te traiga agua. Antes de hablar con el fiscal, voy a pasar por la farmacia. ¿Cuál es tu tratamiento? —preguntó Gabriella, demostrando su disposición a ayudar.
—"Laika Trophan". Son las más baratas. Vienen en una caja blanca con líneas verdes. Me quitaron mi billetera, así que te las pagaré cuando me la devuelvan —respondió Michael, sintiéndose un poco incómodo por la situación.
—No hace falta —declaró Gabriella con firmeza, transmitiendo una sensación de apoyo incondicional hacia Michael en medio de su difícil situación.