Antes de partir hacia Draoidh, Anastasia visitó a Etaya una vez más. Durante los últimos días, Etaya había estado temiendo el familiar sonido de pasos que escuchaba todos los días a esta hora. Rogaba a los guardias que la detuvieran de venir a ella, intentaba sobornarlos, engatusarlos o amenazarlos, pero era tan inútil como hablarle a las paredes. Nadie la escuchaba. A veces, uno o dos prisioneros se reían de ella.
—Por favor, por favor, no me hagas nada —dijo Etaya mientras se estremecía en las cadenas. Estar suspendida en el aire durante tanto tiempo había sido tan doloroso que se preguntaba si no sería mejor que le cortaran las extremidades. Quería descansar en el suelo y qué no daría por acurrucarse en un rincón. Se había orinado en los pantalones una y otra vez y olía tan mal que a veces vomitaba. Lo que era y en lo que se había convertido. Juraba cien veces al día que si alguna vez tuviera la oportunidad de libertad, mataría a Anastasia.