Chereads / Regreso a la villa de las telas / Chapter 5 - Capítulo 4

Chapter 5 - Capítulo 4

¡Qué tiempo más maravilloso! Marie abrió la puerta de su atelier y salió a Karolinenstrasse para tomar un poco de aire fresco y el sol. Era un día laborable y mucha gente paseaba por las calles y admiraba los escaparates de las tiendas. Todos llevaban aún el abrigo de invierno, pero los sombreros, igual que las gruesas bufandas de lana, ya se habían quedado en casa. Seguro que no para todos era un placer, muchos caminaban por la ciudad porque se habían quedado sin empleo tras una nueva ola de despidos, y en el vecindario incluso algunas tiendas habían tenido que cerrar. Marie también estaba preocupada, pero su ventaja era que no necesitaba los ingresos del atelier para vivir.

«Ya llega la primavera», pensó con aire soñador. El follaje brotaba de las yemas, la naturaleza cobraba una nueva vida. Ahora todo iba a ir mejor.

Dos chicas jóvenes se pararon, se susurraron algo y luego volvieron a mirarla. «Vaya», pensó ella, y quiso volver enseguida al atelier, pero ya era demasiado tarde.

—Buenos días —la saludó una de las dos con timidez—. Usted es la señora Melzer, ¿verdad?

Era la más alta de las dos, una morena y delgada que había sido la primera en hacer de tripas corazón. La otra llevaba un abrigo azul marino de buen corte y un sombrero que con toda seguridad era de su madre.

—Soy yo —contestó Marie—. ¿Qué puedo hacer por vosotras?

Ya había escuchado antes lo que se avecinaba, y le dolía en el alma no poder ayudar. Las dos chicas terminaron los estudios el año anterior, luego aprendieron mecanografía y taquigrafía, pero no encontraban trabajo de secretaria.

—Entonces pensamos que a lo mejor usted necesitaba dos costureras trabajadoras en su atelier.

La morena llevaba la voz cantante y tenía experiencia. Había aprendido a coser en casa de su madre, una modista que trabajaba a domicilio. Su amiga ayudaba y, dos veces por semana, cosía ribetes y dobladillos delicados. Además, siempre se cortaban sus propios vestidos.

—Volved a preguntar el mes que viene —las consoló Marie—. Ahora mismo, por desgracia, la situación de los pedidos no me permite contratar a más costureras.

De hecho, los pedidos se habían reducido de forma radical y tuvo que despedir a una de sus empleadas. Sin embargo, Marie no quería bajo ningún concepto despedir a las costureras que llevaban años con ella, así que casi siempre las mandaba a casa una hora antes cuando no había nada más que coser.

—¿El mes que viene? —repitió la chica, esperanzada—. Con mucho gusto. Y muchas gracias, señora Melzer. Su atelier es maravilloso, nos paramos a menudo en el escaparate para ver los vestidos.

Después de despedirse de las chicas, Marie volvió a la tienda. Tiritó, se dio cuenta de que en la calle aún hacía bastante frío y que la luz del sol engañaba porque el suelo todavía estaba helado en muchos puntos. Ese día se encontraba sola con las costureras, la señora Ginsberg, que por lo general se ocupaba con ella de las clientas, hacía semanas que sufría una tos insistente, así que la tarde anterior Marie le dijo que se quedara unos días en casa.

La señora Ginsberg, que había enviudado en la guerra, de primeras no aceptó la orden; le gustaba trabajar con Marie, era incluso su empleada de confianza, pero al final comprendió que Marie tenía razón. En una hora llegaría la señora Mantzinger a probarse el nuevo abrigo de primavera, que ya estaba montado. Era un diseño precioso de paño suave color verde oscuro, entallado en la cintura, con las mangas anchas y fruncidas en las muñecas, el cuello lucía un corte generoso y se podía llevar levantado. La clienta era una de las damas que hasta entonces pagaban todos los modelos en el acto y sin descuentos. Al contrario que algunas clientas, que hacían encargos y se llevaban las prendas terminadas, pero sin prisa por abonar la factura. Marie tenía un montón de facturas impagadas en su despacho, había enviado recordatorios, al final escribió requerimientos, pero en la mayoría de los casos no consiguió gran cosa. Las señoras no disponían del dinero, ella tendría que recurrir a un abogado y presentar una demanda en el juzgado. Se había acobardado; al fin y al cabo, casi todas eran clientas fijas y le pagarían en cuanto la situación económica se calmara.

Además, quería evitar la intervención de un abogado para que no fuera Grünling, al que Paul contrataba en esos casos, porque le resultaba extremadamente antipático. Por no hablar de su mujer, antes llamada Serafina von Dobern. Marie no entendía que Lisa hubiera recibido varias veces en la villa de las telas a una persona tan descarada para tomar el té. De todos modos, al parecer la amistad recuperada había sufrido un nuevo revés. Gertie le contó que hacía poco la señora Grünling había huido a toda prisa de la villa y en la casa se alegraron en secreto. Gertie no sabía con exactitud el motivo, pero Dodo le explicó con una sonrisita que la «víbora» se había mordido con un «diente venenoso». Su madre la reprendió por decir eso. Dodo era tan poco convencional que a Marie a veces le preocupaba que su hija tuviera dificultades en la vida. Se parecía a su abuela, la pintora Luise Hofgartner, la difunta madre de Marie. Una mujer joven que tomó su camino con coraje y sin inmutarse para luego sufrir una funesta muerte.

Marie asomó un momento la cabeza a la sala de costura, donde sus empleadas estaban trabajando en algunos encargos, entre otros para Lisa y Kitty, su joven cuñada. Luego no le quedó más remedio que irse a su pequeño despacho a ocuparse de las facturas impagadas y a escribir requerimientos. Quizá le sirviera de algo, necesitaba el dinero para comprar nuevas telas. Ese mes no pintaba bien. Una vez pagara a sus empleadas y descontara el coste del material, la corriente y el carbón, no le quedaría mucho más.

—¿Marie? ¡Ah, aquí estás, mi querida Marie! ¡Increíble! ¡Con este tiempo tan fantástico y te metes en este despacho lúgubre!

Kitty había abierto la puerta del despacho y se quedó en el umbral con los brazos en jarras y un gesto de desaprobación. Llevaba uno de esos conjuntos elegantes y deportivos que Marie le había cosido y, como de costumbre, estaba deslumbrante.

—¡Kitty! Me alegro de que vengas a verme —dijo Marie, contenta, ya que en presencia de su vivaracha cuñada pensaría en otra cosa que no fueran los requerimientos.

—Bueno, ya iba siendo hora —contestó Kitty con alegría—. Además, tengo que probarme mi nuevo vestido de noche. ¿Has podido conseguir las plumas de avestruz blancas?

No siempre era fácil cumplir los exquisitos deseos de Kitty, pero esta vez Marie tuvo suerte y había conseguido algunas plumas de avestruz blancas de América. No eran en absoluto baratas, pero Robert se ganaba bien la vida y pagaba con gusto todas las facturas de su exigente esposa.

—Lo he colgado en la terraza cubierta, puedes probártelo ahí con toda tranquilidad. ¿Te apetece un moka?

—¿Un moka? No, gracias, me he tomado dos cafés en el Brüning, si me tomo otro saldré disparada hacia el techo. Pero te necesito para la prueba, mi querida Marie, así que deja tu contabilidad y ven conmigo.

—Por supuesto, Kitty. Aunque está a punto de venir la señora Mantzinger a probarse su abrigo.

Kitty ya no la escuchaba. Había ido a la terraza cubierta, y Marie oyó unos gritos agudos de entusiasmo. Siguió con una sonrisa a su cuñada, que estaba en ropa interior de seda en la sala ajardinada, y la ayudó a ponerse el vestido negro que le llegaba hasta la pantorrilla, con lentejuelas blancas y penachos de delicadas plumas de avestruz cosidas a la cola acampanada.

—¡Dios mío, es precioso! —exclamó Kitty, exaltada—. Mira cómo flotan cuando giro. Parezco un ave del paraíso, Marie. De la alegría podría alzar el vuelo. ¡Y cuando lo vea Robert! Se quedará pasmado y me lo querrá quitar enseguida.

En efecto, el vestido de noche había quedado fantástico. Era una pieza única que no se podría volver a coser porque era casi imposible conseguir unas plumas tan caras de ese tamaño y calidad. Marie retocó algo en el escote de la espalda, que le pareció un poco demasiado pronunciado, pero Kitty lo quería justo así.

—Es un sueño, Marie —la elogió—. Se lo tendré que esconder a Henny. Imagínate, mi hija va a mis armarios y se pone mis cosas. Y por desgracia le quedan bien. ¿Te lo puedes creer? Tiene catorce años y ya usa mi talla. Y también en lo demás… —suspiró.

Marie escuchó con paciencia los lamentos de Kitty sobre su única hija. Era una vaga, sus notas eran lamentables, solo en cálculo eran sorprendentemente buenas. En cambio, desatendía su maravilloso talento para la pintura y el dibujo, y prefería pasear por la ciudad por la tarde para ir a visitar a una amiga, o eso decía.

—¡En realidad había quedado con un chico, imagínate! Pasó por el colegio a recogerla, y luego se fueron a pasear por las callejuelas. Gertrude pilló ayer a Henny en un banco al lado de la catedral. Estaba ahí sentada comiendo un pastel. Y lo que es peor: la acompañaban tres chicos. Uno llevaba su cartera de la escuela, otro la bufanda de cuadros y el tercero le había comprado el pastel.

Marie tuvo que esforzarse y poner gesto de enfadada para responder como era debido a la exasperación de Kitty. Henny tenía la misma edad que Dodo, pero era completamente distinta. Hacía más o menos medio año que le habían crecido unos pechos pequeños, tenía la cintura delgadísima y el trasero precioso y redondo. Henny comprendió enseguida que esos nuevos atributos femeninos reforzaban su poder de atracción hacia el género masculino, circunstancia que ella aprovechaba sin piedad.

Mientras Marie se lo tomaba con calma, Kitty se indignaba.

—No entiendo a quién ha salido. ¡A su padre, mi pobre Alfons, que perdió la vida tan pronto, seguro que no!

—Desde luego —confirmó Marie con una media sonrisa, antes de que Kitty volviera a tomar la palabra.

—No deberías dejarme sola por la bruja de la señora Mantzinger. No te creerás lo que me dijo hace poco…

—¡Kitty, te lo ruego! ¡No me gusta oír esos chismorreos!

El rechazo de Marie no causó mucha impresión en Kitty, que soltó una carcajada, satisfecha.

—Ah, ya sé que eres la persona más bondadosa del mundo, mi querida Marie. No es que te haya puesto verde, porque le habría arrancado los ojos ahí mismo. No, se trata de la señora Ginsberg.

—¿De la señora Ginsberg? —se asombró Marie, que conocía a su empleada y sabía que era una persona educada y lista, adorada por todas las clientas. Su hijo Walter era el mejor amigo de Leo, estudiaban música juntos en el conservatorio de Augsburgo.

—¡Exacto! —exclamó Kitty, y saltaba a la vista que estaba indignada—. Esa mujer dijo que esa escoria judía no era buena para la reputación del atelier. ¿Qué te parece?

Marie no se lo podía creer. La señora Mantzinger jamás había manifestado nada parecido en su presencia, y siempre se mostraba educada con la señora Ginsberg. Quizá un poco fría, pero educada.

—¿Estás segura de que lo dijo, Kitty? —preguntó afligida.

—¿Acaso crees que me inventaría algo así? —refunfuñó la cuñada—. Por supuesto, le dejé claro que yo no compartía su opinión. Se limitó a encogerse de hombros. Querida Marie, debo decirte que eres una ilusa. No todas las personas son tan sinceras y honestas como tú crees. ¡Yo soy la honrosa excepción, y espero que sepas valorarlo!

—¡Ay, Kitty! —Marie abrazó a su cuñada—. Por supuesto que lo sé. Te agradezco tu sinceridad, aunque no me traiga cosas bonitas.

Kitty, satisfecha, se colocó bien el vestido, lanzó otra mirada crítica al gran espejo de la pared y sonrió ante su imagen. Estaba en la mitad de la treintena, su silueta aún era delgada, la melena oscura le llegaba por los hombros, de vez en cuando se la recogía o se la rizaba al peinarse. Llevaba cuatro años casada en segundas nupcias con Robert Scherer, que hacía años se enamoró locamente de la joven Kitty cuando servía en la villa de las telas. Más adelante emigró a América, allí vivió una vida llena de vicisitudes y un amor trágico para luego regresar a Alemania, desilusionado pero rico. Se reencontró con Kitty, que vivía con su suegra y su hija en la casa de Frauentorstrasse que recibieron tras la quiebra del banco Bräuer. Fue en el momento adecuado, uno de esos instantes de felicidad que a veces ilumina el destino y que hay que atrapar antes de que sea demasiado tarde. Los dos se encontraron.

Marie oyó el timbre de la puerta, seguramente era la señora Mantzinger que llegaba para probarse. Qué desagradable. ¡Ojalá Kitty no le hubiera contado todo eso!

—Ve —dijo, y se encogió de hombros—. Mientras tanto miraré tus diseños. ¿Hay novedades?

Marie siempre tenía ideas nuevas que dibujaba con unas cuantas líneas rápidas y que guardaba en una de las carpetas que estaban sobre la mesa en la terraza cubierta para que las vieran las clientas.

—Por supuesto, Kitty. Mira en la carpeta azul, son los vestidos de tarde y de noche…

La señora Mantzinger había tomado asiento en una de las sillas blancas; estaba a punto de cumplir los setenta, pero se conservaba estupendamente y cuidaba su figura. Se quitó el guante y le dio la mano a Marie.

—Mi querida señora Melzer, siempre es una alegría encargarle algo. No hay otro atelier como este en Augsburgo, no sabría cómo arreglármelas sin usted.

Marie sonrió y se esforzó por que no se le notara la incomodidad.

—Por favor, señora Mantzinger, no exagere. Me está usted avergonzando. Adoro mi trabajo, pero no creo que sea única.

La hizo pasar a la sala de pruebas y le enseñó el abrigo, que estaba casi terminado salvo por unos cuantos detalles. Sobre todo había que fijar el largo, aunque los puños le parecieron demasiado estrechos a la clienta. Marie le propuso una selección de botones distintos.

—¿Sabe, señora Melzer? —dijo mientras observaba los botones—. No es una época fácil, pero yo le he dicho a mi marido: «Debemos procurar que la señora Melzer conserve su atelier a toda costa».

Encargó dos pantalones de montar y una chaqueta porque iban a pasar el verano en la mansión de su cuñado en Brandemburgo y la señora Mantzinger quería montar a caballo. Marie le presentó varias telas adecuadas para ese fin y le prometió dibujar unos cuantos diseños.

—Volveré a pasar el martes por la mañana —prometió, y miró el reloj—. Seguro que entonces estarán listos los diseños y el abrigo, ¿verdad?

—Seguro, señora Mantzinger. Que tenga usted buen día.

Se despidió de Marie con un apretón de manos, sonrió con afecto y no se puso el guante blanco hasta que estuvo en la calle. No había preguntado por la señora Ginsberg, que siempre estaba en la tienda.

—Ya se ha ido —dijo Kitty al salir de la terraza cubierta—. A lo mejor se cae del caballo en verano, quién sabe.

—¡Kitty! No hay que desearle nada malo a nadie.

—Pero yo no lo he deseado —se defendió su cuñada—. Solo pensaba que podría caerse sin más del caballo…

La puerta de la entrada se abrió con tanto ímpetu que las campanillas sonaron con fuerza. Apareció Henny, con el cabello rubio desmelenado y la chaqueta clara llena de manchas.

—¡Mamá! ¡Gracias a Dios! —exclamó alterada—. He visto tu coche ahí fuera y he supuesto que estabas con la tía Marie.

—¿Qué ha pasado, Henny? —preguntó Kitty, asustada—. ¿Por qué tienes ese aspecto? ¿Eso de la manga es un desgarro?

—Deberías ver a Leo, mamá. Y a Walter —le salió de golpe—. Están esperando fuera, tienes que llevar a Walter al médico enseguida. Tiene la mano izquierda destrozada.

Las dos mujeres salieron corriendo de la tienda. Cielo santo, ¿qué había pasado? ¿Un accidente? Con la de veces que les habían dicho que se fijaran en los automóviles al cruzar la calle… En la acera de enfrente vieron a un grupo de cinco chicos, todos más o menos de la misma edad. Marie reconoció enseguida a su hijo Leo porque les sacaba una cabeza. Sangraba en la frente y no paraba de tocarse la herida con el pañuelo. A su lado estaba Walter Ginsberg, más bajo, con el rostro pálido y sucio por las lágrimas.

—¡Leo! ¿Qué ha pasado?

Era evidente que al chico le daba vergüenza ver tan alteradas a su madre y a su tía. Lanzó a Henny una mirada de reproche antes de contestar.

—No es para tanto, mamá. Pero Walter necesita ir al médico, tiene la mano izquierda entumecida. Se ha caído encima cuando lo han tirado al suelo.

—¿Quién lo ha tirado al suelo? —Kitty exigió una explicación.

La respuesta fue un caos de varias voces que Marie logró ordenar poco a poco. Por lo visto, al salir del conservatorio, Leo y Walter caminaban por Maximilianstrasse hacia la parada del tranvía cuando se enzarzaron en una pelea.

—Nos estaban esperando, mamá. Willi Abele, de mi clase, también estaba.

—Era por Walter, tía Marie. De Leo no querían nada. Querían pegar a Walter porque es judío —afirmó Henny.

—Eran seis. O siete. Y estábamos los dos solos frente a ellos…

—Solo al principio, Leo —le interrumpió Henny, exaltada—. Porque luego yo pasé por ahí con Rudi, Klaus y Benno. Les dije que eras mi primo y que tenían que ayudarte.

Henny estaba muy orgullosa de haber prestado esa ayuda porque adoraba a su primo y su talento musical. Leo era uno de los pocos chicos que se habían resistido hasta entonces a su atractivo.

—Es increíble —se lamentó Kitty—. Pegarse en la calle como si fueran cerveceros. No se lo cuentes a Paul, Marie, o le dará un ataque.

Marie ya se había vuelto hacia Walter y le examinaba la mano izquierda. El joven sollozaba de pura desesperación porque no sentía los dedos.

—Ya, ya… ya no puedo tocar el violín.

—Qué tontería, Walter —lo consoló Kitty—. Seguro que solo es una torcedura y te recuperarás. Vamos, sube, que te llevo al doctor Greiner. O mejor directamente al hospital. Marie, mi querida Marie, tú ocúpate de esta panda de granujas. Dios mío, Henny, ¡tu chaqueta está destrozada! ¿No habrás participado en la pelea? Ve corriendo al atelier y tráeme el bolso. Dentro está la llave del coche.

En ese momento Marie se alegró mucho de no tener más clientas programadas. Así podía tratar los chichones y las heridas abiertas, poner esparadrapo, eliminar manchas, preparar té y repartir galletas de nueces de la villa de las telas.

Kitty llamó más tarde desde la clínica.

—Hazme el favor de llevar a Henny a casa cuando cierres el atelier —pidió—. Tardaremos en terminar aquí. Walter tiene la muñeca rota, puede que tengan que operarlo.